Señora:
Para cumplir mi promesa de esbozar en algunas líneas el mapamundi de mi vida, recorrí no menos de veinte veces el camino del recuerdo. Equivale a sacar de un cofre mariposas pulverizadas. De ese repaso que creía tan lleno de interés y de emociones, sólo me resta una grande, trágica desilusión; porque se trata de una vida que ni a mí mismo puede interesarme ya. Le debo, en suma, esta liquidación de acaso las últimas supersticiones y el desvanecimiento en la luz de espectros y duendes que me encantaban y no existían.
Preferiría cualquier otra vida, si al leerla pudiera poner el mismo fervor de comprender que al recordar la que viví. El propio tesoro es un bien común, y las noches y los días se dan iguales para el desdichado y el feliz. Esta experiencia penosa me lleva también a la conclusión de que las autobiografías no tienen ningún sentido profundo y que son mero pasatiempo de gentes egoístas. No obstante ¿dejaré de recordar con emoción la niñez de Tolstoy —o la de Goethe— muchísimo más pobre de casos y de cosas que la mía, aunque lo subjetivo haya irisado el suceso y la circunstancia con la caricia de su mano trémula? Cualquier infancia ensombrecida por los rincones oscuros del propio hogar, humedecida de lágrimas, me vendría bien si al mismo tiempo floreciera en el júbilo de la belleza y en el goce casi religioso de seguir estando vivo. Confieso que me reconozco incapaz de fraguar una niñez apócrifa ni de hacer literatura sobre la verdadera. Bastante tiene de absurda y de trivial. Al fin y al cabo, cuanto aconteció en mi existencia tiene poca relación casual, lógica, conmigo. Parezco ser un ente que atravesó ileso e inmune los hechos que constituyen su existencia terrestre, humana, diaria, documental. Nada tengo que ver con mi biografía. Repasado el texto, siento que vivir y ser son dos realidades distintas. Y si lo que me aconteció no tiene significado para explicar lo que soy, ¿no valdría lo mismo que inventara o que plagiara? Resulta inevitable, además.
Pero he ahí que soy absolutamente inepto para la mistificación. Jamás consideré una virtud mía no haber mentido, haber sido veraz y leal, sino una incapacidad de carácter orgánico, una especie de falta de oído para la melodía de lo histriónico. Por añadidura soy un hombre púdico, quiero decir incapaz de confesiones o de cualquier otro rasgo de impudibundez ingénita. Más bien experimento tendencia a ocultar lo que puede enaltecerme sin que tenga ningún desliz de que avergonzarme. He procurado que mi vida fuera limpia todos los días, y esto es simplemente un hábito higiénico. Tampoco creo que sea un mérito poder exhibir una vida como se hojea un álbum, porque ninguna vida exenta de pecado está redimida de verdad. En fin, a veces pienso que ni Dostoievski ha imaginado una existencia tan trágica y penosa como la mía, eso no tiene explicación por los hechos ni puede servir de prueba ante ningún tribunal, como el imaginado por Kierkegaard, que tratara de averiguar quién fue el hombre más infeliz. Como en las pesadillas, el verdadero sueño es infinitamente desproporcionado a la angustia que produce. Repasando mi vida, veo que sólo he sido yo el culpable de una valoración pesimista, y que prolongar la existencia más allá de la pubertad es un funesto error que se paga con la misma supervivencia.
De mis primeros años recuerdo que, como una segunda naturaleza semejante a la mutilación, poseí el triste privilegio de comprender las cosas de la vida con precoz claridad de adulto. Debo confesar que no recuerdo ninguna época que haya vivido la ingenuidad de la niñez. A los pocos años, por ejemplo, conocía ya a las personas de mi familia y de nuestras amistades con tal certeza que todos sus defectos me eran sensibles como ahora mismo los juzgo. De ahí que creyeran los extraños que poseía yo una inteligencia excepcional, cuando todo se debía sencillamente a ese prematuro despertar del sentido de la vida, que asimismo he encontrado, con relativa frecuencia, en criaturas no por eso inteligentes en otros aspectos. Tales criaturas por lo regular mueren pronto —en una u otra forma— y es una desdicha sobrevivir a las condiciones fijadas por la naturaleza, que parece haber puesto la comprensión o el paladeo del amargor de las cosas en los limites de lo que otorga sin exigir el pago supremo. Por estas razones la canción de Mignon, en el Wilhelm Meister es de lo que más me ha impresionado en obra alguna; más acaso que el capitulo de los niños precoces en Los hermanos Karamazoff. Este despertar —que no puede ser tardío— es lo que sazona y condiciona el sabor de la existencia y no creo que se dé siempre, ni en personas de gran talento. Si alguna vez tuviera yo que escribir algo sobre psicología no pedagógica, fijaré la pubertad del espíritu muchos años antes de la fisiológica, y procuraré que se vea claro que el hombre emerge en los primeros años o que muy bien puede no emerger jamás —ni en la vejez más fructuosa de sabiduría. Por mí sé que heredamos en substancias diferenciadas del padre y de la madre, aunque no las mismas cualidades y que el carácter es una fatalidad ancestral. Él nos hace aparecer como espectadores de nuestros propios actos, y todo lo involuntario que se nos impone con fuerza irresistible pertenece a la línea genealógica de los muertos. De la madre somos hasta cierta altura de la vida, luego del padre. Finalmente somos de los padres del padre y de las madres de la madre, sin que para uno mismo quede tiempo después de poner en limpio esa embrollada herencia. Entre los recuerdos, pues, algunos míos remontan la historia de familia y la imaginación suele entremezclarse tan subrepticiamente en ellos que a veces he pensado si la imaginación no es una extraña forma de la memoria ancestral. Los más antiguos recuerdos persisten nítidos y en vano intento localizarlos a mi alrededor. La memoria específica se acusa en mí con los caracteres crudos de la herencia somática. Por esta presencia consciente del pasado tengo a menudo la impresión de que revivo escenas y hasta he podido prever la continuación de una serie de hechos. Lo que se entiende por adivinación debe entrar en este orden de fenómenos.
Soy una madriguera de complejos, una red subterránea en que el subconsciente posee sus mapas precisos. Nunca quise aprovechar de ese tesoro soterrado, dejando libre el juego de la fantasía, sino que me esforcé por que la razón lúcida rigiera mi pensamiento. Es un desaprovechamiento de mi mismo parecido a la destrucción, casi involuntaria, de mi memoria, que en años juveniles era de fidelidad fotográfica. Pero acaso pudiera explicarse esto por dos razones: mi disgusto de recordar y una inclinación al análisis lógico aun de mis actos más comunes, que me ha privado siempre de la contemplación ingenua. Mi recuerdo verídico más antiguo data de los primeros meses y el que primero me produjo una impresión generadora de mágicas asociaciones, dos caballos blancos que tuvo un pariente, y que se alimentaban de carne. La fábula de los caballos de Reso nunca me pareció inverosímil.
Ejemplo, de una de mis “censuras”: hasta el año 1924 me era imposible evocar el nombre de Leopardi cuando me lo proponía. A los cinco años me llevaron en sulky, con un tío que luego se suicidó, a buscar un leopardo —sería un jaguar— que dicen que rondaba por un bosque a orillas del Carcarañá. La lectura de las obras de Freud aclaró el enigma y la “censura” desapareció.
Hasta los doce años viví en pueblos de las provincias de Santa Fe y del sur de Buenos Aires. Estos años sí son ricos de acontecimientos prodigiosos; pero como corresponden a la era de los albores del mundo, sospecho que pertenecen al género humano más que a mí. Sin embargo, entre la infancia brotan, como en el campo, flores silvestres de humilde vista y rústico olor. La niñez de Hudson me ha impresionado por muchas concomitancias de escenas y aventuras, favorecidas por idéntica emancipación para andanzas y correrías, en ocasiones peligrosas, siempre instructivas. Cuando yo viví cerca de las sierras de Curumalán, cincuenta años más tarde que él, el campo apenas conservaba su antiguo esplendor y las gentes languidecían en rencores y codicias. Aún podían encontrarse flamencos y cisnes en las lagunas, avestruces en las llanuras, verse la paja voladora cubrir los campos y brillar al mediodía; mas todo estaba labrado por el colono y los incendios de los trigales eran frecuentes. Crímenes y siniestros abundaban hasta perder interés. En cambio lo conservaron siempre las herrerías y las carpinterías que yo frecuentaba con más placer que la escuela. De entonces conservo el gusto de los hierros y las maderas, del olor de la pintura y del humo del carbón de piedra. De la fragua sacaban el hierro de un rosado angélico y lo machacaban hasta decolorarlo en profundo lila. A cada martillazo aumentaba la oscuridad, y éste es un tema que asocio siempre a los crepúsculos. Las pinturas se probaban en el portón de pino, que por eso estaba policromado como una paleta. Y cuando a las tardes daba el sol ahí, había como un cielo de colores pintados.
Mis primeras lecturas extensas fueron el Quijote, la Historia de España de Lafuente y Misericordia de Galdós. Durante el tiempo de esas lecturas, muchas tormentas y anocheceres y espléndidos soles se intercalaron en sus páginas. Rigurosamente autodidacto, no tuve otro maestro ni guía que mi propio afán de leer. Mi verdadera vocación fue la música y, más estrictamente el violín. Primer gran concierto a la intemperie: un ciego, en medio de la calle una tarde de verano, que me fascinó como a un catecúmeno predestinado.
Señora: ya ve de qué insignificantes cosas se nutren las raíces de una vida que ni siquiera merece el epitafio. Los versos llegaron pronto como las flores en su estación. Y se marchitaron. Gusto de ellos como de una rueda bien hecha, de una tuerca bien ajustada, de un barniz bien extendido, de un violín bien templado. Me hubiera gustado hacer de la soledad mi breviario y mi sudario. Pero sólo me fue dado admirar, al anochecer, las vizcachas cuya vida en meandros subterráneos y frescos tiene aún para mí un inefable atractivo de filosofía de la libertad y de la paz. El gusto de la tierra está en toda mi piel y Nietzsche es mi autor más querido.
Después de los doce años continúa una vida laboriosa, de sobreviviente, en mil formas repetida a la manera de un arabesco, en que todo es construir sobre arena, ensayar y errar. Para llenar las páginas en blanco y para descifrar las interlineadas y testadas sirve cualquier vida de novela en que sucedan pocas cosas pero que calen hasta el hueso. Siempre que el autor sepa que no se nace ni se muere una sola vez.
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