EL ARTE
Todo deseo nace de una necesidad, de una privación, de un sufrimiento. Satisfaciéndolo, se calma. Mas por cada deseo satisfecho, ¡cuántos sin satisfacer! Además, el deseo dura largo tiempo, las exigencias son infinitas, el goce es corto y mezquinamente tasado.
Y hasta ese placer que por fin se consigue no es más que aparente, otro le sucede; y si el primero es una ilusión desvanecida, el segundo es una ilusión que aún dura. Nada en el mundo es capaz de aquietar la voluntad, ni de fijarla de un modo duradero, lo más que del destino puede obtenerse aseméjase siempre a la limosna que se arroja a los pies del mendigo, y que si sostiene hoy su vida solo es para prolongar mañana su tormento. Así, en tanto que estamos bajo el dominio de los deseos, y bajo el imperio de la voluntad, en tanto que nos abandonamos a las esperanzas que nos apremian, a los temores que nos persiguen, no hay para nosotros descanso ni dicha duraderos. En el fondo, lo mismo da que nos empeñemos en alguna persecución o que huyamos ante alguna amenaza, que nos agiten la espera o el temor: las cavilaciones que nos causan las exigencias de la voluntad bajo sus formas, no cesan de turbar y atormentar nuestra existencia: Así el hombre, esclavo del querer, está continuamente amarrado a la rueda de Ixión, vierte siempre en el tonel de las Danaidades, es Tántalo devorado por la sed eterna.
Pero cuando una circunstancia externa o nuestra armonía in tenor nos eleva por un momento por encima del torrente infinito del deseo, libertan a nuestro espíritu de la opresión de la voluntad, apartan, nuestra atención de todo lo que lo solicita, y se nos aparecen las cosas desligadas de todos los prestigios deja esperanza, de todo interés propio, como objetos de contemplación desinteresada y no de concupiscencia. Entonces es cuando ese reposo vanamente buscado por todos los caminos abiertos al deseo, pero que siempre ha huido de nosotros, se presenta en cierto modo por sí mismo y nos da la sensación de la paz en toda su plenitud. Ese es el estado libre de dolores que celebra Epicuro como el mayor de los bienes todos, como la felicidad de los dioses; porque entonces nos vemos por un instante manumitidos de la abrumadora opresión de la voluntad, celebramos la fiesta - después de los trabajos forzados del querer se detiene la rueda de Ixión... ¿Qué importa entonces ver la puesta del sol desde el balcón de un palacio, o través de las rejas de una cárcel?
Acorde íntimo y predominio del pensamiento puro sobre el querer: esto puede producirse en todos los lugares. Testigos, esos admirables pintores holandeses, que han sabido ver de una manera tan objetiva objetos tan mínimos, y que nos han legado una prueba tan duradera pie su desprendimiento y de su placidez de espíritu en las escenas, de interior. El espectador no puede contemplarlas sin conmoverse, sin representarse el estado de ánimo del artista, tranquilo, apacible, lleno de serenidad; tal como necesitaba ser para fijar su atención en objetos insignificantes, indiferentes, y reproducirlos con tanta solicitud. Y la impresión es tanto más fuerte, cuanto que, por un contraste con nosotros mismos, nos choca la oposición entre esas pinturas tan sosegadas y nuestros sentimientos siempre tétricos, siempre agitados por quietudes y deseos.
Basta echar desde fuera una mirada desinteresada a todo hombre; a toda escena de la vida, y reproducirlos con la pluma o el pincel para que al punto aparezcan llenos de interés y de encanto, y verdaderamente dignos de envidia. Pero si nos encontramos luchando con esa situación o somos ese hombre, ¡oh! entonces, como suele decirse, ni el demonio que lo aguante. Tal es el pensamiento de Goethe.
De todo lo que apena nuestra vida, nos gusta la pintura.
Cuando yo era joven, hubo un tiempo en que sin cesar me esforzaba en representarme todos mis actos como si se tratase de otro, probablemente para gozar más de ellos.
Las cosas no tienen atractivo sino en tanto que no nos atañen. La vida nunca es bella. Solo son bellos los cuadros de la vida cuando los alumbra y refleja el espejo de la poesía; sobre todo en la juventud, cuando no sabemos aún qué es vivir.
Coger al vuelo la inspiración y darle cuerpo en los versos: tal es la obra de la poesía lírica. Y sin embargo, el poeta lírico refleja a la humanidad entera en sus intimas profundidades; y todos los sentimientos que millones de generaciones pasadas, presentes o futuras han experimentado y experimentarán en las mismas circunstancias, que se reproducirán siempre, encuentran en la poesía su viva y fiel expresión.
El poeta es el hombre universal. Todo lo que ha agitado el corazón de un hombre, todo lo que la naturaleza humana ha podido experimentar y producir en todas circunstancias, todo lo que habita y fermenta en un ser mortal, ese es su dominio, que se extiende a toda la naturaleza. Por eso el poeta lo mismo puede cantar la voluptuosidad que el misticismo, ser Angelus Silesius o Anacreonte, escribir tragedias o comedias, representar los sentimientos nobles o vulgares, según su humor y su vocación. Nadie puede mandar al poeta que sea noble, elevado, moral, piadoso y cristiano, que sea o deje de ser esto o lo otro; porque es el espejo de la humanidad y presenta a ésta la imagen clara y fiel de lo que siente.
Es un hecho notabilísimo y muy digno de atención que el objetivo de toda la alta poesía sea la representación del lado horrible de la naturaleza humana, el dolor sin nombre, los tormentos de los hombres, el triunfo de la perversidad, la irónica dominación del azar, la irremediable caída del justo y del inocente. Esto es un signo notable de la constitución del mundo y de la existencia . . . ¿No vemos en la tragedia a los seres más nobles, después de largo combates y sufrimientos, renunciar para siempre a los propósitos que perseguían hasta entonces con tanta violencia, o apartarse de todos los goces de la vida voluntariamente y con júbilo? Así con el príncipe de Calderón; Gretchen en Fausto; Hamlet, a quien su querido Horacio seguiría con mucho gusto, pero que le promete quedarse y respirar aun algún tiempo en un mundo tan rudo y lleno de dolores, para narrar la suerte de Hamlet y purificar su memoria; lo mismo que la virgen de Orleans, que la desposada de Messina: todos mueren purificados por los sufrimientos, es decir, después de que ha muerto en ellos ya la voluntad de vivir...
El verdadero sentido de la tragedia es esta mira profunda: que las faltas expiadas por el héroe no son las faltas de él, sino las faltas hereditarias; es decir, el crimen mismo de existir.
Pues el delito mayor Del hombre, es haber nacido.
La tendencia y el fin último de la tragedia consisten en inclinarnos a la resignación, a la negación de la voluntad de vivir; mientras que, por el contrario, la comedia nos incita a vivir y nos anima. Verdad es que la comedia, como toda representación de la vida humana, nos pone inevitablemente ante la vista los sufrimientos y los aspectos transitorios que concluyen por un desenlace feliz, como una mezcla de triunfos, victorias y esperanzas que a la-postre se llevan la palma. Además; hace resaltar lo que hay constantemente alegre y siempre ridículo hasta en las mil y una contrariedades de la vida, a fin de mantenemos de buen humor, sean las que fueren las circunstancias. Como último resultado, afirma, pues, que la vida tomada en conjunto es muy buena, y sobre todo, picaresca y muy regocijada.
Por supuesto hay que dejar que caiga el telón en seguida del desenlace feliz, a fin de que no veamos lo que viene después; mientras que, en general, acaba la tragedia de tal suerte que ya no- puede ocurrir más, pues todos mueren.
El poeta épico o dramático no debe ignorar que él es el destino y que ha de ser despiadado como éste. Al mismo tiempo es el espejo de la humanidad, y debe presentar en escena caracteres malos y a veces infames, locos, necios, cortos de espíritu, de vez en cuando un personaje razonable o prudente o bueno, u honrado, y muy rara vez una naturaleza generosa, como para demostrar que es la más singular de las excepciones.
En todo Homero me parece que no hay un carácter verdaderamente generoso, aunque hay muchos buenos y honrados. En todo Shakespeare se encuentra a lo sumo uno o dos, y aun en su nobleza no tienen nada de sobrehumanos, son Cordelia y Coriola no. Sería difícil contar más, mientras que los otros se cruzan allí como una muchedumbre... En Minna de Barnheim, de Lessing, hay exceso de escrúpulo y de noble generosidad por todas partes. Con todos los héroes de Goethe combinados y reunidos difícilmente se formaría un carácter de una generosidad tan quimérica como el Marqués de Posa en el Don Carlos, de Schiller.
No hay hombre ni acción que no tenga su importancia. En todos y a través de todo se desenvuelve más o menos la idea de la humanidad. No hay circunstancia en la vida humana que sea indigna de reproducirse por medio de la pintura. Por eso es una in, justicia para con los admirables pintores de la escuela holandesa limitarse a elogiar su habilidad técnica. En lo demás se les mira desde la altura con desdén, porque casi siempre representan hechos de la vida común, y solo se concede importancia a los asuntos históricos o religiosos. Ante todo convendría recordar que el interés de un acto no tiene ninguna relación con su importancia externa, y que a veces hay gran diferencia entre las dos cosas.
La importancia -exterior de un acto se mide por sus consecuencias para el mundo real y en el mundo real. Su importancia interior está en el profundo horizonte que nos abre acerca de la esencia misma de la humanidad, poniendo en plena luz ciemos aspectos de esta naturaleza inadvertidos a menudo, escogiendo ciertas circunstancias favorables en que se expresan y desarrollan sus particularidades. La importancia interna es la única que vale para el arte, y la importancia externa para la historia.
Una y otra son independientes en absoluto, y lo mismo pueden hallarse juntas que separadas. Un acto capital en la historia, considerado en si mismo, puede ser vulgarísimo, insignificante en grado sumo; y recíprocamente, una escena de la vida diaria, una es, cena doméstica, puede tener un gran interés, interés ideal, si pone en plena y brillante luz seres humanos, actos y deseos humanos hasta en los más ocultos repliegues.
Sean las que fueren la importancia del fin perseguido y las consecuencias del acto, el rasgo de la naturaleza puede permanecer siendo el mismo: así, por ejemplo, nada importa que ministros inclinados encima de un mapa se disputen territorios y pueblos, o que labriegos riñan en una taberna por una partida de naipes o una suerte de datos; lo mismo que es indiferente jugar al ajedrez con peones de oro o con piezas de madera.
La música no expresa nunca el fenómeno, sino únicamente la esencia íntima, el en sí de todo fenómeno, en una palabra: la voluntad misma. Por eso no expresa tal alegría especial o definida, tales o cuales tristezas, tal dolor, tal espanto, tal arrebato, tal placer, tal sosiego de espíritu, sino la misma alegría, la tristeza, el dolor, el espanto, los arrebatos, el placer, el sosiego del alma. No expresa que la esencia abstracta y general, fuera de todo motivo y de toda circunstancia. Y sin embargo, sabemos comprenderla perfectamente en esta quinta esencia abstracta.
La invención de la melodía el descubrimiento de todos los más hondos secretos de la voluntad y de la sensibilidad humana, esto es obra del genio. La acción del genio es allí más visible que en cualquiera otra parte, más irreflexiva, más libre de intención consciente: es una verdadera inspiración. La idea, es decir, el conocimiento preconcebido de las cosas abstractas y positivas, es aquí absolutamente estéril, como en todas las artes. El compositor revela la esencia más intima del mundo y expresa la sabiduría más profunda en una lengua que su razón no comprende, lo mismo que una sonámbula da luminosas respuestas acerca de las cosas de que no tiene conocimiento ninguno cuando está despierta.
Lo que hay de íntimo e inexplicable en toda música, lo que nos da la visión rápida y pasajera de un paraíso a la vez familiar e inaccesible, que comprendemos y no obstarte no podríamos explicar, es que presta voz a las profundas y sordas agitaciones de nuestro ser, fuera de toda realidad, y por consiguiente sin sufrimiento.
Así como hay en nosotros dos disposiciones esenciales del sentimiento, la alegría o a lo menos el contentamiento, y la aflicción o por lo menos la melancolía, así también la música tiene dos tonalidades generales correspondientes, mayor y menor, el sostenido y el bemol, y casi siempre está en la una o en la otra. Pero, en verdad, ¿ no es extraordinario que haya un signo para expresar el dolor, sin ser doloroso físicamente ni siquiera por convención, y sin embargo, tan expresivo que nadie puede equivocarse, el bemol? Por esto puede medirse hasta que profundidad penetra la música en la naturaleza íntima del hombre y de las cosas.
En los pueblos del Norte, cuya vida está sujeta a duras condiciones, sobre todo en los rusos, domina el bemol hasta en la música de iglesia.
El allegro en bemol es muy frecuente en la música francesa y muy característico. Es como si alguien se pusiera a bailar con unos zapatos que le hacen daño.
Las frases cortas y claras de la música de baile, de aires rápidos, solo parecen hablar de una felicidad vulgar, fácil de conseguir. Por el contrario, el allegro maestoso, con sus grandes frases, sus anchas avenidas, sus largos rodeos expresa un esfuerzo grande y noble hacia un fin lejano, que se concluye por alcanzar. El adagio nos habla de los sufrimientos de un grande y noble esfuerzo, que menosprecia todo regocijo mezquino. Pero 'lo más sorprendente es el efecto del bemol y del sostenido. ¿No es asombroso que el cambio de un semitono, la introducción de una tercera menor, en lugar de una tercera mayor, de en seguida una sensación inevitable de pena y de inquietud, de la cual nos libra inmediatamente el sostenido? El adagio en bemol se eleva hasta la expresión del más profundo dolor, se convierte en una queja desgarradora. La música de baile en bemol expresa el engaño de una dicha vulgar, que hubiera debido desdeñarse. Parece describirnos la persecución de algún fin inferior, obtenido al cabo a través de muchos esfuerzos y fastidios.
Una sinfonía de Beethoven nos descubre un orden maravilloso, bajo un desorden aparente. Es como un combate encarnizado, que un instante después se resuelve en un hermoso acorde. Es el rerub concordia, discors una imagen fiel y cabal de la esencia de este mundo, que rueda a través del espacio sin premura y sin descanso, en un tumulto de formas sin número que se desvanecen sin cesar. Pero al mismo tiempo, a través de la sinfonía, hablan todas las pasiones y todas las emociones humanas, alegrías, tristeza, amor, odio, espanto, esperanza con matices infinitos, y sin embargo, enteramente abstractos, sin nada que los distinga unos de otros con claridad. Es una forma sin materia, como un mundo de espíritus aéreos
Después de haber meditado largo tiempo acerca de la esencia de la música, os recomiendo el goce de este arte como el más exquisito .de todos. No hay ninguno que obre más directamente ,y hondamente la verdadera naturaleza del mundo. Escuchar grandes y hermosas armonías, es como un baño del alma: purifica de toda mancha, de todo lo malo y mezquino, eleva al hombre y lo pone de acuerdo con los más nobles pensamientos de que es capaz, y entonces comprende con claridad todo lo que vale, o, más bien, todo lo que pudiera valer.
Cuando oigo música, mi imaginación juega a menudo con la idea de que la vida de todos los hombres, y la mía propia, no son más que sueños de un espíritu eterno, buenos o malos sueños, de que cada muerte es un despertar.
Capítulo de Schopenhauer, Arthur. El amor, las mujeres y la muerte. Biblioteca Librodot.
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