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Se puede proclamar la buena salud mental de Van Gogh que durante toda su vida sólo se hizo a-sar una de las manos y, fuera de esto, no pasó de cortarse la oreja izquierda, en un mundo en que todos los días la gente come vagina cocinada con salsa verde, o sexo de recién nacido flagelado y enfurecido tomado tal como sale del sexo materno.
Y no se trata de una imagen, sino de un hecho muy frecuente, repetido a diario, y cultivado en toda la extensión de la tierra.
Es así como se mantiene -por delirante que pueda parecer tal afirmación -la vida presente en su vieja atmósfera de estupro, de anarquía, de desorden, de desvarío, de descalabro, de locura crónica, de inercia burguesa, de anomalía psíquica (pues no es el hombre sino el mundo el que se ha vuelto anormal), de deshonestidad deliberada e insigne hipocresía, de sucio desprecio por todo lo que presunta nobleza, de reivindicación de un orden enteramente basado en el cumplimiento de una primitiva injusticia, en resumen, de crimen organizado.
Las cosas van mal porque le conciencia enferma tiene el máximo interés, en este momento, en no salir de su enfermedad.
Así es como una sociedad deteriorada inventó la psiquiatría para defenderse de las investigaciones de algunos iluminados superiores cuyas facultades de adivinación le molestaban.
Gerard de Nerval no era loco, pero lo acusaron de serlo con la intención de arrojar descrédito sobre determinadas revelaciones fundamentales que se aprestaba a hacer, y además de acusarlo, una noche lo golpearon en la cabeza -materialmente golpeado en la cabeza- para que perdiera el recuerdo de los hechos monstruosos que iba a revelar y que, por efecto del golpe, pasaron, dentro de él, al plano supranatural; porque toda la sociedad, secretamente confabulada contra su conciencia, era bastante fuerte en ese momento como para hacerle olvidar su realidad.
No, Van Gogh no era loco, pero sus cuadros constituían mezclas incendiarias, bombas atómicas, cuyo ángulo de visión, comparado con el de todas las pinturas que hacían furor en la época, hubiera sido capaz de trastornar gravemente el conformismo larval de la burguesía del Segundo Imperio, y de los esbirros de Thiers, de Gambetta, de Félix Faure tanto como los de Napoleón III.
Porque la pintura de Van Gogh no ataca a cierto conformismo de las costumbres, sino al de las instituciones mismas. Y hasta la naturaleza exterior, con sus climas, sus mareas y sus tormentas equinocciales, ya no puede, después del paso de Van Gogh por la tierra, conservar la misma gravitación.
Con mayor motivo en el plano de lo social, las instituciones se disgregan, y la medicina semeja un cadáver inutilizable y descompuesto que declara loco a Van Gogh.
Frente a la lucidez de Van Gogh en acción, la psiquiatría queda reducida a un reducto de gorilas, realmente obsesionados y perseguidos, que sólo disponen, para mitigar los más espantosos estados de angustia y opresión humana, de una ridícula terminología, digno producto de sus cerebros viciados.
En efecto, no hay psiquiatra que no sea un notorio erotómano.
Y no creo que la regla de la erotomanía inveterada de los psiquiatras sea pasible de ninguna excepción.
Conozco uno que se rebeló, hace algunos años, ante la idea de verme acusar en bloque al conjunto de insignes crápulas y embaucadores patentados al que pertenecía.
En lo que me a mí respecta, señor Artaud -me decía- no soy erotómano, y lo desafío a que presente una sola prueba para fundamentar su acusación.
No tengo más que presentarlo a usted mismo, Dr. L..., como prueba;lleva el estigma en la jeta,pedazo de cochino inmundo.
Tiene la facha de quien introduce su presa sexual bajo la lengua y después le da vuelta como a una almendra, para hacer la higa a su modo.
A esto lo llaman sacar su buena tajada y quedar bien.
Si en el coito no logra ese cloqueo de la glotis del modo que usted tan a fondo conoce, y al mismo tiempo el gorgoteo de la faringe, el esófago, la uretra y el ano, usted no se considera satisfecho.
En el curso de esas sacudidas orgánicas internas, ha adquirido usted cierta propensión que es testimonio encarnado de un estupro inmundo,que usted cultiva de año en año, cada vez más, porque socialmente hablando, no cae bajo la férula de la ley, pero cae bajo la férula de otra ley cuando sufre entera la conciencia lesionada, porque al comportarse usted de ese modo, le impide respirar.
Mientras por un lado usted dictamina que la conciencia en actividad constituye delirio, por otro estrangula con su innoble sexualidad.
Y ése es, precisamente, el plano en el que el pobre Van Gogh era casto, casto como no pueden serlo ni un serafín ni una virgen, porque son precisamente ellos los que han fomentado y alimentado en sus orígenes la gran máquina del pecado.
Por otra parte, quizás pertenezca usted, Dr. L..., a la raza de los serafines inicuos, pero por favor, deje a los hombres tranquilos,el cuerpo de Van Gogh, libre de todo pecado, también estuvo libre de la locura que, por otra parte, sólo se origina en el pecado.
Y conste que no creo en el pecado católico,pero creo en el crimen erótico del que justamente todos los genios de la tierra, los auténticos alienados de los asilos, se han abstenido, o, en caso contrario, es porque no eran (auténticamente) alienados.
¿Qué se entiende por auténtico alienado?
Es un hombre que prefiere volverse loco -en un sentido social de la palabra- antes que traicionar una idea superior del honor humano.
Pues un alienado es en realidad un hombre al que la sociedad se niega a escuchar, y al que quiere impedir que exprese determinadas verdades insoportables.
Pero en este caso la internación no es el arma exclusiva, porque la confabulación de los hombres tiene otros medios para someter a las voluntades que pretende quebrar.
Fuera de las pequeñas hechicerías de los brujos de pueblo están los grandes pases de hechizo colectivo en los que toda la conciencia en estado de alarma interviene periódicamente.
Así es como con motivo de la guerra, de una revolución, de un cataclismo social todavía en germen, la conciencia unánime es interrogada y se interroga, y llega a emitir su propio juicio.
También puede suceder que se le haya incitado a salir de sí misma en ciertos casos individuales resonantes.
Así es como hubo hechizos unánimes en los casos de Baudelaire, Edgar Poe, Gerard de Nerval, Nietzsche, Kierkegaard, Hölderlin, Coleridge,y lo hubo en el caso de Van Gogh.
Eso puede ocurrir durante el día, pero habitualmente ocurre de noche.
Así es como extrañas fuerzas son elevadas y conducidas a la bóveda astral, a esa especie de cúpula sombría que, por encima de la respiración humana general, configura la venenosa agresividad del espíritu maléfico de la mayor parte de las gentes.
Así es como las escasas y bien intencionadas voluntades lúcidas que ha tenido que debatirse en la tierra, se ven a sí mismas, en ciertas horas del día o de la noche, profundamente sumidas en auténticos estados de pesadilla en vela, rodeadas de la formidable succión, de la formidable opresión tentacular de una especie de magia cívica que no tardará en aparecer abiertamente en las costumbres.
Confrontado con esa inmundicia unánime que de un lado tiene al sexo y del otro a la masa, u otros análogos ritos psíquicos, como base o puntal, no es índice de ningún delirio el pasearse de noche con un sombrero coronado por doce bujías para pintar un paisaje al natural;¿pues de qué otro modo habría podido el pobre Van Gogh iluminarse?, como bien lo hizo notar en cierta oportunidad nuestro amigo el actor Roger Blin.
En lo que respecta a la mano asada, se trata de un heroísmo puro y simple; y en cuanto a la oreja cortada no se trata más que de lógica directa, e insisto: a un mundo que tanto de día como de noche, y cada vez más, come lo incomible para dirigir su maléfica voluntad al logro de sus fines, sobre este punto no le queda más remedio que enmudecer.
Post-scriptum
Van Gogh no murió a causa de una definida condición delirante, sino por haber llegado a ser corporalmente el campo de acción de un problema a cuyo alrededor se debate, desde los orígenes, el espíritu inicuo de esta humanidad, el del predominio de la carne sobre el espíritu, o del cuerpo sobre la carne, o del espíritu sobre uno u otra.
¿y dónde está, en este delirio, el lugar del yo humano?
Van Gogh buscó el suyo durante toda su vida, con energía y determinación excepcionales.
Y no se suicidó en un ataque de insanía, por la angustia de no llegar a encontrarlo, por el contrario, acababa de encontrarlo, y de descubrir qué era y quién era él mismo, cuando la conciencia general de la sociedad, para castigarlo por haberse apartado de ella, lo suicidó.
Y esto le aconteció a Van Gogh como acontece habitualmente con motivo de una bacanal, de una misa, de una absolución, o de cualquier otro rito de consagración, de posesión, de sucubación o de incubación.
Así se produjo en su cuerpo
esta sociedad
absuelta
consagrada
santificada
y poseída
borró en él la conciencia sobrenatural que acababa de adquirir, y como una inundación de cuervos negros en las fibras de su árbol interno,
lo sumergió en una última oleada,
y tomando su lugar,
lo mató.
Pues está en la lógica anatómica del hombre moderno, no haber podido jamás vivir, ni pensar en vivir, sino como poseído.
El suicidado por la sociedad
Durante mucho tiempo me apasionó la pintura lineal pura hasta que descubrí a Van Gogh, quien pintaba, en lugar de líneas y formas, cosas de la naturaleza inerte como agitadas por convulsiones.
E inerte.
Como bajo el terrible embate de esa fuerza de inercia a la que todos se refieren con medias palabras, y que nunca ha sido tan oscura como desde que la totalidad de la tierra y de la vida presente se combinaron para esclarecerla.
Ahora bien, con mazazos, realmente mazazos los que Van Gogh aplica sin cesar a todas las formas de la naturaleza y a los objetos.
Cardados por el punzón de Van Gogh, los paisajes exhiben su carne hostil, el encono de sus entrañas reventadas, que no se sabe, por lo demás, qué fuerza insólita está metamorfoseando.
Una exposición de cuadros de Van Gogh es siempre una fecha culminante en la historia, no en la historia de las cosas pintadas sino en la misma historia histórica.
Pues no hay hambre, epidemia, erupción volcánica, terremoto, guerra, que aparten las mónadas del aire, que retuerzan el pescuezo a la cara torva de fama fatum, el destino neurótico de las cosas, como una pintura de Van Gogh, -expuesta a la luz del día,colocada directamente ante la vista, el oído, el tacto, el aroma, en los muros de una exposición-, lanzada por fin como nueva a la actualidad cotidiana, puesta otra vez en circulación.
En la última exposición en el Palacio de l'Orangerie no se exhibieron todas las telas de gran formato del desventurado pintor. Pero había, entre las que estaban, suficientes desfiles giratorios tachonados con penachos de plantas de carmín, caminos desiertos coronados por un tejo, soles violáceos que giraban sobre parvas de trigo de oro puro, y también el "Tío Tranquilo", y retratos de Van Gogh por Van Gogh, para recordar de que mísera simplicidad de objetos, personas, materiales, elementos, Van Gogh extrajo esas calidades de sones de órgano, esos fuegos artificiales, esas epifanías atmosféricas, esa "Gran Obra", en fin, de una permanente e intempestiva transmutación.
Van Gogh extrajo esas calidades de sones de órgano, esos fuegos artificiales, esas epifanías atmosféricas, esa "Gran Obra", en fin, de una permanente e intempestiva transmutación.
Los cuervos pintados dos días antes de su muerte no le abrieron más que sus otras telas, la puerta de cierta gloria póstuma, pero abren a la pintura pintada, o más bien a la naturaleza no pintada, la puerta oculta de un más allá posible, de una permanente realidad posible, a través de la puerta abierta por Van Gogh hacia un enigmático y pavoroso más allá.
No es frecuente que un hombre, con un balazo en el vientre del fusil que lo mató, ponga en una tela cuervos negros, y debajo una especie de llanura, posiblemente lívida, de cualquier modo vacía, en la que el color de borra de vino de la tierra se enfrenta locamente con el amarillo sucio del trigo.
Pero ningún otro pintor, fuera de Van Gogh, hubiera sido capaz de descubrir, para pintar sus cuervos, ese negro de trufa, ese negro de "comilona fastuosa" y a la vez como excremencial, de las alas de los cuervos sorprendidos por los resplandores declinantes del crepúsculo.
¿Y de qué se queja la tierra aquí, bajo las alas de los faustos cuervos, faustos sólo, sin duda, para Van Gogh y, además, fastuoso augurio de un mal que ya no ha de concernirle?
Pues hasta entonces nadie como él había convertido a la tierra en ese trapo sucio empapado en sangre y retorcido para escurrir vino.
En el cuadro hay un cielo muy bajo, aplastado, violáceo como los márgenes del rayo.
La insólita franja tenebrosa del vacío se eleva en relámpago.
A pocos centímetros de lo alto y como proveniente de lo bajo de la tela Van Gogh soltó los cuervos cual si soltara los microbios negros de su bazo suicida, siguiendo el tajo negro de la línea donde el batir de su soberbio plumaje hace pesar sobre los preparativos de la tormenta terrestre la amenaza de una sofocación desde lo alto.
Y, sin embargo, todo el cuadro es soberbio.
Cuadro soberbio, suntuoso y sereno.
Digno acompañamiento para la muerte de aquel que, en vida, hizo girar tantos soles ebrios sobre tantas parvas rebeldes al exilio y que, desesperado, con un balazo en el vientre, no pudo dejar de inundar con sangre y vino un paisaje, empapando la tierra con una última emulsión, radiante y tenebrosa a un tiempo, que sabe a vino agrio y a vinagre picado.
Por eso el tono de la última tela pintada por Van Gogh, el más pintor de todos los pintores, es que, sin salirse de lo que se denomina y es pintura, sin apartarse del tubo, del pincel, del encuadre del motivo y de la tela sin recurrir a la anécdota, al relato, al drama, a la acción con imágenes, a la belleza intrínseca del tema y del objeto, llegó a infundir pasión a la naturaleza y a los objetos en tal medida que cualquier cuento fabuloso de Edgar Poe, de Herman Melville, de Nathaniel Hawthorne, de Gerard de Nerval, de Achim d'Arnim o de Hoffmann, no superan en nada, dentro del plano psicológico y dramático, a sus telas de dos centavos, sus telas, por otra parte, casi todas de moderadas dimensiones, como respondiendo a un propósito deliberado.
La candela encendida, sobre el sillón de paja verde, pareciera indicar la línea de demarcación luminosa que separa las dos individualidades antagónicas de Van Gogh y Gauguin.
El motivo estético de su disputa, podría no ofrecer interés si se lo relatara, pero serviría para señalar una fundamental escisión humana entre las personalidades de Van Gogh y Gauguin.
Pienso que Gauguin creía que el artista debía buscar el símbolo, el mito, agrandar las cosas de la vida hasta la dimensión del mito.
Mientras que Van Gogh creía que hay que aprender a deducir el mito de las cosas más pedestres de la vida, y según yo pienso, carajo que estaba en lo cierto.
Pues la realidad es extraordinariamente superior a cualquier relato, a cualquier fábula, a cualquier divinidad, a cualquier superrealidad.
No se necesita más que el genio de saber interpretarla.
Lo que ningún pintor, antes que el pobre Van Gogh, había hecho, lo que ningún pintor volverá a hacer después de él, pues yo creo que esta vez, hoy mismo, ahora, en este mes de febrero de 1947, es la realidad misma, el mito de la realidad misma, la realidad mística misma, la que está en vías de incorporarse.
Así nadie, después de Van Gogh, ha sabido sacudir el gran címbalo, el timbre suprahumano según el orden rechazado que hace sonar los objetos de la vida real, cuando se ha aprendido a aguzar suficientemente el oído para advertir la hinchazón de su macareo.
De ese modo resuena la luz de la candela, la luz de la candela como la respiración de un cuerpo amante frente al cuerpo de un enfermo dormido.
Resuena como una crítica extraña, un juicio profundo y sorprendente, del cual es probable que Van Gogh pueda permitirnos presumir el fallo más tarde, mucho más tarde, el día en que la luz violeta del sillón de paja haya logrado sumergir totalmente el cuadro.
Y no se pude dejar de advertir esa cortadura de luz lila que muerde los travesaños del gran sillón torvo, del viejo sillón esparrancado de paja verde, aunque no se la descubra a la primer mirada.
Pues el foco está como ubicado en otra parte, y su fuente es extrañamente oscura, como secreto del cual sólo Van Gogh habría conservado la llave.
No necesito interrogar a la Gran Plañidera para que me diga de qué supremas obras maestras se hubiera enriquecido la pintura si Van Gogh no hubiese muerto a los 37 años, pues no puedo resolverme, después de "Los cuervos", a creer que Van Gogh hubiera pintado un cuadro más.
Creo que murió a los 37 años porque había, ay, llegado al término de su fúnebre y lamentable historia de agarrotado por un espíritu maléfico.
Pues no fue por sí mismo, por efecto de su propia locura, que Van Gogh abandonó la vida.
Fue por la presión, dos días antes de su muerte, de ese espíritu maléfico que se llamaba doctor Gachet, improvisado psiquiatra, causa directa, eficaz y suficiente de esa muerte.
Leyendo las cartas de Van Gogh a su hermano he llegado a la firme y sincera convicción de que el doctor Gachet, "psiquiatra", detestaba en realidad a Van Gogh, pintor, y que lo detestaba como pintor, pero por encima de todo como genio.
Es casi imposible ser a la vez médico y hombre honrado, pero es vergonzosamente imposible ser psiquiatra sin estar al mismo tiempo marcado a fuego por la más indiscutible insanía: la de no poder luchar contra ese viejo reflejo atávico de la turba que convierte a cualquier hombre de ciencia aprisionado en la turba, en una especie de enemigo nato e innato de todo genio.
La medicina ha nacido del mal, si no ha nacido de la enfermedad, y si, por el contrario, ha provocado y creado por completo la enfermedad para darse una razón de ser; pero la psiquiatría ha nacido de la turba plebeya de los seres que han querido conservar el mal de la fuente de la enfermedad, y que han arrancado así de su propia nada una especie de guardia suizo para liquidar en su base el impulso de rebelión reivindicatoria que está en el origen de todo genio.
En el alienado hay un genio incomprendido que cobija en la mente una idea que produce pavor, y que sólo puede encontrar en el delirio un escape a las opresiones que le prepara la vida.
El doctor Gachet no le decía a Van Gogh que estaba allí para rectificar su pintura (como le oí decir al doctor Gastón Ferdière, médico-jefe del asilo de Rodez, que estaba allí para rectificar mi poesía), pero lo enviaba a pintar al natural, a sepultarse en un paisaje para evitarle la tortura de pensar.
Ahora bien, tan pronto como Van Gogh volvía la cabeza, el doctor Gachet le cerraba el conmutador del pensamiento.
Como sin querer la cosa, pero mediante uno de esos despectivos e insignificantes fruncimientos de nariz en los que todo el inconsciente burgués de la tierra ha inscripto la antigua fuerza mágica de un pensamiento cien veces reprimido.
Al hacer esto no solamente el doctor Gachet impedía los daños del problema, sino la siembre azufrada, el tormento del punzón que gira en la garganta del único paso, con el que Van Gogh tetanizado. Van Gogh suspendido sobre el abismo del aliento, pintaba.
Pues Van Gogh era una sensibilidad terrible.
Para convencerse no hay más que echar una mirada a su rostro siempre como jadeante, y, desde cierto ángulo, también hechizante, de carnicero.
Como el del antiguo carnicero tranquilizado, y ahora retirado de los negocios, ese rostro en sombras me persigue.
Van Gogh se representó a sí mismo en gran número de telas, y por bien iluminadas que estuvieran siempre tuve la penosa impresión de que les habían hecho mentir acerca de la luz, que habían quitado a Van Gogh una luz indispensable para cavar y trazar su camino dentro de sí.
Y ese camino, no era sin duda el doctor Gachet el capacitado para indicárselo.
Pero como ya dije, en todo psiquiatra viviente hay un sórdido y repugnante atavismo que le hace ver en cada artista, en cada genio, a un enemigo.
Y no ignoro que el doctor Gachet ha dejado en la historia, con relación a Van Gogh, que él atendía, y que terminó por suicidarse en su casa, la impresión de haber sido su último amigo en la tierra, algo así como un consolador providencial.
Sin embargo creo más que nunca que es el doctor Gachet, de Auvers-sur-Oise, a quien Van Gogh debe, el día que se suicidó en Auvers-sur-Oise, debe, repito, el haber dejado la vida, pues Van Gogh era una de esas naturalezas dotadas de lucidez superior, que les permite, en cualquier circunstancia, ver más allá, infinita y peligrosamente más allá de lo real inmediato y aparente de los hechos.
Quiero decir, más allá de la conciencia que la conciencia ordinariamente conserva de los hechos.
En el fondo de sus ojos, como depilados, de carnicero, Van Gogh se entregaba sin descanso a una de esas operaciones de alquimia sombría que toman a la naturaleza por objeto y al cuerpo humano por marmita o crisol.
Y sé que según el doctor Gachet esas cosas a Van Gogh lo fatigaban.
Lo que no era en el doctor el resultado de una simple preocupación médica, sino la manifestación de celos tan conscientes como inconfesados.
Porque Van Gogh había alcanzado ese estado de iluminación en el cual el pensamiento en desorden refluye ante las descargas invasoras de la materia,en el cual el pensar ya no es consumirse, y ni siquiera es, y en el cual no queda más que reunir cuerpos, mejor dicho ACUMULAR CUERPOS.
No es el mundo de lo astral sino el de la creación directa el que se recupera de ese modo, más allá de la conciencia y del cerebro.
Y jamás vi que un cuerpo sin cerebro se fatigara por paneles inertes.
Paneles de lo inerte son esos puentes, esos girasoles, esos tejos, esas recolecciones de olivas, esas siegas de heno. Ya no se mueven.
Están congelados.
Pero quién podría soñarlos más duros bajo el tajo seco que pone al descubierto su impenetrable estremecimiento.
No, doctor Gachet, un panel nunca ha fatigado a nadie. Son energías frenéticas en reposo, que no determinan agitación.
Yo estoy como el pobre Van Gogh; también he dejado de pensar, pero dirijo, cada día de más cerca, formidables ebulliciones internas, y sería digno de verse que un médico cualquiera viniera a reprocharme que me fatigo.
Alguien debía a Van Gogh cierta suma de dinero, y a propósito de esto la historia nos dice que Van Gogh se hacía mala sangre desde varios días atrás.
Las naturaleza superiores son proclives -siempre situadas un tramo por encima de lo real-, a explicarlo todo por el influjo de una conciencia maléfica, a creer que nada es debido al azar, y que todo lo que sucede de malo se debe a una voluntad maléfica, consciente, inteligente y concertada.
Cosa que los psiquiatras no creen jamás.
Cosa que los genios creen siempre.
Cuando estoy enfermo, es porque estoy embrujado, y no puedo considerarme enfermo si no admito, por otra parte, que alguien tiene interés en arrebatarme la salud y obtener provecho de mi salud.
También Van Gogh creía estar embrujado y lo decía.
En lo que a mí respecta creo firmemente que lo estuvo, y un día diré dónde y cómo sucedió.
El doctor Gachet fue el grotesco cancerbero, el sanioso y purulento cancerbero, de chaqueta azul y tela almidonada, puesto ante el mísero Van Gogh para arrebatarle sus sanas ideas. Pues si tal manera de ver, que es sana, se difundiera universalmente, la sociedad ya no podría vivir, pero yo sé cuáles héroes de la tierra encontrarían su libertad.
Van Gogh no supo sacudirse a tiempo esa especie de vampirismo de la familia, interesada en que el genio de Van Gogh pintor se limitara a pintar, sin reclamar, al mismo tiempo, la revolución indispensable para el desarrollo corporal y físico de su personalidad de iluminado.
Y entre el doctor Gachet y Théo, el hermano de Van Gogh, hubo muchos de esos hediondos conciliábulos entre familiares y médicos jefes de los asilos de alienados, concernientes al enfermo que tienen entre manos.
"Vigílelo para que ya no tenga esa clase de ideas". "Te das cuenta, el doctor lo ha dicho, tienes que desprenderte de esa clase de ideas". "Te hace daño pensar siempre en ellas; te quedarás internado para toda la vida".
"Pero no, señor Van Gogh, vamos, convénzase usted, todo es pura casualidad; y además no está bien querer examinar así los secretos de la providencia. Yo conozco al señor Fulano de Tal, es una excelente persona; su espíritu de persecución lo lleva a usted a creer que él practica la magia en secreto".
"Le han prometido pagarle esa suma y se la pagarán. No puede usted continuar obstinado de tal modo en atribuir ese retardo a mala voluntad".
Todas ésas son suaves pláticas de psiquiatra bonachón, que parecen inofensivas, pero que dejan en el corazón algo así como la huella de una lengüita negra, la lengüita negra anodina de una salamandra venenosa.
Y algunas veces no se necesita nada más para inducir a un genio a suicidarse.
Sobrevienen días en que el corazón siente tan terriblemente la falta de salida, que lo sorprende, como un mazazo en la cabeza, la idea de que ya no podrá ir adelante.
Pues fue precisamente después de una conversación con el doctor Gachet que Van Gogh, como si nada pasara, entró en su cuarto y se suicidó.
Yo mismo he estado 9 años en un asilo de alienados y nunca tuve la obsesión del suicidio, pero sé que cada conversación con un psiquiatra, por la mañana a la hora de la visita, me hacía surgir el deseo de ahorcarme, al comprender que no podría degollarlo.
Y Théo era quizás muy bueno para su hermano, desde el punto de vista material, pero eso no le impedía considerarlo un delirante, un iluminado, un alucinado, y se obstinaba, en lugar de acompañarlo en su delirio, en calmarlo.
Que después haya muerto de pesar, no cambia en nada la cosa.
Lo que a Van Gogh le importaba más en el mundo era su idea de pintor, su terrible idea fanática, apocalíptica de iluminado.
El mundo debía someterse al mandato de su propia matriz, retomar su ritmo comprimido, antipsíquico de festival secreto en lugar público y, delante de todos, volver a ser puesto en el crisol sobrecalentado.
Eso quiere decir que el Apocalipsis, la consumación de un Apocalipsis se incuba en este momento en las telas del viejo Van Gogh martirizado, y que la tierra tiene necesidad de él para lanzar coces con pies y cabeza.
No hay nadie que haya jamás escrito, o pintado, esculpido, modelado, construido, inventado, a no ser para salir del infierno.
Y para salir del infierno prefiero las naturalezas de ese convulsionario tranquilo, a las hormigueantes composiciones de Breughel el viejo o de Jerónimo Bosch que frente a él no son más que artistas, allí donde Van Gogh no es sino un pobre ignorante empeñado en no engañarse.
Pero cómo hacer comprender a un sabio que hay algo definitivamente desordenado en el cálculo diferencial, la teoría de los quanta o las obscenas y tan torpemente litúrgicas ordalías de la precesión de los equinoccios, frente a ese edredón de un rosa de camarones que Van Gogh hace espumar tan suavemente en el lugar elegido de su cama, frente a la pequeña insurrección de un verde Veronés o de un azul que empapa esa barca ante la cual una lavandera de Auvers-sur-Oise se incorpora después del trabajo, frente también a ese sol atornillado detrás del ángulo gris del campanario del pueblo, en punta, allá en el fondo de esa enorme masa de tierra que, en el primer plano de la música, busca la ola donde congelarse.
O VIO PROFE,
O VIO PROTO,
O VIO LOTO,
O THETÉ.
¡Para qué describir un cuadro de Van Gogh! Ninguna descripción intentada por quienquiera que sea podrá equipararse a la simple alineación de objetos naturales y de tintas a la que se entrega Van Gogh mismo, tan grande escritor como pintor y que transmite a propósito de la obra que describe la impresión de la más desconcertante autenticidad.
23 de julio de 1890
"Quizás veas ese croquis del jardinero de Daubigny -es de las telas en las que trabajé con más ahínco-, e incluyo un croquis de viejas chozas, y los croquis de dos telas de 30 que representan inmensas extensiones de trigo después de la lluvia..."
"El jardín de Daubigny con un primer plano de hierbas verde y rosa. A la izquierda un matorral verde y lila y una cepa de planta con follaje blancuzco. En el centro, un macizo de rosas, a la derecha un vallado, un muro y por encima del muro un nogal de follaje violeta. Sigue un seto de lilas, una fila de redondeados tilos amarillos, la casa en el fondo rosada, con techos de tejas azuladas. Un banco y tres sillas, una figura negra con sombrero amarillo, y en el primer plano un gato negro. Cielo verde pálido".
8 de septiembre de 1888
"En mi cuadro 'Café por la noche', intenté expresar que el café es un sitio donde uno puede arruinarse, volverse loco, cometer crímenes. En resumen busqué, mediante contrastes de rosa tenue y rojo sangre y heces de vino, de verde suave Luis XV y Veronés en contraste con verdes amarillentos y verdes blanquecinos duros, todo junto en una atmósfera de horno infernal de azufre pálido, expresar algo así como la potencia tenebrosa de una taberna".
"Y a pesar de todo eso, asumiendo una apariencia de alegría japonesa unida a la candidez de un Tartarín..."
"¿Qué quiere decir dibujar? ¿Cómo se llega a hacerlo? Es la acción de abrirse paso a través de un invisible muro de hierro que parece interponerse entre lo que se siente y lo que es posible realizar. Cómo hacer para atravesar ese muro, pues de nada sirve golpear fuertemente sobre él; para lograrlo se lo debe corroer lenta y pacientemente con una lima, tal es mi opinión".
.................................................
Qué fácil parece escribir así.
¡Y bien! Probadlo entonces, y decidme si no siendo el autor de una tela de Van Gogh, podríais describirla tan simplemente, sucintamente, objetivamente, durablemente, válidamente, sólidamente, opacamente, masivamente, auténticamente y milagrosamente, como en esa breve carta suya.
(Pues el criterio del punzón separador no depende de la amplitud ni del crispamiento sino del mero vigor personal del puño).
Por lo tanto, no describiré un cuadro de Van Gogh después de haberlo hecho él, pero diré que Van Gogh es pintor porque recolectó la naturaleza, porque la retranspiró y la hizo sudar, porque salpicó sus telas, en haces, en monumentales gavillas de color, la secular trituración de elementos, la terrible presión elemental de apóstrofes, estrías, vírgulas, barras que, después de él nadie podrá discutir que formen parte del aspecto natural de las cosas.
Y la barrera de cuantos codeos reprimidos, choques oculares tomados del natural, parpadeos tomados del tema, corrientes luminosas de las fuerzas que trabajan la realidad, han tenido que derribar antes de ser por fin contenidos y como izados hasta la tela y aceptados.
No hay fantasmas en los cuadros de Van Gogh, ni visiones ni alucinaciones.
Sólo la tórrida verdad de un sol de las dos de la tarde.
Una lenta pesadilla genésica poco a poco elucidada.
Sin pesadilla y sin afectos.
Pero allí está el sufrimiento prenatal.
Es el ilustre húmedo de un pasto, del tallo en un plano de trigo que está allí listo para la extradición.
Y del que la naturaleza un día rendirá cuentas.
Como también la sociedad rendirá cuentas de su muerte prematura.
Un plano de trigo inclinado bajo el viento, por encima del cual las alas de un solo pájaro dispuesto en vírgula; qué pintor que no fuera estrictamente pintor, podría haber tenido la audacia de Van Gogh de dedicarse a un motivo de tan desarmante simplicidad.
No, no hay fantasmas en los cuadros de Van Gogh, no hay ni drama ni sujeto y yo diría que ni siquiera objeto, pues el motivo mismo, ¿qué es?
A no ser algo así como la sombra de hierro del motete de una indescriptible música antigua, algo como el leit-motiv de un tema que desespera de su propio asunto.
Es naturaleza pura y desnuda, vista tal como se revela cuando uno sabe aproximársele al máximo.
Testimonio de ello ese paisaje de oro fundido, de bronce cocido en el antiguo Egipto, donde un enorme sol se apoya sobre techos tan abrumados por la luz que se encuentran como en estado de descomposición.
Y no conozco ninguna pintura apocalíptica, jeroglífica, fantasmagórica o patética que me transmita esa sensación de secreta extrañeza, de cadáver de un hermetismo inútil, que entrega con la cabeza abierta sobre el madero de la ejecución, su secreto.
Al decir esto no pienso en el "Tío Tranquilo", ni en esa funambulesca avenida de otoño donde pasa, en último término, un viejo encorvado con un paraguas colgado de la manga como el gancho de un trapero.
Vuelvo a pensar en los cuervos con alas de un negro de trufas lustrosas.
Vuelvo a pensar en el campo de trigo: espigas y más espigas, y no hay más que decir, con algunas pequeñas cabezas de amapolas discretamente sombreadas adelante, acre y nerviosamente aplicadas allí, raleadas, deliberada y furiosamente punteadas y desgarradas.
Sólo la vida puede ofrecer similares denudaciones epidérmicas que hablan bajo una camisa desabrochada; y no se sabe porqué la mirada se inclina a la izquierda más que a la derecha, hacia el montículo de carne rizada.
Pero el hecho es que es así.
Pero el hecho es que está hecho así.
Su dormitorio también oculto, tan adorablemente campesino e impregnado como de un olor capaz de encurtir los trigos que se ven estremecerse en el paisaje, a lo lejos, detrás de la ventana que los ocultaría.
También campesino, el color del viejo edredón, de un rojo de mejillones, de mújol del Mediterráneo, de un rojo de pimiento chamuscado.
Y es ciertamente culpa de Van Gogh que el color del edredón de su lecho alcanzara ese grado de realidad, y no conozco al tejedor capaz de transplantar con indescriptible tinte del modo como Van Gogh supo trasladar, desde lo profundo de su cerebro hasta la tela, el rojo de ese indescriptible revestimiento.
Y no sé cuántos curas criminales que sueñan con la cabeza de su así llamado Espíritu Santo, en el oro ocre, el azul infinito de unos vitrales a su mozuela "María", han sabido aislar en el aire, extraer de los nichos sarcásticos del aire esos colores a lo que salga, que son todo un acontecimiento, y donde cada pincelada de Van Gogh sobre la tela es peor que un acontecimiento.
Hay momentos en que impresiona como una habitación bastante prolija, pero con un toque balsámico o un aroma que ningún benedictino podría volver a descubrir para lograr el punto ideal de sus licores salutíferos.
(Esta habitación hace pensar en la "Gran Obra" con su muro blanco de perlas claras, del cual pende una toalla rugosa como un viejo amuleto campesino intocable pero reconfortante.)
En otros momentos impresiona como una simple parva aplastada por un enorme sol.
Hay unos tenues blancos de tiza peores que antiguos suplicios, y nunca como en esta tela aparece la clásica escrupulosidad operativa del mísero y grande Van Gogh.
Pues todo eso es definitivamente Van Gogh; la escrupulosidad única del toque, sorda y patéticamente aplicado. El color plebeyo de las cosas, pero tan justo, tan amorosamente justo que no hay piedra preciosa que pueda igualar su rareza.
Pues Van Gogh fue el más auténticamente pintor de todos los pintores, el único que no quiso rebasar la pintura como medio estricto de su obra, y como marco estricto de sus medios.
Y, por otra parte, el único, absolutamente el único, que haya absolutamente rebasado la pintura, el acto inerte de representar la naturaleza, para hacer surgir, de este representación exclusiva de la naturaleza, una fuerza giratoria, un elemento arrancado directamente del corazón.
Ha hecho, bajo la representación, brotar un aspecto, y en ella encerrar un nervio que no están en la naturaleza, que son de una naturaleza y un aspecto más verdadero que el aspecto y el nervio de la naturaleza verdadera.
A la hora que escribo estas líneas veo el rojo rostro ensangrentado del pintor venir hacia mí, en una muralla de girasoles reventados, en una formidable combustión de rescoldos de jacinto opaco y de hierbas de lapislázuli.
Todo esto en medio de un bombardeo meteórico de átomos en el que se destaca cada grano,prueba de que Van Gogh concibió sus telas como pintor, y únicamente como pintor, pero que sería por esa misma razónun formidable músico.
Organista de una tempestad detenida que ríe en la naturaleza límpida, apaciguada entre dos tormentas, aunque, como Van Gogh mismo, esa naturaleza muestra a las claras que está lista para partir.
Después de mirarla, se puede volver la espalda a cualquier tipo de tela pintada, pues ninguna tiene ya nada más que decirnos. La borrascosa luz de la pintura de Van Gogh comienza sus sombríos recitados en el instante mismo en que se la deja de mirar.
Únicamente pintor, Van Gogh, y nada más; nada de filosofía, de mística, de rito, de fiscurgia, ni de liturgia, nada de historia, ni literatura ni poesía; esos girasoles de oro broncíneo están pintados; están pintados como girasoles y nada más; pero para comprender un girasol en la realidad, será indispensable, en adelante, recurrir a Van Gogh, lo mismo que para comprender una tormenta real,
un cielo tormentoso,
una llanura real;
ya no se podrá evitar el recurrir a Van Gogh.
El mismo tiempo tormentoso había en Egipto o sobre las llanuras de la Judea semita, quizás las mismas caían en Caldea, en Mongolia o sobre los montes del Tibet, y nadie me ha dicho que hayan cambiado de lugar.
Y sin embargo, al mirar esa llanura de trigo o de piedras blancas como un osario enterrado, sobre la que pesa un viejo cielo violáceo, ya no es posible creer en los montes del Tibet.
Pintor, nada más que pintor, Van Gogh adoptó los medios de la pura pintura y los rebasó.
Quiero decir que, para pintar, no ha ido más allá de servirse de los medios que la pintura le ofrecía.
Un cielo tormentoso,
una llanura color blanco de tiza,
las telas, los pinceles, sus cabellos rojos, los tubos, su mano amarilla, su caballete,
pero todos los lamas juntos del Tibet pueden sacudirse, bajo sus ropajes, el Apocalipsis que hayan preparado,
Van Gogh nos habrá hecho presentir con anticipación el peróxido de ázoe en una tela que contiene la dosis suficiente de catástrofe para obligarnos a que nos orientemos.
Un día cualquiera se le ocurrió no rebasar el motivo, pero cuando se ha visto un Van Gogh, ya no se puede creer que haya algo menos rebasable que el motivo.
El simple motivo de una candela encendida en un sillón de paja con armazón violáceo dice mucho más, gracias a la mano de Van Gogh, que toda la serie de tragedias griegas, o de dramas de Cyril Turner, de Webster o de Ford, que hasta ahora, por otra parte, han permanecido irrepresentados.
Sin hacer literatura, he visto el rostro de Van Gogh, rojo de sangre en los estallidos de sus paisajes, venir hacia mí,
KOHAN
TAVER
TINSUR
Sin embargo,
en un incendio,
en un bombardeo,
en un estallido,
vengadores de esa piedra de moler que el mísero Van Gogh el loco cargó toda su vida al cuello.
La piedra del pintar sin saber porqué ni para dónde.
Pues no es para este mundo,
nunca es para esta tierra, que todos hemos siempre trabajado,
luchado,
aullado el horror de hambre, de miseria, de odio, de escándalo y de asco,
que todos fuimos envenenados,
aunque todo eso nos haya embrujado,
hasta que por fin nos hemos suicidado,
¡pues acaso no somos todos, como el mísero Van Gogh, suicidados por la sociedad!
Al pintar, Van Gogh renunció a relatar historias; pero lo maravillo consiste en que este pintor que no es nada más que pintor,
y que es más pintor que los otros pintores, por ser aquel en quien el material, la pintura misma, tiene un lugar de primer plano,
con el color tomado tal como surge del tubo,
con la huella de cada pelo del pincel en el color,
con la textura de la pintura pintada, como resaltando en la luz de su propio sol,
con la i, la coma, el punto de la punta del pincel barrenado directamente en el color, que se alborota y salpica en pavesas, las que el pintor domina y amasa por todas partes,
lo maravilloso consiste en que este pintor, que no es nada más que pintor, es también, de todos los pintores que existieron, aquel que más nos hace olvidar que estamos frente a una pintura,
a una pintura que representa el asunto por él escogido, y que hace avanzar hasta nosotros, delante de la tela fija, el enigma puro, el puro enigma de la flor torturada, del paisaje acuchillado, arado, estrujado por todas partes por su pincel borracho.
Sus paisajes son antiguos pecados que todavía no han encontrado sus Apocalipsis primitivos, pero que no dejarán de encontrarlos.
¿Por qué las pinturas de Van Gogh me dan la impresión de ser vistas como desde el otro lado de la tumba de un mundo en el que, al fin de cuentas, habrán sido sus soles lo único que gira-ba e iluminaba jubilosamente?
¿Pues no es la historia completa de lo que un día se llamó el alma, la que vive y muere en sus paisajes convulsionados y en sus flores?
El alma dio su oreja al cuerpo, y que Van Gogh devolvió al alma de su alma,
una mujer, con el fin de vigorizar la sinies-tra ilusión,
un día el alma no existió más,
ni tampoco el espíritu,
en cuanto a la conciencia, nadie pensó jamás en ella,
pero dónde estaba, además, el pensamiento, en un mundo únicamente formado por elementos en plena guerra, tan pronto destruidos como recompuestos,
pues el pensamiento es un lujo de la paz,
¿Y quién supera al inverosímil Van Gogh, el pintor que comprendió el lado fenomenal del problema, y para quien todo verdadero paisaje está potencialmente en el crisol donde habrá de reconstituirse?
Entonces el viejo Van Gogh era un rey contra quien, mientras dormía, se inventó el curioso pecado denominado cultura turca, ejemplo, habitáculo, móvil del pecado de la humanidad, la que no supo hacer nada mejor que devorar al artista en vivo para rellenarse con su probidad.
¡Con lo que sólo ha logrado consagrar ritualmente su cobardía!
Pues la humanidad no quiere tomarse el trabajo de vivir, de tomar parte en ese codeo natural entre las fuerzas que componen la realidad, con el objeto de obtener un cuerpo que ninguna tempestad pueda ya perjudicar.
Siempre he preferido meramente existir.
En lo que respecta a la vida, acostumbra ir a buscarla en el genio mismo del artista.
En cambio a Van Gogh, que puso a asar una de sus manos, nunca lo atemorizó la lucha para vivir, es decir, para separar el hecho de vivir de la idea de existir,
y por cierto cualquier cosa puede existir sin tomarse el trabajo de ser,
y todo puede ser, sin tomarse el trabajo, como Van Gogh el desorbitado, de irradiar y rutilar.
Todo esto se lo arrebató la sociedad para organizar la cultura turca que tiene la probidad por fachada y el crimen por origen y puntal.
Y así fue que Van Gogh murió suicidado, porque el consenso de la sociedad ya no pudo soportarlo.
Pues si no había ni espíritu, ni alma, ni conciencia, ni pensamiento, había materia explosiva,
volcán maduro,
piedra de trance,
paciencia,
bubones,
tumor cocido,
y escara de despellejado.
Y el rey Van Gogh incubaba soñoliento el próximo alerta de la insurrección de la salud.
¿Cómo?
Por el hecho de que la buena salud es una plétora de males acorralados, de un formidable anhelo de vida con cien llagas corroídas que, a pesar se todo, es preciso hacer vivir, que es preciso encaminar a perpetuarse.
Aquel que no husmea la bomba en cocción y el vértigo comprimido no merece estar vivo.
Este es el bálsamo que el mísero Van Gogh consideró su deber manifestar en forma de deflagraciones.
Pero el mal que lo atisbaba le hizo mal.
El Turco de rostro honrado se acercó delicadamente a Van Gogh para extraerle su almendra confitada,
con el objeto de separar el confite (natural) que se formaba.
Y Van Gogh consumió allí mil veranos.
Causa por la cual murió a los 37 años,
antes de vivir,
pues todo mono ha vivido antes que él de las fuerzas que él llegó a reunir.
Y que serán las que ahora habrá que devolver para hacer posible la resurrección de Van Gogh.
Frente a la humanidad de monos cobardes y perros mojados, la pintura de Van Gogh demostrará haber pertenecido a un tiempo en que no hubo alma, ni espíritu, ni conciencia, ni pensamiento; tan sólo elementos primeros, alternativamente encadenados y desencadenados.
Paisajes de intensas convulsiones, de traumatismos enloquecidos, como los de un cuerpo que la fiebre atormenta para restituirlo a la perfecta salud.
Por debajo de la piel el cuerpo es una usina recalentada,
y por fuera,
el enfermo brilla,
reluce,
con todos sus poros,
estallados,
igual que un paisaje
de Van Gogh
al mediodía.
Sólo la guerra perpetua explica una paz que es únicamente tránsito,
igual que la leche a punto de derramarse explica la cacerola en que hervía.
Desconfiad de los hermosos paisajes de Van Gogh remolinantes y plácidos,
crispados y contenidos.
Representan la salud entre dos accesos de una insurrección de buena salud.
Un día la pintura de Van Gogh armada de fiebre y de buena salud,
retornará para arrojar al viento el polvo de un mundo enjaulado que su corazón no podía soportar.
Antonin Artaud
Post scriptum
Retorno al cuadro de los cuervos.
¿Alguien vio alguna vez en esta tela, una tierra equiparable al mar?
Entre todos los pintores Van Gogh es el que más a fondo nos despoja hasta llegar a la urdimbre, pero al modo de quien se despioja de una obsesión.
La obsesión de hacer que los objetos sean otros, la de atreverse al fin a arriesgar el pecado del otro: y aunque la tierra no puede ostentar el color de un mar líquido, es precisamente como un mar líquido que Van Gogh arroja su tierra como una serie de golpes de azadón.
E infunde en la tela un color de borra de vino; y es la tierra con olor a vino, la que todavía chapotea entre oleadas de trigo, la que yergue una cresta de gallo oscuro contra las nubes bajas que se agolpan en el cielo por todas partes.
Pero como ya he dicho, lo lúgubre del asunto reside en la suntuosidad con que están representados los cuervos.
Ese color de almizcle, de nardo exuberante, de trufas que parecerían provenir de un gran banquete.
En las olas violáceas del cielo, dos o tres cabezas de ancianos de humo intentan una mueca de Apocalipsis, pero allí están los cuervos de Van Gogh incitándolos a una mayor decencia, quiero decir a una menor espiritualidad,
y es justamente lo que quiso decir Van Gogh en esa tela con un cielo rebajado, como pintada en el instante mismo en que él se liberaba de la existencia, pues, esa tela tiene, además, un extraño color casi pomposo de nacimiento, de boda, de partida,
oigo los fuertes golpes de cimbal que producen las alas de los cuervos por encima de una tierra cuyo torrente parece que Van Gogh ya no podrá contener.
luego la muerte,
los olivos de Saint-Rémy.
El ciprés solar.
El dormitorio.
La recolección de las olivas.
Los Aliscamps de Arlés.
El café de Arlés.
El puente donde le sobreviene a uno el deseo de hundir el dedo en el agua en un impulso de violenta regresión infantil al que lo fuerza la mano prodigiosa de Van Gogh.
El agua azul,
no de un azul de agua,
sino de un azul de pintura líquida.
El loco suicida pasó por allí y devolvió el agua de la pintura a la naturaleza,
pero a él, ¿quién se la devolverá?
¿Acaso era loco Van Gogh?
Que quien alguna vez supo contemplar un ros-tro humano contemple el autorretrato de Van Gogh, me refiero a aquel del sombrero blando.
Pintado por el Van Gogh extralúcido, esa cara de carnicero pelirrojo que nos inspecciona y vigila; que nos escruta con mirada torva.
No conozco a un solo psiquiatra capaz de escrutar un rostro humano con una fuerza tan aplastante, disecando su incuestionable psicología como un estilete.
El ojo de Van Gogh es el de un gran genio, pero por el modo como lo veo disecarme emergiendo de la profundidad de la tela, ya no es el genio de un pintor el que en este momento siento vivir en él, sino el de un filósofo como nunca supe de otro igual en la vida.
No, Sócrates no tenía esa mirada; únicamente el desventurado Nietzsche tuvo quizás antes que él esa mirada que desviste el alma, libera al cuerpo del alma, desnuda al cuerpo del hombre, más allá de los subterfugios del espíritu.
La mirada de Van Gogh está colgada, soldada, vitrificada, detrás de sus párpados pelados, de sus cejas finas y sin ceño.
Es una mirada que penetra derecha, taladra, partiendo de ese rostro tallado a golpes como un árbol cortado a escuadra.
Pero Van Gogh aprisionó el momento en que la pupila va a volcarse en el vacío,
en que esa mirada lanzada hacia nosotros como el proyectil de un meteoro, toma el color inexpresivo del vacío y de lo inerte que lo llena.
Mejor que cualquier psiquiatra del mundo, el gran Van Gogh situó así su enfermedad.
Irrumpo, comienzo, inspecciono, engancho, rompo el sello de clausura, mi vida muerta no oculta nada, y la nada, por lo demás, nunca ha hecho daño a nadie; lo que me impele a retornar a lo interno es esa desoladora ausencia que pasa y me hunde por momentos, pero veo claro en ella, muy claro, hasta sé qué es la nada, y podría decir qué hay en su interior.
Y tenía razón Van Gogh; se puede vivir para el infinito, satisfacerse sólo con el infinito, pues hay suficiente infinito sobre la tierra y en las esferas como para saciar a miles de grandes genios, y si Van Gogh no llegó a colmar su deseo de iluminar su vida entera con él, fue porque la sociedad se lo prohibió.
Se lo prohibió rotunda y conscientemente.
Un día aparecieron los verdugos de Van Gogh, como aparecieron los de Gerard de Nerval, de Baudelaire, de Edgar Poe y de Lautréamont.
Aquellos que un día le dijeron:
Y ahora basta, Van Gogh; a la tumba; ya esta-mos hartos de tu genio; en cuanto al infinito, ese infinito nos pertenece a nosotros.
Pues no es a fuerza de buscar el infinito que Van Gogh muere,
y es empujado a la sofocación por la miseria y la asfixia,
es a fuerza de vérselo rehusar por la turba de aquellos que, todavía estando vivo, creían detentar el infinito excluyéndolo a él;
Y Van Gogh habría podido encontrar suficiente infinito para vivir durante toda su vida si la conciencia bestial de la masa no hubiese decidido apropiárselo para nutrir sus propias bacanales que nunca tuvieron que ver con la pintura o la poesía.
Además, nadie se suicida solo.
Nunca nadie estuvo solo al nacer.
Tampoco nadie está solo al morir.
Pero en el caso del suicidio, se precisa un ejército de seres maléficos para que el cuerpo se decida al acto contra natura de privarse de la propia vida.
Y así Van Gogh se condenó porque había concluido con la vida, y como le dejan entrever sus cartas a su hermano, porque ante el nacimiento de un hijo de su hermano,
se sintió a sí mismo como una boca de más para alimentar.
Pero sobre todo, quería reunirse finalmente con ese infinito para el que se dice que uno se embarca como en un tren hacia una estrella,
y se embarca el día en que uno ha decidido firmemente poner término a la vida.
Ahora bien, en la muerte de Van Gogh, tal como aconteció, no creo que eso sea lo que aconteció.
Van Gogh fue despachado de este mundo, primero por su hermano, al anunciarle el nacimiento de su sobrino, e inmediatamente después por el doctor Gachet, quien, en lugar de recomendarle reposo y aislamiento, lo envió a pintar del natural un día en el que tenía plena conciencia de que Van Gogh hubiera hecho mejor en irse a acostar.
Pues no se contrarresta de modo tan directo una lucidez y una sensibilidad como las de Van Gogh el martirizado.
Hay espíritus que en ciertos días se matarían a causa de una simple contradicción, y no es imprescindible para ello estar loco, loco registrado y catalogado; todo lo contrario, basta con gozar de buena salud y contar con la razón de su parte.
En lo que a mí respecta, en un caso similar, no soportaría sin cometer un crimen que me digan: "Señor Artaud, usted delira", como me ha ocurrido con frecuencia.
Y Van Gogh oyó que se lo decían.
Y esa es la causa de que le haya apretado la garganta el nudo de sangre que lo mató.
Post scriptum
A propósito de Van Gogh, de la magia y de los hechizos, toda la gente que ha estado desfilando desde hace dos meses frente a la exposición de sus obras en el museo de L'Orangerie, ¿están bien seguros acaso de recordar todo lo que hicieron y todo lo que les sucedió cada noche de esos meses de febrero, marzo, abril y mayo de 1946? ¿Y no hubo cierta noche en que la atmósfera en las calles se volvía como líquida, gelatinosa, inestable, y en que la luz de las estrellas y de la bóveda celeste desaparecía?
Y Van Gogh, que pintó el café de Arlés, no estaba allí. Pero yo estaba en Rodez, es decir, todavía sobre la tierra, mientras que todos los habitantes de París se habrán sentido, durante una entera noche, muy próximos a abandonarla.
Y es que todos habían participado al unísono en ciertas inmundicias generalizadas, en las cuales la conciencia de los parisienses abandonó por una hora o dos el nivel normal y pasó a otro, a una de esas rompientes masivas de odio, de las que me ha tocado ser algo más que testigo en muchas oportunidades, durante mis nueve años de internación. Ahora el odio ha sido olvidado, así como las expurgaciones nocturnas que le siguieron, y los mismos que en tantas ocasiones mostraron al desnudo y a la vista de todas sus almas siniestras de puercos, desfilan ahora ante Van Gogh, a quien, mientras vivía, ellos o sus padres y madres le retorcieron el pescuezo a sabiendas.
¿Pero no fue en una de esas noches de que hablo que cayó en el boulevard de la Madeleine, en la esquina de la rue des Mathurins, una enorme piedra blanca como surgida de una reciente erupción del volcán Popocatepetl?
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