INTRODUCCIÓN. Sobre ciencia y arte pueden escribirse enciclopedias enteras (de hecho, ya se han escrito). Y si durante alguna tertulia el tema viene a cuento, no faltará quien adopte la postura solemne que la situación amerita (o, al menos, cree que amerita), antes de soltar una cátedra sobre pinturas rupestres, historia de la perspectiva, razón áurea y geometría euclidiana –y, si es matemático, también sobre otras geometrías–, incluyendo –faltaba más– a artistas como Leonardo da Vinci, Miguel Ángel, Durero y Velázquez. Con buen conocimiento de causa, ya Julio Cortázar nos alertaba: “En América Latina, no bien un hombre empieza a escribir, se pone serio”; oración que podríamos modificar, sin alterar su veracidad, para afirmar: “No bien un hombre empieza a hablar de ciencia y arte…”.
Por desgracia, este libro no ayudará demasiado a quienes deseen profundizar en temas como los mencionados, pues está bastante lejos tanto de mamotretos eruditos –como La historia del arte, de E. H. Gombrich– como de textos escolares –al estilo de Fundamentos geométricos del diseño y la pintura actual–.
Nuestra invitación, bastante más modesta, es la de un amigo con quien visitar una muestra muy breve de obras del arte contemporáneo que, por distintas razones, han atraído la atención profesional de expertos de diferentes áreas de la ciencia: físicos y geólogos, químicos y psicólogos, médicos y biólogos. Como contrapunto, también daremos un paseo por las creaciones de algunos artistas modernos que han hallado su musa en la ciencia.
Al estilo de los impresionistas, nuestro propósito es presentar con unas cuantas pinceladas varios casos ilustrativos –e ilustrados, aunque sólo en escala de grises por cuestiones editoriales y económicas a favor del bolsillo del lector–, en los que arte y ciencia se mezclan sin hacer un baturrillo, para disfrute de nuestro curioso visitante.
Para terminar o, mejor dicho, para comenzar con nuestro recorrido, hagamos nuestra, en todas las páginas que restan, la declaración de un concurso muy famoso de la Universidad de Princeton: Ni la ciencia es aburrida ni el arte es estúpido. ¡Que Van Gogh y el resto de los pintores y científicos citados en este libro se ilustren entre ellos y a todos nosotros! Por aquí, por favor…
LA CIENCIA DEL ARTE. SALA 1. PINTORES DE ATMÓSFERA (VOLCÁNICA). UNA HISTORIA DE ESPECTROS. Para crear una atmósfera propicia al iniciar nuestro recorrido científico y artístico, esperamos que nuestros lectores visitantes coincidan con nosotros en que pocas cosas pueden igualar una puesta de sol. La expresión “Cuando el sol se está ocultando” tiene ya la magia (y, para qué negarlo, también la cursilería) de la frase hecha y de una canción pop, en algo romántica y en mucho comercial; indica el momento adecuado para tomar de la mano a nuestra pareja. Mientras contemplamos la escena, nos enteramos de que, entre las pocas cosas que pueden igualarla, está el tener la suerte de admirar un atardecer encendido, no por el meloso amor que le prodiguemos a quien nos acompañe, sino por cortesía de una erupción volcánica.
Esos tonos amarillos, anaranjados y rojizos de los atardeceres se deben a la presencia de partículas suspendidas en la mezcla de gases que constituye nuestra atmósfera; esas partículas, en conjunto con el gas o los gases en que se hallan, se conocen como aerosoles. Cuando la luz incide sobre los átomos y las moléculas que hay en la atmósfera, ocasiona que los electrones comiencen a vibrar con una frecuencia cuyo valor depende del tamaño de la partícula sobre la que está incidiendo el haz de luz. Los electrones en vibración dispersan entonces la radiación en distintas direcciones. Cuanto menor sea el tamaño de las partículas, mayor será la frecuencia de la luz dispersada o, si queremos verlo en términos de la longitud de onda –que varía de manera inversa a la frecuencia–, a menor tamaño de las partículas, menor longitud de onda de luz dispersada. Este fenómeno se conoce como dispersión de Rayleigh.
La luz es una onda electromagnética en la que, del espectro visible, el violeta y el azul son los colores de frecuencias más altas (o, en otros términos, de longitudes de onda más bajas). Dado que las moléculas de nitrógeno y oxígeno son las más comunes en la atmósfera, el cielo tiene su color característico –cuando se ve “limpio”, sin la presencia de aerosoles– gracias a que estas moléculas dispersan precisamente esas frecuencias.
Por el otro lado del espectro visible, tenemos que el amarillo, el naranja y el rojo –de frecuencias más bajas y longitudes de onda más altas– se transmiten casi sin dispersión alguna, con una excepción muy importante, que se produce cuando la columna de aire que debe atravesar la luz para llegar a la superficie terrestre es de mayor espesor, y esto ocurre precisamente durante la puesta del sol o cuando se hallan suspendidas en la atmósfera otras partículas que permiten la dispersión de la luz con estas frecuencias. En resumen, si queremos cielos incendiarios dignos de ser inmortalizados en un cuadro, o por lo menos en una tarjeta postal, la receta es bastante sencilla: sólo tenemos que añadir partículas de un tamaño similar al de la longitud de onda o frecuencia de los colores cálidos del espectro. Así que, si tenemos la –¿buena o mala?– suerte de vivir en un lugar cuya atmósfera esté repleta de partículas contaminantes del tamaño adecuado, no será infrecuente la oportunidad de asustarnos con un cielo color averno. Para fortuna de pintores como el inglés Joseph Mallord William Turner y el noruego Edvard Munch, quienes vivieron en una época en la que la contaminación atmosférica aún no les permitía sacar el máximo provecho de su paleta de colores, la naturaleza los proveyó de otras partículas sustitutas: cenizas volcánicas provenientes de erupciones.
El Grito
Edvard Munch
EL ÚLTIMO GRITO DE LA CIENCIA. Pocas obras del arte contemporáneo son tan populares como El grito, de Edvard Munch. El cuadro más famoso del expresionismo aparece, como si se tratase de Mickey Mouse o Garfield, en la superficie de cualquier objeto vendible: tazas, camisetas, relojes, gorras, carteras… El angustiado y angustiante protagonista del cuadro es reconocible tanto por los niños seguidores de Animaniacs como por los adolescentes y adultos que han visto alguna de las películas de la saga Scream, dirigida por Wes Craven, en la que el asesino usa una máscara “munchiana”. Y aunque la ciencia no puede decirnos el número de decibeles alcanzados por el desgañitado gritón de la pintura, sí es capaz de echar luz sobre lo que ocasionó el fuerte estado emocional que llevó a Munch a crearla: el cielo rojo sangre, coloreado por la presencia de cenizas procedentes del volcán Krakatoa.
Pocos paseos en la historia del arte han sido tan productivos como aquel durante el cual, acompañado por unos amigos y, según relató el propio Edvard Munch, cerca de la ciudad de Oslo (conocida en ese entonces como Cristianía), el artista presenció ese atardecer en el que “nubes como sangre y lenguas de fuego colgaban sobre el fiordo azul oscuro y la ciudad. Mis amigos siguieron, y yo permanecí solo, temblando con ansiedad. Sentí un grito grande, interminable, penetrando en la naturaleza”. Al parecer, en verdad quedó sumamente impresionado por el suceso, pues no sólo escribió sobre este en repetidas ocasiones, sino que también pintó una serie de tres cuadros, frutos de una experiencia tan aterradora para él: Desesperación, El grito y Ansiedad. La curiosidad y la admiración llevaron a los físicos Donald W. Olson y Russell L. Doescher, acompañados por la especialista en literatura Marilynn S. Olson –todos ellos de la Universidad de Texas–, a investigar sobre la causa de ese atardecer en particular, pues hasta 2001 la explicación aceptada era que, durante la época en la que tuvo lugar el episodio narrado por Munch, ese tipo de atardeceres era común en el norte de Europa. Pero, si esto era verdad, ¿por qué habría de impresionarse el maestro expresionista con algo que era cosa de todos los días? Una minuciosa búsqueda histórica mostró a los tres investigadores que los años en que Munch pintó la tríada de cuadros con atardeceres rojos de fondo coincidían con los posteriores a la erupción del Krakatoa, en 1883. En esa época, durante varios meses, el mundo entero pudo contemplar –ya que no pintar– la atmósfera coloreada por las cenizas volcánicas en su prolongado recorrido: comenzó en el hemisferio sur, luego pasó por el ecuador y, finalmente, alcanzó latitudes altas como aquella en la que se encuentra Noruega. La Sociedad Real de Londres dejó constancia de ello en “Descripciones de los inusuales crepúsculos resplandecientes en varias partes del mundo en 1883-4”, parte de una publicación de más de trescientas páginas titulada Fenómenos ópticos inusuales de la atmósfera. Esto echaba por tierra la también popular hipótesis de que, en realidad, la experiencia relatada por Munch había sido completamente interna y psicológica, sin ninguna relación con la realidad externa. Lo que sí es verdad es que los halos que rodean al protagonista de El grito y a muchos otros personajes de Munch son producto de ciertas drogas alucinógenas.
En 2007, un grupo interdisciplinario de científicos y artistas –ignoramos si inspirados por los resultados de las investigaciones sobre El grito–, encabezados por Christos S. Zerefos, del Observatorio Nacional de Atenas, unieron fuerzas para obtener, a partir de los atardeceres retratados por varios pintores representativos de los siglos XIV a XIX, valiosa información sobre el efecto de las erupciones volcánicas en el clima de nuestro planeta, en este caso a través de la estimación de lo que en ciencias de la Tierra se conoce como índice de polvo atmosférico (IPV). Esta información es bastante escasa, dado que existen contados registros históricos correspondientes a esas centurias que, aparte de lo anecdótico, estén acompañados de mediciones realizadas con instrumentos meteorológicos.
El IPV es una medida tanto de la cantidad de partículas que se encuentran en la atmósfera después de una erupción volcánica como del tiempo durante el cual obstaculizarán el paso de la radiación solar que llega a la Tierra, con el consiguiente efecto en el clima de una región o, incluso, del planeta, cuando la erupción es de una magnitud similar a la ya mencionada del volcán Krakatoa.
Zerefos y su equipo se dieron cuenta de que existía una relación entre lo que se conoce como radio cromático R/G –una medida de la cantidad de color rojo con relación a la cantidad de color verde de la paleta con que los artistas crearon las obras analizadas– y el IPV, de manera que, al medir el primero directamente a partir de la observación de cielos retratados por pintores como Edgar Degas, podían estimar el segundo.
Para beneplácito de los científicos, los resultados mostraron que los artistas analizados durante ese período de cuatrocientos años captaron con gran precisión en sus obras los colores de los cielos generados por las once erupciones de gran magnitud que ocurrieron en esos siglos, como las de los volcanes Awu (Indonesia, 1641), Katla (Islandia, 1660), Babuyan Claro (Filipinas, 1831), Cosigüina (Nicaragua, 1835) y, por supuesto, Krakatoa (Indonesia, 1680 y 1883). Quinientos fueron los lienzos cuya coloración analizaron los investigadores; ciento ochenta y uno, los artistas reunidos en un catálogo sin parangón en el mundo del arte –entre los más famosos: Claude Lorrain, Joseph Mallord William Turner, Caspar David Friedrich, Edgar Degas y Gustav Klimt–, y en el que lo único que todos ellos compartían era la atmósfera de sus cuadros.
Del total de la muestra, sólo cinco de estos grandes maestros pudieron pasar a formar parte del “Salón de la Fama de Artistas Volcánicos”, gracias a haber pintado atardeceres antes, durante y después de erupciones volcánicas, lo que se tradujo en un incremento en el uso del rojo con respecto al verde en estos últimos dos momentos. Por ejemplo, en el caso del inglés Turner –quien, de haber una medalla al mérito o un récord Guinness en esta categoría, sin duda habría sido el ganador–, la proporción rojo/ verde en los atardeceres de sus cuadros pasó de un valor inicial del 76,7% en 1818, antes de la erupción del volcán Babuyan Claro, al 79,2% en 1832, durante la erupción, y alcanzó un máximo de 97,7% en 1835, después de la erupción.
Tal vez el propio Edvard Munch no habría sufrido tanto si hubiera leído este estudio antes de su trascendental experiencia con un atardecer volcánico. Pero entonces, ¿qué habría sido de El grito?
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