Durante siglos, escribir se ha supeditado al tiempo. El relato (real o ficticio) no era la única forma de esta pertenencia, ni la más próxima de lo esencial; incluso es probable que él haya ocultado la profundidad y la ley en el movimiento que parecía manifestarlo mejor. A tal punto que liberándolo del relato, de su orden lineal, del gran juego sintáctico de la concordancia de los tiempos, se creyó que se exoneraba el acto de escribir de su vieja obediencia temporal. En efecto, el rigor del tiempo no se ejercía sobre la escritura por el sesgo de lo que escribía, sino en su espesor mismo, en lo que constituía su ser singular, ese incorporal. Dirigiéndose o no al pasado, sometiéndose al orden de las cronologías o dedicándose a desanudarlo, la escritura estaba presa en una curva fundamental que era la del regreso homérico, pero también la del cumplimiento de las profecías judías. Alejandría, que es nuestro lugar de nacimiento, había prescrito ese círculo a todo el lenguaje occidental; escribir era regresar, era volver al origen, recobrar el primer momento; era estar de nuevo en la mañana. Por ello, la función mítica de la literatura hasta nuestros días; su relación con lo antiguo; el privilegio que concedió a la analogía, así como también, a todas las maravillas de la identidad. Como consecuencia una estructura de repetición que designaba su ser.
El siglo xx es quizás la época en la que se desanudan tales parentescos. El retorno nietzscheano clausuró de una vez la curva de la memoria platónica, y Joyce cerró la del relato homérico. Lo que no nos condena al espacio como a la única posibilidad, durante mucho tiempo descuidada, sino que revela que el lenguaje es (o quizás ha llegado a ser) asunto de espacio. Que lo describa o lo recorra no es tampoco el asunto esencial. Y si el espacio es en el lenguaje de hoy la más obsesiva de las metáforas no es porque él ofrezca de aquí en adelante el único recurso sino porque es en el espacio donde el lenguaje se despliega desde el comienzo del juego, se resbala sobre sí mismo, determina sus escogencias, dibuja sus figuras y sus traslaciones. Es en él donde se transporta, donde su ser se “metaforiza”.
El desvío, la distancia, el intermediario, la dispersión, la fractura, la diferencia no son los temas de la literatura de hoy sino aquello en lo que el lenguaje nos es dado ahora y viene hasta nosotros: lo que hace que él hable. Estas dimensiones no las ha extraído de las cosas para restituir en sí el analogon y algo así como el modelo verbal. Ellas son comunes a las cosas y a él mismo; el punto ciego de donde nos vienen las cosas y las palabras en el momento en que ellas van a su punto de encuentro. Esta «curva» paradójica, tan diferente del regreso homérico o del cumplimiento de la Promesa, es sin duda por el momento lo impensable de la Literatura. Es decir, lo que la hace posible en los textos donde podemos leerla en la actualidad.
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La víspera de Roger Laporte se mantiene lo más cerca posible de esta “región” a la vez pálida y temible. Allí es designada como una prueba: peligro y riesgo, abertura que instaura pero que permanece abierta, próxima y alejada. Lo que impone así su inminencia, pero inmediata y desviándose así, no es de ninguna manera el lenguaje, sino un sujeto neutro, “él”, sin rostro, por el cual todo lenguaje es posible. Escribir no es algo posible más que si él no se retira al absoluto de la distancia; pero escribir se hace imposible cuando él se hace amenazante con todo el peso de su extrema proximidad. En este desvío lleno de peligros, no puede haber (como tampoco en el Empédocles de Hölderlin) ni Medio, ni Ley, ni Medida. Pues sólo es dada la distancia y la vigilia que abre los ojos sobre el día que aún no está allí. De un modo luminoso, y absolutamente reservado, este él dice la medida desmesurada de la distancia en vela donde habla el lenguaje. La experiencia relatada por Laporte como el pasado de una prueba es la misma donde se da el lenguaje que la relata; es el pliegue donde el lenguaje redobla la distancia vacía de donde él nos viene y se separa de sí en la proximidad de esa distancia en la cual le corresponde, y sólo a él, vigilar.
En este sentido, la obra de Laporte, próxima de Blanchot, piensa lo impensado de la Literatura y se aproxima a su ser por la transparencia de un lenguaje que no busca tanto el juntársele como el acogerlo.
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Novela adámica, El proceso-verbal es una vigilia también pero a plena luz del mediodía. Extendido en la “diagonal del cielo”, Adam Pollo está en el punto donde las caras del tiempo se repliegan la una sobre la otra. Quizás al comienzo de la novela él es un prófugo de esa prisión donde será encerrado al final; quizás venga del hospital donde él reencuentra en las en últimas paginas la concha de nácar, de pintura blanca y de metal. Y la anciana mujer sin aliento que sube hacia él, con la tierra entera como aureola alrededor de la cabeza es sin duda, en el discurso de la locura, la muchacha joven que al comienzo del texto ha escalado hasta su casa abandonada. Y en este repliegue del tiempo nace un espacio vacío, una distancia no nombrada aún donde se precipita el lenguaje. En la cima de esa distancia que es pendiente, Adam Pollo es como Zarathustra: desciende hacia el mundo, el mar, la ciudad. Y cuando sube hasta su antro, no serán ya el águila y la serpiente, inseparables enemigos, círculo solar, los que lo esperan; será la sucia rata blanca que él destroza a cuchilladas y que manda a podrirse en un sol de espinas. Adam Pollo es un profeta en un sentido singular; no anuncia el Tiempo; habla de esa distancia que lo separa del mundo (del mundo que “le ha salido de la cabeza a fuerza de mirarlo”), y, por el flotamiento de su discurso demente, el mundo refluirá hasta él, como un gran pez que remonta la corriente, se lo tragará y lo mantendrá encerrado por tiempo indefinido e inmóvil en la pieza cuadriculada de un asilo. Encerrado sobre sí mismo, el tiempo se reparte ahora sobre este tablero de barrotes y de sol. Parrilla que es quizás la reja del lenguaje.
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La obra entera de Claude Ollier es una investigación del espacio común al lenguaje y a las cosas; en apariencia, ejercicio para ajustar a espacios complejos de los paisajes y de las ciudades largas frases pacientes, deshechas, retomadas y retorcidas en los movimientos incluso de una mirada o de una marcha. A decir verdad, la primera novela de Ollier, La puesta en escena, revelaba ya entre el lenguaje y espacio una relación más profunda que la de una descripción o de un relevo; en el círculo dejado en blanco de una región no cartografiado, el relato había hecho nacer un espacio preciso, poblado, sitiado de acontecimientos donde aquél que los describía (haciéndolos nacer) se encontraba comprometido y como perdido; pues el narrador había tenido un “doble” que en ese mismo lugar inexistente hasta él, había sido asesinado por un encadenamiento de hechos idénticos a aquellos que se tramaban en torno a él; aunque este espacio nunca antes descrito no era nombrado, relatado, recorrido paso a paso sino al precio de un redoblamiento asesino; el espacio accedía al lenguaje por un “tartamudeo” que abolía el tiempo. El espacio y el lenguaje nacían juntos en el Mantenimiento del orden, de una oscilación entre una mirada que se veía vigilada y una doble mirada obstinada y muda que lo vigilaba y era sorprendido el vigilante por un juego constante de retrovisión.
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Verano indio obedece a una estructura octogonal. El eje de las abscisas es el vehículo que con la punta de su trompa corta en dos la extensión de un paisaje, es el paseo a pie o en auto por la ciudad; son los tranvías o los trenes. Por la vertical de las ordenadas está la subida por el flanco de la pirámide, el ascensor en el rascacielo, el belvedere que domina toda la ciudad. Y en el espacio abierto por esas perpendiculares, todos los movimientos compuestos se despliegan: la mirada que gira, aquella que cae sobre la extensión de la ciudad como sobre un plano; la curva del tren aéreo que se lanza por encima de la bahía y luego vuelve a descender hacia los suburbios. Pero además algunos de estos movimientos son prolongados, repercutidos, trasladados o fijados en fotos, en vistas fijas, fragmentos de películas. Pero todos son desdoblados por el ojo que los sigue, los relata o él mismo los realiza. Pues esta mirada no es neutra; da la impresión de dejar las cosas allí donde están; de hecho les “quita una parte”, desprendiéndolas virtualmente de sí mismas en su espesor, para hacerlas entrar en la composición de una película que no existe todavía y para la cual ni siquiera se ha escogido el guión. Son estas “vistas” no decididas pero “para escoger” las que, entre las cosas que ya no existen y la película que no existe aún, forman con el lenguaje la trama del libro.
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En este nuevo lugar, lo que es percibido abandona su consistencia, se desprende de sí, flota en el espacio y según combinaciones improbables, gana la mirada que los desprende y los anuda, aunque penetre en ellas, se desliza en esa extraña distancia impalpable que separa y une su lugar de nacimiento con su pantalla final. Metido en el avión que lo lleva hacia la realidad de la película (los productores y los autores), como si hubiera entrado en ese delgado espacio, el narrador desaparece con él, con la frágil distancia instaurada por su mirada: el avión cae en una ciénaga que se cierra sobre todas esas cosas vistas en ese espacio “al que se le ha quitado una parte”, dejando por encima de la perfecta superficie ahora en calma sólo flores rojas “no sometidas a ninguna mirada”, y este texto que leemos, lenguaje flotante de un espacio que se engulle con su demiurgo, pero que sigue presente aún y para siempre en todas esas palabras que ya no tienen voz para ser pronunciadas.
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Este es el poder del lenguaje: él, que está tejido de espacio, lo suscita, se lo da como abertura originaria y le quita una parte para retomarla en sí. Pero de nuevo él está dedicado al espacio: ¿dónde pues podría flotar y posarse sino en este lugar que es la página, con sus líneas y superficie, sino en este volumen que es el libro? Michel Butor en muchas ocasiones ha formulado las leyes y las paradojas de este espacio tan visible que el lenguaje cubre de ordinario sin manifestarlo. La descripción de San Marco no busca restituir en el lenguaje el modelo arquitectural de lo que la mirada puede recorrer. Sino que ella utiliza sistemáticamente y por su propia cuenta todos los espacios de lenguaje que son conexos al edificio de piedra: espacios anteriores que éste restituye (los textos sagrados ilustrados por los frescos), espacios inmediata y materialmente superpuestos a las superficies pintadas (las inscripciones y leyendas), espacios ulteriores que analizan y describen los elementos de la iglesia (comentarios de libros y de guías), espacios vecinos y correlativos que se cuelgan un poco al azar, enganchados por palabras (reflexiones de los turistas que miran), espacios próximos pero cuyas miradas están giradas como para otro lado (fragmentos de diálogos). Estos espacios tienen su lugar propio de inscripción: rollos de manuscritos, superficie de los muros, libros, bandas magnetofónicas que se recortan con tijeras. Y este triple juego (la basílica, los espacios verbales, su lugar de escritura) distribuye sus elementos según un sistema doble: el sentido de la visita (que a su vez es la resultante encabalgada del espacio de la basílica, del caminar del paseante y del movimiento de su mirada) y el que es prescrito por las grandes páginas blancas sobre las cuales Michel Butor hizo imprimir su texto, con bandas de palabras recortadas por la sola ley de las márgenes, otras dispuestas en versículos, otras en columnas. Y esta organización remite quizás a ese otro espacio que es el de la fotografía… Inmensa arquitectura a las órdenes, pero diferente absolutamente de su espacio de piedras y de pinturas, dirigido hacia él, pegándose a él, atravesando sus muros, abriendo la extensión de las palabras encerradas en él, remitiéndole todo un murmullo que le escapa o se le desvía, haciendo surgir con un rigor metódico los juegos del espacio en sus conexiones con las cosas.
La “descripción” aquí no es reproducción, sino más bien desciframiento: empresa meticulosa para desencajar ese batiborrillo de lenguajes diversos que son las cosas, para volver a meter cada uno en su lugar natural, y hacer del libro el emplazamiento blanco donde todos, después de la descripción, pueden reencontrar un espacio universal de inscripción. Y sin duda ese es el ser del libro, objeto y lugar de la Literatura.
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1 comentario:
por ello, la obra que le dedicara Blanchot, se titula 'El pensamiento del afuera', muchas gracias por facilitar esta grata lectura.
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