Como un exiliado camino por las callejuelas de la ciudad más antigua, la primera en nacer. Mi alma va delante de mi, vacilante y ansiosa. ¿ Qué la perturba ? ¿Su abandono o su búsqueda de una nueva morada? Alli estoy, sonámbula, huérfana y vencida. Añoro la playa y las altas colinas y aquella barca azul que cerca de la costa está esperándome.
MATILDE KUSMINSKY-RICHTER
Me acabo de levantar, pronto serán las cinco de la madrugada; trato de no hacer ruido, vov a la cocina y me hago una taza de té, mientras intento recordar fragmentos de mis semisueños, esos semisueños que, a estos ochenta y seis años, se me presentan intemporales, mezclados con recuerdos de la infancia. Nunca tuve buena memoria, siempre padecí esa desventaja; pero tal vez sea una forma de recordar únicamente lo que debe ser, quizá lo más arande que nos ha sucedido en la vida, lo que tiene algún significado profundo, lo que ha sido decisivo para bien y para malen este complejo, contradictorio e inexplicable viaje hacia la muerte que es la X-ida de cualquiera. Por eso mi cultura es tan irregular, colmada de enormes agujeros, como constituida por restos de bellísimos templos de los que quedan pedazos entre la basura y las plantas salvajes. Los libros que leí, las teorías que frecuenté, se debieron a mis propios tropiezos con la realidad.
Cuando me detienen por la calle, en una plaza o en el tren, para preguntarme qué libros hay que leer, les digo siempre: "Lean lo que les apasione, será lo único que los ayudará a soportar la existencia".
Por eso descarté el título de Memorias y también el de Memorias de un desmemoriado, porque me pareció casi un juego de palabras, inadecuado para esta especie de testamento, escrito en el período más triste de mi v ida. En este tiempo en que me siento un desvalido, al no recordar poemas inmortales sobre el tiempo v la muerte que me consolarían en estos años finales.
En el pueblo de campo donde nací, antes de irnos a dormir, existía la costumbre de pedir que nos despertaran diciendo: "Recuérdenme a las seis". Siempre me asombró aquella relación que se hacía entre la memoria y la continuación de la existencia.
La memoria fue muy valorada por las grandes culturas, como resistencia ante el devenir del tiempo. No el recuerdo de simples acontecimientos, tampoco esa memoria que sirve para almacenar informa.ión en las ahora computadoras: hablo de la necesidad de cuidar v transmitir las primigenias verdades.
En las comunidades arcaicas, mientras el padre iba en busca de alimento y las mujeres se dedicaban a la alfarería o al cuidado de los cultivos, los chiquitos, sentados sobre las rodillas de sus abuelos, eran educados en su sabiduría; no en el sentido que le Otorga a esta palabra la civilización cientificista, sino aquella que nos ayuda a vivir y a morir; la sabiduría de esos consejeros, que en general eran analfabetos, pero, como un día me dijo el gran poeta Senghor, en Dakar: "La muerte de uno de esos ancianos es lo que para ustedes sería el incendio de una biblioteca de pensadores v poetas". En aquellas tribus, la vida poseía un valor sagrado y profundo; y sus ritos, no sólo hermosos sino misteriosamente significativos, consagraban los hechos fundamentales de la existencia: el nacimiento, el amor, el dolor y la muerte.
En torno a penumbras que avizoro, en medio del abatimiento y la desdicha, como uno de esos ancianos de tribu que, acomodados junto al calor de la brasa, rememoran sus antiguos mitos y leyendas, me dispongo a contar algunos acontecimientos, entremezclados, difusos, que han sido parte de tensiones profundas y contradictorias, de una vida llena de equivocaciones, desprolija, caótica, en una desesperada búsqueda de la verdad.
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