LOS ELEMENTOS PSICOLÓGICOS DE LAS REVOLUCIONES
LIBRO I
Características generales de las revoluciones
Capítulo I
Revoluciones científicas y políticas
En general, aplicamos el término de “revolución” a los cambios políticos súbitos pero el término puede ser aplicado para denotar toda transformación repentina, o transformaciones aparentemente repentinas, tanto sea de creencias, ideas o doctrinas.
En otra obra hemos considerado el papel desempeñado por los factores racionales, afectivos y místicos en la génesis de las opiniones y los credos que determinan la conducta humana. No es preciso, pues, que volvamos sobre el tema aquí.
Una revolución puede, finalmente, hacerse credo, pero es frecuente que comience bajo la acción de motivos perfectamente racionales: la supresión de abusos intolerables, la eliminación de un gobierno despótico detestado o de un soberano impopular, etc.
Si bien el origen de una revolución puede ser perfectamente racional, no debemos olvidar que las razones invocadas para prepararla no ejercen una influencia sobre las masas hasta tanto no se hayan transformado en sentimientos. La lógica racional puede señalar los abusos que han de ser destruidos, pero, para movilizar a la multitud, hay que despertar las esperanzas de la misma. Esto sólo puede ser realizado mediante la acción de esos elementos afectivos y místicos que le otorgan al ser humano el poder de actuar. Por ejemplo, por la época de la Revolución Francesa, la lógica racional, en manos de los filósofos, demostró las inconveniencias del Antiguo Régimen y excitó el deseo de modificarlo. La lógica mística inspiró el credo en las virtudes de todos los miembros de una sociedad creada de acuerdo con ciertos principios. Una lógica afectiva desencadenó las pasiones controladas por los vínculos de eras anteriores y condujo a los peores excesos. La lógica colectiva gobernó a Clubes y Asambleas impulsando a sus miembros a acciones que ninguna lógica, ni racional, ni afectiva, ni mística, podría jamás haberlos llevado a cometer.
Cualquiera que sea su origen, una revolución no produce resultados mientras no haya penetrado en el espíritu de la multitud. Los acontecimientos adquieren formas especiales que resultan de la peculiar psicología de las masas. Por esta razón, los movimientos populares poseen características tan pronunciadas que la descripción de una de ellas nos permitirá comprender a las demás.
La multitud, por ende, es el agente de la revolución; pero no es su punto de partida. La masa constituye un ser amorfo que no puede hacer nada y no hará nada sin una cabeza que la conduzca. Superará rápidamente el impulso una vez que lo haya recibido, pero jamás lo creará.
Las revoluciones políticas que tan fuertemente sorprenden a los historiadores son, con frecuencia, las menos importantes. Las grandes revoluciones son las de las costumbres y las del pensamiento. El cambiar el nombre de un gobierno no transforma la mentalidad de un pueblo. El derrocar las instituciones de un pueblo no reforma el espíritu de ese pueblo.
Las verdaderas revoluciones, aquellas que transforman los destinos de los pueblos, la mayoría de las veces se logran tan lentamente que los historiadores apenas si pueden señalar sus orígenes. El término de “evolución” es, por lo tanto, por lejos más apropiado que el de “revolución”.
Los distintos elementos enumerados para la génesis de la mayoría de las revoluciones no son suficientes para clasificarlas. Considerando tan sólo el objetivo designado, las dividiremos en revoluciones científicas, políticas y religiosas.
Las revoluciones científicas son, por lejos, las más importantes. A pesar de que concitan sólo escasa atención, con frecuencia llevan en su seno consecuencias remotas que las revoluciones políticas no engendran. Las pondremos, pues, en primer lugar, aunque no podemos estudiarlas aquí.
Por ejemplo, si nuestras concepciones del universo han cambiado profundamente desde la época de la Revolución, es porque los descubrimientos astronómicos y la aplicación de métodos experimentales las han revolucionado al demostrar que los fenómenos, en lugar de estar condicionados por los caprichos de los dioses, se gobiernan por leyes invariables.
Debido a su lentitud, nos referimos a las revoluciones de esta índole llamándolas, con propiedad, “evolución”. Pero hay otras que, si bien son del mismo orden, merecen la denominación de “revolución” debido a su rapidez: podríamos mencionar las teorías de Darwin que derribaron la totalidad de la ciencia biológica en unos pocos años; los descubrimientos de Pasteur que revolucionaron a la medicina durante la vida de su autor; y la teoría de la disociación de la materia que demostró que el átomo, al que otrora se consideraba eterno, no es inmune a las leyes que condenan a todos los elementos del universo a declinar y perecer.
Estas revoluciones científicas del dominio de las ideas son puramente intelectuales. Nuestros sentimientos y creencias no las afectan. Las personas se someten a ellas sin discutirlas. Siendo sus resultados verificables por la experiencia, escapan a toda crítica.
Por debajo y muy alejadas de estas revoluciones científicas que generan el progreso de las civilizaciones, se encuentran las revoluciones religiosas y políticas que no tienen ningún parentesco con las primeras. Mientras las revoluciones científicas se derivan exclusivamente de elementos racionales, los credos políticos y religiosos se sostienen casi exclusivamente por factores afectivos y místicos. La razón desempeña un papel tan sólo tenue en su génesis.
En mi libro “Opiniones y Creencias” he insistido con cierto detalle sobre el origen afectivo de los credos, demostrando que un credo político o religioso constituye un acto de fe, elaborado inconscientemente, sobre el cual, a pesar de todas las apariencias, la razón no tiene poder alguno. También demostré que el credo con frecuencia alcanza tal grado de intensidad que nada puede oponérsele. La persona, hipnotizada por su fe, se convierte en un apóstol dispuesto a sacrificar sus intereses, su felicidad y hasta su propia vida por el triunfo de su fe. La incoherencia de su fe importa poco; para él es una ardiente realidad. Las certidumbres de origen místico poseen el maravilloso poder de un dominio completo sobre el pensamiento y sólo pueden verse afectadas por el transcurso del tiempo.
Por el sólo hecho de ser considerado verdad absoluta, un credo necesariamente se vuelve intolerante. Esto explica la violencia, el odio y la persecución que fueron los escoltas habituales de las grandes revoluciones políticas y religiosas; especialmente las de la Reforma y la Revolución Francesa.
Ciertos períodos de la Historia francesa resultan incomprensibles si olvidamos el origen afectivo y místico de los credos, su necesaria intolerancia, la imposibilidad de reconciliarlos cuando entran en contacto mutuo y, finalmente, el poder conferido por los credos místicos a los sentimientos que se ponen a su servicio.
Los conceptos mencionados son todavía demasiado nuevos como para haber modificado la mentalidad de los historiadores. Éstos continuarán intentando explicar por medio de la lógica racional un cúmulo de fenómenos que son extraños a dicha lógica.
Sucesos, tales como la Reforma, que atormentaron a Francia por un período de cincuenta años, de ningún modo estuvieron determinados por influencias racionales. Aún así, estas influencias racionales resultan constantemente invocadas como explicaciones, incluso en los trabajos más recientes. De esta forma, en la “Historia General” de los señores Lavisse y Rambaud, podemos leer la siguiente explicación de la Reforma:
“Fue un movimiento espontáneo, nacido aquí y allá en medio de las gentes, a partir de la lectura de las Sagradas Escrituras y las libres reflexiones individuales que le fueron sugeridas a personas simples por una conciencia extremadamente piadosa y un poder de razonamiento muy audaz.”
Contrariamente a la afirmación de estos historiadores, podemos decir con certeza, en primer lugar, que esos movimientos jamás son espontáneos y, en segundo término, que la razón no tiene parte alguna en su elaboración.
La fuerza de los credos políticos y religiosos que han sacudido al mundo reside precisamente en el hecho de que, habiendo nacido de elementos afectivos y místicos, no son ni creados ni dirigidos por la razón.
Los credos políticos o religiosos tienen un origen común y obedecen a las mismas leyes. Se constituyen, no con la ayuda de la razón, sino, con mucha mayor frecuencia, contrariando toda razón. El budismo, el Islam, la reforma, el jacobinismo, el socialismo, etc. parecen ser formas de pensamiento muy diferentes. Sin embargo, tienen bases afectivas y místicas idénticas y obedecen a una lógica que no tienen afinidad alguna con la lógica racional.
Las revoluciones políticas pueden resultar de las creencias establecidas en la mente de las personas, pero hay muchas otras causas que las producen. La palabra “descontento” las resume a todas. Ni bien el descontento se generaliza, surge un partido que con frecuencia adquiere la fuerza suficiente como para luchar contra el gobierno.
Por lo general, el descontento tiene que haberse acumulado por un tiempo largo para producir sus efectos. Por esta razón, una revolución no siempre representa un fenómeno en vías de extinción, seguido por otro que comienza, sino más bien un fenómeno continuo que de algún modo ha acelerado su evolución. Todas las revoluciones modernas, sin embargo, han sido movimientos abruptos que implicaron el derrocamiento instantáneo de los gobiernos. Así han sido, por ejemplo, las revoluciones de Brasil, Portugal, Turquía y China.
Contrariamente a lo que podría suponerse, los pueblos muy conservadores son adictos a las revoluciones más violentas. Siendo conservadores, no tienen la capacidad de evolucionar lentamente, o de adaptarse a las variaciones de su entorno, de modo que, cuando la discrepancia se hace demasiado extrema, resultan condenados a adaptarse de un modo súbito. Esta evolución repentina constituye una revolución.
Pueblos capaces de adaptarse progresivamente no siempre escapan a la revolución. Sólo por medio de la revolución fueron los ingleses de 1688 capaces de terminar con el conflicto que los había arrastrado por un siglo; un conflicto que enfrentó a la monarquía – que buscaba hacerse absoluta – y la nación – que reclamaba el derecho a gobernarse mediante sus representantes.
Las grandes revoluciones usualmente han comenzado por la cúspide, no por la base; pero, una vez que el pueblo se desencadena, es a éste que la revolución le debe su poder.
Es obvio que las revoluciones nunca han tenido lugar, y nunca tendrán lugar, excepto con la ayuda de una importante fracción del ejército. La realeza no desapareció de Francia el día en que Luis XVI fue guillotinado. Desapareció en el preciso instante en que sus tropas amotinadas rehusaron defenderlo.
Los ejércitos se desafectan más particularmente por contagio mental, siendo que en su fuero interno son bastante indiferentes al estado de cosas establecido. Ni bien una coalición de oficiales consiguió derrocar al gobierno turco, los oficiales griegos pensaron en imitarlos y cambiar su propio gobierno aún cuando no existía una analogía entre los dos regímenes.
Un movimiento militar puede derrocar a un gobierno – y en las repúblicas hispanas el gobierno muy rara vez es derrocado por otros medios – pero, si la revolución ha de producir grandes resultados, tendrá que estar siempre basada sobre el descontento general y sobre esperanzas generales.
A menos que sea universal y excesivo, el descontento por si mismo no es suficiente para producir una revolución. Es fácil conducir a un puñado de personas al saqueo, a la destrucción y a la masacre; pero producir el levantamiento de todo un pueblo – o de una gran proporción de ese pueblo – requiere la continua o repetida acción de dirigentes. Éstos exageran el descontento; persuaden a los disconformes de que el gobierno es la única causa de todos los males – especialmente de las penurias predominantes – y le aseguran a las personas que el nuevo sistema por ellos propuesto engendrará una era de felicidad. Estas ideas germinan propagándose por sugestión y contagio, con lo que finalmente llega el momento en que la revolución está madura.
La Revolución Cristiana y la Revolución Francesa se prepararon de esta forma. Que la segunda se completara en unos pocos años mientras que la primera requirió muchos, se debió al hecho de que la Revolución Francesa pronto tuvo una fuerza armada a su disposición mientras que el cristianismo tardó mucho en adquirir un poder material. Al principio, sus únicos adeptos fueron los marginados, los pobres y los esclavos, poseídos por el entusiasmo de la promesa de ver sus miserables vidas transformadas en una eternidad de dicha. Por un fenómeno de contagio desde la base, del cual la Historia nos suministra más de un ejemplo, la doctrina finalmente invadió los estratos superiores de la nación, pero pasó mucho tiempo hasta que un emperador considerara a la nueva fe lo suficientemente extendida como para convertirla en religión oficial.
Cuando triunfa un partido político, de un modo natural busca organizar a la sociedad según sus intereses. La organización será diferente de acuerdo a que la revolución haya sido llevada a cabo por los soldados, los radicalizados, los conservadores, etc.
Las nuevas leyes e instituciones dependerán de los intereses del partido triunfante y de las clases sociales que lo han asistido – el clero, por ejemplo.
Si la revolución ha triunfado sólo después de una violenta lucha – como fue el caso de la Revolución Francesa – los vencedores rechazarán de plano todo el arsenal de la antigua ley. Los partidarios del régimen caído serán perseguidos, exiliados o exterminados.
En estas persecuciones el máximo de violencia se produce cuando el partido triunfante está defendiendo un credo además de sus intereses materiales. En este caso, los conquistados no pueden esperar misericordia alguna. De este modo se explica la expulsión de los moros de España, los Autos de Fe de la Inquisición, las ejecuciones de la Convención, y las recientes leyes contra las congregaciones religiosas en Francia.
El poder absoluto asumido por los vencedores los lleva a veces a medidas extremas; como el decreto de la Convención ordenando el reemplazo del oro por papel, la venta de bienes a precios predeterminados, etc. Muy pronto este poder choca contra una pared de necesidades inevitables que vuelca a la opinión pública en contra de la tiranía para, finalmente, dejarla inerme ante un ataque – como sucedió al final de la Revolución Francesa. Lo mismo le sucedió recientemente a un gobierno ministerial socialista australiano compuesto casi exclusivamente de trabajadores. Promulgó leyes tan absurdas y concedió tantos privilegios a los sindicatos que la opinión pública se rebeló de una manera tan unánime que en tres meses terminó derrocado.
Pero los casos que hemos considerado son excepcionales. La mayoría de las revoluciones ha sido llevada a cabo para colocar en el poder a un nuevo soberano. Ahora bien, este soberano sabe muy bien que la primer condición para mantenerse en el poder reside en no favorecer de un modo demasiado exclusivo a una sola clase sino en tratar de conciliarlas a todas. Para lograrlo, establecerá algún tipo de equilibrio entre ellas de manera tal que él mismo no resulte dominado por ninguna. El permitir que una clase se vuelva predominante equivale a condenarse inmediatamente a aceptar dicha clase como amo. Esta ley es una de las más seguras de la psicología política. Los reyes de Francia la entendieron muy bien cuando lucharon tan enérgicamente contra las intrusiones de la nobleza primero y del clero después. Si no hubiesen procedido de ese modo su destino hubiera sido el mismo que el de los emperadores alemanes de la Edad Media quienes, excomulgados por el Papa, terminaron sojuzgados como Enrique IV en Canossa, siendo obligados a peregrinar y a solicitar humildemente el perdón de la Santa Sede.
Esta misma ley puede constatarse continuamente a lo largo del transcurso de la Historia. Cuando hacia fines del Imperio Romano la casta militar se volvió preponderante, los emperadores dependieron enteramente de sus soldados quienes los nombraban y deponían a voluntad.
Fue, por lo tanto, una gran ventaja para Francia el que haya estado gobernada por un monarca casi absoluto, poseedor de un poder que se suponía otorgado por derecho divino y rodeado, por lo tanto, de un considerable prestigio. Sin una autoridad así el rey no hubiera podido controlar ni a la nobleza feudal, ni al clero, ni a los parlamentos. Si Polonia, hacia finales del Siglo XVI, hubiera tenido también una monarquía absoluta y respetada, no habría descendido por la vía de la decadencia que la llevó a su desaparición del mapa de Europa.
Hemos mostrado en este capítulo cómo las revoluciones políticas pueden estar acompañadas de importantes transformaciones sociales. Pronto veremos cuan tenues son estas transformaciones comparadas con las producidas por las revoluciones religiosas.
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