El arte oficial burgués nace y se consolida cuando la burguesía, después de haber conquistado el poder, se prepara a defenderlo de cualquier ataque. O sea, nace en el momento en que la burguesía se da cuenta de que «todas las armas que ha forjado contra el feudalismo se vuelven contra su propia civilización; que todos los dioses que ha creado han renegado de ella». Por consiguiente, aunque a menudo mantuviera una apariencia realista, el arte oficial no podía ser más que anti-realista o seudo-realista, en cuanto que su función ya no era la de expresar la verdad, sino la de ocultarla. El arte oficial sólo tenía una función apologética, celebrativa; cubría con un velo de hipocresía agradable las cosas desagradables y trataba de mantener la ilusión de las virtudes pasadas, cuando ya éstas habían dejado el puesto a vicios profundos. Aunque es después de 1879 que los productos de ese arte oficial se difunden con desfachatez en el mercado de la cultura, sin embargo, el fenómeno había ido adquiriendo consistencia ya desde los años inmediatamente posteriores a 1848. Pero los artistas más vivos y sensibles, aquelollos a quines el fracaso de las ideas revolucionarias había turbado profundamente, se oponen con vivacidad a estas manifestaciones de la cultura oficial.
En 1851, cuando el ministro Foucher instituyó una serie de premios para obras teatrales «concebidas para servir a la enseñanza de las clases trabajadoras con la propaganda de ideas sanas y con el espectáculo de los buenos ejemplos», Baudelaire protestó violentamente en un artículo titulado «Las novelas y los dramas honestos». Baudelaire veía el problema con admirable claridad y lo atacaba con una crítica despiadada: «Los premios académicos -escribía- los premios de virtud, las condecoraciones, todas esas invenciones diabólicas alientan la hipocresía y bloquean los impulsos de un corazón libre. ¿Quién puede impedir que dos canallas se pongan de acuerdo para ganar el premio Montyon? Uno simulará la miseria y el otro la caridad. En un premio oficial hay algo que hiere al hombre y a la humanidad, y ofende el pudor de la virtud. Por mi parte, nunca quisiera ser amigo de nadie que hubiera ganado un premio de virtud: temería encontrar en él a un tirano implacable"
Unos días después de la publicación de este artículo, el 2 de diciembre, el presidente de la nueva república, Luis Napoleón, llevó a cabo el golpe de estado que restablecería el Imperio. La actitud de Baudelaire es un ejemplo de la reacción general de los intelectuales. El 5 de marzo de 1852, en una carta a su consejero judicial Ancelle, alcalde de Neuilly, donde estaba inscripto en las listas electorales, Baudelaire afirmaba: «No me vieron votar; es una decisión que he tomado espontáneamente. El 2 de diciembre me ha quitado las ganas de hacer política. Ya no hay ideas generales. París se ha vuelto totalmente orleanista: éste es un hecho, pero no me concierne. Si hubiese votado, no habría podido votar más que por mí mismo. ¿Acaso el porvenir pertenece a los individuos desplazados?»
El alejamiento de las posiciones políticas y culturales de su clase, llevará a los intelectuales mejores a vivir por largo tiempo de una protesta hecha sobre todo de evasión. Ya los primeros románticos habían conducido una polémica contra «lo burgués», pero a menudo se trataba más de una actitud que de un convencimiento radical. Ahora, y sobre todo después de los años 700, esa actitud se tiñe, en muchos casos, de razones cada vez más específicas y sentidas. El rechazo del «mundo burgués» se convierte en un hecho concreto, en el rechazo de una sociedad, de un hábito, de una moral, de un molde de vida. En su Voyage, compuesto en 1859, baudelaire ruega a la muerte que lo lleve consigo a un lugar donde haya algo distinto a la vulgaridad tediosa del presente:
¡Oh Muerte, viejo capitán, ya es hora! ¡levemos el ancla!
Este país nos hastía, oh Muerte, ¡icemos las velas!
Si el cielo y el mar son negros como tinta,
¡Nuestros corazones que tú conoces están llenos de luz!
¡Viértenos tu veneno para que nos reconforte!
Queremos, tanto nos quema el cerebro este fuego,
Lanzarnos al fondo del abismo, Infierno o Cielo, ¡qué importa!
¡Al fondo de lo Desconocido para encontrar algo nuevo!
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Es la fuga de la civilización, una huida individual, una solución individual, porque ya no hay «ideas generales». También Leconte de Lisle había expresado un concepto análogo, en el prefacio a la primera edición de sus poemas antiques, publicados en 1852: «La poesía realizada en el arte ya no engendrará acciones heróicas, ya no inspirará virtudes sociales; la lengua sagrada, reducida, como sucede en todas las épocas de decadencia literaria, a expresar sólo las mezquinas impresiones personales... ya no es capaz de enseñar nada al hombre» Pero en la época más aguda de la crisis, lo que en aquellos años todavía era un irrumpir lírico de los sentimientos o una constatación amarga se convierte en decisión real, gesto, acción. Muy a menudo, la poética se transformará en la práctica de la evasión.
El caso de Rimbaud es el más típico: su renuncia a la poesía a los diecinueve años; su tentativa obstinada de embrutecerse para después regresar a vivir en la sociedad acorazado contra sus ofensas («Volveré con los miembros de hierro, con la piel oscura, con ojos furibundos; por la máscara que tendré, me juzgarán de raza fuerte. Tendré oro, seré perezoso y brutal... Participaré de los asuntos políticos. Salvado»), su huída al Africa, todos sus gestos revelan claramente el sentido de sus palabras: «Yo soy el que sufre, el que se rebeló». Y su rebeldía fue completa. Quiso sacudirse de encima el cristianismo y las leyes «morales» que gobernaban esa sociedad en la cual se sentía incapaz de vivir: «Curas, profesores, maestros, os equivocáis al entregarme a la justicia. Yo nunca fui cristiano; soy de la raza que cantaba durante el suplicio; yo no entiendo de leyes; no tengo sentido moral; soy un bruto».
Volverse salvaje: era éste uno de los medios para evadirse de una sociedad que se había vuelto insoportable. Y es lo que Paul Gauguin también trató de hacer y que dio a su aventura un carácter que podríamos definir de ejemplar. Desde luego, el mito de lo salvaje no era nuevo, mucho menos en la cultura francesa: está presente en ella durante todo el siglo XVIII. Para el iluminismo, el de salvaje era un concepto activo, dirigido contra los prejuicios de la moral corriente, y, en suma, contra todo lo que tendía a deformar la espontaneidad libre y natural del hombre. El hombre natural de Rousseau es la transformación del mito del buen salvaje en ideología política. Durante la Revolución francesa, el Estado que Rousseau anhelaba había acabado por realizarse en la Constitución revolucionaria. El 14 de julio de 1790, a raiz de la proclamación de los Derechos del Hombre, en los festejos del Campo de Marte había participado también un negro; cuatro años más tarde, el 17 de febrero de 1794, un «salvaje», un negro de Santo Domingo que disfrutaba de los mismos derechos de los parisienses, había intervenido en la Asamblea Legislativa; y mientras el presidente y los diputados lo abrazaban y lo besaban, se oyó la voz de Robespierre, resonante como siempre, pronunciar estas palabras: «Presidente, en la tribuna del público hay en primera fila una vieja negra. Se ha desmayado por la felicidad. Te invito a mandar que los secretarios eternicen este acontecimiento en el Protocolo». Y, poco después, el Presidente había declarado: «En nombre de la Revolución Francesa decretamos que la esclavitud está abolida en todos los territorios de Francia y en todas sus colonias por la eternidad».
Ahora ya no era con ese mismo espíritu con que se miraba a los salvajes. El mito del buen salvaje ya no era un argumento que se empleara para modificar una sociedad y darle un fundamento libre y natural. La sociedad aparecía ya como irremediablemente perdida y el mito del buen salvaje sólo era vehículo para evadirse de ella. De mito convergente sobre la realidad social para modificarla, deviene mito divergente de tal realidad, para encontrar fuera de ella y de su brutalidad una dicha no contaminada, inocente. Para algunos, todavía ese mito se resuelve solamente en un exotismo pintoresco, en un estímulo literario, en un deseo vago, como en Mallarmé:
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Partiré ¡Barco que columpias tus mástiles
zarpa hacia una naturaleza exótica!
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Para otros se convierte en una última tentativa de salvación. Aun con sus contradicciones, éste es, precisamente, el caso de Gauguin. Debemos añadir que, entre otras cosas, después de 1870, Francia ya estaba muy alejada de las premisas ideales de la gran Revolución y reconstituyendo su imperio colonial, que se había desmoronado con la caída de Napoleón. Es éste el punto de partida de toda una producción artística y literaria fácil, equívoca, dedicada al exotismo. Pero no vale la pena que nos ocupemos de esta producción «oficial».
Hay en Gauguin una hostilidad verdadera hacia la sociedad «criminal», mal organizada y «gobernada por el oro»; hay un desprecio auténtico para «la lucha europea por el dinero» Al igual que Rimbaud, él también piensa que el cristianismo no debiera «abolir la confianza del hombre en sí mismo y en la belleza de los instintos primitivos». En la sociedad se siente, por consiguiente, como un desplazado, y él también intenta, antes de la huída final, la solución del suicidio con arsénico. Estas razones hacen que el exotismo de Gauguin no tenga el tono de una simple divagación, y que adquiera un significado claro de renuncia.
Intentó su evasión en dos direcciones: la primera, en Bretaña, hacia el mito de la espiritualidad popular; la segunda hacia el mito de lo primitivo, en sus dos viajes a Tahití y en su última estancia en la Isla Dominicana de las Marquesas, donde murió en mayo de 1903.
«Usted es un fanático de París -escribe Gauguin a su amigo Schauffenecker- yo quiero a Bretaña. Allí encuentro lo salvaje, lo primitivo». Lo «primitivo» lo descubría en las grandes Cricifixiones toscas, simples ingénuamente místicas, esculpidas en la madera por manos artesanas y campesinas, según esquemas hieráticos antiguos. Bretaña era, sin duda, la región más elemental de toda Francia, la más poblada de leyendas, la menos contaminada por la civilización; pero el aislamiento en Bretaña todavía no era absoluto. De allí su decisión de irse a las islas de Oceanía.
Quiere liberarse de esa lepra invisible que son los prejuicios de una moral convencional. En él hay un fervor místico y naturalista al propio tiempo. Está convencido de que ha encontrado en las islas de Oceanía el paraíso terrenal tal como era antes del pecado original. Dejarse penetrar por la fuerza de esa naturaleza significa para él rescatar su propia existencia, purificarla. Le vuelven a la mente sus lecturas iluministas, el Emile de Rousseau, el Voyage autour du monde de Bouganinville, el Supplément au voyage de Bougainville, de Diderot. «La educación de Emilio: qué problema para muchas personas de bien. Es la cadena más pesada que el hombre haya tratado jamás de romper. Yo mismo, en Francia, nunca hubiera tenido valor de pensar siquiera en ello. Aquí, en cambio, todo se me ha aclarado y estas cosas se miran con serenidad».
El erotismo es el medio fundamental para llegar a ese contacto perfecto con el estado natural, pero ese erotismo tiende a volverse cósmico: «Esos diablos de los griegos, que todo lo entendían, habían imaginado un Ateneo que recupera sus fuerzas tocando la tierra. La tierra: ésta es nuestra animalidad». Confundirse con la naturaleza; esta es su aspiración: «La civilización se va alejando poco a poco. Empiezo a pensar con sencillez, a sentir or mi prójimo solamente un poco de odio, e inclusive a amarlo. Tengo todas las alegrías de la vida, animal y humana. Me escapo de lo ficticio, entro en la Naturaleza».
«Te faruru» -aquí se hace el amor- escribió en lengua maorí a la entrada de su casa, en la que terminaría sus días. El amor se vuelve para él el eslabón mágico de conjunción con el misterio que fermenta en la vida del universo. Con ese motivo, sostiene polémicas vivaces contra los misioneros católicos que corrompen la «inocencia» de los moradores de las islas. Contra los misioneros esculpe tablillas obscenas, que se divierte en mostrar a los salvajes. Pero hace todavía algo más: bloquea la entrada de la escuela misionera a los niños maoríes, gritando: «No tenéis ninguna necesidad de ir a la escuela: la escuela es la Naturaleza».
En suma, quiere defender a los salvajes de la «civilización», trata de convencerlos de no pagar los impuestos; y cuando descubre que los policías hacen tráfico de esclavos con el consentimiento tácito de las autoridades, enfrenta el juicio y la prisión para defenderlos.
La evasión de Gauguin tiene una causa, y un fin. Será también su sangre impetuosa, su temperamento violento, lo que dará a su vida un sentido amargo; pero todo esto no es suficiente para comprender el sentido del drama. La verdad es que no puede haber evasión. Maurice Malingue afirma que Gauguin «murió de hambre y de desesperación». El Edén había revelado al final, ser un infierno. Pero lo que para nosotros queda claro y no se puede discutir es su tentativa obstinada de superar, en la vida y en el arte, la enajenación del hombre tal como se había producido en la involución de la sociedad, que se había alejado de sus premisas revolucionarias. L ade Gauguin será la misma experiencia de muchos otros artistas que confusamente iban en busca de un modo de vencer el empobrecimiento progresivo de los valores humanos, de los propios valores espirituales, para salvaguardar su propia integridad amenazada por una realidad desgarradora. ¡Cuántas huidas en busca de pureza, de una virginidad, de un estado de gracia; y cuántos regresos amargos, desolados: cuántas derrotas!
Tras el ejemplo de Gauguin, Kandinsky fue a África del Norte; Nolde a los mares del Sur y a Japón; Pechstein a las islas Palau, a China, a la India; Segall a Brasil; Klee y Macke a Túnez; Barlach entre los miserables de Rusia meridional. Otros escogieron el suicidio como solución: Kirchner, Lehmbruck... pero el retiro de Fattori en Maremma, ¿no fue también una tentativa de evasión en la pureza de la Naturaleza? Sus pastores, ¿no fueron un poco la traducción provinciana de los maoríes de Gauguin? Y, naturalmente, no fueron los artistas los únicos que emprendieron esta huída de una civilización que les parecía ya definitivamente comprometida, sino también los escritores, los poetas: todavía en 1924, Eluard, intenta otra vez la misma ruta de Gauguin hacia Tahití. ¿Y no hay un significado análogo, un significado parecido al de Rimbaud en la vida de gaucho, de carbonero, de minero, de policía, de gitano en una tribu de bosiakis rusos, de saltimbanquis, de gerente de un tiro al blanco, de vagabundo de todos los países, que llevó a Dino Campana antes de terminar su existencia en el manicomio de Castel Pulci?.
En estos artistas, los mitos de lo salvaje y de lo primitivo forman parte de una búsqueda afanosa para renovarse a sí mismos, para renovar su propia felicidad, su propia naturaleza de hombres, fuera de la hipocresía de los convencionalismos, de las corrupciones. Antaño, en el fervor de una historia revolucionaria, se había podido tener la esperanza de changer la vie (cambiar la vida), como decía Rimbaud; ahora, caídas las esperanzas, era necesario encontrar en otros lugares una condición que no había sido posible crear dentro de las fronteras de Europa. De modo que, sumergido en esta experiencia también el grito más angustiado de Rimbaud encuentra su explicación: «La vida verdadera está ausente. Nosotros no estamos en el mundo» Y cuando esta operación también resulta inútil, entonces no queda otra cosa que ensayar otros caminos y buscar la libertad en el ensueño, o en el silencio del propio Yo interior, o en soluciones metafísicas.
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