Cuando hace algunos meses, a propósito de un artículo sobre Italia, en el que yo defendía la federación contra la unidad, los periódicos belgas me acusaron de predicar la anexión de su país a Francia, mi sorpresa no tuvo límites. En principio no supe qué pensar: ¡Se trataba acaso de una alucinación del público, o de una trampa de la policía! Mi primera reacción fue la de preguntar a mis denunciadores si, me habían leído; en este caso, si se me podía dirigir seriamente semejante reproche. Ya se sabe cómo terminó para mí este increíble incidente. Yo no me había apresurado a sacar partido de la amnistía que me autorizaba a volver a Francia, después de un exilio de más de cuatro años, pero entonces levanté la casa bruscamente. Sin embargo, cuando al regresar a mi país, y con el mismo motivo, he visto la prensa democrática acusarme de abandonar la causa de la revolución, gritar contra mí, no ya como anexionista, sino como apóstata, confieso que mi estupefacción llegó al límite. Me pregunté si yo era un Epiménides surgido de su caverna tras un siglo de sueño, o si, por azar, no era la propia democracia francesa quien, siguiendo las huellas del liberalismo belga, había sufrido un movimiento de retrogradación. Me parecía que federación y contrarrevolución o anexión eran términos incompatibles, pero me repugnaba creer en la defección masiva del partido al que hasta entonces me había sentido vinculado, el cual, no contento con renegar de sus principios iba a llegar, en su fiebre unificadora, hasta traicionar a su país. ¿Me estaba volviendo loco, o es que, en lo que a mí respecta, el mundo se había puesto a girar en sentido contrario?
A la manera de la rata de Lafontaine, recelando por debajo de todo ello alguna maquinación, consideré que la decisión más sabia era la de demorar mi respuesta y observar por espacio de algún tiempo el estado de los espíritus. Comprendí que iba a verme obligado a tomar una resolución enérgica y tenía necesidad, antes de actuar, de orientarme sobre un terreno que, después de mi salida de Francia, parecía haber sido removido, y donde los hombres que yo había conocido se me representaban con figuras extrañas.
¿Dónde está hoy el pueblo francés?, me pregunté. ¿Qué está sucediendo en las diferentes clases de la sociedad? ¿Qué idea ha germinado en la opinión, y cuáles son los sueños de las masas? ¿Dónde va la nación? ¿Dónde está el porvenir? ¿A quién seguiremos y por quién nos juramentaremos?
Iba de este modo interrogando a hombres y cosas, buscando angustiadamente y no recogiendo sino respuestas desoladas. Que el lector me permita comunicarle mis observaciones: servirán de justificación a un trabajo en el que confieso que el objeto está muy por encima de mis fuerzas.
He empezado por considerar en primer lugar a la clase media, lo que era llamado en otro tiempo burguesía, y que ya no puede llevar ese nombre. La he hallado fiel a sus tradiciones, a sus tendencias, a sus máximas, aunque avanzando con paso acelerado hacia el proletariado. Que la clase media vuelva a ser dueña de ella misma y del poder; que sea llamada a rehacer una Constitución de acuerdo con sus ideas y una política de acuerdo con su corazón y se puede predecir con toda certeza lo que ocurrirá. Haciendo abstracción de toda preferencia dinástica, la clase media volverá al sistema de 1814 y 1830, salvo, acaso, con una leve modificación concerniente a la prerrogativa real, análoga a la rectificación hecha al artículo 14 de la Carta, después de la revolución de julio. La monarquía constitucional, en una palabra, he aquí lo que constituye todavía la fe política y el deseo secreto de la mayoría burguesa. He ahí la medida de la confianza que tiene en sí misma; ni su pensamiento ni su energía van más allá. Pero, precisamente a causa de esta predilección monárquica, la clase medía, aunque tenga numerosas y fuertes raíces en la actualidad, aunque por la inteligencia, la riqueza, el número, constituya la parte más considerable de la nación, no puede ser considerada como la expresión del porvenir; ella se revela como el partido por excelencia del statu quo es la personificación del statu quo.
Acto seguido he dirigido los ojos al gobierno, al partido de quien es órgano de una manera más especial y, debo decirlo, los he encontrado a ambos en el fondo iguales a sí mismos, fieles a la idea napoleónica, a pesar de las concesiones que les arrancan, por una parte, el espíritu del siglo, por otra, la influencia de esta clase medía, fuera de la cual y contra la cual ningún gobierno es posible. Que el imperio vuelva a todo el esplendor de su tradición, que su poder sea igual a su voluntad, y mañana tendremos con aquellos esplendores de 1804 y de 1809, las fronteras de 1812; volveremos a encontrarnos con el Tercer Imperio de Occidente, con sus tendencias a la universalidad y su autocracia inflexible. Ahora bien, precisamente a causa de esta fidelidad a su idea el Imperio, aun siendo la actualidad misma, no puede considerarse como expresión del porvenir, dado que, al afirmarse como conquistador y autocrático, negaría la libertad, pues él mismo, al prometer un coronamiento del edilicio, se ha presentado como un gobierno de transición. El Imperio, es la paz, ha dicho Napoleón III. Sea; pero entonces ¿cómo el Imperio no siendo ya la guerra, dejaría de ser el statu quo?
He observado a la Iglesia, y de buen grado le hago esta justicia: es inmutable. Fiel a su dogma, a su moral, a su disciplina tanto como a su Dios, no hace al siglo sino concesiones formales; no adopta su espíritu ni marcha con él al unísono: la Iglesia será la eternidad, si lo queréis así, la forma superior del statu quo: no es el progreso; no podría ser por consiguiente, la expresión del porvenir.
Igual que la clase media y los partidos dinásticos, igual que el Imperio y la Iglesia, también la democracia forma parte del presente, y lo será tanto tiempo como existan clases superiores a ella, una realeza y aspiraciones nobiliarias, una Iglesia y un sacerdocio; en tanto que la liberación política, económica y social no se haya realizado. Desde la Revolución francesa, la democracia ha tomado por divisa: Libertad, Igualdad. Como por su naturaleza y su función representa el movimiento, la vida, su consigna era: ¡Adelante! Así, la democracia podía presentarse, y acaso sólo ella podía hacerlo, como la expresión del porvenir; es efectivamente lo que el mundo ha querido tras la caída del primer Imperio y luego del advenimiento de la clase media. Pero para expresar el porvenir, para realizar las promesas, hacen falta principios, un derecho, una ciencia, una política, cosas todas ellas que la revolución parecía haber cimentado. Ahora bien, he aquí lo inaudito, la democracia se muestra infiel a sí misma; ha roto con sus orígenes, vuelve la espalda a sus destinos. Su conducta desde hace tres años ha sido una abdicación, un suicidio. Sin duda que no ha dejado de estar en el presente: pero como partido del porvenir ha dejado de existir. La conciencia democrática está vacía: se trata de un globo deshinchado que algunas sectas, algunos intrigantes políticos se arrojan unos a otros, pero que nadie puede devolver a su tersura prístina. Nada de ideas: en su lugar, fantasías novelescas, mitos, ídolos. El 89 está arrumbado, 1848 cubierto de infamias. Por lo demás no queda en ella ni sentido político, ni sentido moral ni sentido común; la ignorancia al máximo, la inspiración de los grandes días totalmente perdida. Lo que la posteridad no podrá creer es que, entre la multitud de lectores que paga á una prensa privilegiada, hay apenas uno por cada mil que sepa, ni siquiera por intuición, lo que significa la palabra federación. Sin duda que, en este caso, los anales de la revolución no podían instruirnos gran cosa; pero, de cualquier modo, no se es el partido del porvenir para inmovilizarse en las pasiones de siglos anteriores, y es deber de la democracia crear sus ideas, y modificar en consecuencia su consigna. La federación es el nombre nuevo bajo el que la libertad, la igualdad, la revolución con todas sus consecuencias han aparecido en 1859, a los ojos de la democracia. Y, sin embargo, ¡liberales y demócratas no han visto en él sino una conspiración reaccionaria! ...
Desde la institución del sufragio universal, la democracia, considerando llegado su reino y considerando que su gobierno había pasado las pruebas de aptitud, que por consiguiente lo único a discutir era la elección de los hombres, y que ella era la fórmula suprema del orden, la democracia, digo, ha querido constituirse a su vez en partido de statu quo. Apenas se adueña de la situación que empieza a adaptarse para el inmovilismo. Pero entonces ¿qué hacer cuando alguien se llama democracia, cuando representa a la revolución y cuando, sin embargo, se llega al inmovilismo? ¡La democracia ha pensado que su misión consistía en reparar las viejas injusticias, en resucitar las naciones afligidas, en una palabra, en rehacer su historia! Esto es lo que expresa por la palabra NACIONALIDAD, escrito en el frontispicio de su nuevo programa. No satisfecha de convertirse en el partido del statu quo, se ha convertido en partido retrógrado.
Y como la nacionalidad, tal como la comprende y la interpreta la democracia tiene como corolario la unidad, ha consagrado definitivamente su abjuración, declarándose definitivamente poder absoluto, indivisible e inmutable.
La nacionalidad y la unidad, he aquí pues la fe, la ley, la razón de Estado, he aquí los dioses actuales de la democracia. Pero para ella la nacionalidad es sólo una palabra, puesto que en el pensamiento de los demócratas sólo representa sombras chinescas. En cuanto a la unidad, veremos en el curso de este escrito lo que cabe pensar del régimen unitario. Pero mientras tanto, puedo afirmar, a propósito de Italia y de las manipulaciones de que ha sido objeto la Carta política de ese país, que esa unidad, por la que sienten tan vivo entusiasmo tantos supuestos amigos del pueblo y del progreso, no es otra cosa en el fuero interno de los hábiles, que un negocio, un gran negocio, mitad dinástico y mitad bancocrático, barnizado de liberalismo, salpicado de conspiración y a la que algunos honrados republicanos, mal informados o engañados, sirven de introductores.
A tal democracia, tal periodismo. Desde la época en que en el Manual del especulador de Bolsa fustigaba yo el papel mercenario de la prensa este papel no ha cambiado. No ha hecho sino ampliar la onda de sus operaciones. Todo lo que en otro tiempo poseía de razón, de espíritu, de crítica, de conocimientos, de elocuencia, ha queda do, resumido, salvo raras excepciones, en estos dos vocablos que tomo del vocablo profesional: difamación y reclamo. Habiendo sido confiada la cuestión italiana a los periódicos, esas estimables piezas de papel, ni más ni menos que si se hubiera tratado de sociedades en comandita, o como una claque obediente a la señal de un jefe, empezaron motejándome de mixtificador, malabarista, borbónico, papista, Erostrato, renegado, vendido, y resumo la letanía. Luego, adoptando un tono más sereno empezaron a recordar que yo era el enemigo irreconciliable del Imperio y de todo gobierno, de la Iglesia y de toda religión, así como de toda moral; un materialista, un anarquista, un ateo, una especie de Catilina literario capaz de sacrificar todo, tanto pudor como buen sentido, al deseo de hacer hablar de él, y cuya táctica esencial, en lo sucesivo, consistía en asociar astutamente la causa del emperador a la del Papa, y empujando a los dos contra la democracia, arruinar al mismo tiempo a todos los ,partidos y a todas las opiniones, para elevar finalmente un monumento a mi orgullo sobre los escombros del orden social. Tal ha sido el sentido profundo de las críticas de Le Siècle, L'Opínion natiónale, La Presse, L'Echo de la Presse, La Patrie, Le Pays, Les Débats: y aún omito algunos, pues no he leído todo sobre el tema. En esta ocasión se ha recordado que yo había sido la causa principal de la caída de la República, y ha habido demócrata de cerebro tan confuso como para murmurarme al oído que semejante escándalo no volvería a producirse, que la democracia había superado las locuras de 1848, y que era a mi a quien ella destinaba sus primeras balas conservadoras.
No quisiera dar la impresión de atribuir a estas ridículas violencias, dignas de los órganos que las inspiran, más importancia de la que merecen. Las cito como ejemplo de la influencia del periodismo contemporáneo y como testimonio del estado de los espíritus Pero si mi amor propio como individuo, si mi con ciencia como ciudadano está por encima de tales ataques, no ocurre lo mismo con mi dignidad de escritor intérprete de la revolución. Estoy cansado de los ultrajes de una democracia decrépita y de las afrentas de sus periódicos. Después del 10 de diciembre de 1848, viendo la masa del país y todo el poder del Estado vuelto contra lo que me parecía ser la revolución, intenté aproximarme a un partido que, si bien desprovisto de ideas, tenía aún la aureola del prestigio. Fue un error que he lamentado amargamente, pero que aún estoy a tiempo de rectificar. Seamos nosotros mismos si queremos ser algo; formamos, si hay lugar, con nuestros adversarios y nuestros rivales, federaciones, pero nunca fusiones. Lo que me está ocurriendo desde hace tres meses me ha hecho tomar esta decisión, sin posible retroceso. Entre un partido que en una filosofía del derecho ha sabido descubrir un sistema de tiranía y en las maniobras de la especulación un progreso; para el que los hábitos del absolutismo son virtud republicana y las prerrogativas de la libertad una rebelión; entre este partido, digo, y el hombre que busca la verdad de la revolución y su justicia, no puede haber nada común. La separación es necesaria y, sin resentimiento, pero sin temor, la llevo a cabo.
En el curso de la primera revolución, los jacobinos, experimentando de vez en cuando la necesidad de purificar su sociedad, llevaban a efecto en ellos mismos lo que entonces se llamaba una depuración. Invito a una manifestación de este género a cuantos amigos sinceros y esclarecidos de las ideas del 89 puedan quedar. Seguro del apoyo de una élite, contando con el buen sentido de las masas, en lo que a mí se refiere rompo con una facción que ya no representa nada. Aunque no llegásemos jamás a un centenar, es suficiente para lo que me atrevo a emprender. En todo tiempo la verdad ha servido a quienes le han sido fieles; aunque hubiese de sucumbir víctima de aquéllos a quienes me dispongo a combatir, tendré, al menos, el consuelo de pensar que, una vez mi voz silenciada, mi pensamiento obtendrá justicia y que, antes o después, mis propios enemigos serán mis émulos.
Pero, ¿qué estoy diciendo en realidad? No habrá ni batalla ni ejecución: el veredicto del público me ha dado de antemano la razón. ¿No ha corrido el rumor, repetido por diversos periódicos, de que la respuesta que publico en este instante tendría por título: ¿Los Iscariotes?... Pero esta justicia reside sólo en la opinión. Sería un error por mi parte encabezar mi trabajo con ese llamativo título, demasiado merecido para algunos. En el curso de los dos meses que me ocupo en pulsar el estado de las almas, he podido comprobar que si la democracia abunda en judas, hay en ella muchos más San Pedros todavía, y escribo tanto para éstos como para aquéllos. Por consiguiente, he renunciado al placer de una vendetta; me tendré por muy dichoso si, como el gallo de la Pasión, puedo contribuir a fortalecer en ellos tanto vacilante valor, restituyéndoles a la vez conciencia y entendimiento.
Dado que, en una publicación cuya forma era más bien literaria que didáctica, se ha simulado no comprender el pensamiento esencial, me veo obligado a volver a los procedimientos de la escuela y a argumentar de modo sistemático. Divido, pues, este trabajo, mucho más extenso de lo que hubiera deseado, en tres partes: la primera, la más importante para mis ex-correligionarios políticos, cuya razón veo gravemente afectada, tendrá como objeto establecer los principios de la materia de que se trata; en la segunda haré la aplicación de estos principios a la cuestión italiana y al estado general de cosas. Mostraré la insensatez y la inmoralidad de la política unitaria; en la tercera, responderé a las objeciones de aquellos señores periodistas, benevolentes u hostiles, que han considerado su deber ocuparse de mi último trabajo, y haré ver por medio de su ejemplo el peligro que corre la razón de las masas, bajo la influencia de una teoría destructora de toda individualidad.
Ruego a las personas, no importa la opinión que profesen, que, aun rechazando más o menos el fondo de mis ideas, han acogido mis primeras observaciones sobre Italia con alguna consideración, que sigan manifestándome su simpatía; por lo que a mí respecta, trabajaré por que, en medio del caos intelectual y moral en que estamos sumergidos, en esta hora en que los partidos solamente se distinguen como los caballeros combatientes de los torneos, por el color de sus penachos los hombres de buena voluntad, llegados desde todos los puntos del horizonte, hallen al fin una tierra sagrada en la que, cuando menos, puedan ofrecerse una mano leal y hablar un lenguaje común.
Esta tierra sagrada es la del derecho, la moral, la libertad, el respeto a la humanidad en todas sus manifestaciones, individuo, familia, asociación, ciudadanía; la tierra de la pura y franca justicia donde fraternizan, sin distinción de partido, escuela, cultos, remordimientos, esperanzas, todas las almas generosas. En cuanto a esta fracción degenerada de la democracia, que ha creído poder avergonzarme con lo que denomina los aplausos de la prensa legitimista, clerical e imperial, sólo les dirigiré por el momento unas palabras: que la vergüenza, si tal existe, debe caer plenamente sobre ella. Era a ella a quien le correspondía aplaudirme: y el mayor servicio que podré hacerle será el de demostrarlo de modo fehaciente.
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