Tomado del libro del mismo
nombre, editorial Sudamericana, 1961
Por León Mirlas
1 – Mundo y espíritu del teatro de O’Neill
Pocos artistas han sabido recrear
mejor la miseria de la vida cotidiana para envolverla en una atmósfera de
sugestión y de lirismo que Eugene O’Neill. En todo el panorama del teatro
contemporáneo, difícilmente podrá hallarse a un escritor más puro, más austero.
O’Neill es un creador que se exige a sí mismo esfuerzos inauditos, un poeta que
trabaja con el mismo rigor, con verdadero ascetismo. Sus obras no siempre están
logradas, pero jamás les falta una noble aspiración de vuelo. Si en un drama
hay autenticidad, es porque se manifiesta fiel a sí mismo; si hay humanidad, es
porque jamás bastardea a sus personajes. Autenticidad y humanidad: he aquí los
dos polos entre los cuales oscila su poder creador.
O’Neill ha construido todo un
mundo, un mundo propio, donde los seres son recogidos por las leyes de la
necesidad. Todos sus personajes son como son no porque lo haya querido el
autor, sino porque la vida es así, perversa y terrible, llena de anormalidades
y contradicciones, caótica y carente de equilibrio, de orden y de lógica. Y esa
vigorosa belleza de la verdad, esa sucia y desgreñada belleza de lo que es irremediablemente
como es y que presenta en absurda promiscuidad la debilidad de la fuerza, lo
delicado y lo tosco, lo respetable y lo humillante, lo puro y lo repulsivo, esa
intensidad de la vida que se presenta tal como es, desnuda, con la candorosa
desnudez de quien conoce la vergüenza, es lo que atrae y apasiona a O’Neill.
Por eso, porque ama la verdad y
cree en su fuerza catártica, O’Neill es un trágico. Tiene como pocos el sentido
esquiliano de la vida y sólo escribe ocasionalmente una comedia riente –“Ah,
soledad”- o una sátira –“Los millones de Marco Polo”- que iluminan como un
relámpago risueño su mundo sombrío y lacerarte. Para él, la vida es un
espectáculo amargo e intensamente dramático en que es forzoso aceptarlo todo,
recibir todas las cartas: tal es la regla del juego. El amor, el odio, la
codicia, la lucha constante del demonio con el ángel, apenas son en su teatro
los elementos de una misma concepción patética del mundo. Por momentos, entre
sus meandros sombríos, entre sus sinuosidades siniestras, se eleva el canto de
una voz pura, se percibe el acento de la esperanza; pero esto es un espejismos.
La mayoría de sus personajes son unos malditos, que sólo pueden hallar una
solución en el regreso a la tierra –como cuando Sibila, en “El Gran Dios Brown”,
arropa al hombre innominado, Anthony Brown, para el último viaje- o en el
nirvana de una taberna donde se ha detenido el tiempo o en la jaula de un
gorila.
O’Neill ama a sus agonistas y se
compadece de ellos: lo mismo cuando se trata del mediocre Billy Brown que del
apasionado Dion Amthony, del burdamentente práctico Marco Polo que del soñador
Robert Mayo. No tiene predilección por los santos, los puros, los hermosos:
casi diríamos que prefiere a los seres desdichados, a los míseros, hasta a los
canallescos, porque sabe que necesitan más amor, que están degradados o son
viles porque alguna vez les hizo falta amor y no lo tuvieron.
Aunque O’Neill no aparece ni se
advierte cuando mueve los hilos de la trama, cumple con lo preceptuado por
Flaubert para el verdadero artista: “El artista, como Dios, debe estar en todas
partes y no aparecer en ninguna”. Por eso, el acto de presencia del dramaturgo
se realiza indirectamente: su espíritu vive en todos y cada uno de sus
personajes. Así como en la tragedia ática, por ser antitrágicos los personajes
humanos, detrás de la máscara de cada comediante se ocultaba el dios, así,
también detrás de las máscaras de los personajes de O’Neill, de sus rostros
psicológicos, se adivina siempre, agazapado, al hombre dionisíaco que se llama
Eugene O’Neill, el dionisíaco enfrenado y contenido frente al misterio del
trasmundo, al miedo metafísico que domina a Brown y derrota a Jones y al cual
procura vencer Lázaro.
¿Qué mundo es este que ha creado
el autor de “El mono velludo”? ¿Qué ámbito inmenso es el que ha llenado de
voces y desgarramientos y figuras patéticas y simbólicas? Es, ya lo dijimos, el
mundo de la necesidad, el mundo tal como es. Pero O’Neill llevaba en sí todo el
amargo fatalismo de la vida, toda su inevitable crueldad y halló su espejo en
el mundo, tan esquiliano y fatal como su propia alma. Y entonces se confundió
con él, se lo apropió, lo trasvasó a sus dramas. Feliz encuentro de O’Neill con
este universo suyo, dolorosos, fuerte, trepidante, intenso: rara y feliz simbiosis
de la cual surgen la identificación total del artista con el fracaso y el dolor
ajenos, con el drama de la especie.
En el mundo de O’Neill nadie obra
libremente, guiado por el mero capricho de su voluntad. El concepto de la
libertad, que es una obsesionante pesadilla intelectual en el teatro de Sartre
y de Camus, desaparece aquí totalmente. Los personajes de O’Neill están
predeterminados, su futuro es irrevocable, no pueden especular siquiera con la
idea de la libertad. Desde que aparece en escena Yank, puede preverse que lo
destruirá su propio impulso ingobernable, que se despeñará en alguna parte como
toda fuerza ciega: O’Neill lo hace terminar en la jaula del Gorila, un abismo
como cualquier otro; desde que la Nina Leeds de “Extraño interludio” empieza a
pregonar sus apetitos y sus sueños, se adivina que está condenada a ser una
insatisfecha y que sólo podrá envejecer apaciblemente junto a Marsden, el
indiferenciado sexual; Brutus Jones no saldrá jamás de la selva ni podrá
evadirse de sus obsesiones; Jim Harris será siempre la máscara del negro para
Ella Downey; Robert Mayo nunca llegará más allá del horizonte; Dion Anthony
está predestinado a sucumbir bajo el peso de sus sueños y Billy Brown a
envidiar su vitalidad creadora; Marco Polo perseguirá siempre al oro como
Soanes Forsyte de Galsworthy, sin ver a su lado a la Belleza.
Desde luego, no se trata de un
determinismo impuesto, forzado, como el que suele gobernar los destinos en el
teatro de Lenormand –“El tiempo es un sueño”, “El hombre y sus fantasmas”- ya
que deriva de la línea psicológica de los personajes. Yank concluye como
concluye porque es la fuerza irresponsable: Jones, al entrar a la selva, está
signado por la muerte porque es, en el fondo, una fuerza natural y volverá a
sus orígenes y a las fuentes y raíces de su vida al enfrentarse con la
naturaleza y entonces subirán por su sangre todos los clamores de su ancestro;
Eben está perdido apenas ve a Abbie porque él es como es y ella es como es. El
dramaturgo se limita a reconocer lo que contienen potencialmente sus personajes
y los abandona a su destino. En las piezas de Lenormand que hemos mencionado se
advierte al autor empujando a sus entes hacia el desenlace inevitable y de
rigurosa causalidad, para demostrar prácticamente la viabilidad de alguna
teoría de Freud, de Marañón o del propio Lenormand. A O’Neill eso le parece
superfluo, ya que los seres humanos, para él, llevan latente una desarmonía con
el medio o un desequilibrio psíquico y basta con que el dramaturgo dé vida a
sus personajes y los deje obrar. La tragedia será inevitable y llegarán a las
últimas consecuencias de sus actos.
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