Los que vieron la zarza
Desde
una visión
subjetiva -como lo
es toda apreciación
valorativa respecto
del mundo del arte-
colijo que éste, es
uno de los mayores
cuentos de Liliana
Heker. A la vez se
me hace muchísimo más
intenso de los que
se pudieron haber
escrito sobre el
mundo del boxeo. HB.
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-Es
así -había dicho Néstor
Parini-; va la vida
en eso.
Se
lo había dicho a
Irma (su Negrita la
llamaba él
entonces) pero ella
esa vez no prestó
atención a las
palabras; sólo le
interesaban los ojos
de él mientras las
decía. De
alucinado.
Nueve
años más tarde,
también a Anadelia
los ojos de su papá
le gustaban más que
todo, aunque, en
cierto sentido,
tampoco le parecía
mal que él fuera
boxeador. Ella había
visto boxeadores en
la televisión y una
vez la llevaron al
lugar donde se
entrenan, pero no
era por eso: hasta
le había dado miedo
que se pegaran así
y esa cara que ponían.
Mamá le había
explicado que papá
no tenía nada
contra el otro:
boxear es como un
juego, dijo.
Anadelia no le creyó
pero igual le
gustaba haber tocado
sus guantes y saber,
algunos sábados a
la noche, que él
está por la radio y
prestando atención
se pesca algo desde
la cama, otra
formidable
izquierda, esto ya
no es una pelea,
amigos, y adivinar
que todo eso lo está
diciendo por su papá,
aunque era mucho más
lindo antes, cuando
ella no tenía que
adivinar nada porque
no había que oír
la radio desde la
otra pieza, metida
en la cama.
Era
distinto antes. Los
sábados que Néstor
peleaba no se
hablaba de otra cosa
y a la noche se reunían
los tres, Irma, Rubén
y Anadelia, para
escuchar la
transmisión; Irma
mordía su pañuelo
y, al que hacía
barullo, le daba una
bofetada. A veces
lloraba. Hubo
madrugadas en que
los vecinos aún no
se habían dormido y
oyeron gritos. De
cualquier modo, decía
Anadelia, estaba
bien que él fuera
boxeador para
asustar a las
amigas. Si no, ya
los va a agarrar mi
papá.
Su
hermano Rubén no
opinaba así. Un
domingo a la mañana
había dejado de
preguntar qué pasó
anoche y era
preferible eso, se
dijo Irma, es
prefirible que ande
trompudo y sin
hablar, y no tener
que explicarle
siempre lo mismo:
Ayer papá se sentía
enfermo, ¿sabés?
no habría tenido
que, o La mejor
pelea de su vida,
pero la arreglaron
para el otro, o Un
muchacho nuevito,
sabés, Rubén, a
veces no es tan
importante ganar,
mientras, Néstor
gritaba que hasta
cuando habría que
darle explicaciones:
hubiera escuchado,
carajo. Pero no era
bueno ese silencio
del chico; al día
siguiente de cada
pelea no quería
salir ni para hacer
un mandado.
-Otra
vez se la dieron a
tu viejo.
Y
sí, había perdido.
Acaso se creían que
en el box únicamente
importa ganar, o
porque es el padre
de uno no tiene
derecho a perder
nunca. Pero igual ya
no quería salir: se
quedaba todo el
domingo en la casa,
pateando lo que se
le ponía en el
camino y maldiciendo
a la gente.
Néstor
también se quedaba
adentro esos
domingos. Salvo una
vez que se había
ido dando un portazo
y no había vuelto
hasta dos días más
trade. Antes de
salir había roto la
ventana de un puñetazo
y la había herido a
Adelina que estaba
mirando: volvió el
martes, tiritando de
borracho. Salvo esa
vez nunca salió. Se
quedaba todo el
domingo en la casa,
durmiéndose de acá
para allá, con el
cuerpo desnudo hasta
la cintura y
lustroso de aceite
verde. Raro que al
fin se hubiera
acostumbrado al olor
del aceite verde. En
otro tiempo Irma se
reía. Que sea la última
vez que se me viene
así, con
machucones; si no,
la próxima negrita
ya se la puede ir
buscando en el
Riachuelo, bien que
para enamorarme se
venía perfumado.
Pero estas cosas habían
pasado en otro
tiempo. Ahora los
domingos olían así,
e Irma no se reía.
Hasta que uno no iba
a la calle no se
daba cuenta.
Pero
lo peor de los
domingos no era ese
olor, pensaba Irma:
es el fútbol. Y no
por los gritos que
les llegaban a través
de la ventana. Por
lo gritos del chico,
adentro. Desmedidos.
A propósito. Vengándolo,
a cada gol que
vociferaba, de la
mano de Néstor un año
atrás, la mano
grande de su padre
arrancando de la
pared la cartulina
con la foto del
equipo. Para que
aprendás, le había
dicho, y al
principio Rubén lo
había mirado con
miedo. Un hijo de él
tenía que saber
romperse el alma sólo,
para llegar, yo a tu
edad. Nada más que
con éstas me las
arreglé (y se
miraba las manos
como si fueran extrañas),
porque hay que vérselas
con todos, sólo
frente a todos para
demostrar quién es
uno. Ponerles el
cuerpo, entendés. Y
vos me venís con
once maricones,
actores de cine,
parecen, que los
cambian como
figuritas y si les
ponés un dedo
encima no saben para
dónde disparar.
Entonces,
como si hubiera
crecido de golpe, le
cambiaron los ojos a
Rubén. Ahí parado
frente a Néstor
Parini que de un
manotazo le había
descolgado el cuadro
y ahora lo trataba
de marica, le
cambiaron los ojos.
Quién era ese para
enseñarle lo que
hay que hacer, a él,
que ni siquiera podía
salir a la calle
después de cada
pelea. Porque una
vez uno les dice, sí,
perdió, y qué.
Pero hasta cuando.
Cualquiera viene un
día y te pregunta:
"Decime, qué
tiene de boxeador tu
viejo". Tenían
razón. Y después
venía a insultar.
Por eso ahora Rubén
está pensando ¿Miedo
a quién? y lo
mira fijo. Y lo
sigue mirando fijo a
pesar de que Irma
acaba de cruzarle la
cara de una
bofetada, para que
aprendás a sonreír
cuando habla tu
padre. Y Néstor
Parini ha tenido que
aguantar la mirada
de su hijo.
-El
chico salió malo
-dijo esa noche.
Irma
contestó que no: un
poco rebelde pero
incapaz de una
maldad. Y Anadelia
pensó que su mamá
estaba mintiendo.
Rubén lo odiaba,
podía jurarlo ella
que lo conocía a
papá mejor que
nadie porque un
domingo a la mañana,
cuando se había
acercado para verlo
dormir, él se
despertó. Fue un
susto porque no hay
que despertarlo
cuando duerme, decía
mamá, pero papá la
apretó contra su
pecho, que era
grande y duro, y
preguntó quién era
él.¿Qué mierda
soy? fue la
pregunta, y Anadelia
contestó que el
mejor de todos
porque era boxeador.
Papá lloró y ella
también. Nadie más
sabía cómo era y
Rubén menos que
nadie.
Pero
Irma también terminó
por admitirlo. Fue
un martes a la
noche, cuatro días
antes de la última
pelea. Acababa de
decirle a Rubén que
fuera al mercadito a
buscar la carne. El
chico entonces giró
lentamente -¿burlonamente?-
la cabeza y miró la
ventana. Los vidrios
de la ventana empañados
por el frío, la
lluvia detrás de
los vidrios.
-Tenés
que ir igual -dijo
Irma- tiene
entrenamiento mañana.
Y
percibió en la
mirada de su hijo,
ahora fija en ella,
que algo había
falseado sus
palabras. Ya no se oían
como aquellas
que a Irma, nueve años
atrás, otra noche
pero con olor a
primavera recién
hecha que da unas
ganas locas de estar
con Néstor hasta
que amanezca, la
hicieron comprender
que esta noche no.
Él tiene
entrenamiento mañana.
Así que ella va a
volver a su casa
temprano y sola, y
no va a protestar.
Porque una cosa
tiene que enternder
su Negrita si es
cierto que lo quiere
como dice: él va a
llegar a campeón a
cualquier precio; si
no, no vale la pena
vivir.
Rubén
se encogió de
hombros e Irma intuyó
dos cosas: que tal
vez era cierto que
el chico no lo quería,
y que todo esto debía
ser grotesco.
Grotesco que a las
seis de la mañana Néstor
Parini comiera un
bife jugoso, y que
ella tuviera que
levantarse a las
cinco para tenerle
todo listo, y que su
hijo saliera en
plena tormenta para
que mañana no falte
la carne. Por qué
todo esto.
-Porque
tiene entrenamiento,
idiota- gritó. Y
durante unos
segundos tuvo miedo
de que Rubén fuera
a decir algo.
Precintió caóticamente
palabras crueles,
hirientes,
incontestables.
Palabras que en
cuanto Rubén
abriera la boca le
derrumbaría el
mundo. Su parte de
ese mundo alocado,
ajeno y vertiginoso
que Irma Parini no
podía conocer pero
en el que habitaba,
la comarca en la que
había entrado como
en un sueño cuando
a los dieciocho años,
de puro enamorada,
se dejó caer en la
locura de otros, de
los que arden en la
vigilia acosados por
una pasión que los
elevará hasta las
regiones
inconmensurables, o
los quema de muerte
hasta las entrañas.
***
-Con
éstos -ha dicho Néstor
mirándose a los puños,
y ella le ha creído.
Lo
ha dicho de noche y
en Barracas. Antes
están caminando por
Parque Patricios,
atardece, e Irma es
feliz. Él acaba de
decirle que boxea.
Irma hace como que
se asombra mucho
pero ya lo sabía.
La vez que se lo
contaron (lo averiguó
una amiga porque a
Irma, desde que lo
ha visto, no se le
puede hablar de
otro) se rió con
risa contenta de
mujer que sabe de
estas cosas. Ahora a
todos se les da por
eso, dijo, y quería
decir que se dejasen
de pavadas y le
contasen algo que
valiese la pena
sobre el muchacho de
los ojos.
Hoy
vienen caminando
desde temprano y no
existirá sobre la
tierra día más
jubiloso que éste
en que Irma aprende
las manos de Néstor,
establece lo que es
querer para toda la
vida, y decide que
nada importa fuera
del muchacho loco.
Es un muchacho loco:
un chico. Ahora
anochece en San
Cristóbal y ella lo
sabe bien ya que lo
ha visto como no lo
vio nadie. Desatado
porque se enamoró.
Él se detiene en
una esquina y,
auqneu la gente
mira, ha encogido
los brazos sobre el
pecho y está
desafiando al aire.
Un golpe de costado,
otro, definitivo, en
plena cara; gritándole
a su Negrita riente
y al viento que el
mundo lo lleva aquí
adentro, repartido
entre estos dos, y
que se lo regala.
Salta
el pecho de verlo así.
Por eso, porque
ahora Irma tiene
unas ganas locas de
correr hacia él y
alborotarle el pelo,
se inventa mujer de
golpe, mujer
sabihonda que ayer
ha dicho ahora a
todos se les da por
eso y hoy volvía a
decirlo para él.
Para que aprenda. Néstor
se ha acercado y
ella ríe; lo está
zarandeando, ¡qué
gusto!, a él, que
es tan grande. Lo
dirá ahora como
burlándose de estos
berretines.
-¿Pero
qué les ha dado a
todos? -La voz le ha
salido severa,
recrimininando.
Justa.
Todos;
su hermano también:
chiflado por el
futbol. En casa lo
quieren matar; que
trabaje, dicen. No
entienden que son
cosas de muchachos.
Hay que dejarlo,
sentencia ella; ya
se le va a pasar. Y
se ríe, dichosa de
esta formidable misión
de proteger
hombrones.
No
sabe cuándo ha
dejado de reír. En
algún momento Néstor
la ha agarrado
brutalmente del
brazo y ella ha
conocido el horror
de perderlo todo en
un segundo.
Después,
mientras lo busca
por calles oscuras,
recuerda que ha sido
la mirada, no la
mano, lo que hizo
estallar el
universo.
El
porqué lo sabe más
trade, contra un
murallón. Él se ha
mirado las manos y
dice que el box es
otra cosa. Están
los que no
entienden, sabés,
pero ésos no
boxean: hacen
deporte. Esto se
merece otra cosa,
Negrita, y si no
lohago yo no hay quién
lo haga. Desde chico
lo sé: lo veía al
viejo dándole al
fratacho todos los días
y para qué viven,
me querés decir. Yo
no. Yo tengo que
llegar arriba, más
arriba que todos, y
con éstos, entendés,
con estos puños y
con este cuerpo.
Porque el box es
eso; darle con todo
lo que tenés. No
salvás nada. Llegás
porque te jugaste
hasta el alma. Lo
otro es deporte para
el domingo.
Ella
no entiende. Pero no
tiene más que
mirarle los ojos,
encendidos, extraños,
para decir que le
cree. Después,
sobre la tierra
anochecida del
descampado, entre
los brazos de Néstor,
imagina que sí, que
ese mundo de vértigo
y agonía que apenas
un rato antes leyó
con miedo en la cara
de él, ya es de los
dos. Para toda la
vida.
***
Pero
Rubén no dijo nada:
volvió a encogerse
de hombros y se fue.
Cuando volvió con
la carne se fue
derechito para la
pieza sin siquiera
mirarla; las marcas
húmedas que iban
dejando sus
zapatillas le
parecieron a Irma
una provocación. A
través de la puerta
lo oyó estornudar;
iba a gritarle que
se cuidase pero era
absurdo, ¿Acaso
no fuiste vos la que
me mandó a la
lluvia?
-Qué
te pasa.
También
eso era absurdo: la
pregunta de Néstor
a las cinco de la mañana,
al día siguiente.
-¿Por?
-dijo ella.
Antes
de salir, él dijo:
-Mi
negra se está
cansando.
-Vaya
tranquilo -dijo
ella-, su negra no
se cansa.
Y
nueve años atrás
habría dicho la
verdad.
***
Fue
a mirarlo dormir al
chico y se dijo que
no: hoy no iría al
colegio. Que se había
resfriado con la
mojadura, le explicó
más trade; que
siguiera en la cama
nomás. ¿Y ella no
saldría a trabajar?
No, no saldría; se
iba a quedar en casa
para cuidarlo.
-Cuando
yo sea grande -dijo
Rubén- no vas a
tener que trabajar más.
Ella
sonrió.
Y
tres días después,
el sábado, un rato
antes de que Néstor
saliera para el
estadio, ella, de
espaldas al hombre,
mientras seguía
limpiando una
ventana, dijo:
-Mi
hermano pone una
heladería.
Néstor
levantó la cabeza
sorprendido porque
un momento antes había
vuelto a preguntar
qué te pasa.
Cuando
Irma se dio vuelta,
la mirada de él
seguía interrogándola
sin entender. No iba
a entender nunca,
era inútil; en el
fondo seguía siendo
el de antes. Pero
hay cosas que están
bien cuando se tiene
veintiún años, o
cuando Néstor
Parini está
conquistando a la
muchacha. Ahora
tiene treinta; a esa
edad, dijo un día,
un boxeador está
liquidado. Ése es
el momento de
largar, entendés
irma, que no llegués
a dar lástima. ¿Y
después? Borrarse
de un sqwue. No había
después, dijiste, y
daba miedo. Pero
hace nueve años de
eso. ¿Qué estamos
esperando ahora?.
Vio
como una ráfaga la
cara de Néstor y así
supo que era ella la
que estaba gritando.
-¿Me
querés decir qué
diablos estamos
esperando ahora? ¿Qué
un día te maten en
el ring para que al
fin se hable de vos
en este mundo? ¿No
te das cuenta que
estás terminado? ¿O
para que podamos
comer en esta casa
te tienen que poner
a barrer los pisos
del estadio? A ver,
decime ahora que vos
no naciste para
heladero; repetí
que naciste para
otra cosa. Para
hacer el payaso
delante de todo el
mundo, para eso
naciste. Para que
tus hijos se mueran
de vergüenza
mientras su padre
salta a la soga
delante del espejo.
Para ser un castrado
en la cama, así tu
entrenador mañana
va a quedar
satisfecho de vos.
Andá, que hoy te
toca. Andate nomás
que vas a llegar
tarde. Reventá ahí
adentro, Néstor
Parini. Como quien
sos.
La
puerta se cerró
antes de que Irma
pronunciara todas
las palabras. Un
vecino comentaría
después que Néstor
Parini estaba pálido
al salir de su casa;
Irma, parada aún
junto a la ventana,
quiso convencerse de
que todo aquello no
era cierto: ella
nunca podía haberle
gritado; en la calle
tuvieron que
separarlo a Rubén
del que dijo que el
escándalo de la
madre se había oído
hasta en el
infierno; Irma le
contestó a Anadelia
que esta noche no
iba a haber boxeo y
ya era hora de irse
a dormir, y la chica
lloró más fuerte
que antes; Rubén,
cuando entró, le
sonrió a su madre y
Anadelia tuvo ganas
de pegarle. A las
diez y media Irma
encendió la radio
y, hasta que empezó
a funcionar, tuvo el
presentimiento de
que iba a suceder
algo insensato que
ya estaba
inexorablemente
desencadenado. El
comentarista estaba
diciendo ésta no es
una pelea que
despierte gran
entusiasmo. Irma
escuchó Néstor
Parini y se
tranquilizó porque
las cosas marchaban
sin novedad.
Anadelia, en la
cama, escuchó
Parini y dejó de
llorar. Y Néstor
Parini, que una
noche de hacía
veinte años,
delante de un farol
de la calle de un
pueblo cerró los puños
de su sombra
gigantesca y decidió
elevarse por sobre
todos y escuchó un
clamor unánime
gritando su nombre,
también esta noche
escuchó Néstor
Parini.
Y
supo cómo se gana.
Del
mismo modo que se
comprende el
verdadero tamaño
del sol, y ya no se
lo olvida. Con la
sencillez con que
una mañana, luego
de haber estado en
el suelo
maravillados ante el
misterio de los
hombres verticales,
nos elevamos sobre
nuestras piernas y
estamos caminando.
Así supo Néstor
Parini cómo se
gana. Ahora, frente
a Marcelino Reyes.
Mañana, cuando
vuelva a subir al
ring. Ayer, en cada
pelea que tuvo. Y en
las altas, las
lejanas y altas, las
que consumó durante
las noches de
insomnio. Las que no
tendría nunca.
Irma,
que apenas prestaba
atención, tuvo que
acercar la cabeza a
la radio. En el
cuarto round dijo
gracias Dios mío y
fue a llamar a los
hijos. Los vecinos
se despertaron
cuando desde la otra
casa, imperiosa, se
empezó a oír la
transmisión.
"Algo pasa con
los Parini",
dijo el vecino, y
encendió la radio.
El comentarista
declaró que en
todos estos años
era la primera buena
pelea de Néstor
Parini. Y Néstor
Parini pensó si era
para esto, para que
dijeran esto, que él
se había pasado
trece años
manoteando una bolsa
de arena.
Irma
trajo nueces. Las
iba partiendo
despacio para sus
hijos, sentados en
el suelo en ropa de
dormir. Había
encendido todas las
luces de la casa.
Estaban los tres
reunidos alrededor
de la radio,
alertas, tratando de
no perder una sola
palabra. Rubén le
explicó a Anadelia
lo que era un cross.
-Papá
gana y vos llorás
-le dijo a la
madre-. Quien
entiende a las
mujeres. -Y le pidió
que mañana no lo
despierte muy tarde.
Porque él tiene que
hacer algo mañana.
En la calle. Irma
pensó lo linda que
puede ser la vida,
lo linda que es la
vida cuando el
marido de una
empieza a ser
alguien.
Y
Néstor Parini
recordó su sombra
inconmensurable,
creció hasta
hacerse del tamaño
de su sombra, se
elevó hasta las
alturas de las que
no se regresa, y
dijo no. No es para
eso. Y asestó un
formidable golpe en
el hígado de
Marcelino Reyes. No
es para eso. Y pegó
en sus riñones. No
es para eso. Y el puño,
luego de describir
una fría parábola,
se estrelló en los
testículos de
Marcelino Reyes.
Los
espectadores
vociferaron su
indignación, el
comentarista lo
explicó con
alaridos, Irma acostó
a los chicos, los
vecinos comentaron
que Néstor Parini
se había vuelto
loco. Y, hasta el
momento en que el árbitro
dio por terminada la
pelea, Néstor
Parini siguió
golpeando.
Dos
horas más tarde,
mientras cien mil
personas todavía
trataban de dar una
explicación para
esta conducta insólita,
una ambulancia cruzó
Buenos Aires. Y un
rato después,
cuando Irma por fin
había encontrado la
manera más hermosa
de pedirle perdón,
un oficial de policía
le comunicó la
muerte de Néstor
Parini. Dijo que se
había tirado bajo
un tren por causas
que aún no estaban
determinadas.
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