Tomado del libro "La religión en el arte", Guadarrama, 1975
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El psicólogo y el poeta usan el mismo lenguaje, pero lo hacen con finalidades distintas. El psicólogo lo utiliza con fines de conocimiento, el poeta, con propósitos artísticos. El poema, como toda obra de arte, se integra con dos estratos esenciales: la expresión de lo vivido y el valor estético (o belleza en sus más variados estilos). Sea cual sea el mensaje expresado, las palabras se relacionan para configurar estrcturas de significación referidas a la realidad sentida o pensada, mientras que en el lenguaje poético la finalidad específica consiste en la invención de relaciones verbales y dan origen a composiciones de valor artístico, que son productos de la imaginación creadora. Además, la expresión en la obra no se limita, ciertamente, a su contenido temático, sino que incluye predominantemente la manera de sentirlo; así como la forma poética no constituye solamente una mera aprehensión de ese sentir, sino que tiende a un cambio total de actitud por parte del lector, en que los estados de ánimo aparecen transfigurados en una nueva atmósfera de ritmos, modulaciones y armonías. Todo ello da nacimiento a un halo estético en que todas las cosas envueltas en él parecen de cierta manera como sagradas.
El poeta usa la lengua por su resonancia en los afectos, pero atendiendo a que las palabras se revistan de cualidad estética dentro del verso y a una estructuración artística de las emociones dentro del poema.
Pero lo notable, y de interés tanto para el psicólogo como para el esteta, es que en la obra lograda ha de haber coherencia entre el contenido anímico expresado y la forma poética elegida, de manera que existe una interdependencia entre lo que el poeta como individuo siente y el estilo particular de las formas que inventa, brotadas de su imaginación artística.
Freud ha negado que el psicoanálisis tenga competencia para juzgar del valor estético de la obra de arte, esto es, sostiene que debe atenerse sólo a lo que ella expresa; pero la condición señalada de que la expresión en el arte debe verterse adecuadamente en la forma para que ésta revista cualidad estética establece un puente entre el plano de lo real sentido y lo imaginativamente valioso desde el punto de vista artístico. Con ello se abre un interrogante sobre la posibilidad de una psicología totalizadora que permita el paso de la expresión al estilo original del artista y viceversa. Lo cual constituiría a la vez una contribución al esclarecimiento del vínculo entre la emotividad en general con la esfera del arte.
Creo que la posibilidad mencionada puede fundarse en la unidad de la naturaleza humana y en la continuidad de la evolución de los seres vivos. En cuanto a lo primero, cabe señalar que la disposición a la actividad artística y el talento creador provienen también de la naturaleza del inconsciente, esto es, que no son productos de una voluntad capaz de originarlos artificiosamente. En las escuelas de arte se puede proveer a los alumnos de una técnica artística, pero no se puede enseñar originalidad creadora.
El principio de continuidad, a su vez, se manifiesta en la transformación orgánica de las especies. Es ineludible suponer que el ´mpetu evolutivo ha seguido operando en el hombre, sólo que en tal caso la transformación ya no se realizaría por obra de una adecuación al medio circundante, dado que el hombre ha alcanzado ya tan amplio dominio del mundo exterior que la evolución ha de proseguir en el interior de la mente humana, como he expuesto en trabajos anteriores.
Por otra parte, es evidente como lo ha mostrado Nicolai Hartmann que los estratos de la evolución cósmica se superponen, apoyándose los unos sobre los otros, de modo tal que los superiores no dejan sin efecto las leyes del sustrato inmediatamente inferior, sino que agregan a ellas un nuevo impulso de determinación: así el estrato de la vida no suprime las leyes físicas de la materia, pero organiza ésta con una finalidad de desarrollo del reino vegetal y animal; y lo psíquico, que ya ni siquiera es especial sino sólo temporal, se asienta en la sustancia viviente, pero se despliega conforme a otras leyes, que le son exclusivas. Finalmente lo psíquico culmina en lo espiritual objetivo o la cultura, con las determinaciones propias de las esencias, de la lógica, la materia y la historia, aunque dependiendo siempre todo esto de la existencia psíquica del hombre, que es quien las concibe.
Dentro de esta línea evolutiva se sitúa también la dimensión de la creatividad artística como esfera peculiar de la cultura. Aparece en un plano aparentemente libre, ya que no está sujeta a ninguna necesidad biopsíquica, y si bien no podría existir sin un ente corporal, viviente y anímico, se ordena según estructuras específicas, las de los valores estéticos.
Y ya dentro de la esfera misma del arte, la teoría de los estratos hallaría su confirmación si se considera lo expresivo como una base sobre la cual se asientan las formas estéticas creadas por la actividad del artista. El arte expresa siempre, pero no todo lo expresado es arte.
La expresión puede ser verbal o figurada, ya que también son expresivas las imágenes, las líneas y curvas del dibujo, así como los colores y los sonidos; pero es preciso insistir en que los sentimientos, por más complejos que sean y que todos estos recursos de expresión transmiten, no confieren de por sí valores estéticos; porque éstos no consisten en hechos o figuras que basta percibir y que quepa traducir a un lenguaje codificado, sino que son intuidos y experimentados como viviencias de un género particular irreductible a toda otra y que pertenecen al campo de la imaginación.
Y aquí hallamos una nueva estratificación dentro mismo de lo imaginario. Imágenes son casi todos los recuerdos, así como el material onírico que sirve de base al psicoanálisis para la interpretación de los símbolos del inconsciente. Así, se suele distinguir entre la imaginación reproductiva e imaginación productiva; pero tal división resulta insuficiente, pues los sueños no son solamente reproducciones o recuerdos, pero tampoco son productos artísticos. Lo esencial de la diferencia a lo vivido en el pasado o a deseos del futuro, y otras que constituyen una invención de algo enteramente irreal, y esto son las obras de arte genuinas. Las imágenes del primer tipo comportan siempre algún significado inteligible y son expresión de sentimientos comunes, mientras que las segundas no son conceptualizables, sino artísticamente valiosas, y no son dadas a la inteligencia o a la comprensión, sino a una resonancia estética.
Hay en la Estética un concepto emparentado con esta problemática que se designa como "distancia psíquica". La "distancia psíquica" surge en la experiencia común cuando se pasa bruscamente de la observación de un aspecto de la naturaleza o de objetos de uso práctico a su visión como, por ejemplo, un hermoso paisaje o una forma bella. En el arte esto ocurre en la esfera de la imaginación cuando imágenes que apuntan a la realidad y son expresiones de sentimientos o ideas, de propósitos de voluntad o de aspiraciones reales, se transmutan en imágenes desinteresadas de valor estético. Entonces ya no remiten a otra cosa, ya no son significados o símbolos de utilidad o de conocimiento, sino que se dan en la intuición directa como puras cualidades valiosas. De este modo, la imaginación estética se asienta en la expresión de lo vivido, pero la trasciende para elevarse a una dimensión inédita; aparecen en ella figuras y relaciones de formas que ya no se piensan sino cargadas inmediatamente de emoción que repercuten en la sensibilidad artística.
Todo está en el propósito inicial con que se emplea lo expresivo; la voluntad primordial del artista no es la de expresar sentimientos, sino elaborar estructuras sensibles: pintar, esculpir, escribir poemas o componer música. Estas actividades las realiza según corrientes estilísticas vigentes en la época en que vive, surgiendo lo particular expresado, consciente o inconscientemente, por sí mismo, pero sin que constituya verdaderamente la razón específica del crear. Todo esto aparece con la mayor claridad en el arte musical, cuyo contenido traducido en significados resulta inesencial.
De ahí la tendencia de todos los géneros artísticos a identificarse con la música. La poesía es especialmente apta para esta asimilación, porque posee sonoridad y armonía. La poesía emerge del lenguaje común, pero lo transfigura: las palabras ya no sirven directamente para transmitir conceptos, sino que cobran resonancia estética según su situación en la estructura de los versos, a la vez que transforman los versos por sus relaciones de contenido y forma en modulaciones que cantan, en vez de comunicar principalmente significados.
Es quela obra de arte opera en la imaginación pura, pasando a segundo plano los contenidos y connotaciones de la existencia habitual. La sonoridad, el color, el ritmo, se ordenan ante todo en tensiones y contrastes de contenido artístico. El espectador experimenta así una intensidad de vida exenta de las contingencias y ansiedades que acompañan inevitablemente la experiencia de la realidad: es esta libertad de las emociones la que produce la fruición estética y el objeto que estimula esta libertad aparece como bello. Por eso, hasta lo trágico y terrible resultan placenteros en la contemplación de un cuadro, en la tristeza de la música o en los conflictos que se anudan en el drama. El arte transfigura la expresión de lo vivido en plasmación de valores estéticos. En una elegía por la muerte de un amigo ella es sentida y expresada con sincero dolor, pero la magia de la poesía transmuta este sentimiento en goce peculiar: es como si el poeta colocara una flor en la tumba del ser querido, una ofrenda de belleza.
Cuando la psicología se ocupa del arte se refiere siempre al plano de lo expresado en su significación y no en los valores de belleza, o como quiera designarse lo peculiarmente estético. A la manera de toda la ciencia. sigue el método de la explicación, pero los valores artísticos son aprehensibles únicamente por una intuición que sólo se da en la presencia directa de la obra y de ningún modo pueden ser explicados en su ausencia. Cuando el psicoanálisis, por ejemplo, interpreta los sueños como productos simbólicos, concibe la facultad imaginativa como reveladora de conflictos reales, no como dirigida a la invención de formas estéticas. Y cuando la psicología adopta la teoría del arte como catarsis, como una liberación de sentimientos que nos oprimen, no toma en cuenta que cuando salimos de un concierto, de visitar una galería de cuadros o de un espectáculo conmovedor, no solamente quedamos vacíos de nuestras tensiones y preocupaciones comunes, sino colmados de una nueva emoción.
Todo lo dicho subraya la diferencia entre el enfoque general de la psicología, que atiende a lo expresado en las producciones artísticas su contenido, y no a la captación de las cualidades estéticas de la obra de arte. Pero volviendo a nuestra tesis inicial planteada al principio, que destaca la necesidad de coherencia entre el plano temático o emocional de la expresión y la de los valores estéticos, agreguemos dos hechos más que la robustecen: primero, cuando tal coherencia no aparece, notamos como una falta de sinceridad en la obra artística y tenemos la impresión de una creación malograda; segundo, históricamente se da siempre cierta correspondencia entre la sensibilidad de un período cultural y sus estilos artísticos, que es lo que define el Zitgeist o espíritu de la época. De manera que tanto en el estilo individual como en las formas históricas de una producción estética se comprueba cierta coordinación entre el contenido expresado y las formas artísticamente creadas.
Esto sugiere la idea de que el artista transforma las tensiones y distensiones de la vida real en equivalentes cualidades estéticas mediante ritmos, sonoridad, color y movimiento objetivos de otro orden, creando así nuevos modos de sentir en el plano de la libertad del arte. Un psicólogo que tuviera también educación artística podría por ello no sólo descubrir la sinceridad y la autenticidad de una vocación del artista, sino también constatar la educación de sus sentimientos al estilo que ha adoptado. Claro que para ello se exige un método intuitivo que fundamente este propósito y una cultura artística que debe poseer el psicólogo por un conocimiento directo de las obras, al que la reflexión debe ciertamente acompañar, pero no constituirse en punto de mira exclusivo.
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