lunes, 24 de septiembre de 2012

LUIS GRUSS

DE SU LIBRO MALOS POETAS

Prólogo
Más de seis años demoró el francés Alain Meilland para crear la primera rosa perfecta. Tallo largo, treinta y cinco pétalos de seda, capullo cónico y una vida asegurada de quince días felices. La rosa de Meilland no tiene espinas ni perfume. La rosa de Meilland no es una rosa. Conozco a famosos coleccionistas de seres y objetos despojados para siempre de su razón de ser. Mariposas disecadas y aprisionadas por un vidrio, copas de cristal que nadie volverá a llenar de vino, redes inútiles para atrapar peces o sirenas, llaves que ya no sirven para abrir ninguna puerta. A veces pienso incluso que nosotros, circunstanciales pasajeros de un siglo agonizante, somos los últimos sobrevivientes de una edad ya sepultada. Los últimos que vimos el mar una mañana, los últimos que sentimos el olor de la tierra mojada por la lluvia. Y acaso por eso, como lo pidió Rilke en sus plegarias, debamos dedicarnos a conservar el recuerdo de todas las cosas vividas y sentidas, su valor humano, la esencia irreductible que las convierte en lo que son. 
Los textos que siguen, más allá de su carácter fragmentario y de la diversidad temática, están animados por un mismo deseo de recuperar el mar de una mañana, la casa y el árbol de los dibujos infantiles, el olor de la tierra mojada por una lluvia de verdad. Me interesan las rosas y las pasiones que nacen porque sí, aunque duren un día. Las rosas con cirrosis, las rosas con espinas, las rosas con pétalos y tallos incompletos. Con no poca frecuencia el ideal de belleza termina matando a la belleza. Y la divina proporción puede ahogarnos. Por suerte los malos poetas de los que hablo aquí no alcanzan nunca ese estado de nirvana. Buscan y no encuentran. Se equivocan. Se cansan. Fracasan. Insisten. Y es precisamente esa obstinación casi demencial la que los vuelve hermosos y los convierte en ejemplares únicos.

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