Matilde se aferró a la cabecera de la cama, apretó los labios y cerró los ojos con tanta violencia que se los podría haber deshecho.
—¿Qué pasa? ¿Por qué tarda tanto?
—Esté tranquila, respire hondo. Lo que pasa es que ya tiene cuarenta y cinco años y no está para estos trotes.
Matilde se sacudió como un pescado:
—Cierre la boca y ayúdeme que me muero de dolor.
Prendió los dientes al camisón y enterró los ojos, decidida a no abrirlos si no le mostraban a su hijo. La casa no la acompañaba, se había humedecido hasta los cimientos y ahora le devolvía desde las paredes unas nubosidades espesas, cargadas de aire caliente. Matilde se sacudió otra vez, apretó los labios y abrió los ojos: la cama estaba podrida en sangre. Vio entre sus piernas dobladas la mirada de Ángela, opaca de resignación.
—Es una nena —dijo.
Matilde golpeó la pared con furia:
—Es mentira.
Ángela no dejó de mirarla.
—Dígame que no es cierto, que es mentira.
Ángela no dejó de mirarla; Matilde se tapó la cara con las manos.
—Llévesela de acá inmediatamente, no quiero verla nunca.
Ángela salió de la habitación con un pichón ensangrentado en los brazos y después de cerrar la puerta oyó otra vez la voz furiosa de Matilde:
—Escúcheme bien —gritaba desde la habitación—, dígale a mis hijas que por mí la pueden dejar pudrirse en la basura.
Ángela miró a las cinco nenas sentadas en el mismo sillón. Lucero, la mayor aunque aún no cumplía los doce años, se acercó a conocer a la hermana, y haciéndole a Ángela una sonrisa triste le dijo:
—Nosotras la vamos a criar.
Matilde se había quedado dormida de tanto maldecir a su hija, la cara arrasada y el camisón pegado al cuerpo por la transpiración. Cuando despertó, quizá al día siguiente, no quiso encender el velador. Unos hilos de luz que se filtraban por las celosías de la ventana parecían telarañas. Dejaban ver una mancha de humedad en la pared, cerca del techo, o quizá no había luz suficiente para que fuera posible verla, pero Matilde la conocía tan bien que era capaz de cerrar los ojos y seguirla con el pensamiento. La mancha tomó milagrosamente la apariencia de un hombre. Llevaba sobre él el surco de la muerte. Con sólo mirarlo, cualquiera hubiese afirmado que ese hombre estaba muerto.
—Álvaro —dijo ella en voz baja—, no pierdas la fe, no me voy a ir de este mundo hasta que haya cumplido.
La mancha se inquietó, cambió de forma. Ahora era un hombre mayor de mirada negra, sobrenatural. Matilde se iluminó de golpe:
—Padre, le prometo...
Pero los ojos del viejo le barrían el alma. Todo lo que él había mirado alguna vez quedaba en la desolación, y también en la muerte seguía siendo igual de peligroso. Matilde cerró los ojos y quedó rígida en el fondo de la cama. Recordó los años en que su madre estuvo clausurada en vida, con una belleza apagada de tanto ignorársela, con una convicción casi religiosa de ser un estorbo después de haberle dado veinte años de juventud al hombre de ojos sobrenaturales. Azucena se llamaba, y de tanto vegetar a la sombra de su esposo se había convertido en un mueble más de la casa. Por costumbre había dejado de ser mujer, había dejado de sentir y de delirar con sus amores novelescos, esos hombres que luego de pedirla en matrimonio seguirían siendo igual de dulces, igual de hombres.
Alguna vez, en sus épocas de ser vivo, en un arranque de locura pensó en huir de la casa, pero quedó embarazada y cometió el disparate de pensar que la concepción la favorecía a los ojos del esposo, que la reivindicaba como animal útil. Nació una mujer: Matilde. Él ya no volvió a mirarla; la olvidó tanto que la dejó reseca, vacía hasta de sus más íntimos rencores. La encadenó a un cuerpo enemigo obligándola a ser la viuda decente y devota de un esposo vivo al que no amaba. Aprendió a llorar cuando estaba segura de que no la verían; y a no pensar en nada, porque el pensamiento se ve, es como un fulgor que persigue a las personas.
Matilde crecía viendo a su madre envejecer sin haber sido descubierta por nadie. La aterraba mirarse en el espejo y cada día estar más hermosa, más brillante, desperdiciando, cada día, un poco más de sí misma. Hubiera deseado ser fea porque ya cumplía veinticinco y no se había casado. Sus mejores años, decía, los había echado a perder en la casa oscura viendo morir a su madre, escondiéndose de su padre, de esos ojos que a cada mirada le cargaban la espalda con más culpa.
Álvaro apareció una semana después de morir el padre. Matilde había cumplido los treinta. Anciana en aquellos tiempos para el matrimonio, si bien le pareció un hombre desabrido y poco sensual, un alérgico a todo, un caballero de la mano en el pecho, se casó con él. De ahí en más no descansaría hasta tener un hijo varón y ver conforme a su padre muerto. Los primeros tiempos fueron felices, especialmente porque Matilde quedó embarazada. Permanecía sola en la casa cosiendo ropa para el bebé en su sillón, mientras Álvaro trabajaba en la otra punta del pueblo, empleado en un almacén de ramos generales. Matilde se sentía muy bien así. No ver a Álvaro le dejaba más tiempo para idealizarlo, para desconocerlo como mejor le pareciera, para tomarle cariño. Un veintiuno de noviembre nació Lucero; tenía los ojos estériles de Álvaro. A veces, cuando Matilde estaba sola en la casa masturbándose con el pensamiento, la sorprendía la mirada de Lucero y tenía la sensación de que era Álvaro quien la vigilaba por esos ojos. Pero Matilde la quería a su manera, al fin de cuentas era su primera hija, y tenía una forma de caminar, de hablar y de sentarse que se disculpaba continuamente. La quería a su manera, porque Matilde nunca quiso a nadie.
Álvaro no era un hombre que la acosara para hacerle hijos. Al contrario. Era ella quien lo arrastraba a la cama.
—Ya sé que todavía somos jóvenes —le decía—, pero no voy a vivir en paz hasta el día en que nazca mi hijo.
Otras veces se paseaba medio desnuda por la casa con el pelo minuciosamente desarreglado para llamar su atención. Cuando lo lograba y Álvaro finalmente empezaba a desprenderse los pantalones, ella se arrepentía tanto que sólo deseaba que la tragara la tierra. Más adelante, cuando perdió toda sutileza, lo vestía y desvestía como quien prueba ropa a un maniquí y nunca está conforme. Miraba una mancha de humedad en la pared mientras él dejaba cuerpo y alma sobre ella. Había momentos en que ya no soportaba el contacto de ese cuerpo pegajoso pero se limitaba a mirar la mancha de humedad en la pared, la hacía olvidar, la hipnotizaba con hombres hermosos, todos el mismo, sin sexo, que venían caminando desde el fondo del mar. Después aparecía la cara del padre y le recordaba el cuerpo de Álvaro como un insecto adherido a su cuerpo. Muchas veces se sentía tentada a arrancárselo de encima, pero aguantaba, aguantaba por su madre que se endureció como se endurecen los panes olvidados al aire libre, por el padre de ojos sobrenaturales, y por el hijo, que la libraría del error más grande: haber nacido mujer.
Al año siguiente tuvo una hija, Esperanza. Fue el mejor verano para Matilde. Dejaban el pueblo arriba, sobre las barrancas, y bajaban hasta el río por una pendiente oscurecida de árboles. Matilde iba del brazo de Álvaro, de pies a cabeza vestida de blanco. Llevaba un sombrero de paja adornado de flores, sombrilla y zapatos abiertos de taco alto que hacían que Álvaro se viera todavía más insignificante. Esperanza dormía a la sombra pobre del hombro de su padre, mientras Lucero caminaba colgada de sus pantalones. Matilde se sabía en la antesala de su felicidad, vislumbrando un porvenir planeado ya con mucha anticipación. Vivía el tiempo ilusorio en el que todavía le quedaban cosas que esperar y vestidos nuevos que ponerse. Era inmortal en ese tiempo. Por lo menos durante el segundo que tardaba en sumergir los pies en el río, no pensaba en otra cosa que en sumergir los pies en el río. Cuando terminó el verano, terminó su inmortalidad.
En los siguientes dos años nacieron Inés y Carmen. Matilde había empleado a una sexagenaria soltera, hija de inmigrantes, una mujer asombrosamente fea y callada que sólo abrió la boca para decir su nombre: Celina. El propósito de Matilde era que la ayudara con sus hijas. Con el tiempo se las delegó completamente.
El otoño empezó con lluvias y las hijas almorzando en la cocina. Álvaro había sido confinado a la cama por un ataque de alergia: un año atrás fueron la sequía y la tierra que volaba en las calles, ahora eran las lluvias. Creyó reponerse en pocos días. Una tarde se levantó y fue caminando hasta el trabajo. Cuando volvió, Matilde estaba esperándolo en la puerta.
—No tendrías que haber salido, bien sabés. No importa cómo te sientas, sos un enfermo y no tendrías que haber salido, mirate los ojos nomás.
Álvaro fue hasta la habitación y al mirarse en el espejo quedó paralizado. Nunca se había visto mejor en toda su vida. De pronto, por el mismo espejo, vio a Matilde asomarse desde la puerta. El soltó una sonrisa triste.
—Me voy a morir, ¿no es cierto?
Las noches que iban a venir serían calvarios para Matilde. Al menos la consolaba estar otra vez embarazada y no tener que obligar a Álvaro a hacerle un hijo en esas condiciones. Lo había llevado a la cama envuelto en frazadas, temblando. Permanecía todo el tiempo a su lado. Por momentos corría descompuesta al baño porque ya había empezado a tener náuseas y porque ver a Álvaro tan abrigado, embalsamado entre cobijas y mantas, con el sol furioso que afuera asolaba las calles, le daba ganas de vomitar.
Vivieron esperando la muerte de un día para otro aunque ya habían pasado cuatro meses y Álvaro seguía igual, con los mismos fríos atrapados en las lluvias del otoño. Cuando nació Aurelia todo empeoró. Matilde despedía saña por los poros; se le había consumido hasta el menor vestigio de leche; de todas maneras se habría negado a amamantarla. Lloraba día y noche en la cama junto a Álvaro, pasaba períodos de calma en los que murmuraba frases demenciales como cuando decía que ella era la única mujer en el mundo que tenía en el vientre sólo molde para hacer hijas mujeres. Álvaro murió a principios de junio; después del entierro, nadie, en la casa, se sacó el luto por tres años.
Apenas quedó viuda, Matilde perdió el sueño. La desveló por años la idea de que se había casado en vano. Y cuanto más se desesperaba más sabía que nada tenía arreglo, que lo mejor era resignarse porque de lo contrario entraba en un laberinto del que sólo saldría para irse a morir. Maldecía no haber esperado más tiempo y casarse con un hombre sano que quizá le hubiera hecho un hijo varón en los primeros meses de matrimonio. Cuando se sorprendía pensando en eso, lo borraba de su cabeza porque a la noche, en la mancha de humedad, se aparecían Álvaro y su padre, quienes milagrosamente le leían el pensamiento. Entonces, por voluntad, o quizá para aplacar su remordimiento, se enquistó. Salía de la habitación a medianoche cuando el resto de la casa estaba durmiendo, para robar comida en la cocina o ir al baño. Un día, Lucero le pidió a la vieja Celina que pegara la oreja en la puerta de la habitación, a ver qué escuchaba. Celina obedeció.
—Está rezando —dijo.
Y rezó durante siete años sin parar.
En ese período se la vio muy pocas veces andando por la casa. La estructura de la casa, ahora, la favorecía. Fue un tiempo negro en que abrir las ventanas y las puertas resultaba inútil, la oscuridad era inmune a todo, la noche se había alojado en la casa como un parásito. Las ventanas y las puertas, que antes dejaban ver la galaxia completa, que antes, se mirara desde donde se mirase siempre parecían mostrar el cielo desde abajo, ahora no dejaban pasar un grano de luz. El día se negaba a entrar, la noche salía de las paredes como si, cuando las construyeron, entre cada ladrillo hubieran quedado atrapadas larvas de oscuridad. A Matilde la beneficiaba todo eso; así podía mimetizarse, pasar desapercibida. Había empezado a tomar el color del interior de la casa, el del techo, el de las paredes, el de las baldosas del piso. Podía deslizarse, andar a gatas o en último caso quedarse inmóvil y ser confundida con el aire negro.
El primer tiempo Matilde se alimentaba por instinto de conservación. No tenía alternativa; la muerte no solucionaba nada. Expulsada para siempre de la familia, de los vivos y de los muertos, del cielo y del infierno, la aterraba pensar en Álvaro y en su padre, en encontrarlos en la muerte sin haber cumplido la promesa. Una noche se preguntó si la muerte sería un solo lugar, una habitación, una ciudad, o un desierto con distancias siderales donde poder ocultarse de su padre; se preguntó si sería abierto o cerrado como una burbuja y se vio condenada a huir en círculo por los siglos de los siglos. Entonces volvió a dormirse aunque sabía que el sueño no era más que un refugio temporal, porque en esta tierra no existían las eternidades y porque el corazón que ahora se oía como en el fondo del río, simulador de continuidad, estaría alguna vez en silencio de muerte. Así fue como empezó a rezar oraciones inconclusas. Rezaba en todo momento, dormida o despierta, cuando se acordaba de volver de otros lugares de la memoria, cuando pensaba en el padre de ojos sobrenaturales, en su madre que siempre había soñado con desenterrar vestidos de alambre y festones de papel, y girasoles que nunca nadie vio porque crecieron hacia abajo. Rezando se acordó de una muñeca sin piernas que ella vestía con ropa larguísima para ocultarle el defecto; y de las tumbas de los juguetes, porque cuando supo que ya era mujer sembró el patio de tumbas de juguetes. Rezando había dejado de pensar en Álvaro, en cuál de sus partes estaría podrida y cuál aún no. Había dejado de pensar en las calles del cementerio porque lo veía a diario en la nubosidad desconchada e inquieta de la mancha de humedad.
Lucero amamantaba a su muñeca en el sillón del recibidor. Había abierto la puerta del patio de par en par para sorprender a la noche llegando. Lo venía haciendo desde siempre, desde que descubrió las Tres Marías y la Cruz del Sur. Clavaba los ojos en el cielo en busca de estrellas fugaces y así se pasaba las horas, lejos de la tierra. Sólo quería ver alguna por lo menos una vez en su vida, aunque sabía que cuando pasa una estrella fugaz alguien va a morir. De pronto, Lucero se quedó quieta, sintió un aliento en la espalda, reconoció la voz de su madre después de haber reconocido sus silencios durante siete años. Matilde estaba retorciéndose, sostenida por la puerta de la habitación como una luna menguante. Lucero, sin ningún pudor, igual que si hubiera estado con ella un rato antes, se olvidó del cielo, se olvidó de la muñeca y de sus once años y la llevó hasta la cama como quien carga con un animal muerto. No se dio cuenta pero, cuando entró, la habitación se contrajo, supo de la intromisión de un cuerpo desconocido. Matilde desde la cama reía como si se hubiera vuelto loca. Le dijo:
—Salí a la calle, andá hasta la esquina y golpeá en una puerta grande de madera. Decile a Ángela que venga pronto, que voy a tener un hijo.
Cuando Lucero se estaba por ir, Matilde la tironeó de un brazo:
—Fue tu padre, que me oyó.
Lucero salió corriendo a la calle y cuando volvió a entrar, acompañada de Ángela la partera, vio a Matilde desde lejos, tirada panza arriba riendo de dolor. Decía que Álvaro, desde la muerte, la había hecho caer en concepción y que daría al mundo un hijo a su imagen y semejanza para expurgarla del pecado de haber nacido. Estaba tan embelesada que no advertía que todas sus hijas y Celina la observaban desde la puerta del recibidor. Para evitar que se enfureciera, Ángela les cerró la puerta, y las dos quedaron solas.
Ángela era una mujer acostumbrada a todo. Alguna vez, había sido una viuda joven y delgada; ahora era feliz recogiendo perros famélicos de la calle, esos que nadie quiere porque apenas parecen perros. No tenía ninguna clase de remilgos, si le tocaba retorcerle el pescuezo a una gallina lo hacía, si le tocaba bañar a un leproso lo hacía. Cuidaba viejos todas las noches, andaba con sus orinas como quien lleva agua bendita. Nada le resultaba raro, por eso aceptó con toda naturalidad el hecho de que Álvaro produjera hijos desde la muerte. Matilde ya no se reía. Se aferró a la cabecera de la cama como si tuviera miedo de volarse. Apretó los labios, cerró los ojos con tanta violencia que se los podría haber deshecho. Un momento después los tenía clavados en los de Ángela.
—¿Qué pasa? ¿Por qué tarda tanto?
—Esté tranquila. Lo que pasa es que ya tiene cuarenta y cinco años y no está para estos trotes.
Matilde se sacudió como un pescado, prendió los dientes al camisón, cerró otra vez los ojos y cuando los abrió, la cama estuvo podrida en sangre. Vio entre sus piernas dobladas los ojos resignados de Ángela. Golpeó la pared con furia:
—Es mentira, es mentira —y cuando se dio cuenta de que Ángela no cambiaba de posición, bajó el tono de voz—. Sáquela de acá inmediatamente y dígale a mis hijas que por mí la pueden dejar pudrirse en la basura.
Cuando Ángela salió al recibidor con ese animal ensangrentado en los brazos, Lucero que estaba sentada en el sillón junto a sus hermanas se le acercó.
—Nosotras la vamos a criar.
Matilde había quedado rígida en el fondo de la cama. Sentía al padre y a Álvaro observándola desde la porosa y amarillenta mancha de humedad. Estaba tan avergonzada que se hubiera desintegrado con sólo desearlo, entonces tuvo que pensar en el pasado, tuvo que retroceder hasta la infancia, porque había llegado al borde de la vida y corría el peligro de caer.
—Mi padre sabe cuándo aparecer —decía en voz baja—, cuando me siente en la piel el olor a miedo, se aparece.
El recibidor estaba vacío, las habitaciones estaban vacías. Todo el revuelo sucedía en la cocina donde Celina y Ángela bañaban al animal ensangrentado en una olla con agua tibia. Lucero no dejaba de mirarlo, adivinando debajo de ese monstruo a su hermana, a su madre o a su hija. La iban a llamar Azucena como la abuela, pero Ángela les dijo:
—Yo la vi nacer. No puede llamarse de otra forma que no sea Dolor.
—Dolores —corrigió Aurelia desde el otro extremo de la cocina con la boca llena de pan.
Ángela se dio vuelta para mirarla, Aurelia tragó entero.
—Dolor —pronunció Ángela señalando exageradamente el singular—, porque dolores hay muchos, pero como éste que tiene ahora la señora Matilde no hay otro.
Se llamó Dolor.
Al verano siguiente nacería su séptima hija: Amanda. Para ese tiempo Matilde se había consagrado definitivamente a la cama. El año anterior, después del nacimiento de Dolor, había venido sembrando un odio capaz de apolillarle el corazón. De pura resentida volvió a quedar embarazada aunque con un recelo que la desvelaba noches enteras. Rezó sin detenerse hasta que el aliento de su boca llegó a empañar los vidrios de la ventana que estaba a dos metros de distancia. Después de nacer Amanda, durmió una semana sin interrupción. Supieron que no estaba muerta porque la veían en distintas posiciones, o porque la tapaban y después encontraban la sábana en el suelo. Matilde se había convertido en una máquina de engendrar que, terminado cada parto, se reactivaba. De las hijas que tuvo después de morir Álvaro, a ninguna le supo el nombre, y si las veía no era capaz de reconocerlas. Por aquellos tiempos murió la vieja Celina. Dicen que murió por instinto, de saberse ya muy vieja e inservible. Se llevó al pozo, atados del cuello como una cola de barrilete, centenares de secretos, cosas que calló por años.
Las únicas personas que Matilde veía a diario eran Lucero, Esperanza e Inés; pero más que a nadie, a Lucero. Le recordaba los tiempos en que siempre era verano, en que las ilusiones se tomaban disueltas en un vaso con agua, en el río brillante y profundo, las tardes en que la inmortalidad se había convertido en una epidemia. Lucero, que a pesar de sus veintiocho años conservaba la mirada estéril de Álvaro y esa forma de caminar, de hablar y de sentarse que se disculpaba continuamente. No era fea pero tampoco era hermosa; la inseguridad con que vivía todo el tiempo le había dejado rasgos frugales en la cara. Podría ser poseedora de una fealdad frugal o de una belleza frugal, pero no, ella era indefinida, no se sabía bien dónde empezaba y dónde terminaba. Había aceptado su herencia de culpa, había llegado a creer que quería a su madre, resignándose a cuidarla hasta el día de su muerte. Lucero no tuvo amigos ni enemigos, no discutió con nadie, ni siquiera levantó la voz una vez en la vida; daba a entender que todo estaba en orden tragándose ser una esclava, madre de su madre y de sus hermanas. Cuando llevaba a Matilde la comida a la cama, su culpa era tan grande que se sentaba junto a ella y era capaz de no despegarle los ojos de encima hasta que terminaba de comer. Un día Matilde le dijo:
—Querés dejar de mirarme, ya casi me gastaste toda la belleza.
No pasó mucho tiempo hasta que el barrio se enteró de los partos de Matilde. Nadie pudo descubrir cómo era posible semejante cosa con esa mujer que no había asomado la cara fuera de la casa en años. Veían salir de allí mujercitas con delantal rumbo a la escuela que nunca habían visto entrar anteriormente, y cuando ya no tuvieron lugar las teorías más descabelladas, se corrió el rumor de que tenía encuentros con el diablo. Por fin se aburrieron de seguir pensando en lo mismo, salieron en busca de otros rumores y dejaron a Matilde sentada en el olvido.
Matilde envejeció diez años en un mes. Un embarazo tras otro, un parto tras otro le dejaron huellas indelebles en el cuerpo. Se volvió una vieja fláccida, un peso muerto. El deterioro le cayó repentino como si fuera el precio por abusar desaforadamente de las leyes naturales. A los sesenta años seguía produciendo hijas desde la soledad, corazones que venían latiendo desde la nada, nacidas al azar, abandonadas a la deriva de la casa y a la caridad de sus hermanas mayores. Alguien golpeó la puerta. Matilde desconoció el llamado. Se incorporó, y antes de que autorizara la entrada la puerta se abrió en silencio. Era la mirada de Lucero que se había adelantado mientras el resto de ella aún estaba llenando platos con sopa en la cocina. La misma mirada de Álvaro, híbrida y perturbadora. No podía dejar de sentirse vigilada por él. Lucero entró con la bandeja de plata ennegrecida dejando una estela de humo, la puso sobre otra bandeja más grande encima de la cama. A Matilde se le nublaron los ojos y cuando Lucero la vio se quedó tan pasmada que Matilde se dio cuenta y le dijo:
—No te preocupes, es el humo de la sopa que se me mete en los ojos, ya se me pasa.
Lucero acercó una silla y se sentó junto a la mesa de luz a esperar que su madre terminara de comer. Mañana a las seis en punto estaría lejos de la cama, lavando ropa, helándose los brazos en la batea del patio. Esperanza e Inés aprovechaban unas horas más de sueño porque la noche anterior se habían hecho cargo de los platos sucios a los que, después de la cena, descorazonaba verlos como torres, como un castillo de grasa y desperdicios sobre la tabla de la cocina. Otras limpiarían el resto de la casa mientras Aurelia, despiadadamente, sacaría de sus respectivos sueños a las hermanas menores, entrometiéndose en sus vidas, disponiendo sobre sus deseos, salvándolas de aparecidos y de hombres con ojos de vidrio, o arrancándoles como un yuyo seco el motivo que justificaba el que hubieran venido a este mundo. Y luego un desayuno parco: leche con poco café y nata flotando en la superficie. Tostadas pétreas, que nadie tocaría y que a la mañana siguiente estarían de nuevo en la mesa. Los delantales de escuela amarillentos, puestos tan al descuido que las mangas de la camiseta quedaban arrolladas bajo los codos; el primer botón de arriba incrustado en una vértebra; el moño flojo en la cintura, que daba la sensación de haber perdido el cuerpo por ahí; los bolsillos demasiado altos o demasiado bajos. Eran los viejos delantales de Lucero que fueron pasando por todas sus hermanas igual que el resto de la ropa, los mismos vestidos apareciendo con distinta cara, arremangados o llenos de añadiduras de broderies que alguna vez pertenecieron a la madre de Matilde. Aurelia, como las otras, llevaba encima la cruz de la costumbre y sin darse cuenta, con los años, mientras perdía la belleza iba adoptando la postura sumisa de Lucero. Sus hermanas menores habían olvidado ya quién era la madre en esa casa. Matilde se les presentaba como un esbozo de abuela lejana, un lastre que arrastraban desde antes de nacer, desde épocas en que la Tierra fue más clara. Ese privilegio de haber intervenido en el pasado rodeaba a Matilde de una aureola casi sagrada pero también de fragilidad; un cuerpo dependiendo de alguien que lo alimente, de alguien que si quisiera podría dejar de hacerlo; Matilde, sin Lucero, habría muerto de inanición, porque las piernas no eran capaces de sostenerla. Tenía los huesos de la cadera anquilosados, y la espalda, nalgas y talones brotados de ampollas. De tanto estar quieta, de tanto pesar sobre esas partes, sentía que se le estaban encarnando con la cama. Lucero la limpiaba con toallas húmedas y la peinaba con perfumes dulces. Por momentos Matilde la miraba a los ojos y le decía que ella había sido la mujer más hermosa del pueblo. Una vez le dijo:
—Yo fui la mujer más hermosa de la Tierra.
Nunca le dijo gracias. Lucero le preparaba sopas y purés porque se quejaba de dolores en las encías, renegaba de la carne y las verduras crudas. Lucero la observaba comer pensando que mañana a las seis en punto se levantaría a lavar montañas de ropa. Antes del mediodía ya estaba cocinando en la casa para sus catorce hermanas y para Matilde. Los primeros tiempos en que empezó a cocinar le salía tan poca comida que no alcanzaba ni para la mitad de las hermanas o bien hervía cantidades descomunales de arroz que las alimentaba por tres días consecutivos, y había que dárselo a Ángela para los perros, porque ya no podían ni imaginarlo en el plato.
Al llegar el verano, a Matilde tuvieron que darle de comer en la boca. Pasaba días sin moverse y, como en los tiempos en que nació Aurelia, daba la impresión de estar muerta. Cuando tenía los ojos abiertos los mantenía fijos en la mancha de humedad donde su padre esperaba más joven de lo que ella era ahora vaciándola, como si con la mirada le comiera el contenido de órganos oscuros; ella haciendo promesas, ahogándose en los ojos negros del padre depredador y todopoderoso, ella culpable sumergida en la cama, vieja hasta la última célula, panzona como una rata, abriendo la boca para dejar entrar la cuchara, rígida con las pupilas fijas en una mancha de humedad. Una mañana mientras se iba en vómitos sobre la cama descubrió un montón de cabezas asomadas a la puerta.
—Salgan de acá —les gritó.
Lucero que le sostenía la frente hizo un gesto a sus hermanas para que desaparecieran. Aurelia deshizo el grupo y cerró la puerta desde el recibidor.
Parecía increíble que Matilde no muriera de esfuerzo. Decía que Álvaro le daba tregua para no matarla de hijos pero eran mentiras, porque además había empezado a mentir. Daba a luz sin descanso, dormía de corrido la mayor parte del día pero de noche la asolaban los dolores, las puntadas en la vagina. Por momentos eran tan fuertes que se convertían en calambres, y los ovarios, que ella decía sentir asentados en la espalda por vejez, ahora estaban insensibles, como si no los tuviera. Se había puesto tan mentirosa que no sabían cuándo creerle y cuándo no. Ángela la partera la visitaba a diario, la consolaba, le llevaba ramitos de pasionarias para que concibiera hijos varones. La primera noche de otoño cuando Lucero le daba puré en la boca, manchó la sábana con una evacuación de sangre; agarrada a la cabecera de la cama expulsó del vientre a su hija número veintiuno. Ángela se la llevó enseguida, la iban a llamar Azucena como la abuela pero terminó llamándose Eugenia.
Después del parto Matilde quedó desinflada. Se hizo pasar por dormida para que la dejaran sola. Sentía en la boca el gusto de la muerte, no creía tener fuerzas para seguir dando hijos, rabiaba por dentro porque, por fuera, era un despojo incapaz de expresar el más mínimo sentimiento. Cuando Lucero presenció el parto lo creyó imposible. Hacía instantes, Matilde era casi un líquido, los brazos colgando fuera de la cama, las piernas sueltas separadas del resto del cuerpo; y en el momento de dar a luz traía a la superficie toda la fuerza, todos los rencores, todo el miedo por los ojos de su padre que ya eran un amanecer completo en la pared.
Cuando merodeaba los setenta años, Matilde estaba tan floja y resignada que había dejado de mentir. Tomó a cambio la costumbre de orinarse encima. Hacía esfuerzos sobrehumanos por mantenerse despierta, por estar conciente en el momento de morir. No quería que la muerte la sorprendiera dormida, que ese instante pasara inadvertido. Pensó en la cantidad de veces que había caminado por el día de su muerte, tantas como sus años de edad. Quizá fuera uno de los días más felices, un día de octubre o de marzo, un verano bordado con árboles azules, el día de su cumpleaños o un día como hoy. Los párpados le caían pesados igual que piedras sobre los ojos; se vio a ella misma sentada en el sillón del recibidor cosiendo ropa para su hijo, esperando. Después lloró, ya no esperaba y aunque no lo quisiera estaba embarazada otra vez, por Álvaro desde la muerte, o por costumbre.
Estuvo varios días sin comer, derramada en la cama. No le quedaba en el cajón de su mesa de luz ni un solo grano de fe. Había aceptado la muerte por cansancio, no sería peor que una vida de esperas inútiles, de bellezas desperdiciadas. Nada sería más doloroso que esa sensación de estar sobre una cama de agua con los huesos quebrados y el estómago reducido al tamaño de una moneda. Ángela hacía lo imposible para convencerla de que comiera:
—Coma, Matilde —le decía a gritos en la oreja—, coma que se le va a estancar adentro el hijo muerto.
Matilde no abría la boca salvo para decir que ella había sido más hermosa que cualquier mujer del pasado, del presente o del futuro. Pasaba en soledad la mayor parte del tiempo, rezando para que se le concediera algún final, aunque de todas formas ella misma se mantendría en este mundo hasta cumplir lo que prometió. A medianoche, cuando la casa estaba sensible al mínimo ruido, sus aullidos abrían las paredes. Lucero se quedó muchas noches acompañándola, pero ni eso la calmaba. Era una mezcla de dolor físico, de picadura de muerte, de terror al castigo eterno. Aurelia se acercaba a la cama de sus hermanas, les taponaba las orejas con algodón y las hacía dormir con la cabeza abajo de la almohada para que no oyeran sus gritos. Era inútil, los gritos se oían desde la terraza y desde el sótano, desde las profundidades de los hormigueros, desde el paladar, desde el cauce seco del surco de la espalda, desde la oscuridad de la axila, desde el silencio del pubis, desde los túneles perdidos de las arterias más internas, desde allí se oía gritar a Matilde. A veces el dolor era tan completo cuando iba más allá de lo físico, que llegaba a un límite donde ya no sentía nada. Perdía la conciencia de su cuerpo, se buscaba entre las sábanas, los brazos, las manos, las piernas y no los encontraba. Estaba muriéndose y cuando la habitación quedaba a oscuras sentía junto a ella, en la misma cama, la muerte agitando el aire, el vértigo de los últimos días. Los ojos del padre eran ahora continuos en la humedad desprendida de la pared. Álvaro estaba a la diestra, un poco más atrás y más abajo, con los párpados caídos sobre los ojos, con semblante de mártir, flaco como una hebra. Matilde, en un segundo, los odió para siempre, y al segundo siguiente les pidió perdón. No puedo morirme ahora, pensó, una mujer embarazada no puede morirse aunque quiera. Aguantaría sólo una vez más y después, nada. Entonces llamó a su hija para que le diera de comer. Lucero entró silenciosamente y se sentó en la silla junto a la cama. Matilde comió sin detenerse durante tres horas seguidas abriendo la boca y tragando puré de zapallo, agua con azúcar, agua de arroz, sopa, esas comidas de enfermo que no tienen sabor, ni siquiera resultan repugnantes porque la boca que no ha tenido contacto con ninguna sustancia por varios días se vuelve una cavidad virgen, con una sensibilidad especial, le da igual comer carne que papel, duele la dentadura aunque no se mastique, el esófago se ensancha y reseca, la comida pasa por él sin tocar sus paredes, y el estómago es como si no existiera, como si lo reemplazara un agujero. Matilde tragaba sin respirar, pero sentía que todo lo que tragaba caía fuera de ella. Se estaba rindiendo, tenía los ojos cerrados y la cabeza incrustada en la almohada, como un diamante. Murmuró algo, casi sin abrir la boca, que la dejaran sola. Lucero, sin pensar en lo que era mejor o peor se levantó de la silla, hizo a un lado la bandeja, recogió del suelo su propio silencio como si fuera una pollera larguísima y desapareció. En el sillón del recibidor estaban sentadas sus veinte hermanas. Supieron que estaba sucediendo eso que alguna vez debía suceder. Lucero empujó las hojas de la puerta hacia el patio; el eco de los últimos anocheceres de octubre se estrelló finalmente en sus ojos. Después fue a sentarse en un sillón donde hacía cuarenta años Matilde se había decidido a empezar con una espera que no acabó nunca. La espera tenía la edad de Lucero que todavía continuaba inmóvil como si alguien la estuviera pintando. Inmóvil, sin darse cuenta de que desde su infancia la casa parecía enterrada, construida con los mismos alambres que sostienen la noche. Sin darse cuenta de que desde su infancia el techo había empezado a llenarse de estrellas, y que su hermanan menor, que no llegaba a cumplir un año, sería su calco, como las otras. Pensó en que quizá, si ellas no hubieran usado su ropa y sus zapatos, serían diferentes. Pensó en que más allá de todo era la única hija aceptada por Matilde. Pensó en que Matilde se había adueñado de ella y la mató desde el principio, su ángel de la guarda, su sierva permanente. Y estaba tan resumida en esa postura de naturaleza muerta, que se perdió de ver una estrella fugaz que por un instante quedó enmarcada en la ventana. Un temblor la sacudió del sillón; Matilde había aullado, llamando a Ángela. Esperanza corrió a la calle, Inés y Aurelia abrieron la puerta de la habitación pero no se animaron a entrar. Matilde estaba rígida. Por un instante pareció clavada en la cama, después se diluyó, se hizo de agua. Lucero fue hasta la cama y cuando le desabotonó el camisón vio que de los pechos le salía una materia amarillenta, como restos de leche cuajada. Ángela entró casi corriendo aunque debería haber muerto muchos años atrás, dispersó a las hijas de Matilde como pájaros asustados. No alcanzó a preparar nada. Apenas le separó las piernas, el feto resbaló solo sobre la cama. Después se acercó a la oreja de Matilde y le habló en voz baja, casi inaudible.
—Descanse, nació un varón.
Matilde se volvió del color de la sábana, cerró los ojos y murió.
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María Fernanda García Curten nació en San Pedro (Buenos Aires), en 1968 y actualmente reside en Buenos Aires. Desde su niñez, estudió danza clásica y contemporánea. Premiada en el Concurso Americano de Ballet y Danza de Buenos Aires, llegó a integrar el elenco de Kuarahy de Julio López, junto a Julio Bocca y Eleonora Cassano.
Cuentista seleccionada en la Primera Bienal de Arte Joven (1989), ha publicado cuentos en revistas de Argentina y España. En 1982 obtiene la 1ra. Mención ex-aequo en el Concurso de Cuento Quinto Centenario, organizado por el Concejo Deliberante de la Ciudad de Buenos Aires. La noche desde afuera ganó el 2° Premio del Fondo Nacional de las Artes 1995.
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