lunes, 26 de marzo de 2012

MARTA LYNCH

Esta escritora, de apariencia frívola, tuvo el valor de medir su pluma en el difícil desafío de la escritura erótica, se empeñó en la ardua tarea de buscar las palabras para decir el deseo, el gozo, la angustia de un eros femenino contra el cual conspiran familia, sociedad y tradición 

por Alessandra Riccio 

Poco sé de Marta Lynch, muerta suicida en Buenos Aires en 1985 a pesar de haber intercambiado con ella una correspondencia breve pero intensa, de tener el privilegio de haber publicado por primera vez en italiano su Influencias maternas que, por lo que sé, es inédito en la Argentina, además de recordar de ella algunas desconcertantes anécdotas. En los primeros años ochenta llegaba muy escasa información desde el Río de la Plata; en Europa estábamos bien enterados de la producción del exilio, nos hicimos amigos de tantos escritores, críticos, intelectuales y artistas[1] arrastrados por la violencia de la Historia a mi lado del Atlántico, pero casi nada sabíamos de los que vivían y trabajaban del lado de allá.

Con la poca información que tenía y gracias a algunas amistades personales, escribí para un diario de mi país una breve reseña de algunas de las novelas publicadas en aquellos años en Buenos Aires: la agradable sorpresa del fino humor y del talento de Angélica Gorodisher, el mundo enloquecido de Héctor Maldonado, la escritura de Cecilia Absatz, la angustia erótica de Marta Lynch. Recién empezaba el año 1984 y el fenómeno Alfonsín con toda su carga de euforia estaba estrenándose todavía. 

Aquella reseña superficial y sin importancia —apenas un informe escrito a la carrera— despertó el interés de uno de estos seres arrancados de su vida y de su cotidianidad por los imperiosos disparates de la Historia y transplantado en una Roma inhóspita y distante. El librero y editor José Rubén Falbo[2], cuya librería en la calle Florida 142 había sido otrora punto de referencia para un mundo intelectual quizás de segunda fila —como sostienen los exquisitos—, pero sinceramente apasionado; Falbo, quien sobrevivía en la capital italiana siempre en busca de un puesto de trabajo y desconocido por todos, quedó nostálgicamente conmovido por aquella breve nota publicada y se empeñó en mandar fotocopias a sus antiguas amistades argentinas, sobre todo mujeres escritoras. 

A Falbo no llegué a conocerlo nunca, a pesar de las muchas llamadas que intercambiamos entre Roma y Nápoles y de sus reiteradas promesas de viajar a mi ciudad. La muerte lo sorprendió estando solo en casa dentro de una ciudad que lo ignoró siempre y su cadáver fue encontrado varios días después por uno de sus escasos amigos. 

Chiquita Constenla, que fue secretaria de redacción de Crisis y por entonces vivía en Italia, se hizo cargo de las pocas cosas de Falbo y de su escasa pero refinada biblioteca. A mí me tocaron algunos de sus libros que guardo con gran cariño. Su entusiasmo por las letras y su verdadera pasión por su país y su cultura hicieron que Marta Lynch se pusiera en contacto y mantuviera conmigo una correspondencia durante todo el año de 1984. 

Marta Lynch esperaba que, por mi medio, su nombre resonara en Italia cosa que, según ella —de apellido Frigerio y de padre italiano[3]— era imprescindible para un escritor argentino. Me había elegido como su Virgilio en tierras italianas y quería entrar a la península “llevada de mi mano”, insistía en sus cartas. Tanta confianza en mí y en mis escasas posibilidades me daba miedo, me obligaba a asumir las expectativas de una escritora de quien conocía sólo el inquietante Informe bajo llave y de quien mis amigos, más o menos enterados, me contaban las anécdotas más curiosas sobre su vanidad, su vida privada, su obsesión en quitarse los años y finalmente sobre la sospecha —pero hubo quien decía tener la certeza absoluta— de que había tenido relaciones con el mismo general Massera, que no ocultaba cierto interés hacia las letras. 

Confieso que estas insinuaciones sobre la vida de Marta Lynch me inquietaban: me sentía acosada por su empeño a entrar en el mundo editorial italiano contando con mi intermediación[4], cosa que yo no sólo no me sentía en condición de hacer, sino que tampoco sabía si lo quería hacer; no me gustaban algunas debilidades suyas que no juzgaba dignas de una mujer culta y liberada y sobre todo me horrorizaba la idea de que Marta hubiera podido colaborar con la Junta militar, cosa que de alguna manera acreditaba también la lectura de Informe bajo llave.[5] 

Durante las vacaciones de Navidad de 1984, Marta llegó a Italia y llegó hasta Nápoles “para ver a Alessandra”, como repetía a sus acompañantes. Sin embargo no apareció por mi casa, ni me llamó, dejándome entre aliviada y sorprendida. Luego supe que no quiso verme porque, estando las peluquerías cerradas en días de vacaciones, no quería mostrarse con el pelo —una de sus obsesiones eróticas— en desorden. 

Pocos meses después, Marta se pegaba un tiro matando de una vez el miedo a envejecer y quién sabe cuántos miedos más y dejándome la pesada herencia de volver a acercarme a ella a través de sus libros que, al fin y al cabo, constituyen la verdadera realidad de su paso por esta tierra o, como diría ella, por este valle de lágrimas. 

Se me perdonará, pues, si en esta relación haré caso omiso de su biografía,[6] callando, entre muchas otras cosas su fecha de nacimiento, y sólo haré referencia al éxito que nuestra escritora tuvo en su tierra en años duros, éxito que se traduce en más de una decena de títulos publicados en la editorial Sudamericana, en las numerosas ediciones de sus novelas, publicadas también en España por Alfaguara, en la popularidad conseguida con la versión televisiva de La señora Ordóñez

La escritora Marta Lynch fue acaso rica y famosa, sin embargo, ni una cosa ni la otra fueron suficientes para sacarla de la angustia con que vivía su destino de mujer, de escritora y de argentina. Le dolía particularmente que su éxito de ventas no correspondiera a un aprecio comparable por parte de los críticos:
    A mí no me ha sostenido la crítica, por cierto, que a veces ha sido feroz conmigo por razones que nada tenían que ver con la literatura, sino con mi persona, por cuestiones políticas, a menudo; pero el lector medio ha sido de una fidelidad total.[7]
Esta escritora, de apariencia frívola, autora de novelas juzgadas más bien para señoras, obsesionada por la fatalidad de ser hija, esposa y madre, tuvo el valor de medir su pluma en el difícil desafío de la escritura erótica, se empeñó en la ardua tarea de buscar las palabras para decir el deseo, el gozo, la angustia de un eros femenino contra el cual conspiran familia, sociedad y tradición y supo ver claramente hasta qué punto el erotismo está condicionado por la historia y por el tiempo que a uno le es dado vivir. 

En Informe bajo llave, publicado en 1983, un año clave en la historia reciente de la Argentina, la autora relata la angustiosa aventura de una joven y emancipada mujer de Buenos Aires, Adela, escritora y artista, separada de un marido comprensivo y civilizado y madre de un muchacho con quien no guarda especial relación: en suma, una mujer moderna, con una actividad creadora y apasionante, unos cuantos amigos y una consecuente libertad sexual, intelectual y afectiva. 

El poderoso Vargas, hombre de poder y de gobierno, quiere conocerla, protestándose admirador de sus libros. Empieza así una relación neurótica, poblada de guardaespaldas y gorilas, de refugios clandestinos y encuentros desesperantes, de obsesiones y frustraciones. Adela, quien había accedido al primer encuentro obligada por la arrogancia del poder, cae presa de la sugestión de todo lo que Vargas representa: el símbolo de un poder sin sentido, falto de cualquier motivación lógica y, sin embargo, todopoderoso e intrigante. 

Incapaz de liberarse de su obsesión, Adela queda atrapada en el juego de Vargas que, como símbolo del poder que encarna, la persigue, la busca, la cita, la acaricia, la desea, la excita pero no la posee —apenas tres veces en tres años—, convirtiendo su impotencia violenta en una implacable leva para encender el deseo de Adela desesperada e impúdicamente en busca de una satisfacción sexual que Vargas se niega a darle:
    […]recuerdo los antiguos forcejeos, un año, un siglo atrás, sus cándidas reconvenciones ante mi negativa y la convicción de que en esa forma —en la violencia— todo sería mejor. Y bien, doctor: está violentándome […]Cumple su rito ante la seguridad de estar atacando a una mujer y de ese modo dando a su vez lo único que tiene disponible para ella.[8]
Esta, en pocas palabras, la historia. Pero Marta Lynch le añade algo: en una breve presentación dice haber conocido a Adela en Río de Janeiro en 1978 gracias al doctor Ackerman, psiquiatra de ambas, y que el mismo médico accedió a su importuna curiosidad y le permitió leer el largo informe que Adela le iba entregando sobre su aventura neurótica con Vargas. 

En una breve página final, la autora nos informa que Adela ha desaparecido en 1980 y que ni el marido ni los amigos ni el mismo doctor Ackerman que logró encontrar al propio Vargas, pudieron conocer su suerte. ¿Adela ha desaparecido después de años de insoportables torturas infligidas por Vargas —el poder sádico— como miles de otros jóvenes en la Argentina de los años setenta o se ha suicidado, movida por el deseo de muerte que el eros frustrado suscitado por Vargas ha alimentado en su mente enferma? 

No quiero establecer aquí una similitud que podría parecer impropia entre el destino de Adela y el de miles de militantes o de ciudadanos y jóvenes preocupados por el destino de su país; debo confesar la tentación de aceptar esta horrible metáfora de un poder irracional y todopoderoso que atormenta de una manera irracional y todopoderosa a sus inocentes víctimas como una de las posibles interpretaciones del drama argentino, particularmente sugerente e intenso precisamente porque se sirve de los insólitos instrumentos del erotismo. 

Verdadera o falsa, autobiográfica o no, la historia de Adela escrita por ella misma para informar al psiquiatra, en la ficción literaria, permite a la autora utilizar una escritura atrozmente sincera y confesional que tiene como referencia algunas autobiografías de monjas con quienes comparte varias cosas: la obligación de escribir por orden (del confesor o del psiquiatra); la conciencia de que aquella escritura tendrá un lector único y terrible cuya cara, cuyo carácter la que escribe conoce; la necesidad de traducir en palabras, despiadadamente, un mundo de emociones, de sensaciones indecibles sobre las cuales rige un interdicto de siglos y, finalmente, el terror por el inextinguible Tribunal que emitirá el veredicto que la puede llevar al rogo o a la desaparición. 

Es evidente que al decir esto no quiero confundir una obra autobiográfica con una autobiografía de ficción: en nuestro caso, Marta Lynch escribe algo que podríamos llamar una psicobiografía

Conseguirlo ha sido una de las apuestas de la escritora Marta Lynch, una apuesta ganada, a mi parecer, en cuanto la autora ha logrado recrear con la escritura las exasperantes volutas de un deseo que no encuentra satisfacción, el extenuante desafío exigido por la impotencia arrogante de Vargas y por el erotismo de Adela. A lo largo del informe, una escritura obsesiva y conciente al mismo tempo va dibujando la pesadilla, la enfermedad, el terror y la angustia que ganan a la protagonista su progresiva decadencia física, su creciente pérdida de control. Una tarea difícil, como grita, exasperada, la enferma a su siquiatra:
    Doctor: esos apuntes no son fáciles. Nadie ha de decir que redactar un informe como éste sea tarea fácil para el desdichado amanuense, el oscuro calientasillas, el mediocre escribiente sin otros horizontes que las paredes desnudas de su celda. No es una celda, me corrige usted en tanto babosea caramelos que reemplazan el tabaco. Ni usted vive en una celda ni nadie le ha pedido un esfuerzo mayor que el del trabajo diario […] Pero es precisamente ahora cuando llego, por así decirlo, al nudo decisivo: cuando proclamo con énfasis lo arduo, lo inútil, lo descabellado de mi tarea. Fuera de usted ¿quién se hará cargo de ese informe? ¿Quedará empolvándose, degradándose como mis intimidades, en tanto yo me pudro como el resto de la época? Aquí estoy, aquí me tiene usted, medio ciega […], retorciéndome y girando alrededor de una historia en la que nada fuera de la más cerrada intimidad tiene cabida. Es el canto de una loca. El susurro de un suicida. De todas maneras, la consecuencia de un fracaso. Y de todo esto, ¿qué es lo que vale la pena escribir y conservar?[9]
Quizás podríamos contestar nosotros a la angustiosa pregunta de Adela: lo que vale la pena escribir y conservar es el lento e inagotable crecer del deseo, su trágica deformación en angustia, dolor y búsqueda de la muerte, la dolorosa desaparición de Eros matado por Thánatos, la escritura deseante y desesperada de Marta Lynch consiguiendo algo que le hubiera gustado a André Gide, probar que la novela puede pintar algo que es distinto de la realidad: la emoción y el pensamiento. 

El eros que ocupa la novela de Marta Lynch es un eros angustioso y triste: lejos de traer gozo y satisfacción, lejos de producir felicidad, en Informe bajo llave es, sí, un impulso deseante, una ausencia que se persigue pero de una forma neurótica y triste que lleva una fuerte impulso hacia la muerte. Thánatos gana su batalla, vence al eros y destruye a su víctima porque el poder lo ha contaminado todo y todo lo ha traducido a violencia, a tabú, a muerte. Lo que fuera linda utopía en los años sesenta, la civilización erótica hipotetizada por Marcuse —make love, not war—, no tiene cabida en la Argentina de los años setenta. 

La cruda realidad de la muerte mortifica al eros (instinto de vida) imponiendo un tiempo finito que reprime el placer obligándolo a renunciar a su aspiración por la atemporalidad. Instalado en el tiempo, el eros, el eterno deseo, la sed insaciable, termina obedeciendo a las leyes de la historia, participando de las normas impuestas por la civilización imperante donde la falta de libertad se ha convertido en parte integrante del sistema síquico del ser humano. 

Adela no logra —¿imposibilidad histórica?— liberar su eros expansivo para intensificar y ampliar la satisfacción de sus instintos, porque el poder representado por Vargas comprime, controla y debilita la fuerza inagotable con que el eros busca su propio camino siempre definitivo y siempre nuevo. Castigando al eros, el poder castiga al mismo tiempo la fantasía que, según Freud, es un instrumento cognitivo, es la única actividad del pensamiento libre del dominio del principio de realidad, protegida contra alteraciones culturales e íntimamente atada al principio del placer. 

El poder represivo y violento puede aceptar la ciega satisfacción de una necesidad contenida en un mundo finito y reglamentado por las pautas del tiempo y por el principio de muerte, pero no puede tolerar el placer, el rechazo del instinto a agotarse en una satisfacción inmediata, por eso Vargas es un “violador furtivo”, enemigo del principio del placer, apresurado en agotar sus violentas necesidades sexuales. 

En un principio Adela vive frustraciones, arrestos, obstáculos y limitaciones impuestos por Vargas como dilaciones aceptadas y requeridas por el deseo, como un valor libídico en sí. En ese desencuentro se juega el trágico destino de la mujer: lejos de encontrar en Vargas, obsesivo objeto de su deseo, la auspiciada satisfacción, Adela confiesa que:
    no había placer entre sus brazos, en aquellas exigencias de muchacho solitario, más atento a sus fantasmas interiores que a las mujeres que se las procuraban. Vargas se satisfacía a solas, perdido en sus divagaciones, esclavo de imágenes que le ofrecían hermosos pecados, violaciones, ojos cerrados a la impotencia y aun a la latente homosexualidad de sus compañeros de grupo, a quienes a veces amaba y a los que tanto atraía en su delirio.[10]
Lo que Adela no llegó a entender con los instrumentos de la razón y de la lógica —la verdadera esencia de Vargas— lo consigue gracias a la función cognitiva de la sensualidad, del eros, pero es demasiado tarde: ya “Vargas, sabiéndolo o sin saberlo, me enfermaba.”[11] 

Durante los meses y los años de esta relación “Vargas parecía una mujer defendiendo su virginidad” y Adela “una vaca en celo persiguiendo al macho protegido en su potrero”(p. 124); sin embargo la situación es más compleja y cuando finalmente Vargas accede a la primera noche de amor, confiesa cínicamente: “Mi amor, estoy acostumbrado a violentar”. (p.214) 

A partir de ahí está dictada la sentencia: negado el placer, negada la fantasía, negado, sobra decirlo, el amor y el afecto, a Adela, un ser erótico, deseante y vital no le queda más remedio que recorrer su desastroso camino, desesperada y sola, hasta la desaparición. 

Se agarra todavía al extremo recurso de la palabra escrita: “Pero si escribo el informe me mantengo con vida. Si escribo es señal que todavía existo” (p. 131), a la redacción dolorosa, sufrida, del informe enloquecido, desgarrador y sincero que prepara por orden de su único lector, el doctor Ackerman, que inútilmente la atiende y al cual Adela entrega la pesada carga de convertirse en testigo de una historia absurda: “Yo debo conseguir para usted el matiz de la impotencia.” (p. 245). 

Sobre Adela ha funcionado, en un principio, el deslumbrante encanto de un poder adornado con todos sus signos más atrayentes:
    El ámbito elegido por Vargas era un lugar de ricos, de príncipes, acorde con su novísima condición adquirida vaya a saber por qué niveles de la historia patria; por qué sutiles y hábiles manejos de un poder que todo lo otorga: el derecho de pernada, la mejor condición en el óptimo negocio, la autoridad del que decide según su deseo, su realísima buena o mala voluntad. (p. 94)
Fascinada por estos signos, Adela no necesita que este poder manifieste su fuerza; sobre ella actúa la forma del poder y lo hace con suficiente energía dado que esta mujer erótica comunica con un código peligrosamente parecido al de Vargas. Es por esto que Adela, engañada por la semejanza de códigos, por lo parecido de los lenguajes utilizados por ella y por Vargas, termina aceptando su poder sin necesidad de que ese poder se traduzca en fuerza ni que la demuestre y, en nombre de esto, llega a renunciar a su venganza, la de delatar a sus opositores políticos, el paradero de su amante:
    No existían para Vargas ni la ternura ni las zonas grises: sólo ese lengüeteo obsceno como una forma de la posesión. Y, sin embargo, eso y la penetración miserable, aquel acto triste que siempre terminaba su voz calificando de divino lo que sólo era lamentable, todo eso que solamente yo sabía, sus llamadas a la madrugada trémulo de ardor o sus recortes de historietas adecuadas a mi pintoresca forma de quererlo, todo eso se sobreponía a Claudio, a MR15 y MR17 y los convertía en tres verdosos esperpentos, en tres absurdos personajes del drama del cual Vargas y yo éramos protagonistas. No le extrañe entonces, doctor, que abortara de una sola y buena vez todos los planes que los tres conjurados tramaron esa mañana ante la mesa del Cottage. (p. 276)
Sin necesidad de que el poder exhiba su fuerza, valiéndose sólo de los signos que le son propios, utilizando un código de extraordinaria presa sobre un ser erótico como Adela, el poder/Vargas ejerce su violencia llevando a su víctima a la traición, a la sumisión, a la destrucción. 

La auto-constricción propia del eros, su tendencia a dilatar, a buscar la vía indirecta, a disfrutar las pausas en busca de un placer más intenso y expansivo, de inventarse barreras para cobrar más intensidad, utiliza un código de signos parecidos, pero de significado diferente, al que utiliza el poder sin fuerza, el poder impotente. 

La tragedia de Adela nace aquí, de este error de traducción del signo, es por esto que Adela cae en la equivocación y se vuelve impotente, impotente a amar, a gozar, a disfrutar, a recuperar su propia vida de sana mujer liberada. El poder/Vargas destruye su instinto de vida, su eros, reservándole lo que, para el marqués de Sade, es el destino de la mujer: el de ser “como una perra, como una loba” a la merced de quienquiera que la desee. 

La Habana 4-8 de febrero
Casa de las Américas

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Notas: 

1.- Recuerdo al vuelo: Julio Cortázar, Eduardo Galeano, Sebastián Matta, Skármeta, Soriano, Dorfman, Pino Solanas, Juan Gelman. 

2.- José Rubén Falbo fue editor y librero en Buenos Aires. En carta del 29 de junio de 1984, Marta Lynch lo recuerda: “Tuvo aquí su momento de auge cuando creó la librería Falbo y también la editorial, alrededor de las cuales giraban los jóvenes de la década feliz de la Argentina, entre 1960 y 1970. Su librería era el punto de reunón de poetas, narradores, ensayistas. Estaba situada en una bullente galería y todo era muy aegre y muy bohemio. Cada tarde nos reuníamos entre tacitas de café, gentío que miraba curiosamente a esos fecundos productores de versos y novelas. Fue su época de esplendor, luego, la tragedia de la decadencia argentina lo arrastró consigo y se fue a Europa.” 

3.- Marta Lynch, Influenze materne, en “Latinoamerica”, Roma, nos. 15-16, 1984, pgs. 108-114: “en mi casa se escuchaba la ópera, se comían pastas y se alimentaba la conversación diaria con expresiones peninsulares.” 

4.- “Yo abrigo la ilusión de entrar a la amada Italia de la mano de una mujer inteligente y sensibile como vos.” (carta del 12 de novembre de 1984) 

5.- David W. Foster, Narrativa testimonial argentina durante los años del Proceso, en AA. VV., Testimonio y Literatura, Society for the Study of Contemporary Hispanic and Lusophone Revolutionary Literatures, n. 3, Minneapolis, Minnesota, 1986: “Informe... es, sin lugar a dudas, una novela peligrosísima para Lynch, ya no en el sentido de los riesgos que corre la artista en los peores momentos de America Latina, sino en las equivocaciones a las que el texto puede prestarse.” p. 143. 

6.- Marta Lynch fue jurado de novela en el Premio Casa de las Américas en 1970, donde resultó ganador Miguel Cossío con su Sacchario; el 6 de junio del mismo año dictó una conferencia sobre “Dificultades de la creación literaria en la Argentina”. Lynch tiene una notable producción entre cuentos y novelas, todos publicados por Sudamericana: La luz sobre el espejoDespués del veranoLa alfombra rojaEl cruce del ríoLos dedos de la mano (1976), La penúltima versión de la colorada Villanueva (1978), Un árbol lleno de manzanas (1978), Los años del fuego(1980), La señora Ordóñez (1982), Informe bajo llave (1983), No te duermas, no me dejes (1985). 

7.- Martha Paley de Francescato, Entrevista a Marta Lynch, en Hispamerica, n. 10, 1975, p. 39. 

8.- Marta Lynch, Informe bajo llave, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1983, p. 297. 

9.- Ivi, pgs. 199-200. 

10.- Ivi, pgs. 235-236. 

11.- Ivi, p. 237.
Con este artículo continuamos nuestra temporada de reflexiones sobre el tema de género y violencia, con trabajos presentados en la pasada edición del Coloquio Internacional Violencia / Contraviolencia en la cultura de mujeres latinoamericanas y caribeñas, organizado, como cada año, por el Programa de Estudios de la Mujer en la Casa de las Américas.
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1 comentario:

Anónimo dijo...

No sé que voy a comentar porque el tema de este artículo me ha dejado pensando mucho. Me gustó mucho la forma en que está planteado y al evocar a Falvo, por ejemplo, he recordado mucho, hasta lo que no quería recordar: el abrupto encuentro y destrucción de Eros y Thanatos de aquellos años que vivieron muchas mujeres en distinta forma afuera y dentro de las cárceles.Por ahí voló mi sensibilidad. Muy buen artículo
Cristina Pailos