Tomado del libro El amante de Lady Chatterley
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Una vez terminado su manuscrito, Lawrence dejó al editor o a sus colaboradores el cuidado de podar todo aquello que el espíritu público no pudiera soportar: no es el primer novelista de su país que ignora la necesidad de contar con la estupidez humana. Pero los dolores físicos, el llamado repetido de la mente, debieron intensificar su voluntad de escribir y de publicar, antes de morir, su libro. Y quizás esta obra en ninguna parte producirá más confusión que en Francia, precisamente porque está basada en el erotismo. Entre nosotros, el erotismo se opone a las otras pasiones, a la vanidad sobre todo (de ahí el sadismo sutil de "Relaciones peligrosas"). El dominio de un héroe de Nerciat sobre sus sensaciones, de un Valmont sobre las de sus compañeras, los hace odiosos a Lawrence, para quien la conciencia exaltada de la sensualidad, puede ser el único medio existente para combatir la soledad humana. Que Restif, hábil y voluptuoso frente a la violación de Mme. Parangon, en una novela, se vuelva tan tonto en sus obras clandestinas, puede parecer singular; pero es que para él, como para todos nuestros autores de "vedados", el libro erótico es un medio en que la sensación es el fin. Esos medios varían con los autores, pero los siglos los arrastran a todos por una corriente muy estrecha.
Tenemos, desde luego, en el Renacimiento sobre todo, la técnica física del erotismo. Después, en los albores del siglo XVIII, la técnica psicológica: los hombres de raza blanca descubren que, para ellos mismos una idea puede ser tal vez más excitante que un instrumento y hasta que la belleza de un cuerpo. Después viene la individualización del erotismo: el libro perfecto del fin del siglo XIX, bajo este aspecto, pudo ser un suplemento al "Rojo y Negro", en el que Stendahl nos dijera cómo Julián cohabita con Mme. Rénal y Matilde, y la diferencia de placeres que los tres experimentaban.
Cada una de estas fases intensifica el erotismo, le da una mayor importancia en la vida de los hombres. Se acerca cada vez más al individuo. Era el diablo y su nuevo hombre: lo vamos a ver adelantarse al hombre y convertirse en su razón de ser. Ahí reside el interés esencial de este libro, y también su interés histórico: el erotismo deja de ser aquí la "expresión" del individuo. Se convierte en un estado de alma, un estado de vida, como el opio para los chinos de las últimas dinastías: es el individuo, ahora, el que no es más que un medio.
Hay en Francia un individualismo psicológico y un individualismo ético, casi siempre confundidos. El primero atribuye sus valores a la "diferencia", al acrácter único de cada cual; el segundo a un derecho absoluto de obrar reclamando por el individuo. (Rousseau-Gide, de un lado; Nietzsche-Balzac del otro) Lawrence ignora el primero y en cuanto al segundo, lo importante para él no era defender su libertad, sino saber lo que podía hacerse de ella.
A sus ojos, no es por la conciencia de lo que tiene de particular que el individuo se eleva; es por la conciencia más fuerte de lo que tiene en común con tantos otros: el sexo. La crítica inglesa vio, sobre todo en eso, un paganismo: algunos afeminados enfadosamente oxfordianos, le dieron el derecho para ello. Y no existe, sin embargo, un libro menos hedonista. No se trata en él de rehuir el pecado y sí de integrar el erotismo a la vida sin que él pierda la fuerza que le debe al pecado; de darle todo aquello que antes se le dio al amor: de hacer de él el medio de nuestra propia revelación. Lawrence no quiere ser ni feliz, ni grande: quiere únicamente, "ser". Y es más importante para él ser hombre que individuo. El gusto de la diferencia es, entonces, reemplazado por el de una intensidad determinada: se trata de ser hombre... lo más posible. Es decir, hacer de nuestra conciencia erótica, en lo que ella tiene de más viril, el sistema de referencias de nuestra vida.
¿En qué se convierte, entonces, la mujer?
La conciencia que el hombre le da es siempre la clave del misterio que reina en el amor. Para el hindú, la mujer puede ser el instrumento de un contacto con el infinito, "pero como un paisaje"; medio irresponsable, ataca en cada uno de nosotros los rastros del hindú que encuentra, y su primer enemigo es el eterno femenino. Jamás el cristiano vio a la mujer un ser totalmente humano.
La sexualidad femenina se le escapa, pues la experiencia sexual intransferible de un sexo a otro (siempre es el erotismo del otro sexo el misterioso) Irreductiblemente diferente a nosotros, ávida de una unidad en la cual ella se posee más de lo que es poseída, la mujer será, por consiguiente, en "La serpiente emplumada", el instrumento indispensable a la posesión del mundo. La eternidad restaurada está en su sexo y no en sus ojos; pero siempre es eternidad. Como único medio del hombre de hacer su vida más profunda a través del erotismo, como único medio de escapar a la condición humana de los hombres de su tiempo, Lawrence desea poseer la mujer tanto por la carne como por el espíritu; la interroga por boca de todos sus personajes y le consagra el libro que escribió cuando ya estaba fascinado por la muerte.
¿Cómo pasar de esta obsesionante meditación carnal a la vida de las criaturas? Toda la técnica de la novela tiende, por los medios que emplea el autor, a substituir la sensualidad por la persona viviente de Mallors o a la inversa. El deseo de ser madre que hace llorar a Constanza frente a los polluelos y la lleva a cohabitar por primera vez con el guarda, es un artificio: era necesario que las relaciones entre ella y el nuevo amante fueran impersonales, era necesario que fuera su querida antes de saber "quién era", antes de haberle hablado. ¿Qué necesitaba? Revelarse a sí misma por medio de su propia sexualidad. Poco importa la forma de ese despertar. Que Mallors se reduzca, luego, como consecuencia, a un sexo astuto y anónimo; que no sea en forma alguna, el seductor; el diálogo verdadero se desarrolla entre Lady Chatterley y ella misma. Nunca Mallors pudo oponerse profundamente a ella; él es un matiz, está individualizado, "pero no es autónomo" Un guarda-bosque no es necesariamente un antiguo oficial ni un amante perspicaz, ni un hombre de valer. Mallors habla "patois", pero con premeditación y su sentido del destino humano domina el de sir Clifford: lady Chatterley tuvo suerte. Atada a su sexo, entre su asco y la muerte, pudo encontrar en su amante nada más que un fantasma... o un enemigo. Frente a un hombre que busca tan apasionadamente su razón de ser, yo desconfío de las garantías ocultas en lo más profundo de su carne y de su sangre. Temo, entonces, su naturaleza y su duración. Pues un gran sabor de soledad acompaña a estos personajes de Lawrence; para este predicador de la pareja, el "otro" no cuenta nada. El conflicto o el acuerdo se establece entre el ser y su sensación.
Su arte consiste en salvar por la pintura convincente de un sentimiento primitivo y profundo. -el deseo de maternidad, por ejemplo- el pasaje de la ficción a la afirmación ética. Y la doctrina es inseparable de este arte, del jadeo febril con el cual se esfuerza por hacer deslumbradoras la faz oscura de la vida. Es por ese arte, sobre todo, que se reduce la importancia de la personalidad del compañero, compañero que no es más el amante, que no vale más que por la conciencia que él tiene de un estado particular que puede alcanzar o dar. No hay necesidad alguna dque tal compañero sea "único". Luego, nuestro amor-pasión reposa sobre ese carácter único del amante, de la querida. Se trata de destruir nuestro mito del amor y de crear un nuevo mito de la sexualidad: de hacer del erotismo un "valor"
¿Qué podemos esperar nocotros en esa región de mitos? Tal vez más conciencia. Tenemos nuestra actitud vital por normal, universal y humana. Desde la India, sin embargo ella sorprende a los asiáticos. Cuando les decimos que ella es racional, ellos nos responden confúsamente que nuestra música, nuestra pintura, tiene una base erótica, y que nuestra literatura casi no trata más que del amor. De esta erotización del universo que nos atribuyen los asiáticos, ¿qué sabemos nosotros?
Un mito no puede ser objeto de discusión: vive o no vive. El no apela a nuestra razón, sino a nuestra complicidad. El nos ataca con nuestros deseos, en nuestros embriones de experiencia; es por eso que la ética, después de un siglo, se expresa tan voluntariamente por la ficción. Profetizar sobre esto sería entregarse al vano trabajo de profetizar sobre el mundo: los mitos no se desarrollan en la medida en que ellos dirigen los sentimientos, pero sí en aquella en que los justifican...
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