Fue en Kristiania, durante el concierto estival que el coro parisino ofreció en el Tivoli. Salí a dar una vuelta y ascendí la colina del Palacio; al llegar a la cima, de inmediato comencé a descender en dirección al parque de atracciones. Una gran muchedumbre se había reunido allí dispuesta a escuchar los cantos. Me confundí en el gentío y tropecé con un amigo con el que sostuve una conversación a media voz que pronto acompañó las voces del coro, que llegaban hasta nosotros en olas amortiguadas por el viento. De pronto sentí un malestar, un nerviosismo inquietante se apoderó de mí y respondí al revés las palabras de mi amigo. Maquinalmente di un paso al costado y reencontré la calma. No obstante, al cabo de algunos minutos volvió a hacerse presente el mismo e inexplicable malestar. Fue entonces cuando mi acompañante me dijo:
—¿Has notado a esa mujer que te observa?
Me volví con energía. Detrás de mí, una dama me miraba sin parpadear desde unos ojos azules de la más extraña especie.
—No la conozco —respondí volviendo a mi posición. Me sentía en un estado de exasperación absoluto. Aquellos ojos inmóviles me quemaban la nuca con un fuego continuo, a la vez que latían en mi cabeza como dos hierros helados. Estaba mucho más nervioso porque había tenido que soportar esa mirada. Giré nuevamente para asegurarme de que no conocía a esa mujer. Luego decidí abandonar mi lugar y me fui.
Transcurrieron algunos días. Acompañado por un amigo, un joven teniente, me senté en el banco que daba al reloj de la universidad a mirar a la gente que deambulaba a la hora del paseo. De pronto, entre la muchedumbre, divisé dos ojos, dos ojos fríos y velados. Reconocí de inmediato a la joven del Tivoli. Como al pasar frente a nosotros ella continuó mirándonos, el teniente me preguntó con viva curiosidad si sabía quién era.
—No tengo idea —le respondí.
—Resulta obvio que a uno de nosotros conoce —me dijo él levantándose—. Tal vez sea yo.
En tanto, la dama había tomado asiento en el banco siguiente. Tiré del capote del teniente para que él tomara el comando de la operación y dimos algunos pasos en su dirección.
—¡Sería estúpido quedarnos con la duda! —me dijo—. Vamos a presentarnos.
—Está bien —le contesté, siempre detrás de él.
La saludó, le dio su nombre y le preguntó si no resultaba inoportuno sentarse a su lado, cosa que hizo sin mayor ceremonia. Como ella respondió de inmediato en forma amable aunque algo distraída, él tomó su sombrilla y comenzó a toquetearla maquinalmente. Yo seguía allí, de pie, un poco extraviado y sin saber qué postura adoptar. Un muchachito pasó frente a nosotros con un canasto lleno de flores. Experto en galanterías, el teniente compró algunas rosas, giró hacia la dama, tomó una y le solicitó el favor de clavarla en su pecho. Luego de una negativa a medias, ella acabó por consentirlo. El teniente era un hombre apuesto y, en consecuencia, no me sorprendió que ella aceptara sus avances.
Sin embargo, ni bien ejecutó su pedido se arrancó la rosa del ojal y la observó con temor, al tiempo que exclamó: “¡Está arruinada!”. La arrojó de inmediato a la calle agregando en voz baja: “Me recuerda el cadáver de un niño”. No le concedí mayor importancia a estas últimas palabras, tal vez por que no había notado la emoción con la cual fueron pronunciadas.
El teniente propuso subir hasta el parque del Palacio. Mientras caminábamos, la dama comenzó a hablarnos sin motivo de un niño que ella había conocido, pero que ahora estaba enterrado. Como nosotros guardábamos silencio, poco después ella dirigió la conversación sobre el asilo de Gaustad, subrayando lo penosa que resulta la internación “cuando no se está loco”.
—Es cierto —dijo el teniente—, pero ese tipo de cosas no suceden en nuestros días.
—¡Oh, sí! Es lo que le ocurrió precisamente a la madre de ese niño —respondió ella.
—¡Diablos! —dijo el teniente riendo.
La dama hablaba con una voz agradable y, aparentemente, bien centrada. Y si la juzgué ligeramente exaltada, incluso un poco histérica —lo que confirmaba el resplandor morboso de su mirada—, no creí por eso que estuviera enferma. No obstante, pronto me rendí a la fatigosa gimnasia del espíritu que me imponían sus constantes despropósitos, de modo que me detuve y me despedí. Cuando me iba, los vi proseguir su ruta por el parque, aunque no sabría decir adonde se dirigieron dado que ya no me volví.
Pasó una semana. Una tarde, bajando por la avenida Karl Johan, volví a encontrar a la dama del Tivoli. Fuimos aminorando involuntariamente nuestra marcha en el momento de cruzarnos hasta que, sin pensarlo, me encontré caminando a su lado. Avanzábamos con lentitud por la vereda, hablando de esto y aquello. Ella me dijo su nombre —pertenecía a una familia muy conocida— y me preguntó el mío. Luego, sin darme tiempo a responder, colocó su mano sobre mi brazo diciendo:
—No importa, puede ahorrárselo… Lo conozco.
—Por supuesto. Mi amigo, el teniente, es muy servicial. ¿Y con qué nombre me ha gratificado? —le pregunté.
Pero sus pensamientos estaban ya en otra parte. Señaló el Tivoli con el dedo y me dijo: “Mire”.
Un hombre montado sobre un velocípedo se elevaba y descendía en el aire en medio de un océano de antorchas encendidas. Era el hombre tirabuzón.
—¿Y si vamos a verlo más cerca? —interrogué.
—Vamos a instalarnos en un banco —respondió la dama.
Con ella a la cabeza, atravesamos la avenida Drammen y penetramos en el parque. Había elegido el sitio más sombrío para sentarse. Intenté retomar la conversación, pero fue en vano. Me interrumpió con un pequeño gesto de súplica y me preguntó si no quería guardar el más absoluto silencio por un instante. Con gusto, pensé, tras lo cual, cediendo a su pedido, permanecí media hora sin pronunciar palabra. La dama se mantuvo inmóvil. En la oscuridad, pude distinguir el blanco de sus ojos y me di cuenta de que ella no cesaba de mirarme a hurtadillas. Al fin, en parte asustado por esa mirada demente, estuve a punto de levantarme. No obstante, algo me retuvo, de modo que me contenté con estirar el brazo para echarle un vistazo al reloj.
—Son las diez —dije.
No hubo respuesta. Ella no apartaba sus ojos de mí. Luego, sin hacer el menor gesto, me dijo:
—¿Tendría el coraje de ayudarme a desenterrar el cadáver de un niño?
Esta vez sentí una profunda angustia. Cada momento me resultaba más y más claro que estaba tratando con una loca; por otra parte, como había excitado mi curiosidad, no deseaba de ningún modo abandonarla. De modo que, observándola, le dije:
—¿El cadáver de un niño? Por qué no. No deseo otra cosa que ayudarle.
—Usted debe entender… Ha sido enterrado vivo, necesito volver a verlo.
—Claro, por supuesto. Debemos desenterrar a su niño.
La miré fijamente esperando su reacción, la cual no se hizo esperar.
—¿Por qué dice que es mi niño? —inquirió ella—. Nunca afirmé algo semejante; sólo he dicho que conozco a la madre. Ahora voy a contarle todo.
Y esta mujer, hasta ese momento incapaz de mantener una conversación razonable y ordenada, me contó una larga historia sobre este niño, una historia extraña que me causó la más viva impresión. Hablaba con fluidez y credibilidad, impregnada de emoción, lo cual hacía de su relato uno de los más plausibles. No noté lagunas ni rupturas en el tono. En todo caso, no pude imaginar ni por un instante que su alma pudiese estar perturbada.
Una joven dama —en ningún momento precisó que fuese ella— conoció un tiempo atrás a un caballero de quien se había enamorado y con el que finalmente acabó por comprometerse. Abiertamente o a escondidas, en plena calle o en oscuros rincones, nunca dejaban pasar una oportunidad para verse. Se encontraban a una hora convenida en la habitación de uno u otro, a menos que hubiesen elegido darse cita al caer la noche en este mismo banco en el que ahora estamos sentados. De este modo, sucedió lo que debía suceder: un hermoso día, en su hogar descubrieron en qué estado se encontraba la muchacha. Se mandó a buscar al médico de la familia —la dama menciona su nombre, uno de los practicantes más conocidos—, quien recomendó enviarla a una ciudad de provincia. Una vez allí, recibió albergue en casa de la comadrona.
Pasó el tiempo y nació el niño. Extrañamente, el médico familiar se desplazó desde Kristiania para la ocasión, y la joven madre, que yacía enferma, no había abandonado su lecho aún cuando se le anunció la muerte de su pequeño. ¿Había nacido muerto? No, vivió algunos días. Pero la cuestión es que el pequeño no estaba muerto. La madre nunca pudo llegar a ver a su hijo. Sólo el día del entierro le fue permitido verlo: en su ataúd. “Le aseguro que en ese momento no estaba muerto, vivía”, dijo la dama del Tivoli. “La sangre le coloreaba las mejillas y movió dos o tres veces los dedos de la mano izquierda”. La madre comenzó a lamentarse, hasta que le arrebataron el niño para enterrarlo. El médico y la matrona se ocuparon de todo.
Al cabo de un tiempo, la madre pudo levantarse y, todavía enferma, viajó a la capital. Allí, les confesó a algunas amistades los motivos que la obligaron a permanecer en provincia y, preocupada por su hijo como estaba, no disimuló su temor porque hubiese sido enterrado vivo. Afligida, triste como la muerte, sufrió el oprobio familiar y perdió a su novio, quien desapareció de improviso sin dejar rastro.
Un día, un coche se detuvo ante la casa de sus padres para llevarla a dar un paseo. Ella se instaló en el interior y el cochero la condujo hasta el asilo de Gaustad. Una vez más, el médico familiar se hizo presente.¿Por qué razón la recluyeron en el asilo? ¿Había enloquecido realmente o temían que no guardase la debida discreción respecto a la suerte de su hijo? El tiempo transcurría en Gaustad. Se le permitió tocar el piano para los internos. En caso contrario, durante su examen, se revelaría una nueva anomalía que la haría especialmente vulnerable: la falta de voluntad. Se le pidió manifestar su voluntad, endurecerse. Sin duda, debía endurecerse para poder develar el crimen cometido contra su hijo. ¡Era cómico! De cualquier modo, un bello día la liberaron. Ahora ella está triste y sufre. Nadie ha querido ayudarla en este asunto. “A menos que usted consienta en hacerlo”, me dijo la dama.
Su relato me pareció demasiado novelesco pero, no obstante, advertí que ella creía firmemente en él. Era tan fuerte su poder de convicción, su vehemencia, que excluía cualquier forma de engaño, de modo que pensé que quizás en toda esta historia había un trasfondo de verdad. De modo que se podía razonablemente pensar que ella bien pudo haber tenido en realidad ese niño y que, durante su enfermedad, estando demasiado débil para aceptar su muerte, imaginó en un momento febril que había sido asesinado. Entonces le dije:
—¿El niño está enterrado aquí?
—No, en el sitio donde he sido atendida —respondió.
—¿Entonces es su hijo? —repliqué con rapidez.
Dejó mi pregunta sin respuesta, y me lanzó una feroz y suspicaz mirada de soslayo.
—No me iré sin antes decir que haré todo lo posible por ayudarle —afirmé divertido—. ¿Cuándo comenzamos?
—Mañana —respondió con vivacidad—. Mañana, querido amigo.
—Bien —dije.
Acordamos entonces encontramos al día siguiente a las siete de la tarde, un momento antes de que partiera el tren. Decidido a sostener mi promesa, me encontré en la estación a la hora prevista. Sin embargo, ella no se hizo presente a las siete y el tren partió. Esperé hasta las ocho, y ya estaba a punto de volver a mi hogar cuando la distinguí casi corriendo en mi dirección. Sin preocuparse de los transeúntes, me dijo en voz alta y clara:
—Debió haberse dado cuenta de que ayer por la tarde le mentí. Obviamente, se trataba de una broma.
—Por supuesto —respondí un poco molesto por el exceso verbal de la dama—. Debí haberlo comprendido todo de inmediato.
—Lo sabía. Pero, si por casualidad me hubiese tomado en serio, le habría encomendado mi alma a Dios.
—¿Su alma a Dios? ¿Por qué?
—Venga, venga ya —me dijo tironeándome del brazo—. Y por favor, no hablemos más de esto —agregó.
—Como usted quiera. Yo lo consiento todo —dije.
Remontamos la calle Rosenkrantz en dirección al Tivoli. Atravesamos la avenida Drammen y luego giramos nuevamente para ingresar al parque; ella era quien siempre dirigía nuestros pasos. Tomamos asiento en nuestro viejo banco y comenzamos a hablar sobre distintas cosas. Ella seguía saltando alegremente de un tema a otro, pero sus palabras no estaban exentas de interés. Dos o tres veces llegó a reír, e incluso en una ocasión tarareó una canción. A las diez, se levantó y me pidió que la acompañase. Un poco en broma, le ofrecí mi brazo. Me miró.
—No me atrevo —me dijo con gravedad.
Atentos a los ruidos que nos llegaban, nos dirigimos hacia el Tivoli. En ese momento, el hombre tirabuzón se elevaba nuevamente en el aire. En principio inquieta por él, mi dama se aferró a mi brazo como si fuese ella quien corría el riesgo de caer. Luego, optó por un aire divertido al imaginar que el infeliz caballero perdía el equilibrio y caía de rodillas sobre una de las jarras de cerveza dispersas sobre las mesas. Esta idea la hizo reír hasta las lágrimas.
En el camino de regreso, su humor fue el mejor. Ella se limitó a canturrear una canción. Pero, cuando avanzábamos por una calle a oscuras, se detuvo bruscamente ante una pequeña escalera negra de metal que conducía a una casa y le dirigió una mirada de terror. Sorprendido, me quedé inmóvil, mientras ella señalaba el primer escalón diciendo con voz ronca:
—El pequeño ataúd fue tallado precisamente allí.
Me sentía irritado. Alzando los hombros, le dije:
—Bueno… ¿Empezamos de nuevo?
Ella me miró. Y lenta, muy lentamente, sus ojos se llenaron de lágrimas. Bajo la luz de las ventanas de la planta baja, vi que sus labios temblaban. La dama se retorcía las manos con desesperación. Dio un paso adelante y me dijo:
—Amigo mío, mi querido amigo, perdóneme.
—Naturalmente —respondí una vez más. Volvimos a ponernos en marcha. Bajo su puerta, en el momento de desearme las buenas noches, me apretó con fuerza la mano.
Transcurrieron varias semanas en las que no volví a saber de la extraña dama. Irritado por mi propia candidez, cada vez estaba más y más convencido de que ella se había burlado de mí. “¡Bueno!”, pensé, “sea como fuere, siempre es algo menos de qué preocuparse”.
Una noche asistí al teatro a ver una obra de Ibsen, La unión de los jóvenes. En el curso del segundo acto, sentí de pronto cierta turbación, algo exterior que afectaba mis nervios, ese mismo malestar que había experimentado durante el concierto del Tivoli. Me volví de inmediato y encontré a la dama, su mirada febril fija en mí.
Retorné a mi posición, me atornillé a la silla e intenté concentrar toda mi atención en Daniel Heire, el protagonista de la pieza. No obstante, durante el resto de la noche me acompañó la desagradable sensación de tener la nuca horadada por aquellos ojos metálicos que nunca pestañeaban. Me levanté y abandoné el teatro sin esperar el final.
Estuve un par de meses ausente de la ciudad. A mi regreso, ya había olvidado a la dama del Tivoli. No había pensado en ella ni una sola vez. Desapareció de mi conciencia tan abruptamente como había llegado.
Una de las últimas noches de niebla, me encontré observando cómo la gente se chocaba entre sí por la calle Torv, entre la sopa popular y la farmacia del Elefante. Después de haber dedicado un buen cuarto de hora a este vagabundaje, decidí llegar por última vez a la farmacia antes de retornar a casa. Ya eran las once de la noche cuando comencé a aproximarme al local. La luz del farol más cercano me permitió percibir que alguien avanzaba hacia mí. Me hice un poco a un lado. La persona siguió el mismo movimiento. Corrí hacia el lado contrario, el izquierdo, para evitar una colisión. En ese momento, pude distinguir entre la niebla dos ojos que me atravesaron.
“La dama del Tivoli”, pensé petrificado.
La mirada fija, las facciones extrañamente crispadas, una mano en su manguito, ella se dirigió sin rodeos hasta mí y sostuvo mi mirada un instante.
“Sí, era mi hijo”, dijo con fuerza. Dio media vuelta y desapareció en la niebla.
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