Lo que sigue depende de la idea de que existe una ligazón fundamental entre la enseñanza y la palabra. Esta constatación es ya muy antigua (¿no ha salido enteramente nuestra enseñanza de la Retórica?), pero hoy puede ser razonada de forma distinta a ayer; en primer lugar, porque hay una crisis (política) de la enseñanza; además, porque el psicoanálisis (lacaniano) ha desmontado bien las vueltas y revueltas de la palabra vacía; por fin, porque la oposición de la palabra y de la escritura entra en una evidencia cuyos efectos hay que comenzar a sacar poco a poco.
Frente al profesor, que está del lado de la palabra, llamamos escritor a todo operador del lenguaje que está del lado de la escritura; entre ambos, el intelectual: aquel que imprime y publica su palabra. No existe apenas incompatibilidad alguna entre el lenguaje del profesor y el del intelectual (coexisten a menudo en un mismo individuo); pero el escritor está solo, separado: la escritura empieza allí donde la palabra se pone imposible (puede entenderse en el sentido en que se aplica a un niño).
Dos contrariedades
Sea: la palabra es irreversible; no puede cogerse de nuevo una palabra, a menos que se diga precisamente que se la coge de nuevo. Aquí, tachar es añadir; si quiero borrar lo que acabo de enunciar, sólo puedo hacerlo mostrando la goma misma (debo decir: «O, mejor... », «me he expresado mal...»); paradójicamente, la palabra, efímera, es indeleble; no así la escritura, que es monumental. A la palabra no se le puede añadir más que otra palabra. El movimiento correctivo y perfectivo de la palabra es el embarullamiento, tejido que se agota para reanudarse, cadena de correcciones aumentativas donde viene a alojarse, por predilección, la parte inconsciente de nuestro discurso (no es fortuito que el psicoanálisis esté ligado a la palabra, no a la escritura: un sueño no se escribe): la figura epónima del hablador es Penélope.
No es esto todo: sólo podemos hacernos comprender (bien o mal) si, al hablar, sostenemos cierta velocidad de enunciación. Somos como un ciclista o un film condenados a rodar, a dar vueltas, si no ' quiere caer o detenerse: el silencio o la fluctuación de la palabra me están igualmente prohibidos: la rapidez articulatoria esclaviza cada punto de la frase a lo que la precede o la sigue inmediatamente (imposible hacer «partir» el vocablo hacia paradigmas extranjeros, extraños), el contexto es un dato estructural, no del lenguaje, sino de la palabra; por tanto, el contexto, como estatuto, es reductor de sentido, el vocablo hablado es «claro»; el aniquilamiento de la polisemia (la «claridad») sirve a la Ley: toda palabra está del lado de la Ley.
Cualquiera que se prepare a hablar (en situación enseñante) debe ser consciente de la puesta en escena que le impone el uso de la palabra, bajo el simple efecto de una determinación natural (que depende de la naturaleza física: la de la respiración articulatoria). Esta puesta en escena se desarrolla de la forma siguiente. El locutor escoge, con la mejor conciencia, un papel de Autoridad; en este caso, le basta con «hablar bien»; es decir, hablar conforme a la Ley que está en toda palabra: sin intervalos, a buena velocidad, o, más aún: claramente (esto es lo que se pide a una buena palabra profesional: la claridad, la autoridad); la frase neta es totalmente una sentencia, sententia, una palabra penal. O bien el locutor se siente molesto por toda esta Ley que su palabra introducirá en el interior de su conversación; ciertamente, no puede alterar su facilidad de expresión (que le condena a la «claridad»), pero puede excusarse por hablar (por exponer la Ley): usa entonces la irreversibilidad de la palabra para turbar su legalidad: corrige, añade, farfulla, entra en la infinitud del lenguaje, sobreimprime al mensaje simple que todo el mundo espera de él un nuevo mensaje que arruina incluso la misma Idea de mensaje, y, por el reflejo de las rebabas, de los desperdicios con que acompaña su línea de palabra, nos pide que creamos con él que el lenguaje no se reduce a la comunicación. Con todas estas operaciones, que traen al Texto embarullamiento, el orador imperfecto espera atenuar el papel ingrato que convierte a todo hablador en una especie de policía. Sin embargo, al final de este esfuerzo por «hablar mal» todavía se le impone un papel: pues el auditorio (nada tiene que ver con el lector), cogido en su propia ficción, recibe estos titubeos como otros tantos signos de debilidad y le devuelve la Imagen de un maestro humano, demasiado humano: liberal.
La alternativa es oscura: funcionario correcto o artista libre, el profesor no escapa ni al teatro de la palabra, ni a la Ley que en él se representa: pues la Ley se produce no en lo que dice, sino en lo que habla. Para subvertir la Ley (y no, simplemente, darle la vuelta), habría que deshacer la facilidad de palabra, la rapidez de los vocablos, el ritmo, hasta otra inteligibilidad, o no hablar en absoluto: pero entonces haría otros papeles: el de la gran inteligencia silenciosa, llena de experiencia y de mutismo, o el del militante que, en nombre de la praxis, licencia a todo discurso fútil. Nada hay que hacer: el lenguaje siempre es la potencia; hablar es ejercer una voluntad de poder: en el espacio de la palabra, ninguna inocencia, ninguna seguridad.
El resumen
Estatutariamente, el discurso del profesor está marcado por este carácter: que se puede (o se pueda) resumir (es un privilegio que comparte con el discurso de los parlamentarios). Como es sabido, en nuestras escuelas hay un ejercicio que se denomina reducción de texto; esta expresión encierra claramente la ideología del resumen; por una parte está el «pensamiento», objeto del mensaje. elemento de la acción, de la ciencia, fuerza transitiva o crítica, y, por otra, el «estilo». adorno que depende del lujo, la ociosidad y. por tanto lo fútil; separar el pensamiento del estilo es, de alguna forma, despojar al discurso de sus hábitos sacerdotales, es laicizar el mensaje (de donde la conjunción burguesa del profesor y el diputado); la «forma», se cree. es comprensible, y esta compresión no es considerada esencialmente perjudicial; en efecto, de lejos, es decir. a partir de nuestro cabo occidental, ¿es realmente tan importante la diferencia entre una cabeza de Jívaro vivo y una cabeza de Jívaro reducida?
Para un profesor, resulta difícil ver las «notas» que se toman en su curso; no lo intenta apenas, sea por discreción (porque nada tan personal como unas «ilotas», a pesar del carácter protocolario de esta práctica), sea, más probablemente, por miedo a contemplarse en estado reducido, muerto y sustancial a la vez, como un Jívaro tratado por sus congéneres; no sabe si lo tomado (extraído) del flujo de la palabra son enunciados erráticos (fórmulas, frases) o la sustancia de un razonamiento; en ambos casos, lo perdido es el suplemento, donde se hace la apuesta del lenguaje: el resumen es una denegación de la escritura.
Como consecuencia contraria, puede ser declarado «escritor» (designando siempre con esta palabra una práctica, no un valor social), todo remitente cuyo «mensaje» (destruyendo de esta forma, igualmente, su naturaleza de mensaje) no pueda ser resumido: condición que el escritor comparte con el loco, el parlanchín y el matemático, pero que precisamente la escritura (a saber, una cierta práctica del significante) tiene a su cargo especificar..
La relación enseñante
¿Cómo puede asimilarse el profesor al psicoanalista? Lo que sucede es exactamente lo contrario: él es el psicoanalizado.
Imaginemos que yo sea profesor: hablo, sin fin, ante y para alguien que no habla. Yo soy quien dice Yo (qué importan los rodeos del se, del nosotros o de la frase impersonal), yo soy quien, al abrigo de exponer un saber, propone un discurso del que jamás sabe cómo ,es recibido, de forma que jamás puedo tranquilizarme con una imagen definitiva, incluso ofensiva, que me constituiría; en la exposición más exactamente nombrada de lo que se cree no se expone el saber, sino el sujeto (se expone a penosas aventuras). El espejo está vacío: no me devuelve más que la defección de mi lenguaje a medida que va desarrollándose. Como los Hermanos Marx disfrazados de aviadores rusos (en Una noche en la ópera –obra que considero alegórica de más de un problema textual)–, estoy, al principio de mi exposición. ridículamente disfrazado con una gran barba postiza; pero, inundado poco a poco por las oleadas de mi propia palabra (sustituto de la garrafa de agua de la que el Mudo, Harpo abreva golosamente. en la tribuna del alcalde de New York), siento cómo mi barba se despega en jirones ante todo el mundo: apenas he hecho sonreír al auditorio con alguna observación «fina», apenas lo he tranquilizado con algún estereotipo progresista, siento toda la complacencia de estas provocaciones; deploro la pulsión histérica, quisiera recogerla, prefiriendo, demasiado tarde, un discurso austero a un discurso coqueto (pero. en caso contrario, sería la «severidad» del discurso lo que me parecería histérico); si, en efecto, alguna sonrisa responde a mi observación o algún asentimiento a mi intimidación. me persuado igualmente de que estas complicidades manifiestas provienen de imbéciles o de aduladores (describo aquí un proceso imaginario); a mí, que busco la respuesta y me dejo arrastrar a provocarla, basta con que desconfíe; y si mantengo un discurso tal que enfríe o aleje toda respuesta, no por ello me siento más justo (en el sentido musical); puesto que entonces me es preciso glorificarme por la soledad de mi palabra, darle la coartada de los discursos misioneros (ciencia, verdad, etc.).
Así, conforme a la descripción psicoanalítica (la de Lacan, cuya perspicacia puede verificar aquí todo hablador), cuando el profesor habla a su auditorio: está siempre presente el Otro, el que viene a horadar su discurso; y si su discurso fuera cerrado por una inteligencia, no sería menos horadado: basta con que yo hable, con que mi palabra fluya, para que se derrame. Naturalmente, aunque todo profesor esté en la postura del psicoanalizado, ningún auditorio estudiante puede prevalerse de la situación inversa; primero, porque el silencio psicoanalítico nada tiene de preeminente; y, además, porque a veces un sujeto se desata, no puede retenerse y viene a quemarse en la palabra, a mezclarse con la orgía oratoria (y si el sujeto se calla obstinadamente, no hace más que hablar de obstinación de su mutismo); pero, para el profesor, el auditorio estudiante es, de todas formas, el Otro ejemplar, porque tiene el aspecto de no hablar -y que, desde el seno de su mutismo aparente, habla-un tanto más fuerte; su palabra implícita, que es la mía, me alcanza tanto más en cuanto que su discurso no me embaraza.
Esta es la cruz de toda palabra pública: hable el profesor o reivindique hablar el auditorio, en los dos casos se trata de ir directamente al diván: la relación enseñante no es más que la transferencia que instituye; la «ciencia», el «método», el «saber», la «idea» vienen aparte; son datos de más; son restos.
El contrato
«Casi todo el tiempo, las relaciones entre los humanos sufren a menudo hasta la destrucción porque el contrato establecido entre ellos no es respetado. A partir del momento en que dos humanos entran en relación recíproca, su contrato, las más de las veces tácito, entra en vigor. Regula la forma de sus relaciones, etc.» (Brecht).
Aunque la demanda que se enuncia en el espacio comunitario de un curso sea fundamentalmente intransitiva, como debe ocurrir en toda situación de transferencia, no está menos sobredeterminada y se ampara tras otras preguntas, aparentemente transitivas; estas demandas forman las condiciones de un contrato implícito entre el enseñante y el enseñado. Este contrato es «imaginario». no contradice en nada la determinación económica que empuja al estudiante a buscar una carrera y al profesor a honrar un empleo. He aquí, en desorden (dado que no hay, en el orden imaginario, móvil fundador) lo que el enseñante pide al enseñado: 1) reconocerle en cualquier papel posible: autoridad, benevolencia, contestación, saber, etc. (todo visitante en quien no se ve la Imagen que nos solicita se hace inquietante); 2) relevarlo, ampliarlo, llevar sus ideas, su estilo, lejos; 3) dejarse seducir, prestarse a una relación amorosa (concedamos todas las sublimaciones, todas las distancias, todos los respetos conforme a la realidad social y a la presentida vanidad de esta relación); 4), por fin, permitirle honrar el contrato que él mismo ha concertado con su contratante, es decir, con la sociedad: el enseñado es la pieza de una práctica (retribuida), el objeto de un oficio, la materia de una producción (aunque fuera delicado definirla). Por su parte, he aquí, en desorden, lo que el enseñado pide al enseñante: 1) conducirle a una buena integración profesional; 2) desempeñar todos los papeles tradicionalmente atribuidos al profesor (autoridad científica, transmisión de un capital de saber, etc.); 3) entregarle los secretos de una técnica (de investigación, de examen, etc.); 4) bajo la bandera de ese santo laico, el Método, ser un iniciador de ascesis, un guru; 5) representar un «movimiento de ideas», una Escuela, una Causa, ser su portavoz; 6) admitirle a él, enseñado, en la complicidad de un lenguaje particular; 7) para aquellos que tienen el fantasma de la tesis (práctica tímida de escritura, desfigurada y protegida a la vez por su finalidad institucional), garantizar la realidad de este fantasma; 8) se solicita, al profesor, por fin, que sea un arrendador de servicios: firma inscripciones, certificados, etc.
Esto es simplemente un Tópico, una reserva de elecciones que no están necesariamente actualizadas en su totalidad, al mismo tiempo, en un individuo. Sin embargo, es al nivel de la totalidad contractual donde se juega el confort de una relación enseñante: el «buen» profesor, el «buen» estudiante, es el que acepta filosóficamente el plural de sus determinaciones, quizás porque saben que la verdad de una relación de palabra está en otra parte.
La investigación
¿Qué es una «investigación»? Para saberlo, habría que tener alguna idea sobre lo que es un «resultado». ¿Qué se encuentra? ¿Qué se quiere encontrar? ¿Qué falta? ¿En qué campo axiomático será colocado el hecho liberado, el sentido puesto al día, el descubrimiento estadístico? Sin duda, todo ello depende en cada caso de la ciencia solicitada. Pero desde el momento en que una investigación interesa al texto (y el texto va mucho más lejos que la obra), la investigación se convierte a sí misma en texto, en producción; todo «resultado» le es, al pie de la letra, im-pertinente. La investigación es, entonces, el nombre prudente que, bajo la violencia de determinadas condiciones sociales, damos al trabajo de escritura: la investigación está de parte de la escritura, es una aventura del significante, un exceso del canje ; es imposible mantener la ecuación: un «resultado» contra una «investigación». Por ello, la palabra a la que debe someterse una investigación (en el enseñante), aparte de su función parenética «(«Escribid»)tiene como especialidad recordar a la «investigación» su condición epistemológica: no debe, busque lo que busque, olvidar su naturaleza de lenguaje ; y. esto hace finalmente inevitable reencontrar la escritura. En la escritura, la enunciación decepciona al enunciado bajo el efecto del lenguaje que lo produce: esto define bastante bien el elemento crítico, progresivo, insatisfecho, productor, que el uso común mismo reconoce a la «investigación», Ahí reside el papel histórico de la investigación; enseñar al sabio que habla (pero que, si supiera, escribiría: y toda idea de la ciencia, toda la cientificidad, cambiarían con ello).
La destrucción de los estereotipos
Alguien me escribe que «un grupo, de estudiantes revolucionarios prepara una destrucción del mito estructuralista». La expresión me encanta por su consistencia estereotípica: la destrucción del mito .empieza, desde el enunciado de sus agentes putativos, con el más bello de los mitos: el «grupo de estudiantes revolucionarios» es tan fuerte como «las viudas de guerra» o los «ex-combatientes».
Ordinariamente, el estereotipo es triste porque está constituido por una necrosis del lenguaje, una prótesis que viene a cubrir un hueco de escritura; pero, al mismo tiempo, sólo puede suscitar un inmenso estallido de risas; se toma en sería; se cree más cercano a la verdad en cuanto es indiferente a su naturaleza de lenguaje; está a la vez gastado y grave.
Poner el estereotipo a distancia no es una tarea política, porque el lenguaje político mismo está hecho de estereotipos; pero sí supone una tarea crítica, es decir, tiende a poner en crisis al lenguaje. En primer lugar, ello permite aislar ese poco de ideología que hay en todo discurso político, y unirse a él como un ácido adecuado para disolver las grasas del lenguaje «natural» (es decir, del lenguaje que, aparenta ignorar que es lenguaje). Y, además, supone despegarse de la razón mecanicista, que hace del lenguaje la simple respuesta a estímulos de situación o de acción, supone oponer la producción del lenguaje a su simple y falaz utilización. Y, todavía más, supone sacudir el discurso del Otro y constituir, en suma, una operación permanente de pre-análisis. Finalmente, el estereotipo es, en el fondo, un oportunismo: no se conforma al lenguaje reinante, o mejor a aquello que, en el lenguaje, parece regir (una situación, un derecho, un combate, una institución, un movimiento, una ciencia, una teoría, etc.); hablar a través de estereotipos es ponerse de parte de la fuerza del lenguaje; este oportunismo debe ser (hoy) rechazado.
Pero, ¿es posible «sobrepasar» el estereotipo, en lugar de «destruirlo»? Este es un deseo irreal; los operadores del lenguaje no tienen otra actividad en sus manos que la de vaciar lo que está lleno; el lenguaje no es dialéctico: sólo permite una marcha en dos tiempos.
La cadena de los discursos
Porque el lenguaje no es dialéctico (al no permitir el tercer término más que como cláusula, aserción retórica, buenos deseos), el discurso (la discursividad), en su empuje histórico, se desplaza por intermitencias. Todo discurso nuevo sólo puede nacer como la paradoja que toma a contrapelo (y a menudo en parte) la doxa que le rodea o le precede; sólo puede nacer como diferencia, distinción, despegándose contra lo que se le pega. Por ejemplo, la teoría chomskiana se edifica contra el behaviorismo bloomfieldiano ; después del behaviorismo lingüístico, una vez liquidarlo éste por Chomsky, es contra el mentalismo (o el antropologismo) chomskiano donde se busca una nueva semiótica, mientras que el mismo Chomsky, para encontrar aliados, se ve obligado a saltar por encima de sus predecesores inmediatos y remontarse hasta la Gramática de Port-Royal. Pero sería sin duda en uno de los más grandes pensadores de la dialéctica, en Marx, donde resultaría más interesante constatar la naturaleza indialéctica del lenguaje: su discurso es casi enteramente paradójico, siendo aquí la doxa Proudhon, allí otro, etc. Este doble movimiento de despego y de recogida desemboca, no en un círculo, sino, según la bella y gran imagen de Vico, en una espiral, y es en esta inhibición de la circularidad (de la forma paradójica) donde se articularán las determinaciones históricas. Por tanto, siempre hay que buscar a qué doxa se opone un autor (a veces puede ser una doxa muy minoritaria que reina sobre un grupo restringido). Una enseñanza puede igualmente ser evaluada en términos de paradoja, siempre que se edifique sobre esta convicción: un sistema que reclama correcciones, traslaciones, aperturas y denegaciones es más útil que una ausencia informulada de sistema; se evita en este caso, por suerte, la inmovilidad de la cháchara, se llega a la cadena histórica de los discursos, el progreso (progressus) de la discursividad.
El método
Algunos hablan del método con gula, con exigencia; en el trabajo, es el método lo que desean; jamás les parece suficientemente riguroso, suficiente
mente formal. El método se convierte en una Ley; pero como esta Ley está privada de todo efecto que le sea heterogéneo (nadie puede decir qué es, en «ciencias humanas», un «resultado»), se ve infinitamente decepcionada; proponiéndose como un puro meta-lenguaje, participa de la vanidad de todo metalenguaje. Así, es habitual que un trabajo que proclama sin cesar su voluntad de método sea finalmente estéril: todo ha sucedido en el interior del método, nada queda ya para la escritura; el investigador repite que su texto será metodológico, pero este texto no llega nunca: nada más seguro, para matar una investigación y hacerla unirse al gran desperdicio de los trabajos abandonados, nada más seguro que el Método.
El peligro del Método (de una fijación en el Método) proviene de esto: el trabajo de investigación debe responder a dos demandas; la primera es una demanda de responsabilidad: el trabajo tiene que acrecentar la lucidez, conseguir desenmascarar las implicaciones de un procedimiento, las coartadas de un lenguaje; constituir, en suma, una crítica (recordemos una vez más que criticar quiere decir poner en crisis); aquí el Método es inevitable, irremplazable, no por sus «resultados», sino precisamente -o por el contrario-porque realiza el más alto grado de conciencia de un lenguaje que no se olvida a sí mismo; pero la segunda demanda es de un orden muy distinto; es la de la escritura, espacio de dispersión del deseo, donde se da licencia a la ley; por tanto, en un cierto momento, hay que revolverse contra el Método, o, al menos, tratarlo sin privilegio fundador, como una de las voces del plural: como una vista; en suma, un espectáculo engastado en el texto; texto, que, después de todo, es el único resultado «verdadero» de toda investigación.
Las preguntas
Preguntar es desear saber una cosa. Sin embargo, en muchos debates intelectuales, las preguntas que siguen a la exposición de un conferenciante no son en modo alguno la expresión de una carencia, sino la aserción de una plenitud. Con el pretexto de preguntar, monto una agresión contra el orador; entonces preguntar toma de nuevo su sentido policíaco: preguntar es interpelar. Sin embargo, aquel que es interpelado debe aparentar responder al pie de la letra a la pregunta, no a su intención. Si, con cierto tono, me preguntan «¿Para qué sirve la lingüística?», significándome con ello que la lingüística no sirve para nada, debo aparentar responder ingenuamente: «sirve para esto y para aquello», y no, de acuerdo con la verdad del diálogo: «¿De dónde procede el hecho de que usted me agreda?». Lo que recibo es la connotación; lo que debo devolver es la denotación. En el espacio de la palabra, la ciencia y la lógica, el saber y el razonamiento, las preguntas y las respuestas, las proposiciones y las objeciones son las máscaras de la relación dialéctica. Nuestros debates intelectuales están tan codificados como las disputas escolásticas; en ellos se encuentran siempre papeles de servicio (el «sociologista», el «goldmaniano», el «telqueliano», etc.), pero, a diferencia de la disputatio, donde estos papeles hubieran sido ceremoniales y hubieran ostentado el artificio de su función, nuestro «comercio» intelectual adopta siempre aires «naturales»: pretende cambiar solamente significados, no significantes.
¿En nombre de qué?
¿En nombre de qué hablo? ¿ De una función? ¿De un saber? ¿De una experiencia? ¿Qué represento yo? ¿Una capacidad científica?, ¿una institución?; ¿un servicio? De hecho, yo no hablo más que en nombre de un lenguaje: hablo porque he escrito: la escritura está representada por su contrario, la palabra. Esta distorsión quiere decir que, escribiendo de la palabra (a propósito de la palabra), estoy condenado a la aporía siguiente: denunciar lo imaginario de la palabra a través del irrealismo de la escritura: así, abiertamente, no describo ninguna experiencia «auténtica», no fotografío ninguna enseñanza «real», no abro ningún dossier «universitario», Porque la escritura puede decir la verdad sobre el lenguaje, pero no la verdad sobre lo real (actualmente, intentamos saber qué es un real sin lenguaje).
Estar de pie
¿Se puede imaginar una situación más tenebrosa que hablar para (o delante) de personas de pie o visiblemente mal sentadas? ¿Qué cambia aquí? ¿De qué es el precio este inconfort? ¿Qué vale mi palabra? ¿Cómo la incomodidad en que se encuentra el auditor no le conduciría a interrogarse acerca de la validez de lo que oye? ¿No es estar de pie eminentemente crítico? ¿No empieza así, a otra escala, la conciencia política: en el mal-estar? La escucha me envía la vanidad de mi propia palabra, su precio, porque, quiéralo o no, estoy colocado en un circuito de cambio; y lo escucho, también me dirijo a ese estar de pie.
El tuteo
Sucede a veces, residuo de Mayo, que un estudiante tutea a un profesor. Es este un signo fuerte, un signo pleno que remite al más psicológico de los significados: la voluntad de contestación o de pandilleo: el músculo. Dado que aquí se ha impuesto una moral del signo, se puede, a su vez, contestarla y preferir una semántica más sutil: los signos deben ser manejados sobre fondo neutro, y, en francés, el hablar de usted es este fondo. El tuteo sólo puede escapar al código en los casos en que constituye una simplificación de la gramática (si nos dirigimos, por ejemplo, a un extranjero que habla mal nuestra lengua): se trata entonces de sustituir una práctica transitiva por una conducta simbólica: en lugar de intentar significar por quién tomo al otro (y, por tanto, por quién me tomo a mí mismo), intento simplemente hacerme comprender claramente por él. Pero este recurso, finalmente, es también retorcido: el tuteo reúne todas las conductas de huida: cuando un signo no me gusta, cuando me molesta la significación, me desplazo hacia lo operatorio: lo operatorio deviene censura de lo simbólico, y, en consecuencia, símbolo del asimbolismo: muchos discursos políticos, muchos discursos científicos están marcados por este desplazamiento (del que depende especialmente toda la lingüística de la «comunicación»).
Un olor a palabra
Una vez que se ha acabado de hablar, empieza el vértigo de la imagen: se exalta o se lamenta lo que se ha dicho, la forma como se ha dicho se imagina (se vuelve uno imagen); la palabra está sujeta a remanencia, huele.
La escritura no huele: una vez producida (habiendo completado su proceso de producción), cae, no a manera de un muelle que se aplasta, sino como un meteorito que desaparece; va a viajar lejos de mi cuerpo y, sin embargo, no es un fragmento desligado de éste, retenido narcisísticamente, como lo es la palabra; su desaparición no es decepcionante; pasa, atraviesa, esto es todo. El tiempo de la palabra excede el acto de la palabra (sólo un jurista podría hacernos creer que las palabras desaparecen, verba volant). La escritura no tiene pasado (si la sociedad os obliga a administrar lo que habéis escrito, sólo podréis hacerlo en el mayor de los tedios, el tedio de un falso pasado). Por eso, el discurso, cuya escritura vuestra se comenta, impresiona de forma menos viva que aquél cuya palabra vuestra se comenta (sin embargo, lo que se juega es menos importante): al primero, puedo objetivamente tenerlo en cuenta, puesto que «yo» no estoy en él; del segundo, aunque fuera lisonjero, sólo puedo intentar desembarazarme, puesto que sólo reduce más el callejón sin salida de mi ficción.
(¿De dónde procede, entonces, el hecho de que este texto me preocupe, de que, una vez acabado, corregido, abandonado, quede o regrese a mí en estado de duda, y, para decirlo todo, de miedo? ¿No está escrito, liberado por la escritura? Sin embargo, veo claramente que no puedo mejorarlo, he alcanzado la forma exacta de lo que quería decir: no es una cuestión de estilo. Infiero de ello que lo que me molesta es su estatuto mismo: lo que me pega a él es precisamente el hecho de que, tratando de la palabra. no puede, en la escritura misma. liquidarla completamente. Para escribir de la palabra -a propósito de la palabra-, sean cuales sean las distancias de la escritura, estoy obligado a referirme a ilusiones de experiencias, de recuerdos, de sentimientos acaecidos a propósito de lo que soy cuando hablo, lo que era cuando hablaba: en esta escritura, todavía hay referente, y es esto lo que huele ante mis propias narices).
Nuestro lugar
Al igual que el psicoanálisis, con Lacan, se está prolongando la topicidad freudiana en una topología del sujeto (el inconsciente, allí, no está jamás en su lugar), habría que sustituir el espacio magistral de antes, que, en suma, era un espacio religioso (la palabra en el púlpito, arriba, los oyentes abajo; son la grey, las ovejas, el rebaño), por un espacio menos recto, menos euclidiano, en el que nadie, ni el profesor ni los estudiantes, estaría nunca en el último lugar. Se vería entonces que lo que hay que hacer reversible no son los «papeles» sociales (¿por qué disputarse la «autoridad», el «derecho» a hablar?), sino las regiones de la palabra. ¿Dónde está? ¿En la locución? ¿En la escucha? ¿En las correspondencias de una y otra? El problema no radica en abolir la distinción de las funciones (el profesor / el estudiante: después de todo, el orden es fiador del placer, Sade nos lo ha enseñado), sino en proteger la inestabilidad, y, si podemos decirlo, la modorra de los lugares de palabra. En el espacio enseñante, nadie debiera estar en su lugar en ninguna parte (me tranquilizo por este movimiento constante: si llegara a ocurrir que yo encontrara mi lugar, no simularía siquiera enseñar, renunciaría a ello).
Sin embargo, ¿no tiene el profesor un lugar fijo, el de su retribución, el lugar que tiene en el interior de la economía, en la producción? Se trata siempre del mismo problema, el único que, incansablemente, tratamos: el origen de una palabra no la agota; una vez partida esta palabra, le ocurren mil aventuras, su origen se hace turbio, todos sus efectos no están en su causa: lo que interrogamos es este número excesivo.
Dos críticos
Las faltas que se pueden cometer al copiar a máquina un manuscrito son otros tantos incidentes significantes. y, por analogía, estos incidentes permiten aclarar la conducta que debemos mantener con respecto al sentido, cuando comentamos un texto.
Si la palabra producida por la falta (si la desfigura una mala letra) no significa nada, no reconoce ningún trazado textual, el código está simplemente cortado: se ha creado una palabra asérnica, un puro significante; por ejemplo, en lugar de escribir «oficial», escribo «ofivial», que no quiere decir nada. Si la palabra errónea (mal tecleada), sin ser la palabra que se quería escribir, es un vocablo que el léxico permite identificar, que quiere decir algo, si escribo ride en lugar de rude, puesto que este nuevo vocablo existe en francés, la frase mantiene un sentido, aunque sea excéntrico; es la vía (¿la voz?) del juego de palabras, del anagrama, de la metátesis significante, del lapsus de colocación de letras; existe deslizamiento en el interior de los códigos: el sentido subsiste, pero pluralizado, trampeado. sin ley de contenido. de mensaje, de verdad.
Cada uno de los dos tipos de faltas figura (o prefigura) a un tipo de crítico. El primer tipo da licencia a todo sentido del texto tutor: el texto debe solamente prestarse a una eflorescencia significante: sólo su fonismo debe ser tratado, pero no interpretado: asociamos, no desciframos: dando a leer «ofivial», y no «oficial», la falta me abre el derecho de asociación (puedo hacer estallar, a mi capricho, «ofivial» hacia «obviar», «vivero», etc.); no sólo la oreja de este primer crítico oye los chirridos del fono-captador, sino que solamente quiere oír a éstos y con ellos hace una nueva música. Para el segundo' crítico, la «cabeza de lectura» no rechaza nada: percibe tanto el sentido (los sentidos) como sus chirridos. El juego (histórica) de estos dos críticos (me gustaría poder decir que el campo de la primera es la signifiosis y el de la segunda, la significancia) es evidentemente diferente.
La primera tiene para ella el derecho del significante a desplegarse donde quiera (¿adónde pueda?): ¿qué ley, y qué sentido, procedentes de dónde, vendrían a contradecirla? Desde el momento en que la ley filológica (monológica) ha sido aflojada y se ha entreabierto el texto a la pluralidad, ¿por qué pararse? ¿Por qué rechazar el hecho de empujar la polisemia hasta la asemia? ¿En nombre de qué? Como todo derecho radical, éste supone una visión utópica de la libertad: se levanta la ley inmediatamente, fuera de toda historia, despreciando toda dialéctica (aquello en lo que este estilo de reivindicación puede aparecer finalmente como pequeño-burgués). Sin embargo, desde el momento en que se sustrae a toda razón táctica, manteniéndose, sin embargo, implantado en una sociedad intelectual determinada (y alienada), el desorden del significante se revuelve en un errar histérico: liberando a la lectura de todo sentido, finalmente es mi lectura lo que impongo: porque en este momento de la Historia, la economía del sujeto todavía no está transformada. y el rechazo del sentido (de los sentidos) se invierte en subjetividad; poniendo las cosas lo mejor posible, se puede decir que esta crítica radical, definida por una imposibilidad de volver a comparecer del significado (y no por su huida), es un anticipo sobre la Historia sobre un estado nuevo e inaudito en el que la eflorescencia del significante no se pagaría con ninguna contrapartida idealista, con ninguna clausura de la persona. Sin embargo, criticar (hacer crítica) es poner en crisis, y no es posible poner en crisis sin evaluar las condiciones de la crisis (sus límites), sin tener en cuenta su momento. Igualmente, la segunda crítica, la que se apega a la división de los sentidos y al «trucaje» de la interpretación, aparece (al menos ante mis ojos) más justa históricamente: en una sociedad sometida a la guerra de los sentidos, y, por ello mismo, constreñida a reglas de comunicación que determinan su eficacia, la liquidación de la antigua crítica no puede progresar más que en el sentido (en el volumen de los sentidos), y no fuera de él. Dicho de otra forma, hay que practicar un cierto entrismo semántico. La crítica ideológica, en efecto, está condenada hoy a las operaciones de hurto: el significado, cuya exención es la tarea materialista por excelencia, el significado se oculta mejor en el interior de la ilusión del sentido que en su destrucción.
Dos discursos
Distingamos dos discursos:
El discurso terrorista no se encuentra ligado forzosamente a la aserción perentoria (o a la defensa oportunista) de una fe, de una verdad, de una justicia; puede, simplemente, intentar, llevar a cabo la adecuación lúcida de la enunciación a la violencia auténtica del lenguaje, violencia nativa que está sujeta al hecho de que ningún enunciado puede expresar directamente la verdad y no tiene a su disposición otro régimen que el golpe de fuerza de la palabra; así, un discurso aparentemente terrorista deja de serlo si, leyéndolo, se sigue la indicación que él mismo os tiende: la de tener que reestablecer en él el blanco o la dispersión, es decir, el inconsciente; esta lectura no siempre es fácil; algunos terrorismos a pequeña escala, que funcionan siempre por estereotipos, provocan por sí mismos, como cualquier discurso de la buena conciencia, la imposibilidad de comparecencia de la otra escena; en una palabra, aquellos terrorismos rehúsan escribirse (se les detecta por algo que en ellos no juega: este olor a seriedad que sube desde el lugar común).
El discurso represivo no se une a la violencia declarada, sino a la Ley. Entonces, la Ley pasa en el interior del lenguaje como equilibrio: se postula un equilibrio entre lo que está prohibido y lo que está permitido, entre el sentido recomendable y el sentido indigno, entre el constreñimiento del sentido común y la libertad vigilada de las interpretaciones; de ahí el gusto de este discurso por las vacilaciones, las contrapartidas verbales, la posición y el esquivamiento de las antítesis: no estar ni a favor de esto ni a favor de aquello (sin embargo, si hacen la doble cuenta de los ni, constatarán que este locutor imparcial, objetivo, humano, está en favor de esto, contra aquello). Este discurso represivo es el discurso de la buena conciencia, el discurso liberal.
El campo axiomático
«Bastará, dice Brecht, con establecer qué interpretaciones de los hechos, aparecidas en el interior del proletariado comprometido en la lucha de clases (nacional o internacional), le permiten utilizar los hechos para su combate. Hay que hacer su síntesis a fin de crear un campo axiomático». Así, todo hecho posee varios sentidos (una pluralidad de «interpretaciones»), y entre estos sentidos, existe uno que es proletario (o que sirve, al menos, al proletariado en su combate); conectando estos diversos sentidos proletarios, se construye una axiomática (revolucionaria). Pero. ¿quién establece el sentido? El proletariado mismo, piensa Brecht («aparecidas en el interior del proletariado»). Este punto de vista implica que, a la división de las clases, le responde fatalmente una división de los sentidos, y que, a la lucha de clases, responde no menos fatalmente una guerra .de sentidos: en tanto que existe lucha de clases (nacional o internacional), la división del campo axiomático es inexpiable.
La dificultad (a pesar de la desenvoltura verbal de Brecht: «bastarás) procede de que un cierto numero de objetos de discurso no interesan directamente al proletariado (no aparece ninguna interpretación respecto a ellos en su interior) y, sin embargo, el proletariado no puede desinteresarse de ellos porque constituyen, al menos en los Estados avanzados, que han liquidado a la vez la miseria y. el folklore, la plenitud del otro discurso, en cuyo interior el proletariado mismo está obligado a vivir, a alimentarse, a distraerse, etc.: este discurso es el de la cultura (es posible que en la época de Marx la presión de la cultura sobre el proletariado fuera menos fuerte que hoy: todavía no existía una («cultura de masas», porque no existían «comunicaciones de masas»). ¿Cómo atribuir un sentido de combate a aquello que no os concierne directamente? ¿Cómo podría el proletariado, en su interior, determinar una interpretación de Zola, de Poussin, del Pop, de Sport-Dimanche o del último suceso? Para «interpretar» todas estas paradas intelectuales le son necesarios representantes: los que Brecht denomina los «artistas» o los «trabajadores del intelecto» (la expresión es realmente maliciosa, al menos en francés: el intelecto está tan cerca del sombrero), todos aquellos que tienen a su disposición el lenguaje del indirecto, el indirecto como lenguaje; en una palabra, oblatos que se consagran a la interpretación proletaria de los hechos culturales.
Pero en este momento empieza, para estos procuradores del sentido proletario, un auténtico rompecabezas, porque su situación de clase no es la del proletariado: no son productores, situación negativa que comparten con la juventud (estudiante), clase igualmente improductiva con la que forman de ordinario una alianza de lenguaje. De ello resulta que la cultura, cuyo sentido proletario deben desprender, les remite a sí mismos, no al proletariado: ¿cómo evaluar la cultura? ¿Según su origen? Es burguesa. ¿Según su finalidad? Todavía burguesa. ¿Según la dialéctica? Aunque burguesa, contendría elementos progresistas; pero, al nivel del discurso, ¿qué distingue a la dialéctica del compromiso? Y, además, ¿con qué instrumentos? ¿Historicismo, sociologismo, positivismo, formalismo, psicoanálisis? Todos ellos aburguesados. Algunos prefieren, finalmente, romper el rompecabezas: dar licencia a toda «cultura», lo que obliga a destruir todo discurso.
De hecho, incluso en el interior de un campo axiomático clarificado, según se cree, por la lucha de clases, las tareas son diversas, a veces contradictorias, y, sobre todo, establecidas sobre tiempos diferentes. El campo axiomático está constituido por diversas axiomáticas particulares: la crítica cultural se mueve sucesiva, diversa y simultáneamente oponiendo lo Nuevo a lo Viejo, el sociologismo al historicismo, el economismo al formalismo, el lógico-positivismo al psicoanálisis, después, de nuevo, según otro giro, la historia monumental a la sociología empírica, lo extraño (extranjero) a lo Nuevo, el formalismo al historicismo, el psicoanálisis al cientifismo, etc. Aplicado a la cultura, el discurso crítico no puede ser más que un muaré de tácticas, un tejido de elementos, ora pasados, ora circunstanciales (ligados a contingencias de moda), ora, finalmente, francamente utópicos: a las necesidades tácticas de la guerra de sentidos, se añade el pensamiento estratégico de las condiciones nuevas que serán construidas para el significante cuando cese esta guerra: le corresponde, en efecto, a la crítica cultural ser impaciente, porque no puede llevarse a cabo sin deseo. Por tanto, todos los discursos del marxismo están presentes en su escritura: el discurso apologético (exaltar la ciencia revolucionaria), el discurso apocalíptico (destruir la cultura burguesa) y el discurso escatológico (desear, apelar a la indivisión del sentido, concomitante con la indivisión de las clases).
Nuestro inconsciente
El problema que nos planteamos es el siguiente: ¿Qué hacer para que los dos grandes epistemés de la modernidad, a saber, la dialéctica materialista y la dialéctica freudiana, se reúnan, se conjunten y produzcan una nueva relación humana (no debemos excluir que un tercer término se agazape en el entredicho de los dos primeros)? Es decir: ¿cómo ayudar a la ínter-acción de estos dos deseos: cambiar la economía de las relaciones de producción y cambiar la economía del sujeto? (El psicoanálisis nos parece, de momento. la fuerza mejor adaptada a la segunda de estas tareas; pero son imaginables otras tópicas, las del Oriente, por ejemplo).
Este trabajo de conjunto pasa por la siguiente cuestión: ¿qué relación existe entre la determinación de clase y el inconsciente? ¿,Según qué desplazamiento viene a deslizarse esta determinación entre los sujetos? No ciertamente por la «psicología» (como si existieran contenidos mentales: burgueses / proletarios / intelectuales, etc.), sino, muy evidentemente, por el lenguaje, por el discurso: el Otro, que habla, que es toda palabra, el Otro es social. Por una parte, por muy separado que esté el proletariado, el suyo es el lenguaje burgués en su forma degradada, pequeño-burguesa, que habla inconscientemente en su discurso cultural; y por otra, por muy mudo que esté, habla en el discurso del intelectual; no como voz canónica, fundadora, sino como inconsciente: es suficiente ver cómo golpea a todos nuestros discursos (la referencia explícita del intelectual al proletario no impide en modo alguno que éste tenga en el interior de nuestros discursos el lugar del inconsciente: el inconsciente no es la in-consciencia); sólo el discurso burgués de la burguesía es tautológico: el inconsciente del discurso burgués es claramente el Otro, pero este Otro es otro discurso burgués.
La escritura como valor
La evaluación precede a la crítica. No es posible poner en crisis sin evaluar. Nuestro valor es la escritura. Esta referencia obstinada, aparte del hecho de que muy a menudo debe irritar, parece comportar a los ojos de algunos un riesgo: el de desarrollar una cierta mística. El reproche es malicioso, puesto que invierte punto por punto el alcance que atribuimos a la escritura : la de ser, en este pequeño cantón intelectual de nuestro mundo occidental, el campo materialista por excelencia. Aunque procedente del marxismo y del psicoanálisis, la teoría de la escritura intenta desplazar, sin romper, su lugar de origen; por una parte, rechaza la tentación del significado, es decir, la sordera al lenguaje, al giro y al excesivo número de sus efectos; por otra, se opone a la palabra en el hecho de que no es transferencial y desbarata -ciertamente de forma parcial, en límites sociales muy estrechos, particularistas incluso-las trampas del «diálogo»; hay en ella el esbozo de un gesto de masa; contra todos los discursos (palabras, escribancias, rituales, protocolos, simbólicas sociales), sólo ella, actualmente, aunque sea bajo la forma de un lujo, hace del lenguaje algo atópico: sin lugar; esta dispersión, esta insinuación es lo materialista.
La palabra apacible
Una de las cosas que podemos esperar de una reunión regular de interlocutores es simplemente ésta: la benevolencia: que esta reunión suponga un espacio de palabra despojado de agresividad.
Este despojamiento no puede funcionar sin resistencias. La primera es de orden cultural: el rechazo de la violencia pasa por una mentira humanista, la cortesía (moda menor de este rechazo) por un valor de clase y la afabilidad por una mistificación emparentada con el diálogo liberal. La segunda resistencia es de orden imaginario: muchos desean una palabra conflictiva por rechazo, al tener la retirada del enfrentamiento, se dice, algo de frustrante. La tercera resistencia es de orden político: la polémica es un arma esencial de la lucha: todo espacio de palabra debe ser fraccionado para hacer aparecer sus contradicciones; debe ser sometido a vigilancia.
Sin embargo, en estas tres resistencias, lo preservado es finalmente la unidad del sujeto neurótico, que se reúne en las formas del conflicto. Es bien sabido, sin embargo, la violencia siempre está ahí (en el lenguaje), y por esto mismo podemos decidirnos a poner sus signos entre paréntesis y hacer así la economía de una retórica: no es preciso que la violencia sea absorbida por el código de la violencia.
La primera ventaja sería suspender, o al menos retrasar, las funciones de la palabra: que, escuchando, respondiendo, hablando, yo no sea nunca el actor de un juicio, de una sujeción, de una intimidación, el procurador de una Causa. Sin duda, la palabra apacible acabará por segregar su propia función puesto que, por mucho que yo diga, el otro me lee siempre como una imagen; pero en el tiempo que utilizaría para eludir esta función, en el trabajo de lenguaje que la comunidad realizará, semana tras semana, para expulsar de su discurso toda esticomitia, podrá ser alcanzada una cierta expropiación de la palabra (cercana a partir de este momento a la escritura), o mejor: una cierta generalización del sujeto.
Quizás es lo que se encuentra en ciertas experiencias de drogas (en la experiencia de ciertas drogas). Sin fumar uno mismo (aunque sea por la incapacidad bronquítica de tragar el humo), ¿cómo ser insensible a la benevolencia general que impregna algunos locales extranjeros en los que se fuma kif? Los gestos, las palabras (raras), toda la relación de los cuerpos (relación sin embargo inmóvil y distante) está distendida, desarmada (nada tiene que ver, pues, con la embriaguez alcohólica, forma legal de la violencia en Occidente): el espacio parece producido, más bien, por una ascesis sutil (se aprecia en ella, a veces, cierta ironía). La reunión de palabra debería, me parece, buscar este suspense (poco importa de qué: lo deseado es una forma), intentar alcanzar un arte de vivir. la mayor de las artes, como decía Brecht (este punto de vista sería más dialéctico de lo que se cree, por el hecho de que obligaría a distinguir y evaluar los usos de la violencia). En suma, en los límites mismos del espacio enseñante, tal y como es dado, se trataría de trabajar para trazar pacientemente una forma pura, la del flotamiento (que es la forma misma del significante); este flotamiento no destruiría nada; se contentaría con desorientar a la Ley: las necesidades de promoción, las obligaciones del oficio (que nada prohíbe, desde este momento, honrar escrupulosamente), los imperativos del saber: el prestigio del método, la crítica ideológica; todo está ahí, pero flotando.
Barthes, Roland. ¿Por dónde empezar? – Tusquets Editor. Barcelona 1974. Págs. 83-109. Traducción de Francisco Llinás.
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