lunes, 21 de enero de 2013

RICARDO FORSTER

LA "TOLERANCIA" EN DEBATE

“Dentro de la vida falsa no puede albergarse la vida justa” 
Theodor W. Adorno

Hace pocos días circuló una carta de respuesta que la presidenta Cristina Fernández le escribió a Ricardo Darín a propósito de un reportaje en el que éste cuestionaba el “origen patrimonial” de la familia Kirchner. No quiero detenerme en el contenido de las opiniones de Darín ni en la totalidad de la respuesta presidencial; me importa tomar una palabra que ambos utilizaron en un sentido completamente diferente y que, de una manera muy clara, pone en evidencia algo de lo que se está disputando en el país. Esa palabra utilizada y puesta en debate por Cristina fue “tolerancia”. Quisiera, entonces, recuperar algunos contenidos e ideas de un artículo que, en esta misma columna, publiqué hace unos cuantos meses y que giró alrededor de ese término tan utilizado y tan poco meditado; de ahí la que considero una aclaración más que oportuna hecha por Cristina deteniéndose en la significación real y efectiva de esa palabra tan manoseada, tan equívoca y tan autojustificadora, en ocasiones, de las peores formas de la exclusión y la discriminación. La Presidenta escribió en su carta: “Usted define que el problema de nuestro país es la falta de ‘tolerancia’ […]. Hubo un tiempo en que yo usaba esa palabra, sin embargo me di cuenta de que la significación de tolerar, era algo así como que te aguanto porque no me queda otro remedio, entonces decidí cambiarla por ‘aceptación’. Aceptar al otro, al diferente, al que piensa y actúa diferente. Piénselo, es más positivo que tolerar”. Vayamos, entonces, a la argumentación.

Hay ciertas palabras que parecen estar fuera de toda sospecha; su sola mención implica una aceptación tácita de la inviolabilidad de su sentido; palabras que eluden las disputas y que se ofrecen como prenda de paz cuando los adversarios no se ponen de acuerdo. Esas palabras están vinculadas al ejercicio generalizado de lo que podríamos denominar “buena conciencia”, ese mecanismo por el cual solemos indultar nuestras omisiones y nuestras hipocresías. Estos son tiempos que se caracterizan por el uso generalizado de dichas palabras, tiempos en los que el lenguaje se vuelve cómplice de la pérdida de intensidad y de sentido en nuestras acciones y discursos. Palabras blandas que flotan livianamente en una atmósfera que no suele tolerar las interrupciones amenazadoras de las tormentas; palabras que tranquilizan las conciencias despreocupadas de ciudadanos que se quieren mostrar preocupados por lo que sucede a su alrededor. Palabras que cubren el cinismo del poder y que ocultan la intensidad inaudita de la desigualdad en todos sus posibles alcances y sentidos. Como si nuestro lenguaje interpusiera entre nosotros y el mundo una  pátina que nos hace ver difusamente, por un lado, una realidad horrible y, por el otro, nos devuelve la imagen transparente de nuestras buenas intenciones.

Una de esas palabras es tolerancia, que significa, desde su raíz latina tolerare, soportar, aguantar algo que nos hace otra persona. A partir de ese sentido la palabra tolerancia ha recorrido un largo camino hasta anclar en su aparentemente inocente uso actual: respetar al otro en su diferencia o, como la define el Diccionario de la Real Academia, “respeto y consideración hacia las opiniones o prácticas de los demás, aunque repugnen a las nuestras”. La tolerancia se ha convertido en un rasgo decisivo de la cultura política de la sociedad contemporánea o, al menos, eso es lo que discursiva y jurídicamente se sostiene. Después de haber atravesado la noche de la barbarie, Occidente se ha vuelto tolerante y proclama a los cuatro vientos su cruzada de buena fe: pide tolerancia a los pueblos de las periferias miserables del mundo, exige tolerancia a los profetas de religiones que se atrincheran en tradiciones indigeribles para las conciencias occidentales y declara que esas otras visiones o simplemente las que se oponen al reinado exclusivo de la visión hegemónica del liberal capitalismo, son portadoras de “intolerancia” (algo de ese gesto “tan abierto” lo podemos experimentar al comprobar de qué manera suelen calificar a los procesos democráticos populares que hoy existen en Sudamérica, allí donde los definen como intolerantes y autoritarios y perseguidores a ultranza del conflicto y de la división de nuestras sociedades simplemente porque han elegido romper con el dominio neoliberal que tanto daño nos hizo en las últimas décadas del siglo XX). Los antiguos colonizadores ejercen la pedagogía de la tolerancia multiplicando la imagen de una barbarie supuestamente ajena a sus propias responsabilidades históricas; los antiguos genocidas se horrorizan cuando contemplan cómo en sus mismas entrañas la tolerancia se vuelve una excusa para la limpieza étnica. La tolerancia se ha convertido también en un discurso que consagra la tribalización de nuestras sociedades, la ruptura de toda contaminación allí donde la (in)diferencia se ha vuelto la forma sacrosanta de la sociabilidad contemporánea. Tolerar al otro implica desentenderme de sus cualidades y de sus necesidades en el mismo momento en que proclamamos nuestra tolerante comprensión. 

Quizás nunca como ahora, en plena época de hegemonías globalizadoras y de formas asfixiantes de la homogeneidad apenas cuestionadas desde la periferia sudamericana, la palabra tolerancia se ha vuelto puro enmascaramiento ideológico, apelación hipócrita a una opinión pública que se satisface reconociendo su predisposición hacia una tolerancia cada vez más retórica. La “buena conciencia” se convierte en el socio actual de la tolerancia. Y también es evidente que cuanto más se extiende el individualismo como práctica cotidiana más se proclama la necesidad de la tolerancia (será que se vuelve más evidente que en el plano de las prácticas reales de los individuos, y no en el territorio vago de las discursividades formales, lo propio no sea la preocupación por el destino del otro, por sus necesidades y sus padecimientos, sino por su condición de amenaza o, más oscuro y preocupante, por su condición de vacío, de figura fantasmal que desaparece de nuestro mundo). La tolerancia acaba volviéndose un mecanismo de borramiento efectivo del otro, una suerte de despedida con buena conciencia que los individuos realizan para proteger sus propios intereses. Y sin embargo las sociedades y sus individuos se complacen en pronunciar una y otra vez la palabra que exculpa sus responsabilidades y que les permite tranquilizar sus conciencias. Entre nosotros últimamente se la utiliza a destajo y está enclavada en la ideología que hoy parece dominar a nuestra Corte Suprema de Justicia que, a través de su presidente, suele expresar que su función es encontrar el equilibrio, la “tolerancia” que le permita fallar sin precipitar, eso dice, a la sociedad a un enfrentamiento irremediable. Lo que no dice es que ese supuesto “equilibrio” lo lleva, casi siempre, a defender los intereses de las grandes corporaciones como ha sido, últimamente, el fallo favorable al grupo Clarín que, en contra de lo previamente sostenido por la misma Corte, le prolongó la famosa cautelar. Tolerar para mantener las posiciones de privilegio.

Suerte de llave que abre las puertas del paraíso moral, la tolerancia contemporánea no hace sino expresar la emergencia de lo que podríamos denominar la despreocupación ética por la suerte real del otro. Atrincherados en nuestra tolerancia (que es parte de nuestro patrimonio jurídico y de nuestros mecanismos psicológicos compensatorios) ya no tenemos ojos para contemplar las formas concretas de la intolerancia cotidiana, formas que se sustentan, en la mayoría de los casos, en el desfallecimiento del sentido de solidaridad y de reconocimiento del otro. Lo que se muere en nuestras sociedades es precisamente aquello que se opone a la idea de la tolerancia entendida como un despreocuparse de aquel a quien le otorgo la gracia de mi tolerancia: se muere el diálogo siempre conflictivo, y por eso vital y complejo, entre las diferencias allí, precisamente, donde se hace la apología de ellas y se las vacía de contenido. De este modo y gracias a esta operación compensatoria la sociedad contemporánea ha podido erigirse en defensora retórica de aquellos a los que en el plano de las prácticas sociales efectivas acaba relegando al lugar de la opresión o, más radical aún, del mal y del peligro. La retórica democrática de las sociedades tardomodernas oculta el gigantesco proceso de desestructuración socio-cultural que se opera en su interior; esquiva, a través del efecto complaciente de ciertas palabras en la conciencia de los individuos que la integran, su responsabilidad en el despliegue de políticas profunda y esencialmente discriminatorias, políticas que condenan a vastos sectores de la humanidad a la agonía física y cultural.

La paradoja de este principio de milenio es que cuanto mayor es el efecto de la retórica bienpensante de la tolerancia mayor es el ahondamiento de las distancias entre los gramáticos y los sujetos de la enunciación. La tolerancia invita al reposo de la conciencia, le quita el peso de sus responsabilidades ante la injusticia de un mundo fragmentado, alimenta el ego de aquellos que necesitan sentirse parte de lo que los norteamericanos llaman “lo políticamente correcto”. Bajo el predominio neoliberal, la tolerancia ha permitido mantener y agudizar la brecha de la desigualdad mientras se siguió proclamando el “genuino espíritu” de democrática aceptación del otro. Una retórica exportada desde los centros universitarios estadounidenses se dedicó a reivindicar el multiculturalismo en el mismo momento histórico en el que avanzó, con fuerza despiadada, una política de la vigilancia, la represión y la exclusión de esos otros a los que se decía reconocer (el endurecimiento de las políticas antiinmigratorias en los países desarrollados es apenas un botón de muestra). La persistente fragmentación de las sociedades es otra de las consecuencias de la hegemonía neoliberal que, con grandes dificultades, viene siendo cuestionada en algunos países de Sudamérica. 

La palabra progreso, portadora antaño de los ideales civilizatorios de la modernidad occidental, ha sido reemplazada por la palabra tolerancia, que se ha convertido en la nueva fórmula expansiva del capitalismo de fin de siglo. Mercado, democracia y tolerancia son las columnas sobre las que se sostiene el edificio de una sociedad fundada en el acrecentamiento de la desigualdad, de la sospecha y de la negación del otro. La tolerancia se vuelve un mecanismo del olvido, permite a sus portadores eliminar de un plumazo la memoria del dolor y promueve el equívoco de una falsa armonía, de una convivencia fundada en la simulación; a través de su omnipresencia busca cubrir los fallidos profundos de un sistema que habiendo prometido el ideal de una mayor equidad entre los hombres acabó el siglo veinte desplegando formas extremas y quizás inéditas de la desigualdad y la injusticia. Su sola portación parece garantizar las buenas intenciones de aquellos que ocultan sus complicidades detrás de una falsa retórica, de aquellos que han hecho de la democracia un vacío mitificado, una gigantesca justificación de su indiferencia ante las “promesas incumplidas” de un orden civilizatorio que, al doblar el milenio, ha fracasado en toda la línea. Hemos quedado, en el plano de lo material, por detrás de las conquistas revolucionarias de la Ilustración, mientras que nuestro lenguaje y nuestros discursos siguen impertérritos su marcha autojustificadora y resplandeciente. Las palabras se han independizado de los hablantes y siguen solitarias su camino hacia la mistificación. La recuperación de la lengua política, la puesta en evidencia de un litigio no resuelto que sigue planteándonos la cuestión decisiva de la igualdad, nos muestra, en nuestro país y al menos desde la llegada de Néstor Kirchner al gobierno, que se han invertido los términos del consensualismo posmoderno en el que la extenuación de los ideales emancipatorios se correspondió con la hegemonía de un discurso y una práctica del “gerenciamiento”, es decir, de la llegada de los gerentes de empresa como exponentes del nuevo tiempo de la economía global de mercado que vendrían a desplazar, de una vez y para siempre, a los antiguos cultores del conflicto y la beligerancia en nombre de anticuadas ideas igualitaristas. Época del marketing y las consultoras, de los publicistas y de los encuestadores que, eso sí, buscó maquillar la multiplicación de la miseria, la exclusión y la injusticia a través de la política de la tolerancia. Eso fueron, en gran medida, los años ’90.

Pero no es sólo en el plano social y político en el que podemos ver cómo la palabra tolerancia se pronuncia en el vacío o para echar un velo sobre la efectiva (in)diferencia que los individuos y las sociedades contemporáneas sienten hacia el otro; también ha cuajado en el plano de las ideas y de lo que se ha denominado el “pensamiento débil”. Muertas las ideologías, desbarrancados los metarrelatos modernos y estallado el sentido unificador de la historia, somos contemporáneos de una lógica de la dispersión que se traga las antiguas sustantividades hasta producir una atmósfera liviana y casi sin peso en la que flotan multitud de pensamientos, teorías, ideas, palabras, conceptos, discursos y juegos de lenguaje que se mezclan sin conflicto y gozosamente disponiéndose a devenir productos que se intercambian en el mercado persa de las ideas y los valores. Allí lo que reina es la tolerancia o, mejor dicho, la absoluta disponibilidad para la rápida metamorfosis o el giro de ciento ochenta grados. Ya no hay conflicto que empañe el comercio de las ideas ni pasiones que ofrezcan su inútil anacronismo en un mercado que se ha vuelto copia exacta de ese otro Gran Mercado capitalista en el que el principio de tolerancia constituye el fundamento y el punto de partida. Por eso el odio mortal que los defensores del sistema sienten ante la irrupción del, por ellos llamado, neopopulismo latinoamericano allí donde lo que regresa, con inesperada potencia, es el desafío a esa lógica del post-conflicto y del más allá de las ideologías que sostuvo, hasta no hace mucho, la expansión que parecía indetenible del neoliberalismo. Conflicto, disputa por el sentido, reafirmación de la historia como escenario de acciones transformadoras y litigio por la igualdad son algunas de las características del desafío que recorre nuestros países y que resulta “intolerable” para los intelectuales del sistema. Y que constituye el marco ideológico de un liberalismo patrimonialista que sigue determinando el corazón discursivo y argumentativo de muchos fallos de la Justicia a la hora de justificar su alineamiento con los intereses corporativos.

En el reino de las ideas, la tolerancia representa la inutilidad de toda confrontación allí donde la presencia de otro discurso se me vuelve tolerantemente (in)diferente; su existencia no me roza ni cuestiona mi propia interpretación, es parte de una multitud de ofertas que siguen su rumbo sin tocarse las unas con las otras pero aceptando el derecho que cada una posee a continuar siendo parte del mercado. La (in)tolerancia sólo surge cuando nos salimos del reino de las ideas e intentamos internarnos en territorios que no nos corresponden; allí se acaba la liviandad, la proliferación democrática de ofertas, el flotar graciosamente en el éter del deseo realizado, y lo que emerge es la tachadura, la discriminación o, más grave y difícil de combatir, la fagocitación de un mercado cultural que hace de la tolerancia  su verdadera arma para desactivar la presencia otra de lo que se opone a esa lógica del flotamiento insustancial. Esa emergencia de lo nuevo, esa irrupción del desafío es lo que llamamos “política emancipadora” y es lo que, con denuedo y dificultades, se está abriendo camino en nuestro continente.
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