martes, 7 de agosto de 2012

RAINER MARÍA RILKE

Cartas a una joven mujer

Prólogo
Por Rodolfo E. Modern
En ocasiones, las cartas pueden llegar a ser un modo de expresión literaria, algo adscripto al terreno del arte. En esta circunstancia, el cultivo de esta escritura específica permite distinguir varias ramificaciones. Así surge en los individuos ajenos al quehacer literario profesional, como en la mentada Mme. De Sevigné, cuyas misivas familiares no sólo significan una apreciable fuente de conocimiento histórico, sino que se han convertido en legítimo deleite estético. En un polo opuesto, el siglo XVIII puso de moda una especie literaria bajo la forma de cartas. El máximo ejemplo en este sentido puede ser el “Werther” de Goethe, novela publicada en 1774, cuya copiosa descendencia constituye un argumento más para explicar la atracción suscitada por el original., Existe también, a mitad de camino, la carta real y personal, con destinatario de carne y hueso, pero que excede en su forma y contexto las alusiones de la intimidad e ingresa válidamente, como se señalara al comienzo, aunque de manera tangencial, en el área de las letras. Para ceñirnos a la literatura alemana de este siglo por todos conocida, cabe mencionar la “Carta al padre” y las “Cartas a Milena” de Franz Kafka. Y por último puede darse el caso de un escritor que, sin bien tiene como objetivo a un interlocutor individual, no pierde de vista la posibilidad de convertir alguna vez lo que es, en un primer momento, efusión de persona a persona, en un hecho artístico y que involucre, en acto de participación, al público. Así debe entenderse la intencionalidad mediata que se desprende del inmenso epistolario de Rainer María Rilke.

Es que la decisión de escribir cartas supone, es obvio, algo distinto a la de escribir un diario. Este último, además de íntimo, es confidencial, y su carácter monológico se da por definición. En el intercambio epistolar, por el contrario, además de la movilización posible de una cantidad apreciable de motivaciones, hay otro, que no puede ni debe perderse de vista. La confidencia, la alusión, la exhibición de uno o más aspectos de la intimidad poseen, va de suyo, un nivel graduable de exterioridad según sean los hechos volcados al papel y las naturalezas de remitente y destinatario. Y que permite, por añadidura, un margen de libertad vedado a otras ramas del arte de escribir.

Estas premisas de un orden general, pueden ser en parte aplicadas al arte epistolar de Rilke. Porque si en otros autores, más o menos famosos, inclinados a comunicar sus pensamientos, emociones, etc., es lícito establecer una línea de separación entre la obra de ficción y la correspondencia personal, este rasgo no se da, de manera decisiva, en Rilke. De entrada ya resulta significativo el número de sus cartas, al punto de formar, en cuanto a su extensión, un volumen equivalente al de su obra de ficción, incluidos prosa, teatro y traducciones, no solo la lírica. Lo prueba la edición de las “Gesammelte Briefe”, Leipzig, 1936 – 1939, editadas en seis tomos por su hija Ruth Sieber- Rilke y el marido de ésta, Carl Sieber, y que dista bastante de contener la totalidad de su correspondencia.

Una nómina aproximada de los corresponsales de Rilke arroja mucho interés para intentar una explicación de esta intensa actividad desplegada por Rilke. Pueden citarse así sus cartas a la baronesa Laska van Oesteen, a la condesa Sizzo, a Lou Andreas-Salomé, a Nimet Eloui Bey, al matrimonio Fisher, del que el esposo fue uno de los más importantes editores alemanes, a André Gide y Emile Berrearen, a Benvenuta (Magda von Graedener-Hattinberg), a R. Junghanns y Rudolf Zimmermann, a Franz Xaver Kappus, a su propio editor Antón Kippenberg, a Baladine Klossowska, a Gudi Nölke, a August Rodin, a Lotte Tronier Funder, a la princesa Marie von Thurn und Taxis- Hohnenlohe.

Esta nómina, que comprende a interlocutores de prolongado diálogo (así, las cartas entre Rilke y Kippenberg o Rilke y Gide se estiran desde 1909 a 1926), es, desde cierto ángulo, bastante heterogénea. Puede separarse un grupo de profesionales de las letras, donde además de los recientemente aludidos pueden figurar Berrearen, S. Fischer, Kappus, el destinatario de las “Cartas a un joven poeta”, el de los plásticos como Rodin, pianistas como Benvenuta, bailarinas como Klossowska, el de amigas de artistas, filósofos y hombres de ciencia (Lou Andreas-Salomé), o el de aquellas mujeres de la aristocracia o de la burguesía atraídas por el tipo de poesía que Rilke encarnaba. Además, cabe agregar aquellas inventadas, como la famosa y ficticia “Carta de un obrero”, escrita en 1922. Ingresan asimismo en su correspondencia muchos otros destinatarios, más o menos famosos, más o menos ocasionales.

Figuran en este segundo párrafo el profesor Hermann Pongs, su propia mujer Clara Rilke, Hugo Salus, Ellen Key, Arthur Hospelt, Tora Hölstrom, Lotte Hepner, Mme. Ouckama Knoop, a cuya hija Wera dedicó Rilke los “Sonetos a Orfeo”, su traductor al polaco conde Witold von Hulewicz, Dora Herzheimer, Mme. Wunderly-Volkart, Claire Studer (la futura mujer del poeta Iwan Goll) y Arthur Holitscher entre muchos más.

J-F. Angelloz lamenta que Rilke dedicara tanto tiempo a escribir cartas. Al respecto expresa textualmente: “Su innumerable correspondencia abunda en cartas –que por desgracia lo absorbieron demasiado- donde el exceso de refinamiento apenas disimula la ausencia de un interés verdadero" Pero esta afirmación resulta por lo menos discutible y no tiene en cuenta todo lo que nos dejara para la mejor comprensión de la delicadísima y sutil estructura espiritual del poeta. Ante todo, cabe hacer notar que el carácter bilateral propio de todo este más que copioso intercambio epistolar reúne a personas de múltiples procedencia y ocupaciones. Pero, si en esta multitud hay un punto de convergencia único, un denominador común llamado Rilke, esto significa que el autor de “Der Panther” debía de poseer un atractivo no sólo artístico para recibir y proyectar tanto papel. Personas muy diferentes, pero, desde luego, participadoras de una vida cultural de alto nivel, podían advertir en las respuestas rilkeanas algo que para el creador de “Malte” se había constituido en necesidad vital.

Porque Rilke, recoleto y desarraigado, con un horror manifiesto hacia la multitud, o aun hacia ciertas personas desbordantes, la condesa de Noailles, por ejemplo, sentía, aunque fuera a través de un sucedáneo, o justamente porque lo era, el estímulo del contacto humano y la urgencia en participar un caudal de experiencias doblemente preciosas por su originalidad y la intensidad que señala todas sus actitudes, para con el prójimo como para consigo mismo. Y todos sus interlocutores, escritores o damas de la alta sociedad, artistas o mujeres de la burguesía, podían estar de acuerdo en que si Rilke era alguna persona posible, lo era como poeta. Edmond Jaloux, hombre de letras integral, cuenta al respecto que, no obstante su frecuente trato con autores de todo tipo, sólo frente a Rilke percibió lo que significaba la presencia de un poeta. Y Rudolf Kassner, el célebre y hondo ensayista, maestro de la caracterología, afirmaba que Rilke era poeta hasta en el acto de lavarse las manos.

De ninguna manera quiere decir esto que el creador de los “Nuevos Poemas” se sintiera como viviendo sobre un pedestal y respirando un aire más puro y refinado que el común de los mortales. Son otras las circunstancias que explican este torrente de cartas que Rilke desparrama a lo largo de su nada extendida existencia. Ante todo hay una marca rilkeana de pulcritud exterior, de respeto hacia los otros y hacia sí mismo, pero que adquiere una significación de alcances más hondos. Así, del mismo modo con que seleccionaba con cuidado extremo sus regalos, envolviéndolos prolijamente con cintas de color que correspondieran al papel y al obsequio, solía elegir una clase de papel con un determinado color y textura para escribir a las personas que le eran caras. Porque, y aquí vamos a lo fundamental, aun los actos no estrictamente literarios debían tener el carácter de lo artísticamente perfecto. No para impresionar, sino mucho más como signo de enaltecimiento de la convencionalidad que los gestos sociales imponen. Es que las cartas de Rilke no pueden separarse radicalmente de su obra literaria, para decirlo de una vez. Si no la integran, stricto sensu, a diferencia de lo que ocurre con la mayoría de los hombres de letras la complementan y extienden de un modo útil y eficaz. A través de las miles de cartas que Rilke escribió y que le llevaban tanto tiempo, sentía cumplir con un deber de responsabilidad hacia la sociedad, que excedía en mucho el ademán cortés o agradecido que la mayor parte de sus colegas aplicara.

Es cierto que hay cartas, muchas, donde se percibe el tono del compromiso, del interés o agradecimiento superficiales o mecánicos. Pero todavía en éstas, jamás hay impaciencia, mal humor, insinuaciones acerca de la inoportunidad del interlocutor. Aun en éstas, repetimos, campean los buenos modales y un sentimiento de cortesía propio del educado súbdito de Hasburgo. Pero cuántas son, en cambio, las misivas que contienen, hasta el detalle, rasgos de la preocupación más exquisita acerca de la salud o situación del destinatario y su familia. Cuantas veces, siempre viviendo al borde de la sociedad y en una tensión espiritual de una extremosidad excepcional, Rilke olvida sus propios pesares o malestares, para prodigar sin tacha consejos, ayuda o ejemplos válidos para situaciones que imagina y comprende a la perfección, como es el caso de las cartas dirigidas a la joven mujer que forman el presente  volumen.

Y cuantas veces también pudieron los historiadores de la literatura y los críticos de Rilke acudir, agradecida y provechosamente, a su rico epistolario para extraer de allí datos fundamentales. Que se refieren, a veces, a la génesis y desarrollo de una obra del autor, o a vivencias íntimamente vinculadas al proceso creador, o a teorizaciones, nunca abstractas en Rilke, acerca del fenómeno estético en general, como dirigidas a puntualizar los fondos del misterio y los resplandores peculiares a la composición de una obra de arte. Y si libros como “Malte” ayudan a aprender a mirar el paisaje y la naturaleza, a mirarlos con los ojos del alma, con la totalidad del ser, de la misma manera las numerosas cartas donde describe sus experiencias españolas, provenzales, parisinas, escandinavas, italianas o cuando narra la historia del castillejo de Muzot, tan minuciosa, tan orgullosamente expone capas de una intimidad que impregna sus poemas. También, y no sólo hacia la historia de la literatura, es en las cartas, y no en ensayos o tratados, para los que, quizás erróneamente, no se sentía capacitado, donde vuelca su inmenso saber poético, su experiencia de artista grande y verdadero. Así se evidencia en sus ya citadas y famosísimas “Cartas a un joven poeta”, el cual sólo gracias a Rilke adquirió alguna notoriedad, como en la asimismo famosa epístola a su traductor, el conde Hulewicz, también mencionada ya, a propósito de su poesía de culminación, las “Elegías de Duino” y los “Sonetos a Orfeo”.

Las cartas de Rilke poseen, por añadidura, una atmósfera, un encanto, diríamos que le son a él, y sólo a él, peculiares. Más allá de fórmulas de cortesía, de la preocupación, del respeto, del deseo de ayudar (él que era tan desvalido y vulnerable en lo externo), de su prodigioso y personalísimo vivir los hechos hasta el fondo, hay en la correspondencia de Rilke un atractivo más. Uno de orden humano. Pues Rilke, al borde del monólogo, no pierde nunca de vista que si bien no está metido en una conversación real, sí lo está en una relación entre dos personas, en la que la otra no es un personaje de relleno o un simple pretexto para que él, famoso y consagrado, aproveche la ocasión en un autoelogio o ditirambo del Yo. Su seriedad y sentido de la responsabilidad, tan acendradas ambas, evidenciadas formalmente en la pulcritud de que habláramos, que se extiende a su hermosa, armoniosa y cuidada caligrafía, y que llega a los extremos de no enviar jamás una carta con tachaduras (prefería escribirla de nuevo), impregna los tópicos de un casi dialogo con la más profunda y a veces angustiosa problemática. Graduando, como es de suponer, la personalidad cultural de sus destinatarios, pero sin despreciar a nadie, aprovecha toda ocasión para remontarse por encima de la contingencia trivial o sólo vulgar. Nos ofrece así, simultanea y contemporáneamente con su poesía más empinada y mediante la utilitaria especie de la epístola, una cosmovisión, ontología y estética singulares, pero tan autenticas como las que se manifiestan en la obra dirigida a la publicación. Y no lo hará para lucirse, sino, y aquí se halla el rasgo ejemplar, con el deseo de ser útil, con esa sed de ayudar a un prójimo que no ha meditado tan a fondo y con tanto valor espiritual los problemas básicos del ser y del existir. Todo esto, que en Rilke conforma una necesidad, lo vuelca a manos llenas, porque la estructura de su naturaleza espiritual así se lo impone.

El ciclo de cartas dirigidas a esa “mujer joven” que es Lisa Heise, editadas por primera vez en volumen por el Insel-Verlag en 1930, ofrece algunas de las características ya señaladas. Pocos datos poseemos acerca de esta mujer, una de las tantas lectoras de Rilke que se animó a escribir al célebre autor, posiblemente sin pensar que de esta manera se generaría por intercambio epistolar que  comienza poco después de la primera guerra mundial, en agosto de 1919, a poco de haberse trasladado Rilke a Suiza, y cuya conclusión se fija en 1924, dos años antes de la muerte del poeta.

Según los datos que se poseen, Lisa Heise nació el 10 de febrero de 1893. Estudió música en Kassel y estuvo casada desde 1920 a 1923. Fue jardinera en Weimar y durante doce años asistió a la clínica para medicina naturalista de la universidad de Jena. En 1938 se asentó en Meiningen. Tras la publicación de las cartas de Rilke, se resolvió a publicar las propias en 1934 en la Verlag Rabenpresse, Berlín.

A lo largo de esta correspondencia brota, a raudales, por así decirlo, esa particular minuciosidad con que Rilke se toma a pecho los problemas de su desconocida interlocutora, como también aquella capacidad de consuelo y consejo antes mencionada. El clima no irradia una intimidad manifiesta, pero, hasta donde el autor de los “Quatrians valaisans” podía ser efusivo, se dosifica el correr de cinco años una serie de situaciones personales que comprende más, en rigor, a la destinataria, y que se enriquece con meditadas conclusiones acerca de los problemas de la existencia. O se dirige quizás en algunos de los sitios más atrayentes de esta compilación, a las descripciones de una naturaleza cuya traducción espiritualizada figura entre las conquistas definitivas de nuestro autor. Sin intimidad, por cierto, pero con mucho interés por el devenir de un destino humano y ajeno, esta colección de cartas incluye datos curiosos. Por ejemplo, la cita de la Argentina, que figura en una carta enviada desde la torre de Muzot (Rilke, con esa pizca de snobismo que también lo caracteriza acostumbraba llamarla “Château de Muzot sur Sièrre), del 2 de febrero de 1923. Ante los problemas de su interlocutora, que no ve otras salida a su situación personal excepto la de emigrar a la Argentina, el escrupuloso Rilke contesta: “Viajar ahora a la Argentina tiene muy poco que ver con su ocupación y con su necesidad de encontrar raíces en una tierra en cierto modo más complaciente, más acogedora. De todas maneras, creo que la situación allí no es tan propicia como antes, hace falta un gran esfuerzo y mucho valor”. Dejando a un costado el juicio de Rilke, que parece conocer las potencialidades que nuestro país abrigaba por la época del Centenario, no creemos que justamente, excepto en este lugar, haya mencionado Rilke a la Argentina en el resto de su obra escrita.

Queda por puntualizar algo más. En las amistades y corresponsales de Rilke prevalece en forma predominante la mujer. No es que Rilke fuera “femenino”. Sus relaciones con tantas personas de ese sexo hace llegar a conclusiones opuestas. Pero sí es cierto que la permeabilidad de su espíritu, abierto y poroso a la percepción de ciertas vivencias más cercanas a la idiosincrasia de la mujer lo convertían, como efectivamente sucedió, en un interlocutor ideal para la comprensión de almas delicadas y sensibles, perturbadas como él al asomo del menor cambio en las vinculaciones entre los seres, animados o no. De allí también la oportunidad, que juzgamos feliz, para el mejor conocimiento de la personalidad de este poeta de excepción de la publicación del presente tomito de sus cartas. Pues, para decirlo con sus propios términos, él es: “uno de los que, fuera de moda, aun consideran la correspondencia como una de las formas de comunicación más hermosas y fecundas”.

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LAS CARTAS

Soglio, Graubünden, Suiza.

2 de agosto de 1919

La forma más precisa y certera, estimada Señora, de responder a las líneas que usted me envía, es asegurarle hasta qué punto comprendo el impulso que las gestó. La obra de arte no puede mejorar ni cambiar nada. Cuando existe se enfrenta al hombre como la naturaleza misma, como una fuente, quizá se pueda decir: indiferente. Pero en el fondo, nosotros sabemos que esta segunda y discreta naturaleza no supeditada a ninguna voluntad que la determine, se origina a partir de lo humano, a partir de los extremos del padecimiento y la alegría... Aquí se encuentra la llave de aquella cámara que guarda el inagotable consuelo reunido en la obra de arte, sobre la cual justamente el solitario debe hacer valer un derecho particular, indecible. Hay momentos en la vida, yo lo sé, años tal vez, en donde el estar solo entre los semejantes alcanza un grado que uno no hubiese admitido en los momento de compañía espontánea y familiar. La naturaleza no es capaz de acercarse, somos nosotros quienes debemos darle otro sentido, conquistarla, traducirla en cierto modo a términos humanos para alcanzar una ínfima parte de ella. Y es ése justamente el lujo que un solitario no puede darse: pretende ser recompensado en forma incondicional, no puede brindar ninguna retribución. Como el hombre que en la merma de su vitalidad apenas desea abrir la boca para recibir el bocado que se le ofrece, aquello que debe y quiere llegar hasta el solitario debe asaltarlo por sorpresa, como si tuviera nostalgia de él, como si su único objetiva fuera apoderarse de esa existencia para transformar cada átomo de debilidad en pura entrega. Aun entonces, nada ha cambiado en rigor, es presuntuoso pretender que la obra de arte puede brindar algún tipo de ayuda. La tensión humana que la obra guarda en sí misma sin proyectar, esa intensidad interior que no se hace extensiva, debe provocar el desengaño por su sola presencia, como si fuera necesidad, aspiración, solicitud, como si fuera amor solícito y arrebatado, tumulto destino... es ésta la buena conciencia de la obra de arte (y no su finalidad). Este engaño que existe entre ella y el solitario se asemeja a todas aquellas mentiras piadosas a través de las que se manifestó lo divino desde los comienzos de la historia.

Mi afán de ser explícito llega a la indiscreción. Pero su carta se dirigía a mí en particular y no a cualquier persona signada con mi nombre. Por eso, y para no recurrir a frases hechas, no quise ser menos preciso en brindarle las verdaderas y concretas dimensiones de mi experiencia.

El que me hablara usted acerca de su hijo le otorga a su carta un matiz de confianza que recibo con la absoluta y mejor disposición. Si le complace, cuénteme siempre acerca de usted y de este niño sin temor de utilizar demasiadas carillas para esto. Pertenezco a aquel tipo de hombres que, fuera de moda, aun consideran la correspondencia como una de las formas de comunicación más hermosas y fecundas. Debo confesar que esta actitud aumenta las dimensiones de mi correspondencia hasta lo infinito. De modo que el trabajo y una inevitable “sécheresse d’âme” (como en la última guerra) consiguen enmudecerme, a menudo durante meses, Por eso yo no mido las relaciones entre los hombres con la vara mezquina de la existencia humana, antes bien con la de la naturaleza.

Que esto signifique de ahora en adelante, si usted así lo desea, un compromiso y una amistad entre nosotros Yo estaré ausente durante mucho tiempo, pero puedo regresar en cualquier momento, si no le parece mal, en calidad de cómplice y conocedor como he podido serlo hoy por primera vez.

Rainer María Rilke

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Soglio (Bergell, Graubünden.
30 de agosto de 1919

Estimada Señora,

                            Ante todo quede claro lo siguiente: mientras me complazca usted con este tipo de correspondencia, nunca una carta suya me impondrá el inmediato deber de su respuesta. Digo esto para su propia tranquilidad... Las experiencias que usted manifiesta, los estados de ánimo que me deja entrever desde lejos están fuera del ámbito que una mera “respuesta” puede abarcar. Ese preguntarse es la naturaleza interrogante de nuestra propia vida... ¿quién podría contestarle? La felicidad, la desdicha, un instante imprevisto del corazón tal vez nos atormente de pronto con la respuesta que buscamos, quizá se gesta en nosotros lenta e imperceptiblemente o una persona nos la revela de pronto: esta respuesta rebalsa su mirada, es una faceta distinta de su corazón que él mismo desconoce pero que nosotros descubrimos. Haga usted de cuenta que he leído entre líneas... ¿acaso no se gestó al modo de un interrogante? ¿Qué vivencia humana, qué manifestación de lo humano no termina por penetrar en la categoría de un interrogante abierto que apunta hacia el cielo?

El destino de la mujer: de una vez y para siempre debe ser explicitado, determinado. Mantenerlo como un mero interrogante es atentar contra su esencia. Pero no olvide usted que el hombre enfrenta ese destino como cada uno de nosotros se enfrenta a la naturaleza: incapaz de abarcar tanta inmensidad, tomando, respirando y luego cediendo y prescindiendo de ella, perdiéndose en las ciudades, entre los libros, apartándonos de ella en los intersticios de la existencia, negándola en toda costumbre del sueño y la vigilia... hasta que una oleada de mal humor, el asalto de la decepción, el agotamiento y un dolor definitivo nos arrojan otra vez en pos de ella como en el seno de la existencia verdadera; a nosotros, que estábamos a punto de perecer. Pero la naturaleza, la inconmensurable que se basta y descansa y sí misma, no se inmuta cuando la abandonamos. Independiente del rechazo o del embate de nuestro corazón, nos tiene siempre junto a sí, no conoce la pena de la soledad porque puede estar absolutamente sola. Ella lo es todo y no vive en los extremos de las situaciones sino en el cálido centro de su propia intensidad. La mujer, la solitaria, ¿no debería tener el mismo amparo de vivir en sí misma, en los círculos concéntricos de su propia esencia vuelta sobre sí misma? En tanto ella es naturaleza, lo consigue a veces; pero lo material de su consistencia se vuelve en contra de ella. La mujer reúne en sí las cualidades del ser humano y la naturaleza: inagotable y agotada al mismo tiempo, consumida no por generosidad sino porque no le está permitido caminar y dar al mismo tiempo, porque su abnegada riqueza se convierte en una carga para su corazón generoso, porque le falta el indómito y feliz derecho de levantarse todas las mañanas como una plácida durmiente que no tiene necesidad de nada más. Sí, allí es donde está en situación de una naturaleza que espanta a conejos y aves del nido acogedor. Pero si la mujer insiste en esa manera de ser, reconoce allí su derecho e intenta ser fecunda por encima de sus límites, no sintiéndose ya turbada en su conciencia humana, ¿es tan digan de confianza la protección que ofrece? ¿es tan ilimitado el acto de dar? ¿no subyace acaso atrás del acto de recibir una astucia que la naturaleza no conoce? ¿tanto peligra en su desamparo? Cómo puede prometer tanto si en su condición de ser humano está expuesta en cada momento a las penurias del corazón, a los tormentos corrosivos, a la enfermedad que puede marchitar la dulzura de su alimento y transformar en penumbra la luz de sus ojos...?

Yo también imaginaba que un amor más puro por parte del hombre haría más soportable esa doble existencia de la mujer. Un hombre que en el mejor de los casos hubiera proyectado ser partícipe de la realidad y del amor de su amada. En calidad de pretendiente exagera los poderes de la naturaleza en la muchacha asombrada; inmediatamente después de lograr sus objetivos pasa a ser el primero que niega y desmiente esos poderes: se lamenta de la debilidad humana, del desamparo de aquella criatura que poco tiempo antes parecía superarlo con creces. Aquí delata la inoperancia profunda de su amor, que sólo tenía aliento para algún día de fiesta, concebido para el inconmensurable regalo de una sola noche. No, ella ya no es capaz de agotar y transformar ese regalo en sí misma, ya no puede inventar algún secreto misterioso que restauraría esa inocencia indispensable entre dos amantes, sin la cual no pueden seguir juntos. Desde el punto de vista de la mujer, el amante es el culpable: hace alarde de su amor, no puede ir mucho más allá de las causas superficiales en el conocimiento amoroso, solamente con las primeras lecciones cree conocer toda la poesía que su amada le enseña a través de ritmos y metáforas... ¿Acaso no está él en el lado diametralmente opuesto, atado a su destino en forma patética... este ciego impetuoso que pretende viajar por el mundo y ni siquiera supo desandar el camino de su corazón?

Sea esto para alguna de sus noches. Es extraño, estos seres de “profundidad insoportable” son los que justamente tienen necesidad de nosotros por más que no desconocen el peligro que ello implica: ellos deberían ser los más exigentes con el corazón porque no les queda más salida que la exteriorización. La desventura externa e interna me han provocado muchas noches semejantes.

Qué privilegio parece ser su bella casa, antigua y silenciosa. Cómo consuela a mi condición de vagabundo, el saber, como usted dice, que una carta mía puede llenar la espera de sus salones majestuosamente abiertos.

Rainer María Rilke

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Locarno (Tessino), Suiza.
19 de enero de 1920

Más que una carta, estimada Señora, le dirijo un preocupado interrogante. Sus líneas del 28 de septiembre se cerraban con la insinuación de tantas modificaciones e incertidumbres que me siento tentado a justificar su prolongado silencio con toda clase de dificultades. Sería bueno que me diera usted alguna tranquilidad al respecto.

En cuanto a mi propio silencio, ya le he rogado al principio que jamás lo atribuya a la indiferencia o al olvido: tengo grandes períodos de silencio por que me causa espanto la pluma epistolar. Dependo además tanto de la influencia y os pequeños cambios de lo que me rodea, que jamás podría pretender algún tipo de regularidad. Si alguna vez encuentro el lugar verdadero (cosa que ansío fervientemente), adecuado para el trabajo y la concentración, mi constancia y mi laboriosidad mejorarían en forma considerable. Por ahora estoy muy lejos de eso. El fatal estado de indigencia en el que me ha sumido la guerra no parece haber culminado en apariencia todavía, estoy continuamente sur la branche, et c’est une branche plutôt sèche et très peu convenable qui me soutient... Cuando llegó su última carta yo debía abandonar mi refugio en Soglio. Después comenzó una azarosa existencia en hoteles, siempre tan poco provechosa para mi correspondencia; en parte porque los hoteles, aun los mejores, nunca ofrecen un sitio conveniente para escribir (a lo sumo para commis voyageurs) y en parte porque las conexiones orales a las cuales me veo atado constantemente, reducen mi comunicación nada más que a ellas. A esto se sumaron una serie de conferencias que me mantuvieron ocupado con una especie de tourneé a través de varias ciudades. Ya ve usted, relaciones que acrecentaban en gran medida mi carácter expansivo. No cuento todo esto para molestarla con mis problemas (olvídelo tan pronto como sea posible) sino con la intención de elaborar una disculpa. A pesar de todo, quiero suponer que mis consejos habrán sido bienvenidos en días tan aciagos para usted. Aunque quizá aquellas semanas fueron tan activas, tan plenas de decisiones y acontecimientos, que una simple carta no pudo haber ayudado demasiado. ¿En dónde se radicó usted con su pequeño hijo? A menudo me lo pregunto y lo pensé reiteradas veces durante la Navidad. Al final de su última carta escribió usted algo acerca de unas alumnas sin especificar cuál era el ámbito de su enseñanza. ¿Pudo continuar las clases en su nueva vivienda? ¿Con éxito... tal vez con alegría? Soy consciente de lo difícil que le habrá resultado abandonar la vieja y silenciosa casona, tan ligada a la idea de un hogar verdadero. Si estos terribles años de la guerra no hubieran sido tan arduos para mí, yo mismo podría haberla puesto bajo el amparo de cosas más duraderas y agradables.

Los interrogantes de su larga carta, querida y estimada Señora... ¿cómo empezar? Se trata otra vez del “todo”, esa totalidad que concebida a veces interiormente como un impulso de la felicidad o de la pura voluntad, se resquebraja en la realidad a causa de todos los malentendidos, errores, deficiencias, a través de la malicia entre hombre y hombre, a través de la pena y el azar... sí, a través de casi todo aquello que nos ocupa cotidianamente.

Es terrible suponer que el instante de amor que percibimos como tan profundamente propio y singular, puede estar determinado, más allá de nosotros mismos, por el futuro (un niño por llegar) o por el pasado[1]. Aun entonces, nos queda la indescriptible profundidad del refugio en lo propio. Es lo que siempre hago. Siempre me asombré de que la existencia inconmensurable de nuestras más profundas fascinaciones lograran independizarse tanto de la duración y del devenir: se mantienen en forma verdaderamente perpendicular con respecto a los rumbos de la vida; perpendicular como la muerte. Y tienen más en común con ella que con todas las metas y objetivos de nuestra vitalidad. Sólo a partir de la muerte (no desde el punto de vista de lo mortal, sino a partir de algo que nos traspasa por su intensidad...) decía pues, que sólo a partir de la muerte se justifica el amor. Y aún aquí nos confunden las concepciones habituales de estos valores. Nuestras tradiciones se han vuelto inoperantes, son ramas marchitas que ya no se alimentan de la fuerza de la raíz. Si a esto le sumamos la depresión, la impaciencia, la desorientación del hombre y el hecho de que la mujer es capaz de una entrega profunda sólo en circunstancias poco frecuentes de la dicha y si además pensamos que entre dos seres tan distanciados y perturbados se encuentra el niño, primero tambaleándose y luego tan perplejo... sí, entonces reconocemos que las cosas son bastante difíciles.

Deje usted que todo se resuelva con fluidez entre nosotros.

Rainer María Rilke

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Castillo Berg junto al Irchel, Cantón Zürich, Suiza
7 de marzo de 1921

Si pequeñas actitudes pueden demostrar más que grandes afirmaciones, sirva entonces, para revelar las dimensiones de mi interés, el hecho de que inmediatamente después de recibir su carta yo abriera mi cuaderno de direcciones para consignar con sumo cuidado el lugar donde usted vive ahora: puedo asegurar que escribí su nombre con suma prolijidad, en forma espontánea. Hasta mi mano se sentía feliz de anotar el domicilio de alguien que ha logrado “una existencia absolutamente serena”.

Ante todo quiero decirle que su hermosa carta no es fácil de entender. Me contradigo: es menos difícil de comprenderla que demostrar que uno ha comprendido, porque es usted misma la única que puede expresar los resultados de su nueva experiencia. Incluso el consejero más cuidadoso podría correr el riesgo de detenerla cuando usted está inmersa en situaciones que se modifican constantemente; en el momento en que usted se percata de nuevas posibilidades, le coartaría esa libertad espontánea que se expande hacia otros lados. Frente al solitario se puede ser mucho más categórico, más explicito: las consideraciones de un tercero en cierto modo jalonan esa inmensidad que le parece inabarcable cuando la contempla con su desmesura habitual. Pero para aquel que se encuentra bajo el efecto de cambios favorables, el espacio vital está colmado de realidades; sería nefasto que se detenga a considerar el primer descubrimiento o tratar de prepararlo para el segundo. Su actitud es justamente la opuesta a la del solitario, es centrífuga, y por su gravitación, incalculable. Por más que no pueda demostrarle mi comprensión, no corro el peligro de interrumpirla si es que logro manifestarle la alegría profunda que me provoca cada detalle de su nueva experiencia. Usted no sólo necesitaba, sino que merecía con creces esta transformación que se hizo presente en forma generosa, colmada de riquezas. Ay, si entonces, cuando su soledad se añadía la ruptura abrupta con todo lo acostumbrado... si entonces hubiera tenido yo esta misma capacidad de aliento que ahora me resulta tan fácil. Es casi imposible que una persona profundice en su autoconocimiento en momentos de plenitud; las angustias de aquella soledad pretérita le parecen ahora confusos errores, se entrega usted a la ceguera de la felicidad y niega el verdadero perfil de su realidad interior. Pero la preparación que usted tuvo fue mucho más esencial, usted no ha renunciado a nada conocido, todas las características de su penuria y aislamiento brillan ahora bajo el resplandor de la acogida y devuelven esa luz en el acto de la generosidad. Aquí es donde su felicidad adquiere la máxima justificación, la absoluta seguridad (de modo que puede considerarse “indestructible”) porque sus experiencias anteriores, que antes parecían demasiado serias, pueden estar presentes en este nuevo momento de claridad

La inmensa alegría que me produjo su carta trae aparejada satisfacciones menores. Incluso Michael se beneficia con el alejamiento temporario del viejo jardín... qué felices deben sentirse ustedes al alcanzar esta temprana primavera cultivando la huerta.

Con respecto a mí: vivo ahora en este antiguo y pequeño castillo, Berg, absolutamente solo; habito el parque y sus fuentes bajo las ventanas silenciosas. Este es el verdadero retiro que he ansiado tanto desde mi llegada a Suiza para retomar interiormente mi trabajo: pero a pesar de las condiciones favorables, el comienzo es largo y penoso.

Rainer María Rilke

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Château de Muzot sur Sierre, Valais
27 de diciembre de 1921

Esta vez ha contribuido usted a confirmar amorosamente las esperanzas inconscientes que yo guardaba durante la época de Navidad: recibí su carta para la Nochebuena. Lo más maravilloso es que todo lo que usted cuenta concuerda en forma tan perfecta con aquella hora silenciosa y particular. ¿Conoce usted (me pregunto a menudo desde entonces), puede prever con exactitud los frutos (no importan los rumbos que puedan tomar los acontecimientos) de estos años de amistad y trabajo, en el mejor sentido de lo humano y lo terrenal? Ay, puede usted creerme, el empeño en un trabajo positivo, apoyado además por el continuo asentimiento de una cariñosa amistad que tiene los mismos intereses... es mucho, es todo lo que se puede pedir. A esto se agrega el crecimiento y desarrollo de su hijo cuyos enormes progresos se revelan, para mayor felicidad, en los juegos. Si esto no fuera suficiente para convencerla, la pureza de su mirada puede confirmarle la absoluta razón, la fuerza, la nobleza de su situación: la forma en que pudo usted experimentar el fárrago de la ciudad y la dulzura del violín al mismo tiempo... e inmediatamente después la inconmensurabilidad del mar, y todo como lo experimentaría un ángel de paseo entre los mortales. Le refiero todo esto en forma tan explícita para que usted comprenda hasta qué punto me ha enviado un saludo de Navidad. Porque sólo al reflejarse sus experiencias en un profundo espejo de aumento puedo agradecer sus hermosas líneas. No crea que aquello que usted cuenta cae en lo “excesivamente personal”. Un corto paso más y estaría en lo universal, en lo más radical y profundo de la vida: el fragor de las tonalidades esenciales de la existencia, para volver finalmente a su luminosidad infinita donde esos mismos colores se diluyen sin agotarse.

Las pequeñas fotografías tampoco dan testimonio de “excesiva intimidad”. Me alegré tanto al reencontrarme de este modo con ustedes, al conocer todas esas flores. Mientras las contemplaba guardé cuidadoso silencio con el fin de descubrir hasta el más mínimo detalle. Esta tierra contra la que usted se debate... ¿no le deparó una lucha como la de Jacob, en su inocente, florida y condescendiente resistencia?. Las fotografías me hacen pensar en extensas zonas poco pobladas ¿es posible encontrar esto en las inmediaciones de un lugar tan denso como Weimar? En lo cotidiano encuentra usted la esencia de sus elementos primordiales: el cielo, el árbol y la tierra labrada; descubre usted la maravilla de la reserva y la violencia de su desarrollo. Pero el hecho de que experimente usted también la cuarta dimensión del mar, sólo a través de su propia fuerza interior... no es casi el fruto del equilibrio maravilloso de la existencia?

Esta es la alegría, la conmovida emoción que me ha proporcionado su carta; mi respuesta le devuelve todo al plano de la conciencia y se ubica al mismo tiempo en ese espacio en blanco previo que parece gestarse entre Navidad y Año Nuevo. Comprenderla de este modo significa desearle lo mejor: para colmo, uno de esos rojos “bichitos de la buena suerte” punteados de negro, que invernan soñolientos en mi cuarto de trabajo, acaba de posarse sobre el pliegue de esta carta...

Debo decir algo acerca de mí: ya no habrá notado la nueva dirección. En mayo debí abandonar el confortable castillo de Berg que me había protegido tan bien durante todo un invierno. Con el corazón temeroso sentía otra vez una total incertidumbre. Para colmo, los trabajos por los cuales yo me había recluido en Berg no habían avanzado casi nada. Así transcurrió todo el verano, fue una desconcertante y calamitosa preparación para el invierno, que debía tener las mismas condiciones de ..... y silencio que el anterior, ¡Cómo encontrarlas ahora que (tal como usted dice) el mundo arde! Por un momento creí que debía abandonar Suiza: mi condición de extranjero en todas partes se hacía ficticia al intuir que el “hacia dónde” podía deparararme desilusiones fantasmales. Casi con el único objeto de despedirme por última vez viajé hacia el Wallis, este grandioso cantón (que según la opinión general casi ya no es suizo) descubierto por mí un año antes y que ahora tenía el poder de arrojarme otra vez en los brazos abiertos del mundo que yo había perdido: tanto se parecía este poderoso y a la vez delicado paisaje a la Provence, quizás también a algunos lugares de España. Por extraña casualidad encontré aquí un manoir deshabitado durante siglos. Desde el momento en que lo habité comenzó una larga e interminable lucha contra esta vieja y recia torre, que terminó (no hace mucho tiempo) con algo que podría llamarse triunfo, en la medida en que fue capaz de albergarme y protegerme durante el invierno. No fue nada fácil “domar” el castillo de Muzot; sin la ayuda servicial de un amigo suizo habría fracasado toda la conquista a causa de inconvenientes de orden práctico. Ya ve usted, mi hogar (vivo completamente solo con un ama de llaves) no es más grande que el suyo. La fotografía que le mando debió ser tomada antes de 1900. Por esa época cambió de dueño y el viejo manoir sufrió una buena restauración que por suerte no modificó gran cosa, sólo se contuvo el progresivo desmoronamiento de la torre y se agregó un pequeño jardín que se extiende a los pies de la muralla protectora. La mayor sorpresa fue encontrar en su interior una de esas famosas estufas Speckstein de 1656, un techo de vigas de esa misma época, mesas antiguas muy bien labradas, arcones y sillas que también datan de la conocida carpintería del siglo XVII. Esto ya sería suficiente (en especial para una persona que desde su infancia sabe valorar en forma tan intensa la duración y persistencia de los objetos); para colmo las inmediaciones de este valle del Ródano con sus colinas, montañas, capillas, con sus hermosos álamos dispuestos hacia la derecha como en señal de llamada, con esos graciosos caminos extendidos alrededor de los viñedos como los pliegues de una cinta de seda, me recuerdan a aquellos paisajes que contemplábamos en la infancia y nos provocaban la nostalgia de la inmensidad del mundo.

Pienso ahora que usted sabría contemplar todo esto en su justa medida.

Mis mejores deseos

Rainer María Rilke

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Château de Muzot sur Sierre (Valais), Suiza
19 de mayo de 1922

¡Qué hermosa y entrañable su carta de abril! El hecho de estar dirigida sólo a mí se desfiguró detrás de su último deseo: que yo recibiera la carta “amablemente”. Para estar más cerca de la verdad, tendría que haber dicho usted “alegremente”; una alegría con mayúscula. ¿Se da cuenta lo que significa, lo bueno que es lo que usted cuenta? A veces sienta usted quizá los embates del duro metal de la realidad, pero yo aquí percibo el sonido, las campanadas (en especial si es usted quien las profiere en forma tan sincera y rotunda) en sus verdaderas dimensiones de libertad y espacialidad.

La crudeza de este duro e implacable invierno debe haber sido para usted una especie de alegría congelada, un bloque de futuro que ahora se derrite (así lo espero) con estrépito durante la primavera. ¡Ahora se saludan nuestros jardines! He plantado (no tanto a través de mi intervención directa porque carezco de práctica, experiencia y empeño) más de cien rosas; mi trabajo se limita al hecho de regarlas todas las noches. Es lo único que puedo hacer, pero como todo depende de los matices, contemplado desde otro punto de vista, se puede decir que en el silencioso correr del agua se otorga algo al inconmensurable fluir del crecimiento universal.

Lo que me asombra y me preocupa es su enorme dedicación a la tierra aun bajo las circunstancias menos propicias. A mí me falta el talento y la economía de acción. Si a veces lo intento, nunca lo hago sin prisa. El apuro y el atropello no son condiciones propias de la jardinería. Pero qué alegría y renovación es pasar del trabajo espiritual al trabajo manual, cuánto provecho podría sacar el uno del otro si se tuviera oficio, seguridad, experiencia, dedicación, en una palabra: conocimiento. Yo soy más propenso al cultivo interno, a contemplar las profundidades. De este modo cultivo sus cartas y sus flores (ambas pertenecen al mismo credo).

Mi jardín interior floreció maravillosamente durante este último invierno. La súbita y sana conciencia de mis tierras labradas con profundidad me otorgaron el fruto de una gran cosecha espiritual, una fortaleza no experimentada desde hacía mucho tiempo. Pude retomar los trabajos que valoro por encima de todo (comenzaron en la mayor soledad en 1912 y los abandoné a partir de 1914 y a través de un esfuerzo incalculable logré terminarlos. Mientras tanto se gestaba a la par un trabajo menor, una especie de afluente secundario constituido por más de cincuenta sonetos, llamados sonetos a Orfeo, escritos para el sepulcro de una niña difunta. (He incluido siete en un cuadernillo que le adjunto). Si la elección hubiera sido mayor o si pudiera mostrarle la obra completa, se daría usted cuenta hasta qué punto se asemejan las vivencias de nuestros inviernos. Escribe usted acerca de la plenitud y de la riqueza de la existencia interior, acerca de una posesión capaz de superar y desmentir de antemano todas las posibles carencias y de antemano todas las posibles pérdidas posteriores. Experimenté exactamente eso durante el pasado invierno sumido en las profundidades de mi trabajo, y supe para siempre como no lo había sabido antes: a través de su insuperable caudal de riquezas, la vida se anticipa con creces a toda carencia posterior. ¿A qué le tememos tanto entonces? ¡Sería muy peligroso olvidar esto por más que tantas cosas nos ayudan a recordarlo siempre!

Rainer Maria Rilke

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Château de Muzot sur Sierre (Valais), Suiza
2 de febrero de 1923

Esas  mismas angustias y atropellos que le hacen padecer tanto, me sumen en un enmudecimiento cada vez mayor. Cuántas veces, querida amiga, me había propuesto contestar su anteúltima carta y no lo hice esperando encontrar un momento más propicio, más feliz: quería demostrarle hasta qué punto me había emocionado (con sus enormes-cuatro-hojas). Pero el verano, y en especial el otoño estuvieron plagados de inseguridades, y si ahora intento reproducir las mismas condiciones del último invierno, solo y encerrado en mi vieja torre, lo hago con gran fatiga. En parte porque mi salud es más irregular, y en parte por aquellas insistentes molestias que hacen fastidioso cualquier comienzo a una frase que usted escribe: “la mitad de mis pensamientos diurnos ya no me pertenecen y las noches están plagadas de visiones febriles.” A mí me sucede lo mismo. ¿Qué es lo que pasa? ¿Qué somos nosotros en estos acontecimientos? La atmósfera de la guerra era la misma: se trata de una calamidad extraña y compulsiva a la vez, que apenas nos pertenece pero que nos involucra a todos. A menudo siento que podría elevarme por sobre todo esto con un suspiro. A veces, caminando por las praderas del verano, el roce de algún pimpollo parece convertirse en la respuesta que trae aires liberadores... dudosa consolación del ánimo gestada a partir de algún exceso contenido.

Desde mi punto de vista, tal como experimento las cosas de acuerdo con mi posición y temperamento, no tengo dudas de que sea Alemania, en el desconocimiento de sí misma, la que detiene al mundo. La múltiple conformación de mi sangre y una educación prolongada me confieren una distancia peculiar para observar los hechos de este modo. En 1918, en el momento de la caída, Alemania podría haber hecho avergonzar y estremecer al mundo entero con acto de profunda autenticidad y renunciamiento: a través de la evidente y resuelta renuncia a esa prosperidad mal desarrollada. En una palabra, a través de aquella humildad infinitamente más propia, ese elemento de su dignidad que se habría anticipado a esa humildad impuesta y compulsiva que vino después. En aquella época (así lo esperé por un momento) todavía se podía restaurar, reemplazar ese rostro apenas subjetivo, unilateral de Alemania por aquel trazo perdido de humildad constructiva tan características de los dibujos de Durero. Tal vez había hombres que percibían esto, cuya confianza y deseos estuvieron empeñado sen esa corrección. Ahora contemplados los resultados: nada se ha corregido. No hubo mesura, Alemania perdió la oportunidad de mostrar su mejor, su más puro sentido de la medida que tiene sus raíces en las más viejas tradiciones. No pudo volver atrás, renovarse esencialmente, no fue capaz de restituir aquella dignidad que se gesta sólo a partir de la humildad. Alemania esta empeñada en una salvación superficial, apresurada, tendenciosa, sin sentido. No quería nada más que rendir, producir, elevarse y alejarse en vez de soportar y sufrir de acuerdo con su naturaleza más profunda. No quiso estar preparada para su propio milagro. Quería preservar en vez de transformarse. Ahora lo sentimos todos: ...algo faltó, faltó un acontecimiento que frenara todo esto, un peldaño de la escalera. De ahí la preocupación indescriptible, la angustia, el presentimiento de una caída tremenda e impetuosa.”

¿Qué hacer? Permanezcamos sobre esta isla aún silenciosa y digna de confianza, trabajemos en lo nuestro padeciendo y sufriendo lo propio. Mi isla no es más permanente ni segura que la suya, yo su huésped, usted es inquilina. ¿Su contrato vence realmente en otoño? Después de tres años de renovar y transformar esas tierras para su dueño ¿no hay posibilidades de disuadirlo? Comprendo que es muy difícil encontrar otro sitio de condiciones similares. Viajar ahora a la Argentina tiene muy poco que ver con su ocupación y con su necesidad de encontrar raíces en una tierra en cierto modo más complaciente, más acogedora. De todas maneras, creo que la situación allí no es tan propicia como antes, hace falta un gran esfuerzo y mucho valor.

Pero qué resultados, qué beneficios tan enormes tienen usted al contemplar retrospectivamente estos años en Weimar. Esta riqueza es tan firme, que si usted no hubiera pensado en trazar esa línea en la tercera hoja para hacer la suma de experiencias, yo habría percibido la misma plenitud, la misma vitalidad a través de sus palabras (aun de las más angustiantes).

Esto me permite, como siempre, esperar lo mejor para usted, aquello que deseo y amo porque lo merece usted con creces.

RMR

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Château de Muzot sur Sierre (Valais), Suiza
27 de enero de 1924 (domingo)

¡Así es que los dos nos habíamos preocupado ante el silencio del otro! Mi primera reacción al recibir su carta, fue darla vuelta. Cuando reconocí su vieja dirección se me ocurrió pensar que la mayor parte de mis temores no tenían razón de ser. ¡Pero no era así! Su carta me demuestra qué difícil se ha vuelto todo para usted. Todavía no puedo hacerme a la idea de que todo sea como usted lo cuenta. No se trata de falta de comprensión, entiendo su desconcierto, su cansancio, esta profunda decepción de su naturaleza, el hecho de que usted no haya logrado nada después de tanto esfuerzo. Yo creía que merecía usted más que nadie esa sincera posesión de la tierra... y para ser absolutamente sincero: mis esperanzas no se han desvanecido todavía. ¿Acaso ya no hay lugar para la recapacitación? ¿Habla usted de planes precipitados? ¿Acaso no ha hecho usted demasiados y todavía está a tiempo de reconsiderar alguno más próximo, anterior a esta gran despedida? La situación en que usted se halla no es la más propicia para tomar grandes determinaciones. Le aconsejaría que hiciera todo, menos lo definitivo. Y si nada se ha logrado, si todo debe comenzar desde el principio, debe intentar tomarse unas vacaciones, un respiro, una pequeña tranquilidad entre dos penas. Ese nuevo comienzo en otro hogar ¿debe realizarse forzosamente en otro continente, no hay ningún rincón de tierra en Alemania que sea capaz de mantenerla aquí? Ya sé, es muy cómodo preguntarle todo esto desde aquí cuando usted me acaba de asegurar lo contrario... Pero usted utilizó la palabra “desconcierto”, y lo único que puedo hacer es recordarle el fracaso de todas las decisiones apresuradas. Ay, cómo no entenderla profundamente cuando cree merecer “silencio y paz” en estos momentos. Al parecer, hay países donde no se puede pretender algo semejante en medio del tumulto. Percibimos constantemente que ya no se manifiesta aquella cualidad característica de un mundo menos destruido, que  restablece el equilibrio de alguna situación interior. Falta esa circunstancia extrema que aparece como respuesta cuando terminamos un trabajo, falta el “juego”, el juego maravilloso e ingenuo de esos acontecimientos que modifican nuestra espontánea manera de enfrentarnos a las posibilidades, las mutaciones, los determinismos... falta esa tranquila respuesta del destino que satisfacía esa pregunta esencial que se había gestado en nosotros (la pregunta tenía solución aún antes de que nos diésemos cuenta de que estaba formulada). En la actualidad veo mucha gente que padece porque ha perdido sus ingresos habituales. Sólo los desesperados por la codicia permanecen impasibles, no se asombran, porque nada interrumpe el fárrago de sus pretensiones; ellos no conocen la llamada interior. En estos momentos yo estoy del todo con usted, trato de comprender su padecimiento y no me cuesta percibir cómo sufre. ¡Pero soy incapaz de darle algún consejo! Me doy cuenta de que todo es injusto, pero desde la guerra la injusticia se ha instalado entre nosotros con una peculiar insistencia y no hay otro refugio más que en la profunda existencia interior. Es justamente allí donde se ha fortalecido usted. Gracias al trabajo de todos estos años se ha hecho usted más inasible, más segura. No la engañe el hecho de que esto no se manifieste en forma inmediata. El cansancio, la decepción, el continuo desasosiego le hacen perder el dominio sobre sí misma, por eso todo lo acostumbrado se vuelve extraño.

Algún motivo me impedía, comprenda usted, mandarle las Elegías... intuía su declinación y sabía que no era el momento más propicio para imponerle una lectura enorme y a veces fatigosa. También se coartaba un continuo y persistente malestar físico, tan molesto últimamente, que me vi en la obligación de ponerme bajo vigilancia médica (igual que durante el último verano) de la que me libré recién hace una semana. Durante veintitrés años, después de atravesar tierra y padecer tantos acontecimientos, pude luchar solo contra las molestias de mi cuerpo. Mi relación con él es tan fluida que la intervención del médico se me antoja como una cuña que ha penetrado en la acostumbrada articulación de mi unidad. ¡Un intruso salvador! Tuve muya suerte de todos modos porque di con un auxiliador al que puedo hablarle como a un amigo. Nos pusimos de acuerdo en reducir al mínimo la cantidad de medicamentos, sólo lo necesario como para respaldar en parte las vacilaciones de la naturaleza (que durante varias décadas mostró tener buenas intenciones conmigo) y ayudarle a reestablecer un nuevo equilibrio. Nunca he trazado límites precisos entre alma, espíritu y cuerpo: uno influyó sobre el otro y cada uno me ofreció maravillas y valores... de modo que me resultaría extraño y novedoso enfrentar o más bien anteponer al principio espiritual a un cuerpo enfermizo y desfalleciente. Esta actitud hace que sufra más que nadie las molestias corporales: todo lo que he logrado, toda inteligencia, toda manifestación proviene de la concordancia, de la solidaria alegría de todos mis elementos.

Suficiente; no me agrada hablar acerca de todo esto. Apenas soportaría tener a alguien alrededor mío estando yo enfermo, un deseo bestial de esconderme y refugiarme determinaría entonces todos mis movimientos. Aquí, hoy me he permitido ser tan explícito (excepcionalmente) porque una noticia más breve, más velada, hubiera destruido la sensación de cercania que tanto necesitaba manifestarle en estas páginas. Escríbame todo lo que le suceda en el transcurso de estos días sacrificados, todo pensamiento, deseo, impulso, temor que la asalte; n o prometo contestarle siempre. (Puede imaginar usted cómo se han acrecentado mis deudas en materia de trabajo y correspondencia mientras estuve recluido e incapacitado). Pero yo me daré por enterado; cuanto más sepa acerca de usted, tanto más íntima y esencial será mi palabra que llegue en determinadas circunstancias.

RMR.

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Château de Muzot sur Sierre (Valais), Suiza
11 de febrero de 1924

Sí, fue una verdadera sorpresa recibir, después de su penúltima carta, esta otra que refleja como en pequeños y alegres espejos todas estas nuevas luces que han comenzado a brillar. Están tan bien instaladas en el firmamento, que casi no se me ocurre preocuparme por su camino de ascenso hacia la claridad. Todos los días pienso en usted y deseo que sepa mantenerse bajo el ámbito de su propia influencia, que sea capaz de comprender todas las señales de este cielo. ¿No cree ser demasiado condescendiente cuando se siente tan dispuesta a aceptar el rostro de un destino, a tomar como definitiva la insospechada forma abierta de un futuro que recién se soslaya? ¿Qué es la vida sino justamente ese riesgo de contemplar una forma que algún día se convierte en una carga demasiado pesada para nuestros hombros y nos libera entonces hacia una nueva transformación para que penetremos otra vez en el reino de la amistad con los seres encantados?

La situación en la que usted se hallaba después de tanto esfuerzo modesto y auténtico, humilde y a la vez lleno de esperanzas de reconocimiento, no podía (pienso yo) concluir en nada falso para usted... La voz que clamaba merece confianza, merece su mayor atención y merece alegría.

R.
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