Amelia
Pascual
llegó más temprano de lo calculado a Villa Verde. El departamento que iba a
ocupar estaba a pocas cuadras de la terminal y lo había alquilado por un mes.
Alejado de familiares y amigos, creía que en ese tiempo podría terminar su
tesis para lograr su licenciatura. Había pedido licencia sin goce de haberes en
el profesorado para así poder dedicarse de lleno a su tarea.
El
primer día se ocupó a hacer las compras en el supermercado cuestión de llenar
la alacena y la heladera. Ya a la noche, luego de descansar un poco y cenar, se
dirigió a la costa a caminar.
Pasado
un rato vio, a un costado de la playa, la luz de un farol. A medida que se
acercaba pudo distinguir a una muchacha con una guitarra. La melodía de la
canción que estaba tocando era melancólica y a la vez alegre, por momentos, el
sonido de las cuerdas le recordaba la lluvia sobre un techo de chapa. Cerró los
ojos para oir mejor.
Cruzando el desierto ardiente
seis aviones vi pasar
dejando seis estelas por sobre el pedregal
un hexagrama escrito en los cielos
las cuerdas en mi diapasón.
Amelia, es una falsa alarma nada más.
Cuando los abrió,
se encontró delante de la muchacha, con un rasgo inusitado de timidez en él,
pidió disculpas y se fue corriendo sin darse vuelta. Se detuvo a casi quinientos metros, pensó en
lo infantil de la situación y de su actitud, más propia de un adolescente que
de un hombre de cincuenta años. Intentó recordar su rostro pero la imagen se le
hacía difusa, ni siquiera podía recordar de qué color era su pelo y, entre más
se esforzaba, más se borraba la imagen de ella. Pensó por un momento volver
pero desistió de la idea regresando al departamento por la calle y no por la
costa.
Los
dos días siguientes fueron muy productivos, pudo avanzar en su trabajo mucho más
de lo que había esperado. De noche, pensó en volver a realizar sus caminatas
por la costa; más por curiosidad esperaba volver a cruzar a la mujer, pero eso
no ocurrió ni ese día ni en los siguientes. Con el tiempo perdió toda esperanza
de encontrarla y a hasta la olvidó concentrado cada vez más en su trabajo.
Fue
caminando por el centro comercial que volvió a reconocer la melodía de la
guitarra en el aire. Siguió el sonido que llegaba de un kiosco:
Los jets y su zumbido
que adormece la atención
alteran tiempo y estaciones
con su triste canción
y así la vida se torna un álbum
fetiche de postal.
Amelia, es una falsa alarma nada más.
Le preguntó al comerciante que atendía allí:
era Pedro Aznar cantando un tema de Joni Mitchell “Amelia”. Esa era la canción. Fue a un local de música y pudo
conseguir el cd. Ese día puso el compac más de cuatro veces seguidas, pero
cuando escuchaba ese tema ciertos rasgos de ella volvían a su mente.
La gente te cuenta a dónde fue
te dice a dónde ir
pero hasta que vayas ahí nunca podrás saber
donde unos hallan un edén
otros siembran dolor
Amelia, es una falsa alarma nada más.
Su pelo era rubio,
lacio, de aparentes treinta o cuarenta años (bastante joven para él), vestía un
jean con una remera blanca y era más bien delgada.
Quisiera que estés a mi lado hoy
como he de obedecer
su voluntad de ya nunca volverme a ver
así es que escondo este dolor
y el camino se volvió obsesión.
Te digo. Amelia, es una falsa alarma nada más.
Recordó el olor de
su perfume parecido al de los jazmines, así, de a poco, hasta podía escuchar su
voz en lugar de la de Pedro.
Fantasma de aeroplanos, el cielo la devoró
o el ancho mar igual que yo quería volar
como Ícaro ascendiendo
en bellos brazos que no lo sostendrán.
Amelia, es una falsa alarma nada más.
Volvieron
sus ansias de encontrarla; así reinició sus caminatas por la playa, incluso en
distintos horarios, por la mañana y por la tarde, pero no tuvo éxito.
Habían
pasado veinte días desde que había llegado a Villa verde y decidió que ya era tiempo
de hacer un poco más de vida social dado que más que con los cajeros de los comercios no había
conversado casi con nadie del lugar. Esa noche, con motivo de la cercanía del
día de la primavera, habían organizado, en la confitería del hotel “Minos”, un cantobar a micrófono
abierto.
Llegó
a eso de las once de la noche, el lugar estaba bastante lleno. Estaba preparado
un pequeño escenario en donde había una guitarra y un micrófono. Así, de a poco,
la gente se fue animando, algunos tímidos cantaban canciones de Sui Generis y
los Beatles rascando y golpeando el instrumento más que tocándolo. La verdad
que, si bien algún caso excepcional cantaba bien, lo más deficiente era la interpretación
de los guitarristas. Recordó sus años
de conservatorio, inconcluso él podía superar con creces a cualquiera de los
que habían tocado hasta ahora. Después vinieron los folkloristas con sus
chacareras, sus alaridos y su olor a vino. Por más que gritaban la gente empezó
a aburrirse de la mala ejecución y hablar en voz tan alta que rápido
entendieron que debían dejar de tocar. Fue así que ya nadie subió y la guitarra
quedo sola. Entonces Pascual, envalentonado por las dos botellas de cerveza que
había tomado, subió al escenario. Empezó a tocar “Amelia” y, aunque nunca la había practicado, los acordes comenzaron
a surgir sin entender él muy bien de dónde. Fue así que empezó a susurrar la
melodía cada vez más fuerte y seguro, cantó con ímpetu y firmeza aunque no lo
había hecho nunca delante de público. Mientras la gente lo escuchaba atenta,
Pascual comprendía que lo que provocaba el milagro no era la guitarra, ni su
voz, era la canción.
Creo que nunca amé de verdad
me temo que es así,
siempre entre nubes en lo alto de mi helado confín
y viendo todo desde allá arriba
en sus brazos me fui a estrellar.
Amelia, es una falsa alarma nada más.
Cuando
terminó se hizo silencio y luego estalló la ovación. Misteriosamente la gente
no le pidió que tocara de vuelta, él tampoco quiso hacerlo. Dejó la guitarra en
el escenario y volvió a su mesa. Sentada en ella se encontraba una mujer rubia
de casi 40 años, era alta, vestía un
jean y una remera blanca. Su pelo largo ahora estaba atado.
-A mí me gusta mucho esa canción.
-Lo sé- dijo sonriendo Pascual y
se sentó.
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