viernes, 31 de agosto de 2012

LEÓNIDAS GAMBARTES

LO INDÍGENA Y LA TIERRA EN LA PINTURA DE GAMBARTES
Por Roger Pla


   No es tanto la tierra o el hombre lo que sirve le tema a la pintura de Gambartes -aunque al propio artista sólo le interese saber, quizás, que su tema es la tierra y aquellas criaturas que de algún modo se le muestran como confundidas con la tierra- sino el pasado de esta tierra y de estas criaturas. En otro términos, lo telúrico, en su imbricación profunda con lo indígena, constituye el último estrato del contenido de su obra. Dentro de esta trama temática, o, con más exactitud, identificado con ella, su repertorio formal, su medio expresivo, se apoya y se vale de la sabiduría técnica "culta", aquella que hoy da su rendimiento en las direcciones preferentemente abstractas del arte moderno. En este sentido, mientras por la forma Gambartes se muestra como un pintor occidental culto, por el contenido es un indígena americano, un primitivo. Factores ambos que, cuando se conjugan como en esta obra engendrando un valor artístico absoluto en sí mismo, revelan no una mera utilización mecánica de determinados recursos técnicos puestos al servicio de un deliberado propósito temático sino una sola unidad expresiva de doble raíz, irracional la una, racional la otra, confundidas ambas probablemente en estado de lucha, pero sin victorias ni derrotas reciprocas, tal, por otra parte, como ocurre siempre en toda verdadera obra de arte. En este sentido, lo "oculto" y lo "primitivo" se conjugan en Gambartes tal como se han conjugado en la obra de otros artistas del continente americano. Pero si en México, Cuba o Brasil esto no nos ha producido ningún asombro, nos lo produce, por cierto, en la Argentina, donde tal eventualidad configura un hecho verdaderamente insólito.
    Esto se comprende no bien se piensa en el hecho notorio de que la estructura étnica de la Argentina es muy distinta de la del
resto de América. Debido a ciertas diferencias específicas en su desarrollo histórico, nuestro país ha quedado al margen de su propio pasado indígena. Así, por ejemplo, mientras la gravitación del elemento africano importado en tiempos de la esclavitud es aquí inexistente, pues su afluencia se verificó en pequeñísima escala y fue rápidamente suprimida, la de los grupos indígenas ha quedado prácticamente, y grosso modo, limitada al mestizaje, en principal medida el derivado del grupo guaraní -que antes se extendía desde el Brasil hasta el Río de la Plata-, y del colla -los descendientes, en general, de la población inca-. Pero aun ambos arrinconados, y, o bien confundidos racialmente con los blancos en los centros poblados, o bien relegados a la periferia de sus comarcas de origen y todos en un proceso de creciente mestizaje o desaparición. 

    Una de las causas fundamentales que explica esta "europeización" casi total de la Argentina debe verse, no tanto en la persecución deliberada y sistemática de esas minorías raciales -aunque primero las encomiendas y luego, instituida ya la república, las "expediciones al desierto" hicieron mucho en este sentido- sino la afluencia inmigratoria "aluvional", como ha sido llamada, que se opera en el país a partir del primer decenio de este siglo y que fue algo así como el golpe de gracia en esta liquidación de los grupos raciales primitivos. Fue ella la que dio su fisonomía decisiva a nuestra tierra, y es este factor el que explica por qué nuestra pintura -entre otras manifestaciones culturales- ha sido y sigue siendo una pintura de acento y tono europeo, objetivo este último que en modo alguno implica una intención peyorativa, pues no deja de conservar un tono peculiar, originalísimo y fino, cuando es auténtico, y el cual precisamente le confiere una dignidad y una legalidad que tornan absurdas todas las declamaciones.

    No es extraño, entonces, que el arte argentino, como ocurre en su literatura y en su música, no registre esos matices fuertemente telúricos donde vibran las raíces del pasado étnico continental que caracteriza, por ejemplo, el arte de México, Cuba o Brasil. El caso de un Tamayo, un Portinari, un Mérida -en otro sentido aún un Siqueiros, un Rivera, un Orozco-, no se produce en la Argentina, simplemente, porque el estado mental y sensible que insinúa la obra de estos artistas, desde tan diversas apoyaturas estéticas, es el estado sensible y mental que corresponde a un conglomerado étnico donde la raza blanca está como soliviantada y urgida por las vivencias de una raza anterior aun no sofocada, y lo bastante fuerte como para introducir en ella las resonancias de su mundo mágico, ancestral o simplemente vivo. La Argentina, en cambio, es hoy un conglomerado blanco sin presiones apreciables internas de otro tipo racial al que hubiese sofocado. Por eso parecía poco menos que imposible trasladar a su arte las aspiraciones indoamericanas, y, cuando este se intentaba, sólo se conseguía una cosa chirle, deliberada, un mero propósito teórico sin posibilidad alguna de profundidad. Y por eso también la sorpresa que produce la aparición de un pintor que, simplemente, quiebra los marcos de esta lógica aparentemente férrea, abandona resueltamente y desde un principio los contenidos "europeos" que parecían ser las únicas y naturales vías de expresión nacional, y sin discusiones teóricas ni manifiestos lleno; de propósitos más o menos verbales, sin deliberadas posturas fisóficosociales, muestra una obra ya hecha y madura donde se registra esta yeta indígena, telúrica, indoamericana, y con una tremenda, rotunda profundidad.


    Esto es tanto más notable cuando Gambartes ni siquiera pertenece a las provincias del norte, donde podría admitirse conjeturalmente un arte de contenido "americano’, en el momento en que esas regiones lograran convertirse en un centro de producción cultural independiente. Cosa poco probable, por otra parte, pues su proceso parece seguir tras los pasos del que se registrara en el sur, con centro de irradiación en la cuenca del Plata. Gambartes no viajó al norte, movido como otros, por decisiones voluntarias. Aquellos que, por razones teóricofilosóficas quisieron recoger nuestro mundo indígena -preferentemente, por cierto, el colla, pues es el más fuerte y cohesivo-, no lograron, al retorno de su viaje -y lo mismo ha ocurrido en literatura y en música- hacer otra cosa que un arte turista. La temática indígena no parecía lo bastante fuerte como para introducirse espontáneamente en la pintura moderna, y su vigor sólo le permitía manifestarse en el folklore anónimo, popular, fenómeno de distinta naturaleza espiritual y psicológica. El pintor rosarino no sintió la atracción de esta temática por vías filosófica o ideológica. No se movió de Rosario, que es una ciudad de casi setecientos mil habitantes y, en resumen, un Buenos Aires más chico, a poco más de trescientos kilómetros de la capital federal.

    Pero en sus vagabundeos por los aledaños de la ciudad se sintió poderosamente atraído por la gente que habita en los rancheríos dispersos de las barrancas, y a los que el habitante de la ciudad llama despectivamente "la negrada". El tipo de vida de estos rancheríos es primario, sórdido, de un desamparo obstinado, parece a veces voluntario. A Gambartes le interesó esta vida, esta gente, que parece al margen de la otra vida y la otra gente. Le interesaron especialmente, de modo poderoso, casi obsesionante, ciertos tipos. Y es que en estos tipos, lejanos descendientes de quién sabe qué remotos mestizajes, perduraban tenazmente, sus mitos deformados en la superstición popular, sus misteriosas perplejidades, su asombro casi religioso, los restos sobrevivientes de aquellas razas indígenas que, aparentemente desaparecidas, surgen de pronto en los ojos alucinados de un niño moreno, concentrada expresión de una vieja lavandera arrodillada, en soledad de una huraña figura de niño absorto ante el paisaje. Porque esto es lo que ocurrió. El azar, la intuición, acaban de ponerlo frente a un mundo, inadvertido por todos, pero no menos real. Sin saberlo, sin preverlo quizás, se encontró en contacto, a través de ciertos tipos humanos, con una veta del pasado racial americano. Esta "negrada" era en el fondo la presencia viva, para quien supiera intuirla, de lo que resta aún el litoral del mundo indígena. Y fue ella la que reclamó espontáneamente la atención del pintor, no una idea preconcebida que le hubiera hecho viajar en su busca. Le interesaron estos restos de criollaje que todavía hoy cumplen ritos arcaicos, curan sus males con sortilegios quizás precolombinos, recitan extrañas plegarias y miran pasar junto a ellos, sin intervenir en él, el mundo de los "blancos", al que siguen apenas por un momento, sin moverse de su sitio, con sus ojos tremendamente negros, tremendamente ausentes. Las mujeres, cuya ocupación casi única es el lavado de la ropa, se emplean a veces como lavanderas ocasionales; los hombres, cuya preocupación inmediata es la carne o el pez que sacan del río, el pan; su religión y su cultura, en la que privan hechicerías derivadas quizás de viejas magias indígenas; su vicio y su lujo: el mate. Pintó, en este paisaje y estas gentes, todo esto: sus ocupaciones, su mundo mágico, su misterioso letargo, su asombro alucinante. Ese fue su tema. Quizás influyó misteriosamente en esta inclinación de Gambartes, inicialmente intuitiva, la circunstancia racial de que, por vía materna, hay en él mismo, nada más que una gota muy lejana, es cierto, de sangre india. Pero sea como fuere, la verdad es que en las estructuras psicológicas y formales de estas minorías raciales, magia que sobrevive latiendo dentro de un haz de supersticiones populares, en sus dramas color tierra, color resignación, diría en la perplejidad que agranda los ojos casi despavoridos de estas mujeres y estos niños, encontró Gambartes, dirigiéndose, es claro, no a la exterioridad naturalista de estos modelos aislados sino captación esencial de sus raíces indígenas, la vibración de todo pasado racial argentino, tal como, con menos excepcionalidad las telas de un Mérida o un Tamayo sirven en su sabiduría formal a la expresión de una realidad racial mexicana o centroamericana. Pero mientras el pintor mexicano tiene ante la vista vio sólo el espectáculo de esa realidad racial sino también las expresiones artísticas que la perpetúan llegando desde su más remoto pasado -los muros de Bonampak, Teotihuacan, Chichen-Itzá, etcétera-, el pintor argentino sólo tenía ante los ojos estos tipos aislados, estas mujeres y estos niños en cuyo mestizaje sobrevive, muy escondida y eventualmente, aquel mundo racial. Y, cosa muy importante, su paisaje, en el que están como envueltos, como disueltos, como perpetuados desde siglos en la misma eternidad de la tierra, tan confundidos en ella que, con su imperturbable presencia en su paisaje, le confieren por su propio contacto un ángulo de mira nuevo, una visión inusitada. En el caso del artista mexicano no sorprende que la necesidad de expresar un mundo indígena poderoso, cuyos hombres no sobreviven sino que viven junto a él, surgiera naturalmente. El artista mismo podía ser en parte o en todo uno de estos indígenas. El propio estilo artístico de este mundo indígena, sus técnicas de comunicación, conectándose al fin de cuentas por mil sincronismos sutiles con el arte moderno -que no en vano buscó su inspiración en todas las formas arcaicas y primitivas del mundo-, le estaba ya dado, en principio, en sus propios monumentos y murales. Con Gambartes, en cambio, no podía ocurrir nada de esto. Por eso su hazaña es casi paleontológica, ya que de un aislado elemento reconstruyó artística y sensiblemente, bajo el impulso inicial de una intuición, un mundo desaparecido. 


    Pero una vez dada esta intuición inicial, la realización de la obra imponía el logro de los recursos formales adecuados. Como a otros pintores americanos, la experiencia técnica de la pintura moderna, no sólo de la llamada "escuela de París’, le sirvió a Gambartes como un vehículo eficaz para dar cauce a un contenido indigenista. Esto no es casual. El arte moderno, considerado, globalmente, es en sí mismo -y ello constituye la nota esencial y quizás única de su carácter como estilo de época-un arte técnicamente arcaico. Y, por lo tanto, psicológicamente. De ahí su tendencia a buscar inspiración en las formas primitivas y hasta prehistóricas, y su apego a las síntesis violentas del arte negro-africano. Un complejo psicológico-formal como el que configura el mundo indígena debía necesariamente encontrar un medio expresivo eficaz en una sabiduría técnica que, en el fondo, era el producto de un complejo formal y psicológico equivalente. Es esto lo que encontraron, sin suda, Tamayo en México, Mérida en Guatemala, o Portinari en Brasil, al utilizar las enseñanzas de Klee, Picasso, o las generalidades de la pintura abstracta, cada uno partiendo de puntos de arranque independientes, para dar forma a sus contenidos temáticos autóctonos. Y esto, también, lo que puede explicar algunas analogías entre estos pintores inclusive algunos europeos -en el fondo sincronismos espontáneos que un historiador del arte conoce muy bien-, que más que analogías son secretas correspondencias en la base psicológica de estos estilos.
    Gambartes, también desde un punto de arranque personal, siguió la misma experiencia. La deformación expresiva; el valor psicológico de los tonos y la vibración sensible de la línea; el sentido del tiempo y del espacio en función de la trama compositiva; la especulación lúcida con las calidades; el valor metafísico de las tintas planas y la estructura planimétrica -conocida por todos los artistas primitivos, mágicos o religiosos, desde el Giotto hasta los murales de Bonampak-, fueron otros tantos elementos cromáticolineales que aquí no iban a movilizarse por puro esteticismo decorativo, como ocurrió con tantos pintores europeos y, en general, con todos los epígonos del arte moderno, sino en servidumbre de un propósito artístico de contenido: dar presencia pictórica al mundo soterrado y misterioso, atravesado de terrores nocturnos y de soledades insondables, en cuyo seno palpitan como un escondido corazón estas vidas indígenas.
Dentro de esta dirección, la obra de Gambartes podría considerarse agrupando tres registros temáticos fundamentales, que encierran otros tantos aspectos -o enfoques- del "indígena" descubierto en los rancheríos: el grupo de las lavanderas y figuras en el paisaje; el de los payés y de uno menos preciso, donde se agrupan motivos temáticos diversos, pero todos característicos de la vida diaria en los "ranchos".
   El proceso de captación de este "mundo" indígena, a la vez, se produce por dos conductos fundamentales. Uno que opera a través de lo directamente natural o humano. Otro, que trata de fijar las dimensiones de lo esencialmente anímico en la esfera de lo mágico-supersticioso propia de la vida espiritual de estas gentes. Ambas zonas, por cierto, a veces se interpretan, como ocurre en algunas de las figuras en el paisaje, o en algunos motivos anecdóticos: El mate, Soledad, El pan. Pero aunque ambas preocupaciones no están nunca ausentes del espíritu del artista, el grupo de las lavanderas, por ejemplo, y de muchas figuras en el paisaje que le son afines se dirige más directamente al ámbito terrenal, inmediatamente humano, así como la serie de los payés o algunos motivos anecdóticos de curanderismo o de magia -Las prácticas oscuras, La echadora de cartas- se empeñan francamente en exteriorizar todo el contenido anímico, mágico-primitivo, que perdura en estas almas. Así, en el primer caso, el ensimismamiento de las lavanderas o de las mujeres que recogen yuyos en el campo para sus hechizos -Güalicheras, el grupo de Lavanderas, Figuras en el paisaje-, envueltas en ese aire de ausencia que les presta su contracción a los pequeños trabajos que realizan, alcanza una vibración patética, a veces alucinante, por el estatismo impasible de la composición, la síntesis formal de las siluetas, expresivamente deformadas, y el arabesco de los contornos, inscriptos en un fondo donde el paisaje parece latir mansamente en su tierra y su cielo, movido por la multiplicación de los tonos y el juego alternado de neutros y colores francos, sostenidos en una trama que da al paisaje de llanura ribereña su típico carácter siempre cambiante y siempre igual. A veces una figura mira de frente, como en la actitud de ser sorprendida por una cámara fotográfica; pero entonces algo se inmoviliza, en esa figura, los pliegues de su ropa se tornan rígidos, los ojos se oscurecen y se agrandan, y una quietud súbita deja sin aire el paisaje, de modo que todo parece arrancado del tiempo, como una presencia fantástica. Los ritmos lineales que se crean son regulares y simétricos y a los ángulos agudos de la ropa colgada -Lavanderas- responden puntualmente los ángulos agudos, con vértice opuesto, de la ropa que la mujer de frente sostiene en las manos, o de los dos brazos levantados de la mujer de espaldas. A la horizontal del alambre responde la del horizonte, y la del dorso de la mujer agachada, de modo que el conjunto tiende a la inmovilidad. Como una disonancia, sin embargo, el matizado del color, el toque minucioso, policromático, unidos a las deformaciones expresivas, consiguen junto con su sabor de factura arcaica el clima dramático en que sin duda se deslizan estas oscuras existencias. Otras veces (Las hechizadas, por ejemplo), el arabesco se inscribe en un ritmo cerrado provocando un decorativismo casi musical. Pero la paleta, hábil en el manejo de los grises y los neutros, ricos en sabor psicológico, se encarga de atajar el paso a todo posible esteticismo, y predomina el clima de desolación y de misterio casi sobrenatural que está también en el paisaje. Una humanidad elemental y oscura, a veces trágicamente grotesca, surge en estas telas diciendo a gritos que ha sido olvidada, que ha quedado al margen del tiempo. Y esta alucinante sensación se intensifica, luego, en aquellas cabezas (La poseída, El mate), donde todo, o casi todo el mensaje, está encerrado en la expresión. Aquí -como en algunas figuras- puede pensarse en Campligi, en algunas cosas de Tamayo. Pero la analogía es del tipo sincrónico que señalamos ya previamente. El pintor italiano, en sus figuras de sabor pompeyano, en su refinamiento y su delicadeza de toque, no tiene nada que ver con El mate o La poseída. Del mismo modo que Los niños mágicos -esa delicadísima geometría cromática, quizás una de las pocas cosas muy deshumanizadas de Gambartes no tiene nada que ver con Torres García, como no sea en la asimilación de algunos principios compositivos usados en función de una garra artística puramente personal. Sería imposible detenerse en cada uno de estos trabajos. Subrayemos solamente esa notable figura de El mate, una de las cosas, a nuestro juicio, más importantes de Gambartes. El mate, para el indígena -y por extensión para el criollo-, es, además de una necesidad y un vicio, un rito y una ofrenda. Ese doble carácter está en este cromo al yeso logrado incomparablemente y ello no sólo por la expresión penetrante de la cabeza, significativamente deformada -aunque conservando sus rasgos raciales típicos- sino por esa inmaterial sugerencia del fondo, y ese primer plano de la mano de la bombilla y el mate -éste de color tierra, aquélla color yeso, de un blanco que, como el pañuelo de la cabeza, cantan-, y el conjunto afirmado por la impávida verticalidad, todo lo cual le da esa fuerza obsesiva que se apodera del ojo del espectador al primer instante, despertando sorpresa y provocando cierto choque violento. Ese choque, por otra parte, propio de la obra de Gambartes, fruto puntual de toda originalidad fuerte y sin superar el cual es imposible gustar y comprender su pintura.
    El artista utiliza además telas o tablas previamente trabajadas con yeso, materia que le permite, por liberación ocasional del fondo, jugar a veces con calidades de un blanco puro, otras con pigmentos que brotan oportunamente componiendo cierta modalidad de mosaico. A su vez, la acuarela o el temple dejan de ser en sus manos temples o acuarelas, por los manipuleos previos a que los somete, de modo que su materia, sin perder por cierto su dignidad, ha debido casi ser reelaborada por él para lograr las resonancias cromáticas que le interesan. Este tratamiento, que le hace alcanzar oportunamente una calidad de tierra -con la que a veces envuelve, por multiplicación de toques, sus paisajes y sus figuras-, le permite, sin sacrificar la riqueza individual del tono -negros jugosos, ocres densos, blancos puros-, conferir a sus payés una calidad abstracta de esmalte, en unos casos, otros una tersura consistente, con las cuales el payé aparece como amasado en sangre y tierra. El payé es el amuleto mágico con que el nativo cura sus enfermedades, provoca un encantamiento de amor, o desencadena la fatalidad y la muerte sobre su enemigo. La bruja, o la curandera, probable descendiente remota del hechicero litoralense, o del shamán guaraní -que a la vez echa las cartas, proporciona recetas milagrosas o pronuncia conjuros infernales-, hace su payé con secretas materias, y lo entrega a su cliente con recomendaciones determinadas. Generalmente este payé asume la forma de un muñeco diabólico, cuya estructura recuerda ciertas representaciones totémicas y, de modo muy sugestivo, al pez. El poder que se aloja en este payé es terrorífico. Ciertos elementos mágicos que le pertenecen -huesos, plumas- evocan por su forma utensilios del paleolítico europeo. Ese clima de horror y de magia insondable lo traslada Gambartes a la tela en su serie de payés, y todo ello -eso es lo importante- gracias a juegos cromáticos y formales que, abstractamente considerados, están plenos de sentido plástico, de valor formal. Estos monstruos ultraterrenos, estos hijos de una imaginación primitiva, son la representación del pavor. Pero este pavor cristaliza, en estas telas, en pintura. En ellos ya el elemento humano desaparece totalmente y son la representación abstracta del miedo. Un miedo con calidades de sangre y tierra, como el que sustenta sin duda a las concepciones mágicas primitivas. En otras telas -Las prácticas oscuras, Soledad- el contenido cuaja su misma cuerda animista en otras repercusiones psicológicas, y entonces se exhibe, habitando los ojos perplejos de la mujer arrodillada, la idiotez trágica y grotesca de la criatura que cumple su rito en el crepúsculo campesino, o en la grave, taciturna resignación de la mujer que espera quién sabe qué, quizá la resurrección, en la inmensidad del cielo y de la tierra. Y de todo ello nos habla la sonoridad tensa y grave del color, la pirámide truncada de la figura que aplasta el peso de su base sobre el suelo, el hermetismo pétreo del rostro, el juego rápido y terminante de las líneas, que no admite evasión en lo superfluo ni en la musicalidad.

Publicado en Gambartes, Buenos Aires, Ediciones Bonino, 1954. 
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jueves, 30 de agosto de 2012

LAUTREAMONT

El Poeta dijo:


Lautreamont

Los lamentos poéticos de este siglo son sólo sofismas. 
Los primeros principios deben estar fuera de discusión. 
Acepto a Eurípides y a Sófocles; pero no acepto a Esquilo. 
No deis muestra de carecer del más elemental decoro ni de mal gusto hacia el creador. 
Rechazad la incredulidad: será para mí un placer. 
No existen dos géneros de poesía; sólo hay uno. 
Existe una convención poco tácita entre el autor y el lector, por lo cual el primero se llama enfermo y acepta al segundo como enfermero. ¡El poeta es el que consuela a la humanidad! Los papeles se han invertido arbitrariamente. 
No quiero ser difamado con el calificativo de fanfarrón. 
No dejaré Memorias. 
La poesía no es la tempestad, como tampoco el ciclón. Es un río majestuoso y fértil. 
Sólo admitiendo físicamente la noche, se ha llegado a hacerla admitir moralmente. ¡Oh Noches de Young! ¡Cuántas jaquecas me habéis ocasionado! 
No se sueña sino durmiendo. Palabras como sueño, nada de la vida, pasó por la tierra, el adverbio quizás, el trípode desordenado, han infiltrado en vuestras almas esa poesía húmeda de languideces similar a la podredumbre. Sólo hay un paso de las palabras a las ideas. 
Las perturbaciones, las ansiedades, las depravaciones, la muerte, las excepciones en el orden físico o moral, el espíritu de negación, los embrutecimientos, las alucinaciones favorecidas por la voluntad, los tormentos, la destrucción, las lágrimas, las insaciabilidades, las servidumbres, las imaginaciones penetrantes, las novelas, lo inesperado, lo que no debe hacerse, las peculiaridades químicas del buitre misterioso que acecha la carroña de alguna ilusión muerta, las experiencias precoces y abortadas, las oscuridades con caparazón de chinche, la terrible monomanía del orgullo, la inoculación de los estupores profundos, las oraciones fúnebres, las envidias, las traiciones, las tiranías, las impiedades, las irritaciones, los despropósitos agresivos, la demencia, el soleen, los terrores razonados, las inquietudes extrañas que el lector preferiría no sentir, las muecas, las neurosis, las hileras ensangrentadas por las que se hace pasar la lógica que no tiene salida, las exageraciones, la falta de sinceridad, los parloteos, las vulgaridades, lo sombrío, lo lúgubre, los partos peores que los asesinatos, las pasiones, el clan de los novelistas de tribunales, las tragedias, las odas, los melodramas, los extremos presentados perpetuamente, la razón silbada impunemente, los olores de gallina mojada, las insipideces, las ranas, los pulpos, los tiburones, el simún de los desiertos, todo aquello que es sonámbulo, turbio, nocturno, somnífero, noctámbulo, viscoso, foca parlante, equívoco, tuberculoso, espasmódico, afrodisíaco, anémico, tuerto, hermafrodita, bastardo, , albino, pederasta, fenómeno de acuario y mujer barbuda, las horas repletas de desaliento taciturno, las fantasías, las acritudes, los monstruos, los silogismos desmoralizadores, las basuras, lo que es irreflexivo como el niño, la desolación, ese manzanillo intelectual, los chancros perfumados, los muslos con camelias, la culpabilidad de un escritor que rueda por la pendiente de la nada y se desprecia a si mismo con gritos jubilosos, los remordimientos, las hipocresías, las perspectivas imprecisas que os trituran con sus engranajes imperceptibles, los severos escupitajos sobre los axiomas sagrados, , la piojería y sus cosquilleos insinuantes, los prefacios insensatos como los de Cromwell, de la señorita de Maupin y de Dumas hijo, las caducidades, las impotencias, las blasfemias, las asfixias, las sofocaciones, las rabias; frente a esos inmundos osarios que con sólo nombrarlos enrojezco, es hora de reaccionar contra lo que nos ofende y nos doblega autoritariamente. 
Vuestro espíritu es arrastrado perpetuamente fuera de quicio y sorprendido en la trampa de tinieblas construida con grosero artificio por el egoísmo y el amor propio. 

Soñé que había entrado en el cuerpo de un puerco, que no me era fácil salir, y que enlodaba mis cerdas en los pantanos más fangosos. ¿Era ello como una recompensa? Objeto de mis deseos: ¡no pertenecía más a la humanidad! Así interpretaba yo, experimentando una más que profunda alegría. Sin embargo, rebuscaba activamente qué acto de virtud había realizado, para merecer de parte de la providencia este insigne favor. Más ¿quién conoce sus necesidades íntimas, o la causa de sus goces pestilenciales? La metamorfosis no pareció jamás a mis ojos, sino como la alta y magnífica repercusión de una felicidad perfecta que esperaba desde hacia largo tiempo. ¡Por fin había llegado el día en que yo me convirtiese en un puerco! Ensayaba mis dientes sobre la corteza de los árboles; mi hocico, lo contemplaba con delicia. No quedaba en mí la menor partícula de divinidad: supe elevar mi alma hasta la excesiva altura de esta voluptuosidad inefable. 

Hay horas en la vida en que el hombre de melena piojosa lanza, con los ojos fijos, miradas salvajes a las membranas verdes del espacio, pues le parece oír delante de sí, el irónico huchear de un fantasma. El menea la cabeza y la baja; ha oído la voz de la conciencia. Entonces sale precipitadamente de la casa con la velocidad de un loco, toma la primera dirección que se ofrece a su estupor, y devora las planicies rugosas de la campiña. Pero el fantasma amarillo no lo pierde de vista y lo persigue con similar rapidez. A veces, en noches de tormenta, cuando legiones de pulpos alados, que de lejos parecen cuervos, se ciernen por encima de las nubes, dirigiéndose con firmes bogadas hacia las ciudades de los humanos, con la misión de prevenirles que deben cambiar de conducta, el guijarro de ojo sombrío ve pasar, uno tras otro, dos seres a la claridad de un relámpago, y, enjugando una furtiva lágrima de compasión que se desliza desde su párpado helado, exclama: Por cierto que lo merece; no es más que un acto de justicia. 
Después de haber dicho esto, recobra su actitud huraña, y sigue observando, con un temblor nervioso, la caza de un hombre, y los grandes labios de la vagina de sombra, de donde se desprenden incesantemente, como un río, inmensos espermatozoides tenebrosos que toman impulso en el éter lúgubre, escondiendo en el vasto despliegue de sus alas de murciélago, la naturaleza entera, y las legiones de pulpos que se han vuelto taciturnos ante el aspecto de esas fulguraciones sordas e inexpresables. "

miércoles, 29 de agosto de 2012

EMMA GOLDMAN

La hipocresía del puritanismo

Hablando del puritanismo respecto al arte, Mr. Gutzon Borglum ha dicho:

El puritanismo nos ha hecho tan estrechos de mente y de tal modo hipócritas y ello por tan largo tiempo, que la sinceridad, así como la aceptación de los impulsos más naturales en nosotros han sido completamente desterrados con el consecuente resultado que ya no pudo haber verdad alguna, ni en los individuos ni en el arte.

Mr. Borglum pudo añadir que el puritanismo hizo también imposible e intolerable la vida misma. Esta, más que el arte, más que la estética, representa la belleza en sus miles cambiantes y variaciones es, en realidad, un gigantesco panorama en mudanza continua. Y el puritanismo, al contrario, fijó una concepción de vida inamovible; se basa en la idea calvinista, por la cual la existencia es una maldición que se nos impuso por mandato de Dios. Con la finalidad de redimirse, la criatura humana ha de penar constantemente, deberá repudiar todo lo que le es natural, todo sano impulso, volviéndole la espalda a la belleza y a la alegría.

El puritanismo inauguró su reinado de terror en Inglaterra durante los siglos XVII y XVIII, destruyendo y persiguiendo toda manifestación de arte y cultura. Ha sido el espíritu del puritanismo el que le robó a Shelley sus hijos porque no quiso inclinarse ante los dictados de la religión. Fue la misma estrechez espiritual que enemistó a Byron con su tierra natal; porque el genio supo rebelarse contra la monotonía, la vulgaridad y la pequeñez de su país. Ha sido también el puritanismo el que forzó a algunas mujeres libres de Inglaterra a incurrir en la mentira convencional del matrimonio: Mary Wollstonecraft, luego, George Elliot. Y más recientemente también exigió otra víctima: Oscar Wilde. En efecto, el puritanismo no cesó nunca de ser el facto más pernicioso en los dominios de John Bull, actuando como censor en las expresiones artísticas de su pueblo, estampando su consentimiento solamente cuando se trataba de la respetable vulgaridad de la mediocracia.

Y es por eso que el depurado británico Jingoísmo (o sea, la belicosidad puritana), ha señalado a Norteamérica como uno de los países donde se refugió el provincialismo puritano. Es una gran verdad que nuestra vida ha sido infectada por el puritanismo, el cual está matando todo lo que es natural y sano en nuestros impulsos. Pero también es verdad que a Inglaterra debemos el haber transplantado a nuestro suelo esa aborrecible doctrina espiritual. Nos fue legada por nuestros abuelos, los peregrinos del Mayflower. Huyendo de la persecución y de la opresión, la fama de los padres peregrinos hizo que se estableciera en el Nuevo Mundo el reinado puritano de la tiranía y el crimen. La historia de Nueva Inglaterra y especialmente de Massachusetts, está llena de horrores que convirtieron la vida en tinieblas, la alegría en desesperación, lo natural en morbosa enfermedad, y la honestidad y la verdad en odiosas mentiras e hipocresías. Emplumar vivas las víctimas con alquitrán, así como condenarlas al escarnio público de los azotes, como otras tantas formas de torturas y suplicios, fueron los métodos ingleses puestos en práctica para purificar a Norteamérica.

Boston, ahora una ciudad culta, ha pasado a la historia de los anales del puritanismo, como La Ciudad Sangrienta. Rivalizó con Salem, en su cruel persecución a las opiniones heréticas religiosas. Una mujer medio desnuda, con su bebé en brazos, fue azotada en público por el supuesto delito de abusar de la libertad de palabra; en el mismo lugar se ahorcó a una mujer cuáquera, Mary Dyer, en 1657. En efecto, Boston ha sido teatro de muchos crímenes horribles cometidos por el puritanismo. Salem, en el verano de 1692, mató ochenta personas acusadas del imaginario delito de brujería. Como bien dijo Canning: Los peregrinos del Mayflower infectaron el Nuevo Mundo para enderezar los entuertos del Viejo. Los actos vandálicos y los horrores de ese periodo hallaron su suprema expresión en uno de los clásicos norteamericanos: The Scarlet Letter.

El puritanismo ya no emplea el torniquete y la mordaza, pero sigue manteniendo una influencia cada vez más deletérea, perniciosa, en la mentalidad norteamericana. Ninguna palabra podrá explicar, por ejemplo, el poder omnímodo de Comstock. Lo mismo que el Torquemada de los días sombríos de la inquisición, Comstock es el autócrata de nuestra morai o morales; dicta los cánones de lo bueno y de lo malo, de la pureza y del vicio. Como un ladrón en la noche, se desliza en la vida privada de las personas, espiando sus intimidades más recatadas. El sistema de espionaje implantado por este hombre supera en desvergüenza a la infame tercera división de la policía secreta rusa. ¿Cómo puede tolerar la opinión pública semejante ultraje a sus libertades públicas y privadas? Simplemente porque Comstock es la grosera expresión del puritanismo que se injertó en la sangre anglosajona, y aun los más avanzados liberales no han podido emanciparse de esta triste herencia esclavizadora. Los cortos de entendimiento y las principales figuras de Young Men's and Women's Christian Temperance Unions, Purity League, American Sabbath Unions y el Prohibition Party, con su patrono y santón Anthony Comstock, son los sepultureros del arte y de la cultura norteamericana.

Europa por lo menos puede jactarse de poseer cierta valentía en sus movimientos literarios y artísticos, los que en sus múltiples manifestaciones trataron de ahondar los problemas sociales y sexuales de nuestro tiempo, ejerciendo una severa critica acerca de todas nuestras indudables fallas. Con el bisturí del cirujano ha disecado la carcasa del puritanismo, intentando despejar el camino para que los hombres, descargados del peso muerto del pasado, puedan marchar un poco más libremente. Mas aquí el puritanismo es un constante freno, una insistente traba que desvía, deforma la vida norteamericana en la cual no puede germinar la verdad, ni la sinceridad. Nada más que sordidez y mediocridad dicta la humana conducta, coartando la naturalidad de las expresiones, sofocando nuestros más nobles y bellos impulsos. El puritanismo del siglo XX sigue siendo el peor enemigo de la libertad y de la belleza, como cuando por primera vez desembarcó en Plimouth Rock. Repudia como algo vil y pecaminoso nuestros más profundos sentimientos; pero siendo él sordo y ciego a las armoniosas funciones de las emociones humanas, es el creador de los vicios más inexplicables y sádicos.

La historia entera del ascetismo religioso prueba esta verdad irrebatible. La Iglesia, así como la doctrina puritana, ha combatido la carne como un mal y la quiso domeñar a toda costa. El resultado de esta malsana actitud ha compenetrado ya la mentalidad de los pensadores y educacionistas modernos, quienes han reaccionado contra ella. Han comprendido que la desnudez humana posee un valor incomparable, tanto físico como espiritual; aleja con su influencia la natural curiosidad maliciosa de los jóvenes y actúa sobre ellos como un preventivo contra el sensualismo y las emociones mórbidas. Es también una inspiración para los adultos, quienes crecieron sin satisfacer esa juvenil curiosidad. Además, la visión de la esencia de la eterna forma humana, lo que hay de más cerca a nosotros en el mundo, con vigor, su belleza y gracia, es uno de los más portentosos tónicos de esta vida (The psicology of sex). Pero el espíritu del puritanismo ha pervertido de tal manera la imaginación de la gente, que ella ha perdido ya su frescura de sentimientos para apreciar la belleza del desnudo, obligándonos a ocultarlo con el pretexto de la castidad. Y todavía la castidad misma no es más que una imposición artificial a la naturaleza, evidenciando una falsa vergüenza cuando hemos de exhibir la desnudez de la forma humana. La idea moderna de la castidad, en especial respecto a las mujeres, no es más que la sensual exageración de las pasiones naturales. La castidad varía según la cantidad de ropa que se lleva encima, y de ahí que un purista cristiano procura cubrir el fuego interior su paganismo, con muchos trapos, y enseguida se ha de convertir en puro y casto.

El puritanismo, con su visión pervertida tocante a las funciones del cuerpo humano, particularmente a la mujer la condenó a la soltería, o a la procreación sin discernir si produce razas enfermas o taradas, o a la prostitución. La enormidad de este crimen de lesa humanidad aparece a la vista cuando se toman en cuenta los resultados. A la mujer célibe se le impone una absoluta continencia sexual, so pena de pasar por inmoral, o fallida en su honor para toda su existencia; con las inevitables consecuencias de la neurastenia, impotencia y abulia y una gran variedad de trastornos nerviosos que significarán desgano para el trabajo, desvíos ante las alegrías de la vida, constante preocupación de deseos sexuales, insomnios y pesadillas. El arbitrario, nocivo precepto de una total abstinencia sexual por parte de la mujer, explica también la desigualdad mental de ambos sexos. Es lo que cree Freud, que la inferioridad intelectual de la mujer o de muchas mujeres respecto al hombre, se debe a la coacción que se ejerce sobre su pensamiento para reprimir sus manifestaciones sexuales. El puritanismo, habiendo suprimido los naturales deseos sexuales en la soltera, bendice a su hermana la casada con una prolífica fecundidad. En verdad, no sólo la bendice, sino que la obliga, frágil y delicada por la anterior continencia, a tener familia sin consideración a su debilidad física o a sus precarias condiciones económicas para sostener muchos hijos. Los métodos preventivos para regular la fecundidad femenina, aun los más seguros y científicos, son absolutamente prohibidos; y aun la sola mención de ellos podrá atraer a alguien los enuncie el calificativo de criminal.

Gracias a este tiránico principio del puritanismo, la mayoría de las mujeres se hallan en el extremo límite de sus fuerzas físicas. Enfermas, agotadas, se encuentran completamente inhabilitadas para proporcionar el más elemental cuidado a sus hijos. Añadido esto a la tirantez económica, impele a una infinidad de mujeres a correr cualquier riesgo antes que seguir dando a luz. La costumbre de provocar los abortos ha alcanzado tan grandes proporciones en Norteamérica, que es algo increíble. Según las investigaciones realizadas en este sentido, se producen diecisiete abortos cada cien embarazos. Este alarmante porcentaje comprende sólo lo que llega al conocimiento de los facultativos. Sabiendo con qué secreto debe desenvolverse necesariamente esta actividad y el fatal corolario de la inexperiencia profesional con que se llevan a cabo estas operaciones clandestinas, el puritanismo sigue segando miles de víctimas por causa de su estupidez e hipocresía.

La prostitución, no obstante se le dé caza, se la encarcele y se le cargue de cadenas, es a pesar de todo un producto natural y un gran triunfo del puritanismo. Es uno de los niños más mimados de la bigotería devota. La prostituta es la furia de este siglo que pasa por los países civilizados como huracán que siembra por doquier enfermedades asquerosas en devastación mortífera. El único remedio que el puritanismo ofrece para este su hijo malcriado es una intensa represión y una más despiadada persecución. El último desmán sobre este asunto ha sido la Ley Page, que impuso al estado de Nueva York el último crimen de Europa, es decir, la libreta de identidad para estas infortunadas víctimas del puritanismo. De igual manera busca la ocultación del terrible morbo -su propia creación-, las enfermedades venéneas. Lo más desalentador de todo esto, fue la obtusa estrechez de este espíritu que llegó a emponzoñar a los llamados liberales, cegándoles para que se uniesen a la cruzada contra esta cosa nacida de la hipocresía del puritanismo, la prostitución y sus resultados. En su cobarde miopía se rehúsa a ver cuál es el verdadero método de prevención, el que puede consistir en esta simple declaración: Las enfermedades venéreas no son cosas misteriosas, ni terribles, ni son tampoco el castigo contra la carne pecadora, ni una especie de vergonzoso mal blandido por la maldición puritana, sino una enfermedad como otra que puede ser tratada y curada. Por este régimen de subterfugios, de disimulo, el puritanismo ha favorecido las condiciones para el aumento y el desarrollo de estas enfermedades. Su mojigatería se ha puesto al desnudo más que nunca debido a su insensata actitud respecto al descubrimiento del profesor Ehrlich, y cuya indecible hipocresía intenta echar una suerte de velo sobre la importante cura de la sífilis, con la vaga alusión de que es un remedio para cierto veneno.

Su ilimitada capacidad para hacer el mal tiene por causa su atrincheramiento tras del Estado y las leyes. Pretendiendo salvaguardar a la gente de los grandes pecados de la inmoralidad, se ha infiltrado en la maquinaria del gobierno, y añadió a su usurpación del puesto de guardián de la moralidad, que le correspondía a la censura legal, la fiscalización de nuestros sentimientos y aun de nuestra propia conducta privada.

El arte, la literatura, el teatro y la intimidad de la correspondencia privada se hallan a merced de este tirano. Anthony Comstock u otro policía igualmente ignorante, retiene el poder de profanar el genio, de pisotear y mutilar las sublimes creaciones de la naturaleza humana. Los libros que tratan e intentan dilucidar las cuestiones más vitales de nuestra existencia, los que procuran iluminar con su verbo los oscuros y peligrosos problemas del vivir contemporáneo, son tratados como tantos delitos cometidos; y sus infortunados autores arrojados a la cárcel, o sumidos en la desesperación y la muerte.

Ni en los dominios del zar se ultraja tan frecuentemente y con tal extensión las libertades personales como en los Estados Unidos, la fortaleza de los eunucos puritanos. Aquí el solo día de fiesta, de expansión, de recreo, el sábado se ha hecho odioso y completamente antipático. Todos los autores que escribieron sobre las costumbres primitivas han convenido que el sábado fue el día de las festividades, libre de enojosos deberes, un día de regocijo y de alegría general.

En todos los países de Europa esta tradición sigue aportando algún alivio a la gente, contra la formidable monotonía y la estupidez de la era cristiana. En las grandes ciudades, en todas partes, las salas de conciertos y de variedades, teatros, museos, jardines, se llenan de hombres, de mujeres y de niños, especialmente de trabajadores con sus familias rebosantes de alegría y de nueva vida, olvidados de la rutina y de las preocupaciones de los otros días ordinarios. Y es que en ese día las masas demuestran lo que realmente significa la vida en una sociedad sana, que por el trabajo esclavo y sus sórdidas miras utilitarias, echa a perder todo propósito ennoblecedor.

Y el puritanismo norteamericano le robó a su pueblo, asimismo, ese único día de libre expansión. Naturalmente que los únicos afectados son los trabajadores: nuestros millonarios poseen sus palacios y los suntuosos clubs. Es el pobre el que se halla condenado a la monotonía aburridora del sábado norteamericano. La sociabilidad europea, que se expande alegremente al aire libre, se trueca aquí por la penumbra de la iglesia o de la nauseabunda e inficionada atmósfera de la cantina de campaña, o por el embrutecedor ambiente de los despachos de bebidas. En los estados donde se hallan en vigencia las leyes prohibitivas el pueblo adquiere con sus magras ganancias, licores adulterados y se embriaga en su casa. Como todos bien saben, la ley de prohibición de los alcoholes no es más que una farsa. Esta, como otras empresas e iniciativas del puritanismo, trata solamente de hacer más virulenta la perversión, el mal, en la criatura humana. En ningún sitio se encuentran tantos borrachos como en las ciudades donde rige el régimen prohibitivo. Pero mientras se pueda usar siempre caramelos perfumados para despistar el tufo alcohólico de la hipocresía todo irá bien. Si el propósito ostensible de esa ley prohibitiva es oponerse al expendio de los licores por razones de salud y economía, su espíritu siendo anormal, no hace más que dar resultados anormales creando una vida de anormalidades y de aberración. 

Todo estímulo que excita ligeramente la imaginación e intensifica las funciones del espíritu, es necesario, como el aire para el organismo humano. A veces vigoriza el cuerpo y agranda nuestra visión, sobre la fraterna cordialidad universal de los seres humanos. Por otra parte, sin los estimulantes de una forma o de otra es imposible la labor creadora, ni tampoco ese tolerante sentido de la bondad y de la generosidad. El hecho de que algunos hombres de genio hallaron su inspiración en el cáliz de cualquier excitante y abusaron también de ellos, no justifica que el puritanismo intente amordazar toda la gama de las emociones humanas. Un Byron y un Poe activaron de tal modo las fibras más nobles de la Humanidad, que ningún puritano llegará, ni cerca, a realizar ese milagro. Este último le dio a la vida un nuevo sentido y la vistió de colores maravillosos; el primero tornó el agua en sangre viviente y roja; la vulgaridad en belleza y en deslumbrante variedad lo uniforme, lo monótono.

En cambio, el puritanismo, en cualquiera de sus expresiones no es más que un germen ponzoñoso. En la superficie podrá parecer fuerte y vigoroso; pero el veneno, el tóxico letal obrará por dentro, hasta que su entera estructura sea derribada. Todo espíritu libre convendrá con Hipólito Taine en que el puritanismo es la muerte de la cultura, de la filosofía y de la cordialidad social; es la característica de la vulgaridad y de lo tenebroso.

martes, 28 de agosto de 2012

MIRTA NAROSKY

Artista Plástica
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HELIOS BUIRA: -Mirta. Contale a los lectores de Arte y Letras cómo es que llegaste a la muestra en el Centro Cultural Borges de Buenos Aires, que en otras revista he difundido con verdadero placer, dado el significado que tiene tu obra en mi visión estética del mundo.

MIRTA NAROSKY: -Responderé también a boca de jarro. Me disculpo por los posibles errores o imprecisiones que pudiera cometer. Llego al Borges por invitación. Esta es la única forma en que expongo. No adhiero con pagar espacios. No me da satisfacción exponer de ese modo. Así que me dio mucho placer hacerlo. Y gracias por valorizar mi obra .

HB: -¿Tus inicios?

MN: - Nací en una casa de Adrogué con pavos reales. Asistían grandes personajes del Arte y la ciencia. Era un sitio de reunión de intelectuales y hasta algunos artistas tomaban como tema de representación el patio andaluz de mi residencia. Me impactaba la filosofía de vida de estas personas. El cuestionar y analizar el mundo desde tan personal óptica. Esto signó mi elección. Allí conocí a Berni, Bruzzone, Soldi, Horacio March, Del Prete, etc.
Luego estudié En la Facultad de Bellas Artes de La Plata las carreras de Profesorado y Licenciatura en Artes Plásticas. Y de allí en más no me detuve.

HB: -¿Cuando pensaste o sentiste el “Ahora soy una pintora”

MN: -No fue fácil para mi. Mi familia me apoyaba y durante un tiempo no tenía claridad si era verdaderamente mi deseo profundo. Pero allí por los 80 y pico, recuerdo que comenzaron a brotar imágenes y sentí un placer verdaderamente profundo. Entonces supe que era mi camino.

HB: -¿Cuál es la diferencia al decir: Pintora y decir Artista?

MN: - Pintora es el oficio. Hay muchos pintores y no tantos artistas. Muchas veces cuando se habla de artista se considera la calidad de su obra, de ahí que suene petulante decir: yo soy artista. Pero yo me siento profundamente artista y no me refiero a que mi obra es brillante. Creo que artista es mucho más que un oficio, una impecable realización, considero que es una forma de ver el mundo, una capacidad de objetivar la realidad, tomar distancia, sostener una ética y defender la estética. En realidad es una forma de vida diferente.

HB: - Referentes, o quiénes de alguna manera, te han marcado rumbo.

MN: -Supongo que muchos me han ayudado a encontrar el rumbo. No he decidido seguir a nadie, pero nadie está exento de influencias. Personalmente creo que me influenció más la posición de ciertos artistas en la vida que su propuesta estética. Son muchos los paradigmas, pero podría nombrar algunos: Goya, Van Gogh, Bacon, Berni, Raquel Corner, los muralistas mejicanos, etc.

HB: - Cuentan las leyendas que hay artistas que corrigen constantemente sus obras. Incluso, algunos, después de haberlas expuesto. ¿Hay algo de esta actitud con tu obra? ¿Reformulás la composición o plantás, te metés dentro y la terminás?

MN: -Generalmente la termino. Si no me gusta la tapo. Pero soy de esas personas que no reniegan de su pasado tanto en la vida como en el Arte. Creo que la obra vieja representa un momento de la vida y vale por ello. El ayer apuntala al hoy. Si una obra de otra época tiene menos oficio que una actual no importa. A veces me fascinan obras viejas. Además no me alcanzan las manos para las miles de obras que tengo por hacer, me esperan cientos de telas y papeles en blanco, no retrocedo. Me obsesiono en la obra actual. Puedo repintarla varias veces hasta que quede como deseo, pro luego la dejo ir y miro hacia delante.

HB: - Sé que hay mucha obra realizada, que producís constantemente. ¿Cuál es el estilo de trabajo?

MN: -No tengo estilo de trabajo. Soy caótica, voraz. Como produzco mucho creen que soy metódica, pero no: soy compulsiva. Carezco de método. Sólo pinto siempre. Voy al dibujo y luego a la pintura, al gran formato y luego al pequeño. Necesito trabajar para mantener mi equilibrio mental y emocional. Eso es todo. Referido a la propuesta estética por supuesto que tengo estilo que no busco, sólo viene a mi….pero creo que no se trata de eso la pregunta ¿no?.

HB: - Hay artistas que trabajan por encargo para algunas galerías, incluso, firmando un contrato. ¿Qué pensás sobre esta relación Artista-Galería, Galería-Artista?

MN: - No juzgo a los demás. Cada uno hace lo que puede. Yo no acepto condicionamientos. Escogí el Arte para ser libre. Si existiera ese contrato lo firmaría, pero no he tenido la suerte de que un galerista me ofreciera hacer lo que yo deseo. No me vendría mal. El tema económico apremia muchas veces. Pero entre que me falte dinero o el oxígeno,,,,prefiero que me falte dinero.

HB: -Hay etiquetas. Rótulos. En distintas épocas del arte ¿Qué pensás?

MN: - Los rótulos son de los teóricos. Los artistas no nos ocupamos de eso. Ese es su oficio. Nosotros simplemente trabajamos. Creo que si luego de nuestra desaparición física quedamos en alguna parte, me voy a reir mucho  si tratan de clasificarme. Ni yo puedo hacerlo, imaginate!!!. Me creo inclasificable y creo que todos los artistas lo somos. Pero me suena divertido que se ocupen de intentar hacerlo.

HB: - ¿Te embanderás en alguna corriente artística?

MN: -No soy de embanderarme en nada: ni religión, ni partido político. Pero podría decir que hay en trayecto elementos surrealistas, metafísicos, expresionistas, en mi serie “Espacios virtuales” hay una visión posmoderna y conceptual (aunque no muchos lo acepten porque se trata de pintura), etc. Y creo que mi obra posee un poco de todo eso. Es difícil determinar en el Arte actual una vanguardia. Se podría decir que somos eclécticos.

HB: -Mujeres del mundo del arte que sean de tu agrado.

MN: - El mundo del Arte es muy vasto y voy a ser injusta al nombrar unas pocas. Pero me atraen mucho escritoras como: Anaís Nin y actuales como Rosa Montero, Isable Allende y Angeles Mastreta, Entre las plásticas: Camile Clodellle, Raquel Forner y Lola Mora. Son la que me aparecen en la mente en este momento, pero hay cientos.

HB: -Habíamos dicho, cierta vez, “Entre el Amor y el Horror”. Esta muestra en el Borges, lleva por título: “Estados del Alma” Seguís manifestando con tu obra, esa pugna de los opuestos.

MN: -Si, claro. Tal vez ahora más focalizado al espíritu del ser humano. Creo que el Mundo es demasiado cruel. No encuentro colores ni iconografía adecuada para representarlo. Me conformo con mostrar al individuo que sufre, se adapta, se pregunta….El mundo duele demasiado y las personas llevan impresos en el cuerpo y el alma al mundo. Me alcanza con representarnos.

HB: -Ante esta realidad trágica del mundo: ¿Crees que el artista va hacia un arte de lucha, un arte político?

MN -No. El artista hace Arte. Expresa con su sensibilidad lo que ve y siente. Luego los demás, los etiquetadotes, pueden leer la obra como política.
Tengo una anécdota de la infancia: Cuando tenía 14 años y era poeta (hoy escribo más esporádicamente) un periodista de La Nación me preguntó, en relación a mi poema “En Vietnam” si yo era comunista. Entonces le respondí: No se lo que es el comunismo, pero si Ud. Me explica tal vez lo sea.
Por otra parte hay pintores que se conectan con la “realidad” en su obra y quienes no. Es largo el debate no lo crees?

HB: -Suelo hablar de tu compromiso. Con el hombre y con la obra que realizás. ¿Hacia dónde vas?

MN: -No sé a dónde voy. Como mucho puedo decir de dónde vengo. Mi compromiso es con la ética y la estética.. Históricamente seguí una línea. No intencionalmente. Resultó así. Lo que pienso y lo que sento siempre aparecieron en mi obra. No sé donde voy, pero no creo que me salga demasiado del camino. Sé que no voy a cambiar al mundo. Mi intención es  dejar algo. Y si no lo logro al menos le di sentido a mi vida.
Gracias por valorizar mi trabajo, ayuda a no sentirse tan sola remando contra molinos de vento.

HB: Bien, Mirta, para finalizar, me agradaría escuchar una reflexión de tu parte acerca de la muestra en el Borges y de las expectativas que tenías con respecto a ella.

MN: -La muestra del Borges fue muy hermosa. Recibí muchos halagos, abrazos, llantos, gente que me recuerda y sigue. Muchas cosas que acarician el ego y estimulan. Pero ya pasó. Miro a la próxima y la próxima y la próxima…..Por otra parte trato de hacer las cosas sin expectativas para no frustrarme. Me satisface lo que ocurre porque no espero.

HB: - Muchas gracias

MN: -Gracias a vos Helios. Si no fuera por la  profundidad de tus preguntas, no hubiera llegado a estas reflexiones. Y gracias también por tu compañía en la existencia. Un abrazo. Lanarosky

lunes, 27 de agosto de 2012

FRIEDRICH NIETZSCHE

Crepúsculo de los ídolos.
“La razón en la filosofía”

 1.

¿Me pregunta usted qué cosas son idiosincrasia en los filósofos?… Por ejemplo, su falta de sentido histórico, su odio a la noción misma de devenir, su egipticismo. Ellos creen otorgar un honor a una cosa cuando la deshistorizan, sub specie aeterni, —cuando hacen de ella una momia. Todo lo que los filósofos han venido manejando desde hace milenios fueron momias conceptuales; de sus manos no salió vivo nada real. Matan, rellenan de paja, esos señores idólatras de los conceptos, cuando adoran, —se vuelven mortalmente peligrosos para todo, cuando adoran. La muerte, el cambio, la vejez, así como la procreación y el crecimiento son para ellos objeciones, —incluso refutaciones. Lo que es no deviene; lo que deviene no es… Ahora bien, todos ellos creen, incluso con desesperación, en lo que es. Mas como no pueden apoderarse de ello, buscan razones de por qué se les retiene. “Tiene que haber una ilusión, un engaño en el hecho de que no percibamos lo que es: ¿dónde se esconde el engañador? —”Lo tenemos, gritan dichosos, ¡es la sensibilidad! Estos sentidos, que también en otros aspectos son tan inmorales, nos engañan acerca del mundo verdadero. Moraleja: deshacerse del engaño de los sentidos, del devenir, de la historia [Historie], de la mentira, —la historia no es más que fe en los sentidos, fe en la mentira. Moraleja: decir no a todo lo que otorga fe a los sentidos, a todo el resto de la humanidad: todo él es “pueblo”. ¡Ser filósofo, ser momia, representar el monótono-teísmo con una mímica de sepulturero! — ¡Y, sobre todo, fuera el cuerpo, esa lamentable idée fixe de los sentidos!, ¡sujeto a todos los errores de la lógica que existen, refutado, incluso imposible, aun cuando es lo bastante insolente para comportarse como si fuera real!…”. 

2.

Pongo a un lado, con gran reverencia, el nombre de Heráclito. Mientras que el resto del pueblo de los filósofos rechazaba el testimonio de los sentidos porque éstos mostraban pluralidad y modificación, él rechazó su testimonio porque mostraban las cosas como si tuviesen duración y unidad. También Heráclito fue injusto con los sentidos. Estos no mienten ni del modo como creen los eleatas ni del modo como creía él, —no mienten de ninguna manera. Lo que nosotros hacemos de su testimonio, eso es lo que introduce la mentira, por ejemplo la mentira de la unidad, la mentira de la coseidad, de la sustancia, de la duración… La “razón” es la causa de que nosotros falseemos el testimonio de los sentidos. Mostrando el devenir, el perecer, el cambio, los sentidos no mienten… Pero Heráclito tendrá eternamente razón al decir que el ser es una ficción vacía. El mundo “aparente” es el único: el “mundo verdadero” no es más que un añadido mentiroso…

3.

—¡Y qué sutiles instrumentos de observación tenemos en nuestros sentidos! Esa nariz, por ejemplo, de la que ningún filósofo ha hablado todavía con veneración y gratitud, es hasta este momento incluso el más delicado de los instrumentos que están a nuestra disposición: es capaz de registrar incluso diferencias mínimas de movimiento que ni siquiera el espectroscopio registra. Hoy nosotros poseemos ciencia exactamente en la medida en que nos hemos decidido a aceptar el testimonio de los sentidos, —en que hemos aprendido a seguir aguzándolos, armándolos, pensándolos hasta el final. El resto es un aborto y todavía-no-ciencia: quiero decir, metafísica, teología, psicología, teoría del conocimiento. O ciencia formal, teoría de los signos: como la lógica, y esa lógica aplicada, la matemática. En ellas la realidad no llega a aparecer, ni siquiera como problema; y también como la cuestión de qué valor tiene en general ese convencionalismo de signos que es la lógica.—  

4.

La otra idiosincrasia de los filósofos no es menos peligrosa: consiste en confundir lo último y lo primero. Ponen al comienzo, como comienzo, lo que viene al final —¡por desgracia!, ¡pues no debería siquiera venir! —los “conceptos supremos”, es decir, los conceptos más generales, los más vacíos, el último humo de la realidad que se evapora. Esto es, una vez más, sólo expresión de su modo de venerar: a lo superior no le es lícito provenir de lo inferior, no le es lícito provenir de nada… Moraleja: todo lo que es de primer rango tiene que ser causa sui . El proceder de algo distinto es considerado como una objeción, como algo que pone en entredicho el valor. Todos los valores supremos son de primer rango, ninguno de los conceptos supremos, lo existente, lo incondicionado, lo bueno, lo verdadero, lo perfecto —ninguno de ellos puede haber devenido, por consiguiente tiene que ser causa sui. Mas ninguna de esas cosas puede ser tampoco desigual una de otra, no puede estar en contradicción consigo misma… Con esto tienen los filósofos su estupendo concepto “Dios”… Lo último, lo más tenue, lo más vacío es puesto como lo primero, como causa en sí, como ens realissimum… ¡Que la humanidad haya tenido que tomar en serio las dolencias cerebrales de unos enfermos tejedores de telarañas!— ¡Y lo ha pagado caro!…  

5.

—Contrapongamos a esto, por fin, el modo tan distinto como nosotros (—digo nosotros por cortesía…) vemos el problema del error y de la apariencia. En otro tiempo se tomaba la modificación, el cambio, el devenir en general como prueba de apariencia, como signo de que ahí tiene que haber algo que nos induce a error. Hoy, a la inversa, en la exacta medida en que el prejuicio de la razón nos fuerza a asignar unidad, identidad, duración, sustancia, causa, coseidad, ser, nos vemos en cierto modo cogidos en el error, necesitados al error; aun cuando, basándonos en una verificación rigurosa, dentro de nosotros estemos muy seguros de que es ahí donde está el error. Ocurre con esto lo mismo que con los movimientos de una gran constelación: en éstos el error tiene como abogado permanente a nuestro ojo, allí a nuestro lenguaje. Por su génesis el lenguaje pertenece a la época de la forma más rudimentaria de psicología: penetramos en un fetichismo grosero cuando adquirimos consciencia de los presupuestos básicos de la metafísica del lenguaje, dicho con claridad: de la razón. Ese fetichismo ve en todas partes agentes y acciones: cree que la voluntad es la causa en general; cree en el “yo”, cree que el yo es un ser, que el yo es una sustancia, y proyecta sobre todas las cosas la creencia en la sustancia-yo —así es como crea el concepto “cosa”… El ser es añadido con el pensamiento, es introducido subrepticiamente en todas partes como causa; del concepto “yo” es del que se sigue, como derivado, el concepto “ser”… Al comienzo está ese grande y funesto error de que la voluntad es algo que produce efectos,—de que la voluntad es una facultad… Hoy sabemos que no es más que una palabra… Mucho más tarde, en un mundo mil veces más ilustrado, llegó a la consciencia de los filósofos, para su sorpresa, la seguridad, la certeza subjetiva en el manejo de las categorías de la razón: ellos sacaron la conclusión de que esas categorías no podían proceder de la empiria, —la empiria entera, decían, está, en efecto, en contradicción con ellas. ¿De dónde proceden, pues? —Y tanto en India como en Grecia se cometió el mismo error: “nosotros tenemos que haber habitado ya alguna vez en un mundo más alto (—en lugar de en un mundo mucho más bajo: ¡lo cual habría sido la verdad!), nosotros tenemos que haber sido divinos, ¡pues poseemos la razón!”… De hecho, hasta ahora nada ha tenido una fuerza persuasiva más ingenua que el error acerca del ser, tal como fue formulado, por ejemplo, por los eleatas: ¡ese error tiene en favor suyo, en efecto, cada palabra, cada frase que nosotros pronunciamos! —También los adversarios de los eleatas sucumbieron a la seducción de su concepto de ser: entre otros Demócrito, cuando inventó su átomo… La “razón” en el lenguaje: ¡oh, qué vieja hembra engañadora! Temo que no vamos a desembarazarnos de Dios porque continuamos creyendo en la gramática…  

6.

Se me estará agradecido si condenso un conocimiento tan esencial, tan nuevo, en cuatro tesis: así facilito la comprensión, así provoco la contradicción.  

Primera tesis. Las razones por las que “este” mundo ha sido calificado de aparente fundamentan, antes bien, su realidad,— otra especie distinta de realidad es absolutamente indemostrable.  

Segunda tesis. Los signos distintivos que han sido asignados al “ser verdadero” de las cosas son los signos distintivos del no-ser, de la nada, — a base de ponerlo en contradicción con el mundo real es como se ha construido el “mundo verdadero”: un mundo aparente de hecho, en cuanto es meramente una ilusión óptico-moral.

Tercera tesis. Inventar fábulas acerca de “otro” mundo distinto de éste no tiene sentido, presuponiendo que no domine en nosotros un instinto de calumnia, de empequeñecimiento, de recelo frente a la vida: en este último caso tomamos venganza de la vida con las fantasmagoría de “otra” vida distinta de ésta, “mejor” que ésta.  

Cuarta tesis. Dividir el mundo en un mundo “verdadero” y en un mundo “aparente”, ya sea al modo del cristianismo, ya sea al modo de Kant (en última instancia, un cristiano alevoso), es únicamente una sugestión de la décadence, — un síntoma de vida descendente… El hecho de que el artista estime más la apariencia que la realidad no constituye una objeción contra esta tesis. Pues “la apariencia” significa aquí la realidad una vez más, sólo que seleccionada, reforzada, corregida… El artista trágico no es un pesimista, — dice precisamente sí incluso a todo lo problemático y terrible, es dionisíaco…   


Trad. Sánchez Pascual. Alianza Editorial. 

domingo, 26 de agosto de 2012

ABELARDO CASTILLO

El marica
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Escuchame, César: yo no sé por dónde andarás ahora, pero cómo me gustaría que leyeras esto. Sí. Porque hay cosas, palabras, que uno lleva mordidas adentro, y las lleva toda la vida. Pero una noche siente que debe escribirlas, decírselas a alguien porque si no las dice van a seguir ahí, doliendo, clavadas para siempre en la vergüenza. Y entonces yo siento que tengo que decírtelo. Escuchame.
Vos eras raro. Uno de esos pibes que no pueden orinar si hay otro en el baño. En la laguna, me acuerdo, nunca te desnudabas delante de nosotros. A ellos les daba risa, y a mí también, claro; pero yo decía que te dejaran, que cada uno es como es. Y vos eras raro. Cuando entraste a primer año, venías de un colegio de curas; San Pedro debió de parecerte, no sé, algo así como Brobdignac. No te gustaba trepar a los árboles, ni romper faroles a cascotazos, ni correr carreras hacia abajo entre los matorrales de la barranca. Ya no recuerdo como fue. Cuando uno es chico, encuentra cualquier motivo para querer a la gente. Sólo recuerdo que de pronto éramos amigos y que siempre andábamos juntos. Una mañana hasta me llevaste a misa. Al pasar frente al café, el colorado Martínez, dijo con voz de flauta: “adiós los novios”. A vos se te puso la cara como fuego. Y yo me di vuelta, puteándolo, y le pegué tan tremendo sopapo, de revés, en los dientes, que me lastimé la mano. Después, vos me la querías vendar. Me mirabas.
—Te lastimaste por mí, Abelardo.
Cuando hablaste sentí frío en la espalda: yo tenía mi mano entre las tuyas y tus manos eran blancas, delgadas. No sé. Demasiado blancas, demasiado delgadas.
—Soltame —dije.
A lo mejor no eran tus manos, a lo mejor era todo: tus manos y tus gestos y tu manera de moverte, de hablar. Yo ahora pienso que antes también lo entendía, y alguna vez lo dije: dije que todo eso no significaba nada, que son cuestiones de educación, de andar siempre entre mujeres, entre curas. Pero ellos se reían y uno también, César, acaba riéndose. Acaba por reírse de macho que es.
Y pasa el tiempo y una noche cualquiera es necesario recordar, decirlo todo.
Fuimos inseparables. Hasta el día en que pasó aquello yo te quise de verdad. Oscura e inexplicablemente como quieren los que todavía están limpios. Me gustaba ayudarte. A la salida del colegio íbamos a tu casa y yo te enseñaba las cosas que no comprendías. Hablábamos. Entonces era fácil contarte, escuchar todo lo que a los otros se les calla. A veces me mirabas con una especie de perplejidad, con una mirada rara; la misma mirada, acaso, con la que yo no me atrevía a mirarte. Una tarde me dijiste:
—Sabés, te admiro.
No pude aguantar tus ojos; mirabas de frente, como los chicos y decías las cosas del mismo modo. Eso era.
—Es un marica.
—Déjense de macanas. Qué va a ser marica.
—Por algo lo cuidás tanto…
Y se reían. Y entonces daban ganas de decir que todos nosotros, juntos, no valíamos la mitad de lo que valía él, de lo que valías, pero en aquel tiempo la palabra era difícil, y la risa fácil. Y uno también acepta —uno también elige—, acaba por enroñarse, quiere la brutalidad de esa noche, cuando vino el negro y dijo me pasaron un dato. Me pasaron un dato, dijo, que por las quintas hay una gorda que cobra cinco pesos, vamos y de paso lo hacemos debutar al machón, al César. Y yo dije macanudo.
—César, esta noche vamos a dar una vuelta con los muchachos. Quiero que vengas.
—¿Con los muchachos?…
—Sí. Qué tiene.
—Y bueno, vamos.
Porque no sólo dije macanudo, sino que te llevé engañado. Y fuimos. Y vos te diste cuenta de todo cuando llegamos al rancho. La luna enorme, me acuerdo: alta entre los árboles.
—Abelardo, vos lo sabías.
—Callate y entrá.
—¡Lo sabías!
—Entrá, te digo.
El marido de la gorda, grandote como la puerta, nos miraba socarronamente. Dijo que eran cinco pesos. Cinco pesos por cabeza, pibes: siete por cinco treinta y cinco. Verle la cara a Dios, había dicho el negro. De la pieza salió un chico, tendría cuatro o cinco años. Moqueando, se pasaba el revés de la mano por la boca. Nunca me voy a olvidar de aquel gesto. Sus piecitos desnudos eran del mismo color que el piso de tierra.
El negro hizo punta. Yo sentía una cosa, una pelota en el estómago. No me atrevía a mirarte. Los demás hacían chistes brutales. Desacostumbradamente brutales, en voz de secreto. Estaban, todos estábamos asustados como locos. A Roberto le tembló el fósforo cuando me dio fuego.
—Debe estar sucia.
Después, el negro salió de la pieza y venía sonriendo. Triunfador. Abrochándose.
Nos guiñó un ojo.
—Pasa vos, Cacho.
—No, yo no. Yo después.
Entró el colorado, después Roberto. Y cuando salían, salían distintos. Salían no sé, salían hombres. Si, esa era la impresión que yo tenía.
Después entré yo. Y cuando salí, vos no estabas.
—¿Dónde está César?
No recuerdo si grité, pero quise gritar. Alguien me había contestado: disparó. Y el alemán —un ademán que pudo ser idéntico al del negro— se me heló en la punta de los dedos, en la cara, me lo borró el viento del patio, porque de pronto yo estaba fuera del rancho.
—Vos también te asustaste, pibe.
Tomando mate contra un árbol vi al marido de la gorda; el chico jugaba entre sus piernas.
—Qué me voy a asustar. Busco al otro, al que se fue.
—Agarró pa ayá —con la misma mano que sostenía la pava, señaló el sitio. Y el chico sonreía. El chico también dijo pa ayá.
Te alcancé frente al Matadero Viejo; quedaste arrinconado contra un cerco. Me mirabas. Siempre me mirabas.
—Lo sabías.
—Volvé.
—No puedo, Abelardo, te juro que no puedo.
—Volvé, ¡Animal!
—Por Dios que no puedo.
—Volvé o te llevo a patadas en el culo.
La luna grande, no me olvido, blanquísima luna de verano entre los árboles y tu cara de tristeza o de vergüenza, tu cara de pedirme perdón, a mí, tu hermosa cara iluminada, desfigurándose de pronto. Me ardía la mano. Pero había que golpear, lastimar, ensuciarte para olvidarme de aquella cosa, como una arcada, que me estaba atragantando.
—Bruto —dijiste—. Bruto de porquería. Te odio. Sos igual, sos peor que los otros.
Te llevaste la mano a la boca, igual que el chico cuando salía de la pieza. No te defendiste.
Cuando te ibas, todavía alcancé a decir:
—Maricón. Maricón de mierda.
Y después lo grité.
Escuchame, César. Es necesario que leas esto. Porque hay cosas que uno lleva mordidas, trampeadas en la vergüenza toda la vida, hay cosas por las que uno, a solas, se escupe la cara en el espejo. Pero de golpe, un día, necesita decirlas, confesárselas a alguien. Escuchame.
Aquella noche, al salir de la pieza de la gorda, yo le pedí, por favor, no se lo vaya a contar a los otros.
Porque aquella noche yo no pude. Yo tampoco pude.

sábado, 25 de agosto de 2012

ESTHER DÍAZ

Entre el orden y el caos
Publicado con autorización de la autora, a quien agradezco enormemente
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La ciencia tradicional no puede evitar experimentar una profunda atracción hacia el caos que combate y daría toda la unidad racional a la que aspira a cambio de un trocito de caos que pudiera explorar.
Gilles Deleuze y Félix Guattari, ¿Qué es la filosofía?

Exigimos orden aún a costa de contrariar las certezas empíricas. Anhelamos orden incluso rechazando las evidencias cotidianas: seres vivos deteriorándose, mares enfurecidos, astros expandiéndose, objetos degradándose. Se pretende incluso que “orden” es sinónimo de progreso y que la naturaleza se rige únicamente al ritmo pautado por las leyes del orden. No obstante, el concepto de orden suele darse por supuesto, como si no exigiera ser definido, conceptualizado, explicado. Cabría entonces preguntarse ¿qué es el orden?

De antiguo el orden se concibió como contrapuesto al caos. Esto implica establecer que lo ordenado está sometido a reglas, medidas y razón. Parecería que el orden se produjera de manera necesaria, forzosa, irreversible, que la naturaleza lo reclamara. Se olvida, por cierto, que el orden es un reclamo teórico, humano, político y social, más que una realidad irrefutable en sí misma.

El pensamiento filosófico occidental se preocupó por establecer que el caos -lo incontrolable, lo rebelde a las normas, lo opuesto a la ley- finalmente devino orden. Y si bien en el principio fue el caos, finalmente el universo se sometió a leyes racionales y se domesticó. La gran ventaja de forzar el inestable estado de las cosas y someterlo a supuestas regularidades inalterables es que la naturaleza se torne comprensible, mensurable, previsible. El orden, tal como se ha establecido desde los dispositivos cognoscitivos, confesionales y políticos es condición de inteligibilidad de lo existente, a condición de que se someta a normas. Es como si para cubrirnos del caos utilizáramos un paraguas, en cuyo interior dibujáramos un ordenado cielo estrellado gobernado por leyes previsibles.

Esta primigenia noción acerca del mundo físico es una proyección del pensamiento que establece que una comunidad es justa únicamente si está sometida a leyes. La noción de orden cosmológico deriva de la idea de orden social. Los físicos y los teóricos de la ciencia que subscriben a la idea de una legalidad  universal indiscutible olvidan, o ignoran, que la terminología utilizada para su comprensión de la naturaleza es de raigambre jurídica. Actualmente, la noción de ley es utilizada interdisciplinariamente. Pero su origen político-social es tan ignorado, en general, que se levantan voces escandalizadas contra los humanistas que osan utilizar términos de las ciencias duras para analizar  fenómenos sociales.

El presente libro, entre su rica variedad de matices, da cuenta de algunos representantes de esas posturas teóricas “a lo Sokal”. Posturas que no reparan, obviamente, en que la idea de orden está precedida por la de subordinación humana e implica jerarquía gubernamental. Es decir, no advierten que las ciencias naturales también “toman” conceptos básicos de otras ramas del conocimiento, en el caso que aquí nos ocupa, de las teorías humanistas y artísticas, tales como ley, regla, orden, racionalidad, elegancia (de las hipótesis) y así sucesivamente.

Cuando se establecen compartimentos estancos entre diferentes formas de conocimiento, se elude el aspecto político que atraviesa a todas las ciencias, también a las exactas y naturales. Ni las ciencias formales están por encima de las personas concretas, de sus tabúes, ensoñaciones e imaginarios sociales (existen minuciosos estudios científico-históricos que dan cuenta de ello). Pues quienes detentan poder necesitan fortalecerlo imponiendo sistemas ordenados indiscutibles, absolutos, universales; y se benefician con teorías filosóficas o científicas que, frecuentemente sin proponérselo, fortalecen el imperio de un pensamiento único, que sirve de base para discriminar al diferente.

Los servidores de los poderosos -si son teóricos- inventan conceptos para codificar el ejercicio del poder. He ahí el origen histórico de la noción de ‘ley’ y de ‘orden’. Lo ordenado se jerarquiza según cierto principio. Esta es la argamasa que el pensamiento antiguo elaboró para brindar tecnologías de poder a los dominadores. Este es el modelo que se extrapoló a la comprensión  filosófico-científica de la naturaleza. En consecuencia, la concepción de la legalidad de la naturaleza se funda en el pretendido derecho de las minorías gobernantes para imponerse a las mayorías gobernadas.

Una breve síntesis histórica que se remontara a las nociones originarias de caos y de orden nos enfrentaría a Anaximandro, quien concibe el devenir como un proceso ordenado que se sucede temporalmente y del que se puede dar cuenta en tanto es pensado racionalmente. Aquí está el orden. También nos pondría ante Leucipo y Demócrito (que llegan a nosotros a través de los magníficos versos latinos de Lucrecio) quienes, por el contrario, sostienen que el orden del cosmos se puede explicar por una conjunción de átomos surgida de una colisión aleatoria. Aquí está el caos.

La postura de Anaximandro es una de las condiciones de posibilidad de teorías que sirven de sustento a los poderosos, ya sea porque dominan la sociedad, o la naturaleza, o  ambas. Los atomistas, en cambio, no ofrecen sus fundamentos teóricos a los poderes hegemónicos y, si bien no niegan el orden, privilegian lo imprevisible y azaroso. No es casual que durante épocas de poderes unipersonales y absolutos, tras la desaparición de las antiguas democracias, el conocimiento oficial desconoció a los pensadores atomistas. Defender el poder de los individuos (átomos) y la potencialidad creadora o destructiva de las crisis (caos) no es funcional para las hegemonías científicas o políticas.

Platón, que a pesar de vivir en democracia propone un gobierno de aristócratas, entiende el orden como una adecuación de la realidad sensible a las ideas inmutables. Establece, de este modo, una relación entre sensible-inteligible como subordinación de lo primero a lo segundo. Aquí la supremacía de un pensamiento único, verdadero y universal en detrimento de las precariedades del mundo sensible cobra una importancia históricamente persistente.

Aristóteles, maestro de Alejandro Magno -impecable modelo de poder hegemónico- considera que la teoría de los cuatro elementos no es adecuada para explicar el orden del mundo (cuatro implica demasiados “principios”). Y, como tampoco se permite explicarlo por la incidencia de un devenir azaroso, postula la existencia de un intelecto superior. Único ser capaz de regir el universo armónico. Con este pensador se fortalece la justificación del orden sobre el caos, de la necesidad racional de lo universal sobre la libertad imprevisible de los particulares. Sin olvidar que en su sistema, el devenir se entiende como una sucesión coherente regida por una ley que fortalece la noción de causa. Noción que retomarán los cristianos para fundamentar el poder de una divinidad omnisciente y los científicos modernos para exaltar la excelencia de la ciencia físico-matemática.

Durante el medioevo se sigue fortaleciendo la noción de orden como subordinación de lo inferior a lo superior. Aunque lo opuesto al orden no es ya el caos, sino el des-orden, producido por quienes no cumplen la norma universal, en lo social y en lo natural. Para el pensamiento medieval hasta una entidad aislada (rebelde) puede ser ordenada si se aviene a los designios del poder superior.

Es evidente que la tendencia de proyectar lo social sobre lo natural sigue firme. Esta idea se retoma en la modernidad. En ella, el orden se concibe  como relación entre realidades, pero no se abandona el supuesto de preeminencia de lo abstracto sobre lo concreto, de lo formal sobre lo interpretable, de la exactitud sobre lo indeterminado, de las leyes sobre los fenómenos, del orden sobre lo caos. En las postrimerías de la modernidad, es decir desde los últimos decenios decimonónicos, el orden tiende a entenderse como entropía negativa.

En este punto se articula y expande la problemática tratada en el texto de Eduardo Alejandro Ibáñez, en el que se estimula una redefinición del papel de la epistemología. Esta disciplina moderna obediente a los mandatos de la tradición que, desde principios del siglo XX -en su versión neopositivista- se posiciona denominando ‘leyes científicas universales’ a lo que antaño se denominaba ‘idea’ o ‘divinidad’, y apela a lo formalizable, reversible y determinable de manera absoluta, en menosprecio de lo cualitativo, irreversible y determinable de manera acotada.

Reflexiones como las desarrolladas en el ABC de la teoría del caos representan un aporte a la ampliación (o superación) de la epistemología tradicional. Enriquecen también la comprensión de teorías científicas de última generación, y aportan ideas para la humanización de las ciencias naturales, así como para la implementación de la interdisciplinariedad como alternativa cognoscitiva y práctica social liberadora.

A través de sus páginas, el autor ilumina conceptos que parecían replegados al hermetismo de los gabinetes científicos  estimulando un pensamiento de la diferencia. Se pliega a la posibilidad de repensar el orden. No para negarlo, ya que es indispensable para el desarrollo del conocimiento y de la vida misma, sino para visualizarlo interactuando con el azar que acecha en cualquier proceso cognoscitivo y vital. Tal circunstancia podría tornar improbable el anhelo de conocimientos universales. Aunque se impone aclarar que asumo esta interpretación y reconozco que no se pliega totalmente a la brindada por Ibáñez. Quien procura, más bien, instalarse en la búsqueda de mayores precisiones para posibilitar que la teoría del caos acceda a la legalidad científica por la segura puerta de la universalidad. Y, desde esa perspectiva, aspira a que el caos determinista amplíe sus predicciones proyectándose más allá de las acotadas posibilidades actuales.

Sin embargo, la actitud que acompaña el despliegue del pensamiento del autor tiene la apertura suficiente como para servir de rampa de lanzamiento no solo a interpretaciones coincidentes con las suyas, sino también a otras que no concuerden. De hecho, explica con ecuanimidad y solvencia tanto las posiciones teóricas con las que simpatiza, como aquellas con las que es evidente que no comulga.

Una interpretación posible es que quizás ha llegado el momento de desprenderse de pretensiones de orden absoluto, que en última instancia no deja de ser una especie de seguridad fingida. Tal vez sea hora ya de despenalizar al caos, en la medida en que las crisis suelen ser  quienes posibilitan los cambios. Se trataría entonces de aceptar que la complejidad avanza sobre la simplicidad (sin perder de vista la diferencia entre caos y complejidad señalada en el texto). Y quedaría como tema a debatir si la simplicidad no es una utopía en pos de una abstracción ideal, que desestimaría -de algún modo- la multiplicidad concreta  de lo real.

Hoy sabemos que la ciencia, aunque benefactora, es también malhechora; que las teorías (de cualquier orden) triunfan en tanto se sostengan en basamentos de poder; y que las hegemonías nunca son inocentes. En consecuencia considero que antes que pretender encontrar leyes universales –por ejemplo, para el caos o para la flecha del tiempo- resultaría más comprometido, tanto desde le punto de vista cognoscitivo como social, aceptar que la ciencia (o cualquier otra empresa humana) sólo capta aspectos, escorzos, retazos de realidad. La universalidad es solo una palabra o un sistema de signos. ¿Quién puede constatarla?, ¿quién puede demostrarla? Se podría contestar “la matemática”. Y se podría acordar. Pero no se debería omitir que la formalización es simplemente una perspectiva posible para estudiar o dimensionar porciones del universo, y de ninguna manera se obtiene de ella -o de ningún otro sistema de signos- el verdadero conocimiento de las cosas.

La matemática, el lenguaje articulado en general y el conocimiento científico en particular emiten metáforas sobre la realidad. Metáforas a las que llamamos ‘conocimiento’ porque ya no recordamos la arbitraria operación creativa a la que se acudió para construirlas. Metáforas parciales,  poéticas, “neutras”, formales, unas más logradas que otras y todas más, o menos, eficaces. Pues, ¿qué es el conocimiento sino un conjunto de metáforas útiles (y aceptadas comunitariamente) que expresamos respecto de las cosas? La aspiración a lo universal es un resabio teológico-metafísico capturado por la ciencia moderna. Utilizar esa aspiración como herramienta inmanente es funcional al saber. En cambio, tratar de imponerla como realidad trascendente puede llegar a ser funcional al poder.

 Por otra parte, los aspectos científicos mostrados con claridad y rigor en este libro  ayudan a vapulear el prejuicio de que sólo es conocimiento serio el que se deja formalizar. No obstante, en el arduo trabajo de Ibáñez  existen fértiles desarrollos matemáticos. Pero queda claro que no se piensa ya, como en la ciencia moderna, que las leyes de la naturaleza están escritas en ese lenguaje. Se sabe que el esfuerzo matemático habilita el ingreso, sin culpas, al universo reconocido por la comunidad científica. Considero que no se trata entonces de sofocar la aspiración a la formalización, sino de despojar dicha aspiración de la pretensión de verdad absoluta. 

Es digno de destacar que este libro se engalana con “la gentileza del teórico”, esto es, ser claro. En función de ello nadie mejor que su autor para explicar aquello que, con buen tino, ha titulado El ABC de la teoría del caos. Aunque en rigor de verdad es un “ABC” que se extiende más allá de las tres primeras letras del acerbo científico sobre el caos. Pues además de exponer con amenidad y soltura las posturas fundamentales de los pioneros de las disciplinas adscriptas al caos determinista en ciencias naturales, expone posturas críticas y se extiende también hacia otros campos de aplicación posible. No se amuralla en ninguna pretendida torre de marfil de las ciencias duras. Prueba de ello es el sustancioso aporte a la incipiente problemática teórica denominada “pedagogía del caos”. No solo por sus creativas referencias  a esa problemática, sino también por su ilustración empírica a partir del análisis del Diseño Curricular Jurisdiccional vigente, en el momento de escribir el libro, en la Provincia de Santa Fe, de la República Argentina.

Y como corolario ideal para este recorrido amable, Ibáñez nos regala, por una parte, un extenso y acertado glosario respecto del caos y, por otra, una amplia bibliografía de autores nacionales e internacionales relacionados con tales estudios.

Finalmente, considero que el presente texto nos brinda una de las características más nobles del conocimiento científico: ser fecundo, pues a partir de su lectura, se aclaran los conceptos fundamentales de la leyes del caos, se comenta a  defensores y detractores, se accede a aplicaciones interdisciplinarias y, sobre todo, se abre la posibilidad de seguir pensando, que es –sin lugar a dudas- un desafío seductor para todos aquellos que amamos las aventuras del pensamiento.
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