jueves, 26 de julio de 2012

MARCELO DOS SANTOS

La tauromaquia es una de las tradiciones españolas más trascendentes. Practicada durante siglos, se ha convertido, también, en la más controvertida. ¿Es un arte la corrida de toros? ¿Es moral sacrificar a un animal para disfrute de las masas? Mas la destreza matadora es, con todo, parte esencial e indivisible del espíritu de un pueblo.

EL ARTE EXCOMULGADO
(Especial para Helios Buira)

Partido en dos pedazos, este toro de siglos,
este toro que dentro de nosotros habita:
partido en dos mitades, con una mataria
y con la otra mitad moriria luchando.
Miguel Hernández

“Las corridas de toros no son un deporte
sino una tragedia”.
Ernest Hemingway: Muerte en la tarde

“Esos espectáculos en que se corren toros y fieras 
en el circo o en la plaza pública no tienen nada que ver 
con la piedad y caridad cristiana”.
S.S. San Pío V: Bula De Salutis Gregi Dominici

El joven sale a la arena, bajo el sol violento. La novia lo espera en el sector opuesto, vestida con sus mejores galas. Las puertas se abren, y el toro parpadea estúpidamente bajo la inclemente luz. El joven torero se prepara: sus piernas se flexionan parcialmente, sus brazos se extienden ofreciendo a la bestia las palmas desnudas. Su cuerpo es un resorte portentoso, un elástico tenso, un músculo de cuya potencia dependerá el breve límite entre existir o fenecer.
El monstruo embiste. El Minotauro de cuatro patas baja la noble testuz, las patas retiemblan contra la arena ardiente. El monstruo embiste.
El joven, apenas un púber valiente, se agacha algo más, considerando con cuidado la dirección, la velocidad y la distancia a que se halla la muerte negronoche. Cuando los largos cuernos buscan ya la parte blanda de las ingles, cuando el vapor sangriento de la respiración del toro le caldea los muslos, el joven salta, y su cuerpo flota limpiamente sobre el cráneo y el cuello del animal. Sus palmas se apoyan en el lomo, algo más atrás de la cruz, y el cuerpo se eleva en una vertical graciosa, describiendo una curva de parábola fantástica. El toro pasa bajo él como los sueños pasan en las noches, y el joven, luego de transitar el sublime instante de vértigo que separa al niño del viril guerrero sobre los lomos negrosudorosos, cae sobre sus pies detrás del toro, donde espera su novia, la niña virgen que mañana será su esposa.
Dos cosas ha demostrado: agilidad suficiente para llegar al éxito en combate, en cualquiera de las repetidas, interminables guerras que librará contra el invasor desconocido, y el valor y el coraje del padre de familia, que lo habilita para recibir mujer, propiedad y reconocimiento ya no de niño implume y dependiente, sino de ciudadano pleno, de hombre responsable de la parte de derechos y deberes que le competen en su sociedad.

El salto del toro, en un fresco cretense

¿Matar al bruto? ¿Por qué y para qué? Al fin y al cabo, el toro es sólo un instrumento; la medida perfecta de la agilidad y el coraje del muchacho, ese audaz aspirante a hombre viril. ¿Matarlo? ¿Y negarle la posibilidad de medir la valentía de otros niños? ¿Convertirlo en carne muerta, tasajo para el buche, pitanza del gusano? No, no. De ningún modo. El arte del cretense consiste en saltar toros. El arte del toro, aplastar, derribar, someter al que no cumpla con las condiciones que Creta estima imprescindibles para crecer, para alcanzar la edad viril, para tener hijos, para ser pleno, para ser hombre, para ser.
Así se llegaba a hombre –no había otro modo- en Cnossos, Creta, en el siglo XV antes de Cristo.

Los deportes –todos los deportes- reconocen orígenes comunes, y así ha sido desde la más remota antigüedad: preparación para la guerra y liturgia religiosa. El segundo de ellos se verifica en Creta, la adoración del toro como rasa y medida del valor del hombre. Basta recordar la celebérrima historia de Teseo y Ariadna, enredados por el hilo de la pasión en las oscuras cavernas del Minotauro (y transfundida e irisada, como no, hacia el inconsciente colectivo occidental merced a la sincrética visión griega del mundo). 
La adoración del toro no es única: por el contrario, parece casi universal en todas las culturas que conocieron el ganado bovino. Desde la infantil pasión del egipcio por el Apis, pasando por el holocausto divino de las primicias del toro en el Antiguo Testamento, hasta llegar a las eróticas e impresionantes prácticas sexuales de Pasifae, esposa del rey Minos que, encerrada en una vaca de bronce se entrega al placer sexual con el toro Zeus de impresionante miembro en el mito griego. Incluso Platón la reputa como entretenimiento común entre los nobles atlantes.

Goya y los toreros muertos

Acaso en estas antiguas tradiciones y creencias encontremos el origen de la relación del Hombre con el toro ibérico; acaso no. Sin embargo, la inmemorial e inextricable asociación entre el recolector antiguo y el animal capaz de proveerlo de abrigo, leche y carne se haya trastocado de algún modo en este circo sangriento, impresionante, noble y brutal de la tauromaquia hispana.
¿De dónde ha salido este rasgo cultural del español, que en su fallido y destructivo anhelo imperial se exportó a Francia, Portugal y la América española?
Sabemos que el deporte de los toros pasó de Creta a Tesalia y de allí al Circus Maximus, pero nadie, en rigor tiene la respuesta pertinente acerca de su introducción en Iberia. Es cierto que los romanos no lo llevaron, y hay quien afirma, incluso, que Don Ruy Díaz, nuestro Cid, fue el primer español en enfrentarse espada-cuernos contra un toro, en una arena diseñada –como hoy- según el modelo del circo romano. Claro que ya los íberos prerromanos sacrificaban sus mejores ejemplares de urus o bos en un templo del mismo aspecto que las actuales Plazas, luego de haberlos desafiado en combate. 

Hay en España –que no en América, donde la corrida ha sido prohibida en casi todos los países, y donde no, no culmina con la muerte de la fiera- un gran número de aficionados a la tauromaquia, quienes la consideran un Arte, una Danza y un Misterio. La reputan, también, de tradición cultural ancestral ibérica, una de las pocas que han llegado a nosotros, como también lo ha hecho el toro bravo, acaso la raza más primitiva entre los bóvidos.
Pero no siempre fue así. Desde la antigüedad prerromana, la corrida de toros íbera subsistió hasta la invasión mora de Tariq, en el siglo VIII. La palabra que el musulmán usó para prohibir en forma estricta las corridas fue “abominable”. Y es abominable porque el bovino no es uno de los animales “impuros” del Islam, y porque, arte o no arte, salvajada o no salvajada, el Islam es hermano de la doctrina judaica y se considera heredero también del Profeta Jesucristo. Y experimenta un soberbio, supremo, inconmovible horror a infligir sufrimiento gratuito, arte o no arte, diestro o no diestro.
El horror a dispensar dolor y muerte está presente también en el cristianismo, como religión de paz y caridad. Es por esto que, en 1567, Michele Ghisleri, el Papa Pío V, y aún más tarde hecho Santo por Clemente XI en 1712, dicta la Bula De Salutis Gregis Dominici: “No han cesado aún, en muchas ciudades y en muchísimos lugares, las luchas con toros y otras fieras en espectáculos públicos y privados, para hacer exhibición de fuerza y audacia; lo cual acarrea a menudo incluso muertes humanas, mutilación de miembros y peligro para el alma. Por lo tanto, Nos, considerando que esos espectáculos en que se corren toros y fieras en el circo o en la plaza pública no tienen nada que ver con la piedad y caridad cristiana, y queriendo abolir tales espectáculos cruentos y vergonzosos, propios no de hombres sino del demonio, y proveer a la salvación de las almas, en la medida de nuestras posibilidades con la ayuda de Dios, prohibimos terminantemente por esta nuestra Constitución, que estará vigente perpetuamente, bajo pena de excomunión y de anatema en que se incurrirá por el hecho mismo (ipso facto), que todos y cada uno de los príncipes cristianos, cualquiera que sea la dignidad de que estén revestidos, sea eclesiástica o civil, incluso imperial o real o de cualquier otra clase, cualquiera que sea el nombre con el que se los designe o cualquiera que sea su comunidad o estado, permitan la celebración de esos espectáculos en que se corren toros y otras fieras es sus provincias, ciudades, territorios, plazas fuertes, y lugares donde se lleven a cabo. 

 Desesperación y horror en los ojos inocentes

Prohibimos, asimismo, que los soldados y cualesquiera otras personas osen enfrentarse con toros u otras fieras en los citados espectáculos, sea a pie o a caballo. Y si alguno de ellos muriere allí, no se le dé sepultura eclesiástica”. Arte o no arte, toreros, espectadores y autoridades han sido abominados por el Islam y excomulgados y anatematizados por la Iglesia Católica, y sólo queda para ellos el ardor infinito de los fuegos eternos.

No es caprichosa la sentencia de Tariq, como no lo fue la Bula de Michele: la piedad cristiana, gústenos o no, deplora el inútil correr de sangre inocente, y el toro, por inhumano, inocente de toda inocencia, es el sujeto ideal para ejercitar en él la virtud mayor de la misericordia. 
Aunque los pintores se han inspirado a menudo en las corridas de toros, no todos los artistas han comulgado con esta suerte de sangrienta cópula entre espada y médula: la relación de amor-odio que el viejo de Oak Park estableció con el torero condicionó toda su vida desde 1923 –año en que recibió su primera cornada en un San Fermín-  hasta su muerte, y cristalizó en Muerte en la tarde, su abismal texto taurino. Haciendo el escritor su transfiguración desde simple curioso, pasando por el aprendiza que lleva a ser experto, hasta convertirse en un psicólogo de matadores de a ratos libres, Hemingway disfruta a su pesar el paroxismo violento de la corrida, como disfrutó antes los amargos orgasmos de la guerra y como disfrutaría más tarde la escopeta de Idaho que volaría sus precisos sesos hasta el techo de la habitación donde devoró el cañón.
Describe de esta suerte su primera experiencia en la Plaza: “Contaba con sentirme horrorizado, por lo que me habían dicho que pasaba con los caballos. La mayor parte de la gente que había escrito sobre las corridas, lo condenaba como algo brutal y estúpido. La fiesta de toros no es un deporte, sino una tragedia que simboliza la lucha entre el hombre y la bestia. La tragedia es en tres actos: Primero, el toro entra en el ruedo y embiste al picador, y éste le pone varas para defender a su caballo, y se retira. Segundo, la colocación de las banderillas y por último, la muerte del toro". 
Sin embargo, la pasión sanguinolenta de los toros revolvería las tripas y la cerebral resistencia al abuso en la mente del escritor: "Es un deporte, un deporte salvaje y primitivo, y en gran parte, un verdadero deporte de amateurs. Temo sin embargo, que a causa del peligro de muerte que lleva consigo, no tendría demasiados adeptos entre los amateurs del deporte en Norteamérica y en Inglaterra. En nuestros juegos deportivos, no es la muerte lo que nos fascina, la muerte cercana, que es preciso esquivar; sino la victoria, y es la derrota en lugar de la muerte, lo que tratamos de evitar. Todo ello tiene un simbolismo muy lindo; pero hacen falta más cojones para entregarse a un deporte en que la muerte es uno de sus ingredientes".

Estudios sobre toros, Picasso

Y, al fin, ha dado en la tecla. Allí está, allí anida la sierpe refulgente que con acerados colmillos amenazó y amenaza. La Muerte. La sangrienta parca que establece sus normas, sus mórbidas medidas. El toro entra vivo y sale muerto, o no sale. El torero, empero, puede salir vivo, pero también capón, inútil, mutilado, con un ano contra natura a tiempo perpetuo, tuerto o arrastrando sus tripas por la arena. Y la supervivencia en una pieza es La Victoria, el éxito del Hombre desafiando al Hado, la Lucha del Hombre contra el Destino. La Tragedia, en suma. Y bien: ¿quién de nosotros no se ha solazado imaginándose héroe trágico y víctor?
"El toro de lidia debe morir, no debe entrar al ruedo más de una vez, porque es un peligro que al matador se le hace complicado sortear. Esta es la tragedia del ruedo, y aunque torero y toro están frente uno del otro, y un centenar de diestros han dejado la vida en el ruedo, en el último acto de la tragedia es el toro quien irremediablemente se rinde a la muerte”. Y cuenta luego la historia de Hechicero, un miura que envió al hospital a todos los picadores y a todos los toreros que tomaron parte en la corrida, luego de haber matado y aplastado a siete caballos.
Extraño deporte, extraña forma de vida, extraña cultura la de los toros. Con su salvajismo primitivo y cruel, con la injusta, infausta maldición que el español ha echado sobre el miura, la corrida de toros aún espanta, amenaza, apasiona y perturba. El motivo es su íntima relación con la muerte y su posibilidad, con el dolor y su certeza, con aquél diálogo de Beyond Thunderdome: “dos entran, sólo uno sale”. Con el circus gladiatorum, en suma.
A pesar de la opinión de Hemingway, Frida Kahlo afirmaba: “Nada vale más que la risa y el desprecio. Es fuerza reir y abandonarse, ser cruel y ligero. La tragedia es lo más ridículo que tiene el hombre, pero estoy segura de que los animales, aunque sufren, no exiben su pena en teatros abiertos, ni cerrados (los hogares). Y su dolor es más cierto que cualquier imagen que pueda cada hombre representar o sentir como dolorosa”.
Acaso el arte de la tauromaquia resida, precisamente, en esto. En realizar en forma competente una tarea en la que al matador le va la vida, otorgando muerte con dolor mas sin pena, ya que el bruto no siente abandonar la vida ni lamenta la futura ausencia de los días por venir. Tal vez por ello su dolor sea “cierto”, como cierta es la fuerza mortal de que dispone, amenazando al hombre a sucumbir en un abrazo fatal y dadivoso. Morir matando, si es posible. De eso se trata.

 Vaso cretense

Mas es indudable que el alma hispánica está aquí, en este circo vociferante en donde el inocente muere entre estertores, y donde el criminal arriesga su integridad entre graves directrices, sin saber de antemano si saldrá vivo de su crimen: se sabe excomulgado y va adelante, arderá –sin su víctima- y no le importa. El dispensador de muerte no piensa en esas cosas. 
Este circo que, al fin y al cabo, resume lo verdaderamente esencial del Universo: la sangre fecunda que hoy riega nuestra vida, mañana a más tardar manchará la arena.
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