jueves, 31 de enero de 2013

EL HORROR

Tomado del diario Miradas al Sur - Domingo 27 de enero del 2013

Cristina Fernández de Kirchner estuvo en Vietnam y los monopolios lanzaron sus chicanas ante las fotos recorriendo los túneles de Cu Chi. 
Qué callaron entonces de aquella otra fotografía emblemática de la barbarie.


Nick Ut. Kim Phuc luego del ataque con Napalm en Trang Bang, Vietnam, 8 de junio de 1972.
En 1964, la niña Phan Thi Kim Phuc tenía un año. En 1964, Huynh Cong Ut era un chico de trece. Ese año, en el contexto de la Guerra Fría, estalló el conflicto bélico entre Vietnam del Sur y la República Democrática de Vietnam. Al sur, lo apoyaban las tropas de combate de Australia, Corea del Sur, Filipinas, Nueva Zelanda y Tailandia, y recibían suministros de materiales y equipamientos médicos de Alemania, España, Irán, Marruecos, Reino Unido, Suiza y Taiwán. Pero, principalmente, Vietnam del Sur tenía a su favor toda la potencia armada de las tropas de los Estados Unidos. El pueblo de Vietnam del Norte contaba con los movimientos guerrilleros Vietcong y Frente de Liberación Nacional. El 2 de julio de 1976 –luego de la toma de Saigón, la rendición de las tropas survietnamitas y la unificación del país bajo el control del gobierno comunista de Vietnam del Norte– los organismos internacionales proporcionaron los números fríos de la guerra. Las cifras oscilaban entre 3.800.000 y 5.700.000 muertos, en su mayoría civiles. La historia escrita por el “mundo libre” hizo hincapié en el número de víctimas de las tropas norteamericanas: 58.159. El cine y la literatura terminarían echando un manto de piedad ante la barbarie desatada contra el libre albedrío de un pueblo. Y las imágenes de las grandes llamaradas producidas por los bombardeos con napalm –tomadas siempre desde arriba, restando importancia a lo que realmente ocurría abajo con ese fuego– servirían de telón de fondo para las ganancias de Hollywood y el perdón de todos los pecados.

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El napalm, primitivamente, cuando aún no se llamaba napalm, fue un compuesto de nafta, benzol y poliestireno que llegaba a alcanzar temperaturas entre 800º y 1200º al entrar en contacto con cualquier superficie, incluido, por supuesto, un cuerpo humano. Los técnicos lo clasificaron como nafta gelatinosa, un combustible extremadamente volátil que se encendía fácilmente, motivo por el cual lo utilizaron como arma desde la Primera Guerra Mundial en forma de lanzallamas. Pero la maquinaria de la guerra tiene un componente importantísimo: la economía de recursos. Y aquella nafta gelatinosa se quemaba muy rápidamente, elevando costos y reduciendo eficacia en combate.
Para la Segunda Guerra Mundial, el gobierno norteamericano ya había realizado estudios para aprovechar más el combustible. En 1942, el cuerpo de científicos de la Universidad de Harvard, al mando del doctor Louis Fieser, había encontrado la forma para que la combustión durara más que lo normal.
Crearon, a tal efecto, una especie de jabón hecho de polvo de aluminio de naftalina y palmitato –de donde derivaría el nombre de napalm– que conformaba una brea gelatinosa que se quemaba más lentamente que la nafta común. Lo mezclaban en diferentes concentraciones según su uso: 6% para los lanzallamas y entre 12 a 15% para las bombas.
El ejército de Grecia lo utilizó durante la Guerra Civil en ese país, la ONU pretendió pacificar lanzándolo contra Corea, y Marruecos lo sembró en el Sahara Occidental.
Pero los científicos seguían investigando. Y así nació el napalm-B: 46 partes de polistireno, 21 partes de benceno para solidificar y 33 partes de nafta. La ciencia norteamericana festejó el alto punto de seguridad del nuevo producto: los soldados podían fumar en las cercanías sin mayor peligro. Vietnam fue la gran oportunidad de demostrar su eficacia.

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Huynh Cong Ut había nacido en Long An, Vietnam, el 29 de marzo de 1951. A los trece ya era un consumado fotógrafo, y a los 16 comenzó a trabajar para la Associated Press en el puesto de su hermano mayor Huynh Thanh My, asesinado en la guerra. “Nick”, como lo habían norteamericanizado sus jefes de la AP, llevaba ya tres heridas desde que había comenzado a cubrir el conflicto de su país. Pero no pensó en nada cuando a las cinco de la mañana del 8 de junio de 1972 le llegó al módulo de comando situado en el edificio Edén la orden de trasladarse a las afueras de Saigón.
Tomó su casco de acero, su uniforme vietnamita al estilo “marine”, sus dos cámaras (una Leica y una Nikon con zoom) y se subió al jeep que lo trasladaría al noroeste, más allá del aeropuerto de Son Nhut Tan de la ruta 1 que une Saigón con la frontera de Camboya.
Phan Thi Kim Phuc nació en 1963 y se crió en la aldea de Trang Bang, situada a 30 minutos al norte de Saigón. Un año después de su nacimiento, estalló la guerra. Entonces, la ruta 1, que atravesaba su aldea, dejó de ser una cinta de asfalto para transformarse en la fuente principal de aprovisionamiento entre Saigón y Phnom Penh. Kim se crió entre bombardeos, vuelos rasantes de los aviones norteamericanos y camiones del ejército que dejaban una miseria de arroz y agua potable. La noche del 7 de junio de 1972, ella, junto a su familia, se había refugiado en las ruinas del templo Cao Dai. Esa noche, como todas las noches de sus apenas nueve años, soñó con ser médica y casarse. Las primeras descargas de ametralladoras aún lejanas, pero mucho más el hambre golpeando en el estómago, la despertaron a las 5 de la mañana del 8.
El jeep de Nick Ut llegó a las 7.30 a Trang Bang y se unió a la larga fila de vehículos con soldados de la 25ª división que, desde hacía tres días, peleaban para arrebatar el dominio de esa ruta que, a un kilómetro y medio más al norte, era controlada por el Vietcong. Vio cientos de aldeanos. Unos, trataban de huir hacia ninguna parte. Otros, recalentaban las sobras de las sobras de una comida que ya era vieja al ser recibida.
Minutos antes del mediodía, el comandante de las tropas destacadas en el lugar pidió por radio ayuda a las unidades del sur de Vietnam Airforce, ubicadas en Bien Hoa. Nick, junto a una multitud de corresponsales, tomaron posiciones en las afueras de Trang Bang para captar los mejores planos del bombardeo que se avecinaba. Muchos miraron hacia arriba, hacia esa granada de humo amarillo lanzada por un soldado para marcar el área a los pilotos.
A Kim Phuc, como a los cientos de chicos como ella, acostumbrados a los ruidos de la guerra, la angustió ese silencio que crecía segundo a segundo.
Exactamente a las 13, una escuadrilla de aviones Skyraider comenzaron el bombardeo de los bordes de la aldea, cerca del templo Cao Dai. Primero, fueron explosivos, luego, llegó el napalm. Fueron pocos minutos. Después, los soldados y los fotógrafos comenzaron a ver a grupos de aldeanos aterrorizados corriendo hacia ellos. Nick hizo foco en una mujer que llevaba un bebé envuelto en harapos humeantes, pero la vio caer muerta a trescientos metros de donde estaba. Entonces enfocó su cámara unos metros más atrás.
La ropa de Kim Phuc estaba envuelta en llamas. La niña vio el fuego sobre su cuerpo y sólo atinó a pensar que, si sobrevivía, sería fea, anormal, que nadie querría casarse con ella. No vio a nadie a su alrededor, sólo fuego y humo, y tuvo miedo como nunca había tenido en su enorme y corta vida. Entonces sintió el ardor. Y lloró y corrió para escapar del fuego. Se sacó la ropa llameante y corrió. “Qua nong, qua nong”, gritaba mientras no paraba de correr con los brazos abiertos por la ruta 1.
El corresponsal de la ITN, Christopher Wain, vertió el agua de su cantimplora sobre el cuerpo ardiendo de Kim Phuc. Quería aliviar el dolor, pero el dolor se multiplicó. “Qua nong”, gritaba la nena. Y Nick la cargó en sus brazos y subió al jeep mientras gritaba él también al conductor que fuera al hospital de Cu Chi, a mitad de camino entre Tran Bang y Saigon. En los primeros pozos por la ruta, Kim Phuc perdió el sentido en los brazos de Nick Ut que trataba en vano de amortiguar los saltos.

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Mientras Kim era sometida al primer injerto de piel, con el que los médicos querían suplantar el 65 por ciento de su cuerpo abrasado, Nick llegó a las oficinas de AP para dejar el rollo de la película. La discusión con la central de Nueva York fue por télex. Un editor rechazaba la foto de Kim Phuc corriendo sin ropas porque se trataba de un desnudo frontal, algo estrictamente prohibido en la Associated Press de 1972. Desde Saigón, Nick argumentó que no debía hacerse ningún acercamiento de la foto que dejase a la niña sola. Dijo que se fijaran en los otros chicos, corriendo, gritando. En el contraste con la calma de los cuatro soldados que marchan detrás. Le llevó tres días pensar la solución al editor Hal Buell. Recién el 11 de junio de 1972 aceptó que el valor de la noticia eliminaba cualquier prurito sobre el desnudo.
El 12 de junio de 1972 la foto fue la tapa de todos los diarios y el mundo supo lo que nadie en el mundo quería saber. El entonces presidente Richard Nixon comprendió, sin comprender por qué, que la guerra en Vietnam se estaba perdiendo, se sirvió un whisky, miró una y otra vez la fotografía, y sonrió a su jefe de gabinete, H. R. Haldeman: “Yo creo que la imagen fue retocada”.
Pero la fotografía, lo sabe Kim y lo sabe Nick, es tan auténtica como lo fue Vietnam. “El horror de esa guerra no necesitaba ser retocado”, dijo el fotógrafo vietnamita Huynh Cong Ut, nacido en Long An, apodado Nick, muchos años más tarde, después del Pulitzer, después de todo. “El horror de esa guerra no necesitaba ser retocado”, repitió Phan Thi Kim Phuc, nacida en Trang Bang, muchos años más tarde, después de volver a su aldea, después de perdonar a los pilotos de los Skyraider que se abalanzaron sobre Trang Bang aquel mediodía de junio de 1972, después de todo.
El gobierno de los Estados Unidos afirmó que sus últimas reservas de napalm fueron destruidas en el año 2001. Pero, luego de esa fecha, los marines continuaron los bombardeos contra quienes siguen considerando sus enemigos con una sustancia de idénticos resultados, el MK77, y fósforo blanco. “Qua nong” significa, en vietnamita, ayer, hoy y siempre, “arde mucho”.
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miércoles, 30 de enero de 2013

MEMPO GIARDINELLI

Recuerdos de una noche norteamericana

Tomado del diario Página 12 del día de la fecha

Parece mentira, pero han pasado ya dieciséis años desde la fría noche norteamericana en la que me puse a llorar como un niñito cuando me contaron que había muerto Osvaldo Soriano. Estaba trabajando en la Universidad de Virginia, como todos los años, y los dos o tres mails que recibí aquella tarde me liquidaron. No se podía aceptar ni entender, que finalmente lo hubiesen vencido los puchos, la tos canalla y los dolores internos que sabíamos que lo atormentaban. La quimioterapia había sido esperanzadora en su caso y tenía 54 años. Nadie esperaba que se diera vuelta la taba en aquella operación.

Pero así es la Jodida cuando viene y en un horrible e inesperado segundo patea el tablero. Las piezas que a mí se me cayeron entonces eran casi treinta años de una amistad que yo pensé que era para toda la vida, porque cuando lo conocí, en la redacción de la revista Semana Gráfica, era el año ’68 o ’69 y la Editorial Abril era como un refugio de talentos y gente progre de la época y además nosotros estábamos en esa edad en que uno se cree eterno.

Habíamos llegado a la entonces Capital Federal, Osvaldo desde Tandil, yo desde el Chaco, y aunque él era mayor en edad y en talento nos asociamos de entrada. Hay una foto que adoro, en la que estamos riéndonos como chicos, encorbatados e inocentes como gorriones.

A veces éramos un trío con Mauricio Borghi, un pibe que años después fue una de las primeras víctimas de la siempre maldita Triple A. A veces alguno pelaba un cuento y pedía orejas a la audiencia. También podía ser un tímido poema o un fragmento de algo más ambicioso que no nos atrevíamos a llamar novela. Hablábamos de literatura, nos recomendábamos libros imperdibles y terminábamos las jornadas comiendo pastas o bifes en el viejo Pipo. Luego íbamos al café La Paz, cuando Corrientes era luminosa, limpia y bella, y ahí se hablaba de política, de las dictaduras de entonces y del oficio periodístico.

Nos acompañaban a veces ese enorme fotógrafo que se llama Carlos Bosch (autor de la foto evocada) o el viejo filósofo Carlos Llosa, pluma mayor, después, de la revista Humor. Después las despedidas eran largas y al final nosotros dos, ya en la alta madrugada, rumbeábamos hacia Palermo, donde entonces vivíamos, y algunas noches caminábamos completa la Avenida Córdoba, a veces con alguna ginebra de más, es cierto, y entonces compartíamos confidencias y Osvaldo hablaba de Laurel & Hardy y de gatos y Tandil, y yo del Chaco, y los dos de San Lorenzo y de Vélez.

Ya he contado por ahí que en los días feroces de marzo del ’76 nos encontramos una noche en la 9 de Julio, a metros del Teatro Colón, y nos dedicamos simplemente a conversar cual serenos caminantes, aunque alertas y desconfiados, y nos juramentamos reencontrarnos cuanto antes. Osvaldo se marchaba a Europa en esos días; yo miraba ya hacia México. Nos prometimos hacer de nuestros exilios una militancia literaria, y no recuerdo abrazo más emocionado que el que nos dimos esa noche, llorosos los dos, hasta que él, desprendiéndose y en su estilo juguetón, me dijo: “Guarda que va a venir la cana y nos va a llevar pero por maricones”.

Después nos reencontramos en Bruselas, en otra ocasión me mostró París de punta a punta, y cuando los Cuervos descendieron en el ’79 yo le mandé una carta procurando no cargarlo en demasía como hacían todos. Años después, ya en Buenos Aires y cuando nuestra democracia estaba en pañales, un día en la Editorial Bruguera, ahí atrás del Cementerio de La Chacarita, en un aparte me agradeció el gesto y me deseó que nunca viera descender a Vélez a la B.

La última vez que nos vimos fue en el Bar Suárez y era el gobierno de Menem. Osvaldo era ya un grande de nuestra literatura y sus novelas y el cine le devolvían un éxito que no había buscado y que en cierto modo lo abrumaba. Hablamos del cuento como género, de algunos jóvenes autores que confundían malicia literaria con pura y simple mala leche, de fútbol y de los mismos viejos temas de siempre, como hacen los amigos que enhebran esa misma, eterna conversación jamás interrumpida.

Y después fue esa noche maula en el frío estadounidense, durante la que lloré un largo rato sin hombro fraterno y en un silencio ominoso. Es raro que la evoco ahora, justo esta noche que aquí en el Chaco hay 38 grados y no nieva. Voy a pensar que a Osvaldo le hubiese gustado venir con Manuel y Catherine. Le hubiese servido una copita de esta amable ginebra.
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martes, 29 de enero de 2013

ENRIQUE PICHÓN-RIVIÈRE

VIDA E IMAGEN DEL CONDE DE LAUTREAMONT (*)

Tomado de http://www.archivosurrealista.com.ar

Toda investigación, sobre la vida del Conde de Lautréamont se vio siempre dificultada por factores externos, fortuitos y sobre todo por factores internos, existentes en aquéllos que se ocupaban de él. La angustia que condiciona esta situación estaba ligada a los aspectos siniestros de su vida y de su obra. El mismo Lautréamont advierte al decir en el primero de sus poemas: “Plegue al cielo que el lector, envalentonado y sintiéndose feroz como lo que lee, encuentre sin desorientarse su camino abrupto y salvaje, a través de los pantanos desolados de estas páginas sombrías y llenas de veneno; porque de no emplear en su lectura una lógica rigurosa y una tensión de espíritu igual por lo menos a su desconfianza, las emanaciones mortíferas de este libro empaparán su alma como el agua empapa el azúcar. No es conveniente que todo el mundo lea las páginas que van a continuación; sólo algunos saborearán este fruto amargo sin peligro. En consecuencia, alma tímida, antes de internarte más en semejantes páramos inexplorados dirige tus talones hacia atrás y no hacia adelante”. Pero sin embargo la mayor responsabilidad de este rechazo del caso Lautréamont recae sobre sus primeros críticos: León Bloy y Remy de Gourmont. Ellos espantaron a los lectores y sin duda influyeron también en el ánimo de los familiares en el sentido de hacer desaparecer todo rastro del poeta. Alrededor de Lautréamont se creó una atmósfera de terror, de espanto, y su influencia satánica parece haberse ejercido sobre algunos que se interesaron por su obra, ya que enloquecieron o se suicidaron. El aspecto fantasmal fue reforzado de este modo.

Isidoro Ducasse que usó el seudónimo de Conde de Lautréamont nació en Montevideo en el año 1846, vivió además en Tarbes y en Pau, pasó por Buenos Aires, estuvo en Córdoba y murió a los 24 años en París, en el año 1870.

Escribió unos poemas en prosa, “Los Cantos de Maldoror”, y el prólogo a unas poesías.

Recordemos que Mallarmé nació en el año 1842, Verlaine en 1844, Corbiere en 1845, Lautréamont en 1846 y Rimbaud el más joven de este grupo en 1854. Lautréamont publicó sus Cantos en el año 1868, es decir cinco años después que Rimbaud publicara “Una temporada en el infierno”.

El grupo perteneciente a la generación de 1914 tomó a Lautréamont por estandarte, así nació el movimiento surrealista que descartando primero a Baudelaire y luego a Rimbaud –dice Marcel Raymond– prefirió por gusto del escándalo y para decepcionar las admiraciones burguesas, un Lautréamont genial y mitológico al cual presentó como un arcángel enfurecido, lanzando blasfemias en una noche apocalíptica.

Situado Lautréamont en el tiempo y en la historia de la literatura, trataré de mostrar por qué su existencia fue reprimida por su medio y cómo poco a poco, merced a la labor de muchos, tal como un psicoanalista va venciendo las resistencias del enfermo, se pudo traer a la conciencia de esta época algo de este material previamente reprimido.

Y tal como sucede en las neurosis, lo reprimido tiende a volver a la conciencia en forma disfrazada, como sucede por ejemplo, en las fantasías, los mitos y las leyendas. Así surgió la leyenda lautreamoniana.

León Bloy fue el primero en descubrir al Conde de Lautréamont en el año 1890 es decir veinte años después de su muerte. Este verdugo de la literatura contemporánea –como lo llamaba un crítico de la época– juzgó a Lautréamont de esta manera: “Considero como un signo de este tiempo la reciente intromisión en Francia de un libro monstruoso, casi desconocido, “Los Cantos de Maldoror”, obra totalmente sin analogía y probablemente llamada a tener resonancia”. Dice que el autor murió en un manicomio y es ésta su única información. Duda de que la palabra monstruoso sea suficiente para calificar la obra. Recuerda –dice– a un espantoso polimorfo submarino a quien una tempestad sorprendente hubiera arrojado a la ribera después de haber zamarreado el fondo del océano. La blasfemia es la obsesión permanente de Lautréamont.

“El signo incontestable del gran poeta –continúa Bloy– es la inconsciencia profética, la turbadora facultad de proferir sobre los hombres y el tiempo palabras inauditas cuyo contenido ignora él mismo. Esta es la misteriosa estampilla del Espíritu Santo sobre las fuentes sagradas o profanas. Por ridículo que pueda ser hoy descubrir un gran poeta, y descubrirlo en una casa de locos, debo declarar –dice Bloy– en conciencia, que estoy seguro de haber realizado el hallazgo”.

León Bloy, el hombre que decapita por mandato de la ley –como dice un crítico– es el voluntario verdugo moral de esta generación; más que todo es un Monje de la Santa Inquisición. Su juicio decidió el porvenir literario de Lautréamont, pero sólo el porvenir inmediato y obró como conciencia moral de su época, como elemento represor, Lautréamont es un genio, pero es un genio loco, hay que tener cuidado de él.

Podría explicarse justamente por este hecho, la influencia posterior de Lautréamont, como todo elemento reprimido, no perdió su fuerza por el hecho de ser inconsciente para sus contemporáneos, sino por el contrario, desde allí pujó por salir y expresarse de alguna manera. El surrealismo es, a mi entender, la consecuencia de esta situación. Y la prueba de la trascendencia inconsciente de Lautréamont.

El primero en darnos referencias verdaderas sobre la vida de Conde de Lautréamont fue L. Genonceaux, editor de la primera edición librada a la venta en 1890. Dice que en el transcurso del año 1869 el Conde terminaba los preparativos para la salida de su libro y que cuando éste iba a ser entregado, el editor Lacroix que era víctima constante de las persecuciones del Imperio, suspendió la venta a causa de las violencias del estilo que hacían peligrosa la publicación. El poeta mismo en una de las cartas que envió a su editor había dicho: “He hecho publicar una obra de poesías en lo de Lacroix. Pero una vez que fue impresa, él se rehusó a hacerla aparecer porque la vida estaba allí pintada bajo colores muy amargos y él temía al Procurador General”. Bajo la permanente insistencia del editor, Lautréamont hizo algunas modificaciones en el primero de los Cantos parece ser que posteriormente también en los demás; pero en 1870 estalló la guerra –dice Genonceaux– y el autor murió bruscamente habiendo ejecutado sólo una parte de las revisiones que había consentido hacer. La edición preparada por el mismo Lautréamont quedó enterrada en los sótanos de un librero belga quien tímidamente, cuatro años después, es decir en 1874, hizo encuadernar algunos ejemplares con un título y unas indicaciones anónimas. Sólo algunos hombres de letras conocieron esos primeros ejemplares motivo por el cual Genonceaux se decidió a hacer una reimpresión en el año 1890.

El propósito del editor al publicar el prólogo es –según dice– destruir una leyenda tejida alrededor del Conde de Lautréamont y que tendía a demostrar que se trataba de un alienado. Allí apunta, sobre todo, el juicio de León Bloy. Los datos biográficos proporcionados son de que el verdadero nombre del poeta es Isidoro Ducasse, que nació en Montevideo el 4 de abril de 1850 –esta fecha es errónea, pues nació en 1846– y que su manuscrito fue remitido a la imprenta en 1868 pudiendo sostenerse que la completa terminación de los Cantos data de 1867. Lautréamont tenía entonces 21 años.

Genonceaux suministra datos sobre la fecha de la muerte, 24 de noviembre de 1870, a las 8 de la mañana, en su domicilio de la Rue du Faubourg Montmartre Nº 7. Fue enterrado en una concesión temporaria del Cementerio del Norte el 25 de noviembre de 1870, de donde fue exhumado el 20 de noviembre de 1871 para ser enterrado de nuevo en otra concesión temporaria, lugar que fue tomado tiempo después por la ciudad, ignorándose el paradero de los restos del poeta. Genonceaux trató de hacer investigaciones sobre la vida de Isidoro Ducasse y relata las múltiples dificultades que tuvo, entre otras, con la Prefectura de la Policía para obtener alguna información. Las que pudo obtener fueron que Isidoro había ido a París con el objeto de seguir los cursos de la Escuela Politécnica o la Escuela de Minas. En 1867 ocupaba una pieza en un hotel situado en la calle de Notre Dame de la Victoire Nº 23, y que vivía allí desde su llegada de América. Aquí encontramos la primera descripción del Conde de Lautréamont; según ésta, era un joven alto, moreno, imberbe, nervioso, ordenado y trabajador. Se cuenta que sólo escribía de noche, sentado al piano; declamaba y construía sus frases acompañando su prosopopeya con acordes. Este método de composición causaba a la vez la desesperación de sus vecinos que al despertarse sobresaltados –dice Genonceaux– no podían dudar de que un extraño músico del verbo, un raro sinfonista de la frase, buscaba, golpeando el teclado, los ritmos de su orquestación literaria.

Otros datos que encontramos aquí es de que la familia del Conde era de origen francés, que su padre era Canciller de la Legación francesa en Montevideo, que la familia era pudiente y que estaba en relación con un banquero de París llamado Darasse, encargado de entregar mensualmente a Isidoro una pensión.

Un año después, en 1891, Remy de Gourmont vuelve a insistir sobre la presunta alienación del Conde de Lautréamont. Lo define como un joven de una originalidad furiosa e inesperada, un genio enfermo y más aún como un genio loco. Nada se sabe, continúa Gourmont, de su corta vida, parece no haber tenido relaciones en el mundo literario y los numerosos amigos citados en sus dedicatorias llevan nombres que permanecen ocultos. Si los alienistas hubieran estudiado este libro –dice-– habrían designado a Lautréamont como un loco perseguido y ambicioso que sólo ve en el mundo a sí mismo y a Dios, pero Dios le estorba. Hasta entonces Lautréamont era desconocido en América y fue Rubén Darío, en 1893, el encargado de hacerlo conocer. Lo incluye entre sus “raros” junto con Verlaine, Leconte de Lisle, Villiers de L‘isle Adam, León Bloy, Richepin, Moreas, etc. Conoció Darío la obra del Conde de Lautréamont a través de León Bloy, y en Montevideo mismo, escribe que posiblemente el Conde de Lautréamont sea sólo un seudónimo, dudando incluso de que fuera montevideano. “Vivió desventurado y murió loco, escribió un libro que es único, si no existiera la prosa de Rimbaud: un libro diabólico y extraño, burlón y aullante, cruel y penoso, un libro en que se oyen a un mismo tiempo los gemidos del dolor y los siniestros cascabeles de la locura”.

Rubén Darío tradujo, además, uno de los Cantos de Maldoror y, sin duda alguna, Leopoldo Lugones influido por esta lectura, compone entre los 20 y 22 años, es decir, en 1897, su poema titulado Metempsicosis. De esta manera el Conde de Lautréamont se filtra en la literatura americana. Años después Leopoldo Lugones pone voluntariamente fin a su vida.

Hace 25 años, Ramón Gómez de la Serna inventó la más bella y exacta imagen del Conde Lautréamont. A él debemos también el juicio más atinado sobre la presunta locura de Isidoro. “Lautréamont –dice– es el único hombre que ha sobrepasado la locura. Todos nosotros no estamos locos, pero podemos estarlo. Él, con este libro se sustrajo a esa posibilidad, la rebasó”.

Este juicio tan acertado de Ramón Gómez de la Serna puede ser perfectamente apoyado por la interpretación psicoanalítica de la obra. De no haber escrito los Cantos de Maldoror que estaban en él, hubiera enloquecido sin duda alguna; intentó por medio de la creación poética un proceso de autocuración, pero sus fantasías lo espantaron y finalmente cayó víctima de su propia condenación.

La investigación sobre su vida, avanzó con increíble lentitud. Sobre el lugar de su nacimiento nos informa el propio Conde de Lautréamont en los Cantos de Maldoror, cuando dice: “El final del siglo XIX verá su poeta, ha nacido en las costas americanas, en la desembocadura del Plata, allí donde dos pueblos rivales en otro tiempo –se refiere sin duda a la guerra grande– se esfuerzan actualmente en superarse por medio del progreso moral y material, Buenos Aires, la reina del Sur y Montevideo la coqueta, se tienden una mano amiga a través de las aguas argentinas del gran estuario”.

En otra parte insiste sobre esto al decir: “No es el espíritu de Dios el que pasa; no es sino el suspiro agudo de la prostitución unido a los gemidos graves del montevideano. Niños, soy yo quien os lo dice. Entonces, llenos de misericordia, arrodillaos y que los hombres más numerosos que los piojos recen largas oraciones”.

Dos montevideanos, Gervasio y Álvaro Guillot Muñoz dan en el año 1924 el paso más decisivo en la búsqueda biográfica del Conde de Lautréamont al descubrir en los archivos de la Catedral de Montevideo el acta de bautismo. El 15 de noviembre de 1847 fue bautizado Isidoro Luciano que había nacido el 4 de abril de 1846, era hijo legítimo de Francisco Ducasse y de Celestine Jaquette Davezac (1), nacidos ambos en Francia. Los padrinos de Isidoro fueron Bernardo Luciano Ducasse, tío de Isidoro, representado por Eugenio Baudry y la madrina Eulalia Baudry. En diciembre del mismo año, los Guillot Muñoz encuentran en los archivos de la Embajada de Francia en Montevideo, el acta de nacimiento. Había nacido, como ya dije, el 4 de abril de 1946 a las 9 de la mañana. La madre de Isidoro tenía entonces 26 años y el padre 36, y era Canciller Delegado del Consulado General de Francia. El acta de nacimiento está firmada por Eugenio Baudry, Pedro Lafarge, Francisco Ducasse y Denoix, gerente del Consulado. Recuerdan los Guillot Muñoz que el subteniente Pedro Lafarge combatió en la Legión Francesa durante el Sitio de Montevideo junto con Juan Davezac, tío de Lautréamont y Luis Lacolley, abuelo materno de Jules Supervielle. Aparecen así reunidos los familiares del Conde Lautréamont, Lafargue y Supervielle, tres poetas nacidos en Montevideo que con el andar del tiempo se reunieron en la historia de la literatura francesa, figurando entre los más caracterizados representantes.

El padre de Isidoro, don Francisco Ducasse, había nacido en Bazet, a 5 kilómetros de Tarbes el 12 de marzo de 1809. Era hijo de Juan Luis Ducasse, llamado “El Maestro”. La madre de Isidoro, Celestina Jaquette Davezac era de Sarguinet, pequeña comunidad vecina a Tarbes donde don Francisco Ducasse ejerció las funciones de maestro durante los años 1837, 1838 y 1839.

El padre de Lautréamont vivió en Montevideo hasta su muerte ocurrida en el año 1889. Se lo describe como un hombre de pequeña estatura que usaba barba, era elegante, fino, burlón y escéptico, con una gran cultura literaria. Frecuentaba el mundo diplomático donde se lo consideraba como un hombre de fina espiritualidad. Antes de su matrimonio se había ligado a Rosario de Toledo, bailarina muy popular en Río de Janeiro en la época del Emperador Pedro II. Al ser ésta abandonada por el Canciller enloqueció, muriendo al poco tiempo.

Parece que don Francisco Ducasse se interesaba por los estudios etnográficos y según cuentan los Guillot Muñoz, habría emprendido en el año 1862 un viaje, visitando Paraguay, Bolivia, Brasil y el Norte Argentino con el objeto de realizar estudios sobre las tribus guaraníticas. En este viaje, fue acompañado por Eugenio Baudry, padrino de Lautréamont, teniendo éste que regresar antes que Ducasse. El padre de Lautréamont entregó a Baudry los manuscritos, pero éstos fueron quemados por los contrabandistas brasileños que asesinaron y mutilaron horriblemente su cadáver En el curso de este largo y penoso viaje, Francisco Ducasse contrajo un paludismo, sufriendo fiebres intensas y crisis alucinatorias y se dice que cuando leyó por primera vez los Cantos de Maldoror quedó profundamente impresionado al descubrir grandes analogías entre ciertas visiones de Maldoror y las alucinaciones que había sufrido en plena selva. También se asegura que ni el viaje ni el relato de la enfermedad habían sido conocidos por Lautréamont que en esa época ya estaba estudiando en Francia.

De vuelta a Montevideo, Francisco Ducasse decide orientar sus inquietudes en otra dirección. Funda entonces una escuela de lengua francesa donde dictó él mismo cursos de filosofía, exponiendo la influencia de Augusto Comte y del positivismo fuera de Francia, como así también las ideas morales de Edgard Quinet. Después de los Guillot Muñoz, otro escritor uruguayo, Edmundo Montagne, en los años 1925 y 1928, proporciona datos sobre la vida de Isidoro Ducasse. Conocí a Montagne en el Hospicio de las Mercedes donde estuvo internado por sufrir intensas depresiones; vivía permanentemente torturado por remordimientos, el problema del bien y del mal era su obsesión. Me habló de Lautréamont con mucho entusiasmo y sentía el gran orgullo de que su tío don Prudencio Montagne fuera el último sobreviviente de los que habían conocido en persona a Isidoro. Aliviado de sus depresiones salió del Hospital hasta que poco tiempo después volvió reagravado. Al día siguiente de verlo, durante la noche, se colgó con una sábana.

Edmundo Montagne había escrito a su tío Prudencio pidiéndole antecedentes sobre la vida de los Ducasse en Montevideo. De este modo se pudo saber que cuando el padre del poeta murió, se alojaba en el Hotel de las Pirámides, que tenía fortuna, que era jubilado como Canciller, que vestía siempre de levita y usaba galera de felpa y que los domingos acostumbraba almorzar en familia con los Montagne.

Cuando murió Ducasse –dice don Prudencio Montagne– tenía yo 30 años. Hasta entonces iba al hotel a verlo una o dos veces por semana, a eso de las 4 de la tarde para tomar mate con él y cebado por mí. Éramos dos grandes materos. Murió dos días después de mi última visita y el dueño del hotel, M. Haurie, me lo hizo saber y le mandé una corona de flores, que fue la única que tuvo el finado. Francisco Ducasse fue casado, pero parece que su mujer murió al poco tiempo de nacer Isidoro. Respecto de ella –continúa don Prudencio– no sé nada, no la conocí, no existía en mis tiempos. En cambio conocí a Isidoro Luciano Ducasse, a quien llamaban Isidoro. Era un muchacho lindo pero sumamente travieso, barullero e insoportable, nunca oí hablar a nadie de las obras literarias de Isidoro y si él las publicó entre 1868 y 1870 tendría yo de 10 a 12 años. Entonces, ni cuando fui hombre oí hablar de esos Cantos. Lo único que me dijo una vez el viejo Ducasse después del año 1875, fue que Isidoro había muerto en el 70, yo creí siempre que hubiera sido en la guerra. Don Prudencio había conocido a Lautréamont en la casa paterna de la calle Camacuá frente a la de La Brecha. La calle Camacuá donde se presume que nació Lautréamont fue, muy posteriormente, el lugar donde la prostitución sentó plaza en Montevideo. Recordemos lo que dice en su primer Canto: “He hecho un pacto con la prostitución a fin de sembrar el desorden en las familias”. En la actualidad no existen rastros de la casa, fue demolida y la Rambla Sud ocupa su lugar.

En relación con la demolición de la casa, la desaparición de la calle Camacuá y el deseo de rendir un homenaje a Lautréamont, algunos poetas uruguayos entre ellos Juan C. Welker que era además diputado, presentó en el año 1926 un proyecto tendiente a dar el nombre de Lautréamont a una calle de Montevideo. Este proyecto fue aprobado pero nunca se llevó a ejecución. Welker en la exposición de motivos dice: “Como una eterna corriente constructora las modernas inquietudes de Freud, de Bergson y de Proust en el arte, Lautréamont, el uruguayo estupendo, es la fuerza fermentadora y dominante de la emoción presente en la literatura”. Poco tiempo después Welker murió loco, no volviéndose a hablar más del asunto.

El Conde de Lautrémont nació durante el Sitio de Montevideo, que duró desde el año 1843 hasta el año 1851. Sintió desde la cuna –dice Leandro Ipuche–, la fusilería, el cañón, la metralla, los desafíos, las alertas, las patrullas y los homenajes con tambor apagado. Durante sus cinco primeros años habrá oído relatos de degollinas, y descuartizamientos, cuyas víctimas eran muchas veces amigos de su padre. Habrá leído años después “Montevideo o una Nueva Troya”, de Alejandro Dumas. Este libro escrito en París y dictado por Pacheco y Obes a Dumas con el propósito de mover la opinión pública en favor de los sitiados, es un libro falso en muchos aspectos desde el punto de vista histórico, pero representa sin embargo una realidad subjetiva. Creo que es así cómo el niño Isidoro habrá vivido el clima del sitio de su ciudad natal y no dudo de que posteriormente habrá sido una de sus primeras lecturas. La atmósfera sádica y traicionera del sitio, con sus decepciones, sus luchas intestinas, resentimientos y traiciones configuran sus primeras experiencias y su concepción de la vida. Cuántas veces habrá oído contar el martirio sufrido por Mirquete y Etcheverry en manos de las fuerzas de Oribe y de Rosas. Desposeídos de sus ropas –dice un cronista– recibieron un golpe de lanza y luego fueron paseados desnudos por el campamento donde se les hizo objeto de los mayores ultrajes. Luego fueron atados de pies y manos, se les abrió el cuerpo longitudinalmente, se les arrancó las entrañas y el corazón, y se les mutiló en forma vergonzosa. Se les arrancó trozos de piel de los costados para hacer maneas de caballos y por fin se les cortó la cabeza y se les dejó expuestos en el medio del campo. La historia de la Legión Francesa que intervino en la defensa de Montevideo está llena de escenas semejantes. Y junto a eso, el hambre, la miseria, los negociados, las acusaciones y la triste historia de la intervención extranjera en el Río de la Plata, las misiones inglesas y francesas, y la misión de Pacheco y Obes a París. Pero de todas las misiones fue sin duda la del Conde Walewsky, hijo de Napoleón I, la que quedó más grabada en el recuerdo de los franceses del Río de la Plata. Los Ducasse sentían una gran admiración por la familia Bonaparte y sospecho que el título de Conde tomado para su seudónimo está basado en una identificación con el Conde Walewsky. Según Robert Desnos, Isidoro tomó su seudónimo de una novela de Eugenio Sue titulada “Latreamont”. Creo, sin embargo, mucho más lógico suponer que deriba del propio nombre de su ciudad natal, Mont de Montevideo. El significado total sería Conde del otro monte, del otro Montevideo. Es curioso hacer notar que esta influencia de la familia Bonaparte pudo también condicionar el hecho de que el desenlace de los Cantos de Maldoror se lleve a cabo en la Place Vendôme donde está la estatua de Napoleón y en el Panteón donde están sus restos.

Esto es todo cuanto podemos suponer de la infancia de Isidoro Ducasse hasta la edad de 14 años, es decir, 1860, época en que ingresa al Liceo Imperial de Tarbes. Los datos sobre su adolescencia encontrados por Alicot en 1928, arrojan alguna luz sobre esta época de su vida. En el Liceo Imperial de Tarbes permanece los años 1860, 61 y 62, es decir, hasta los 16 años; allí es un mediocre alumno, obtiene algunos premios en cálculos, dibujo y versión latina, figurando dos veces en el cuadro de honor de la clase. En 1863 ingresa en el Liceo de Pau donde sigue cursos durante los años 1863, 64 y 65. Se inscribe en Retórica y Filosofía siendo allí un mal alumno. A los 19 años va a París a inscribirse en la Escuela Politécnica.

Los amigos, condiscípulos y maestros de Lautréamont figuran en el prólogo de sus poesías, la dedicatoria dice: “A Georges Dazet, Henri Mue, Pedro Zurmarán, Louis Durcour, Joseph Bleumstein, Joseph Durant, Paul Lespes, George Minvielle, Auguste Delmas. A los Directores de Revistas, Alfred Sircos, Frederic Damé. A los amigos pasados, presentes y futuros. A Monsieur Hinstin, mi antiguo profesor de Retórica, están dedicados, de una vez por todas, los prosaicos fragmentos que escribiré en la sucesión de las edades, y de los cuales, el primero comienza a ver hoy el día, tipográficamente hablando”.

François Alicot prosigue su investigación tratando de identificar a los amigos de Isidoro: dos de ellos, Paul Lespes y George Minvielle darán los datos más concretos sobre la vida del poeta. Henri Mue, Georges Dazet y A. Delmas fueron sus condiscípulos en Tarbes. Georges Dazet es el único amigo de Lautréamont que figura en la primera edición del primer canto de Maldoror. Dice así: “¡Ah, Dazet, tú, cuya alma es inseparable de la mía; tú, el más bello de los hijos de la mujer, aunque adolescente todavía, tú, cuyo nombre se parece al más grande amigo de juventud de Byron, tú, que albergas noblemente…” En la edición completa de los cantos, de 1869, este párrafo está reemplazado por éste: “¡Oh pulpo de mirada de seda! Tú, cuya alma es inseparable de la mía; tú, el más bello de los habitantes del globo terrestre y que manejas un serrallo de cuatrocientas sanguijuelas; tú, que albergas noblemente…” Más adelante, en el primer canto vuelve a referirse a Dazet cuando dice: “Que se aparte de mí este ángel de consuelo que me cubre con sus alas azules. Véte, Dazet, que quiero morir tranquilo. Pero, por desgracia era solamente una enfermedad pasajera, siento asco de volver a la vida. Yo te agradezco, ¡oh!, de haberme despertado con el movimiento de tus alas, tú, cuya nariz tiene encima una cresta en forma de herradura; me apercibo, en efecto, que sólo era por desgracia una enfermedad pasajera y siento asco de renacer. Unos dicen que tú venías hacia mí para chuparme el poco de sangre que aún se encuentra en mi cuerpo: ¡por qué esta hipótesis no es una realidad!” El nombre de Dazet desaparece en la edición completa de los Cantos de Maldoror, nos queda la impresión de que fue su más íntimo amigo; más tarde llegó a ser un brillante abogado de los tribunales de Tarbes y murió mientras desempeñaba un cargo en la magistratura, así como otro de los amigos, Henri Mue de Toulouse. Sus otros condiscípulos, eran Joseph Bleumstein, del que sólo se sabe que era de Buenos Aires y Pedro Zurmarán, de quien sospecho que podría pertenecer a la familia del doctor Pedro Sáenz de Zurmarán de Montevideo, a quien Isidoro envió con dedicatoria desde París uno de los ejemplares de Maldoror llamándolo “mi protector”.

Monsieur Hinstin “Mi antiguo profesor de Retórica”, como dice en su dedicatoria, fue profesor del Liceo de Pau durante los años 1863 a 1866, desde donde pasó a Lyon. Fue un antiguo alumno de la escuela de Atenas.
Más recientemente, Court Müller, en 1939, dio con el paradero de Damé y Sircos, los directores de revistas citados en el prólogo de las poesías. Así se supo que Frederic Damé fue secretario de Tirard, intendente del segundo distrito de París en el año 1870, distrito donde Lautréamont vivió los últimos años de su vida. Damé publicó tratados de filología y algunos poemas. La revista literaria “L‘Avenir” redactada por él, no contiene ninguna alusión a la obra de Lautréamont. Alfred Sircos, el otro de los directores de revista citados, fue director de las revistas “L‘Union des Jeunes” y de “La Jeunesse”. Este fue más consecuente con su amigo, ya que en la segunda de las revistas mencionadas se puede leer la primera crítica hecha sobre el primero de los Cantos de Maldoror en septiembre de 1868, está firmada “Epistémon”, probablemente un pseudónimo de Sircos, llama a Lautréamont “Primo de Childe Harold y de Fausto, conoce a los hombres y los desprecia”.

Este comentario es el único aparecido en vida del poeta, y hasta 1890 en que León Bloy lo descubre, su obra había pasado inadvertida.

Con respecto a los otros dos amigos que quedan nada se ha podido averiguar de Louis Doucour y de Joseph Durant se cree que tomó parte activa durante la Comuna y que después tuvo que salir de Francia, desconociéndose su paradero.

El único sobreviviente en el año 1928 era Paul Lespes, que fue entrevistado por François Alicot. En esta época era un hombre de 81 años, Consejero Honorario del Tribunal de Apelación de Pau y dotado aún de una memoria extraordinaria. Cuenta Lespes que conoció al Conde de Lautréamont en el Liceo de Pau en el año 1864 y que con Georges Minvielle eran sus mejores amigos. Con gran penetración psicológica, este anciano hizo un retrato de Isidoro. Era, dice, un joven alto, delgado, la espalda un poco encorvada, el tinte pálido, los cabellos siempre largos y cayéndose de su frente, tenía una voz destemplada. Su fisonomía no era nada atractiva y estaba habitualmente triste, silencioso, como replegado sobre sí mismo.

En la sala de estudios pasaba horas enteras con los codos apoyados en el pupitre, las manos sobre la frente y los ojos fijos sobre un libro clásico que no leía. Parecía sumergido en sus fantasías; sus amigos, Lespes y Minvielle estaban convencidos de que tenía nostalgias de Montevideo y que sus padres debían hacerlo llamar. En clase parecía a veces interesarse vivamente en las lecciones de geografía e historia, gustaba de Racine y Corneille, pero sólo se lo veía entusiasmarse con “Edipo Rey” de Sófocles. La escena en la cual Edipo conoce al fin la terrible verdad y lanza gritos de dolor, con los ojos arrancados, mientras maldice el destino, le parecía de una extraordinaria hermosura, lamentándose, sin embargo, que Yocasta no hubiera llevado al paroxismo el horror trágico, matándose a la vista de los espectadores”. Admiraba a Edgar Allan Poe, de quien había leído muchos de sus cuentos antes de la entrada al liceo, es decir, antes de los 16 años. Sus compañeros habían visto también en sus manos un libro de poesías, Albertus, de Teófilo Gautier. Se lo consideraba en el liceo como un espíritu fantástico y soñador, pero en el fondo, dice Lespes, era un buen muchacho, no pasando de un nivel medio de instrucción debido al retardo de sus estudios. Una vez Lautréamont les mostró a sus condiscípulos algunos versos, que les parecieron de un ritmo extraño y de pensamiento oscuro.

Otro rasgo que destaca el condiscípulo era la obstinación. Muchas veces ni quería ceder en sus antipatías y desprecios por haber emitido con anterioridad un juicio desfavorable sobre alguna obra. Sufría de intensas jaquecas que influían en su estado de ánimo, haciéndolo en estos momentos muy irritable. Uno de los paseos preferidos de los alumnos del liceo era bañarse en un arroyo cercano, donde Lautréamont aprovechaba para demostrar sus condiciones de excelente nadador, quizá otro rasgo de la identificación con Byron. Un día dijo a sus amigos: “Tengo que refrescar más a menudo mi cabeza en esta corriente”, refiriéndode a sus jaquecas y malestares. Cuenta Lespes que a fin del año escolar de 1864, el profesor Hinstin le había reprochado duramente sus extravagancias de estilo a propósito de un discurso. Por la descripción que hace Lespes aparece aquí de lleno el pensamiento del Conde de Lautréamont, Maldoror ya estaba en él. El discurso, dice Lespes, fue inolvidable para todos sus compañeros, fue una exageración extrema de su forma habitual de escribir, su imaginación no respetó más límites, dando rienda suelta a un pensamiento hecho de imágenes acumuladas, de metáforas incomprensibles y oscurecido aún más por invenciones verbales y formas de estilo que no respetaban siempre la sintaxis. El profesor de retórica creyó en un primer momento que se trataba de una broma de Isidoro y el castigo que recibió éste lo hirió profundamente.

En el liceo, según cuenta su condiscípulo, no habría demostrado ninguna aptitud para las matemáticas y la geometría, hecho curioso porque uno de sus más bellos poemas se refiere a ellas. El poema 24, del segundo canto, dice: “Oh, severas matematicas, no os he olvidado desde que vuestras sabias lecciones, más dulces que la miel, penetraron en mi corazón, como una oleada refrigerante; aspiraba yo instintivamente desde la cuna a beber en vuestra fuente, más antigua que el sol, y sigo aún pisando el atrio sagrado de vuestro templo solemne, como el más fiel de vuestros iniciados”.

Cuenta su condiscípulo que la gran vocación de Lautréamont era la historia natural, dato importante que aclara en algo la importancia que tuvo el mundo animal en los Cantos de Maldoror. Gaston bachelard, en su ensayo titulado “El bestiario de Lautréamont”, hace notar que éste cita 185 nombres de animales diferentes. Sabiendo Isidoro que sus amigos Lespes y Minvielle eran entusiastas cazadores, les interrogaba sobre las costumbres de los animales y especialmente sobre el vuelo de los pájaros.

No he visto a Ducasse –dice Lespes– desde su salida del Liceo en 1865, hasta que años después recibí los Cantos de Maldoror (primera edición) en Bayona, sin ninguna dedicatoria; pero el estilo, las ideas extrañas que se entrechocaban como en una refriega, me hicieron pensar que Ducasse era el autor. Minvielle había recibido un ejemplar en las mismas condiciones, F. Alicot preguntó a Lespes si no creía que los Cantos de Maldoror eran una mistificación, una broma o befa de un escolar. Lespes manifestó que no creía que esto fuera así: “Su actitud era distante, si puedo emplear esta expresión, una especie de gravedad desdeñosa y una tendencia a considerarse como un ser aparte. Nos formulaba a quemarropa preguntas oscuras y a las cuales teníamos grandes dificultades para contestar”. “Sus ideas, sus formas de estilo que tanto irritaban al profesor de Retórica y todas sus extrañezas nos inclinaban a creer que su mente carecía de equilibrio. La “loca de la casa” se reveló íntegramente en su discurso donde había tenido ocasión de acumular con un lujo aterrador los más horrorosos epítetos e imágenes de la muerte. Huesos rotos, vísceras colgantes, carnes sangrantes e hirvientes”. Fue el recuerdo de ese discurso que le hizo pensar que Isidoro era el autor de los Cantos de Maldoror.

En el Liceo se consideraba a Ducasse como un buen muchacho, pero un poco “tocado”. No era amoral ni tampoco un sádico. J. Minvielle dijo a Lespes al recibir el libro: “Te acuerdas de su discurso. Él tenía una araña en el cielorraso, pero ella ha crecido mucho”. Para sus compañeros de colegio la inspiración y la originalidad del estilo de Ducasse se relacionaban con una configuración mental particular. Lespes no se atreve a pronunciar la palabra loco. Seguramente teme equivocarse. Han pasado muchos años y la obra de Lautréamont es juzgada de otra manera.

También Lespes nos informa sobre las influencias que se ejercieron sobre Ducasse creyendo que son predominantemente los clásicos, Gautier, Shakespeare, Shelley, pero sobre todo Byron, que fue gran inspirador. Concluye diciendo que los Cantos de Maldoror son una obra sincera, fruto doloroso de un cerebro exaltado y lleno de imágenes negras.

Con la descripción hecha por Lespes nos ponemos por primera vez en presencia del Conde de Lautréamont. Su conducta y las características que sus compañeros de Liceo le adjudican, son el primer paso hacia una comprensión de su obra basándose en datos biográficos auténticos. No cabe ninguna duda que Maldoror, el personaje de sus Cantos, estaba ya presente y que los poemas que leyó y el discurso pronunciado en la clase del profesor de Retórica tienen relación y continuidad con su obra posterior. La imagen que nos queda es la de un joven alto, pálido, delgado, ligeramente encorvado, con el cabello sobre la frente, triste, inmaduro, orgulloso, que se interesa por el vuelo de los pájaros, que lee Byron y Edgar Poe. El Conde de Lautréamont no se contentaba con saber el final de Yocasta sino que prefería que ésta se matara frente a los espectadores. Este dato adquiere importancia posteriormente cuando se conocen las circunstancias de la muerte de la madre que sin duda se suicidó cuando él tenía un año y ocho meses. Es casi seguro que Isisdoro sintió curiosidad por conocer las circunstancias de la muerte de su madre, la pérdida de ésta en una edad tan temprana constituyó una frustración tan intensa que puede considerarse como una de las fuentes de la génesis de su resentimiento.

Hasta hace algunos años había sido imposible encontrar un documento gráfico de la persona física de Isidoro Ducasse, ningún retrato, ninguna fotografía, hasta que Álvaro Guillot Muñoz encontró en casa de una parienta lejana de Isidoro una fotografía del poeta, que sería la única que se conoció. Allí aparentaba tener de 18 a 20 años, tenía un aire adolescente de montevideano, dice Ipuche. Pero la mano encargada de hacer desaparecer todo aquello concerniente al Conde de Lautréamont actuó aquí por medio de la Policía de Montevideo, que al practicar un allanamiento de la casa de los Guillot Muñoz durante el gobierno de Terra, se llevó entre otras cosas el retrato de Isidoro. Fueron después inútiles los esfuerzos para recuperarlos, fue de los pocos documentos incautados que no pudo volver a mano de los Guillot Muñoz. Pero la fotografía había sido vista con anterioridad por Supervielle, Ipuche y el grabador Méndez Gabariños. Éste pudo reconstruir más o menos los trazos de Isidoro, y digo más o menos porque cuando los que habían visto el retrato miraron, cada uno por su lado hicieron observaciones que de ninguna manera estaban de acuerdo con los demás. Al poco tiempo, Méndez Magariños pagó esta intromisión con la locura.

Después de sus estudios en Tarbes y en Pau, el Conde Lautréamont teniendo 19 años, se traslada a París con el objeto de ingresar en la Escuela Politécnica. Allí comienza de nuevo el misterio, y los datos que tenemos de su vida entre los 19 y 24 años, época de su muerte, se refieren sólo al contenido de seis cartas escritos en épocas diferentes. Publicó en agosto de 1868, en París, el primero de los Cantos de Maldoror donde firma solamente con tres asteriscos, en diciembre del mismo año hace una reimpresión de este primer Canto con el propósito de enviarlo al concurso poético organizado en Burdeos por Evaristo Carrance. En 1869 se imprime la primera edición completa de los Cantos de Maldoror donde firma con su nuevo seudónimo Conde de Lautréamont. Esta edición no pasó nunca a la venta y sólo 10 ejemplares salieron de la imprenta y llegaron a sus manos. A principio del año 1870 publica el prólogo de las Poesías donde se atreve a firmarlas con su propio nombre, Isidoro Ducasse. En los dos últimos años de su vida sufrió una intensa crisis y como veremos después, fue su propósito el negar la primera parte de su obra, los Cantos de Maldoror. Hay una carta escrita a su tutor, el banquero Darasse, que constituye un documento psicológico de gran valor para estudiar las causas de este profundo viraje y los nuevos propósitos.

Según informaciones que he recogido en Córdoba, el padre del Conde de Lautréamont se resistía a hacer envíos de dinero fuera de la pensión habitual porque tenía la convicción de que Isidoro lo empleaba en la publicación de periódicos y panfletos políticos. El Conde de Lautréamont vivió sucesivamente en la calle de Notre-Dame des Victoires, luego en la calle de Faubourg-Montmartre 32, luego en la calle Vivienne Nº 15 y finalmente de nuevo en la calle de Faubourg-Montmartre Nº 7, donde murió. Robert Desnos sugirió que Ducasse podía ser aquél orador del mismo nombre citado por Jules Valles en su libro “L‘Insurgé”. Ph. Soupault lo afirmó en el prólogo de una de las ediciones completas. Pero Aragon, Breton y Eluard se rebelaron contra esta afirmación, sosteniendo que el Ducasse que en las reuniones públicas de 1869 tomó la palabra para citar las Epístolas de San Pablo, fue perfectamente identificado entre otros, por Charles Da Costa que lo conocía íntimamente. Era Félix Ducasse, que terminó siendo Presidente del Consistorio de la Iglesia Cristiana Evangélica de Bruselas y que murió en el año 1877.

Entre los familiares ha quedado la idea de un Lautréamont rebelde, que tenía cierta amistad con Gambetta y que esta circunstancia había creado dificultades a don Francisco Ducasse el Canciller, en los últimos años del Imperio. También esta situación fue –según dicen– la base de los resentimientos entre padre e hijo ya que parece que don Francisco Ducasse era un entusiasta bonapartista.

El 19 de julio de 1870, año de la muerte del Conde de Lautréamont, Napoleón III declara la guerra a Prusia, “ley fatal de los regímenes de explotación de una clase por otra –dice un historiador–, en los que la pérdida del poder inspira más angustia que la matanza. Los diputados salen de vacaciones, el Emperador toma el mando de un ejército desparramado en la frontera y cuyo desorden se manifestó pavoroso desde la movilización, en Francia no obstante la confianza en la victoria se había hecho general, el desastre fue completo”. Este es el clima en que vive el Conde de Lautréamont, acaba de publicar el prólogo de sus Poesías, canto dedicado a la calma, a la cordura, al deber y así llega el 4 de septiembre de 1870. El pueblo de París reunido en los alrededores del Palacio Borbón grita vivas a la República, se dirige luego al Palacio Municipal donde ya en la plaza la multitud ha escogido un gobierno. Recordemos que Isidoro Ducasse había nacido durante la caótica época del Sitio de Montevideo. Las condiciones históricas se repiten, París está sitiada, la efervescencia política es creciente y Lautréamont seguramente se sintió perdido.

Según informes, el Conde Lautréamont murió de una enfermedad infecciosa, algunos sospechan de escarlatina, el jueves 24 de noviembre de 1870. El certificado de defunción dice: “Isidoro Luciano Ducasse, escritor, de 24 años, nacido en Montevideo, falleció hoy a las 8 de la mañana en su domicilio de la calle del Faubourg Nº 7”. El acta fue labrada en presencia del dueño del hotel y de un mozo del mismo, fue enterrado al día siguiente, el 25 de noviembre de 1870, en una concesión temporaria del Cementerio del Norte. Los familiares sospecharon que Isidoro Ducasse había sido envenenado debido a su vinculación con grupos políticos de extrema izquierda. Su padre fue a Francia tres años después, en 1873, según hemos podido descubrir por sus pasaportes. Con el significado de un auto de fe debe haber hecho desaparecer todo cuanto encontró de su hijo en París. Un familiar que conocí en Córdoba sostiene que todos los papeles, libros y correspondencia fueron colocados en un baúl de cuero y depositados en un banco. La hipótesis que trataré de demostrar en mi libro en preparación sobre el tema, es que el Conde de Lautréamont se suicidó, tomando esta palabra sólo en el sentido psicológico, es decir, en el sentido de que fue una muerte deseada. La repetición de su situación de doble sitiado, durante su infancia y el último año de su vida, hicieron que quedara inmovilizado. Posiblemente si las situaciones sociales en que vivió el último año de su vida lo hubieran sorprendido en la época en que escribió los Cantos de Maldoror, Lautréamont se hubiera salvado y entonces sí se podría creer que estuvo en las barricadas y que perteneció a Clubes políticos que podrían llamarse “El Club de la Libertad”, el “Club de la Venganza”, “El Club de la Resistencia” o el “Club de Montmartre”, que tenía su local muy cerca del hotel donde murió.

El último paso dado en la búsqueda biográfica del Conde de Lautréamont lo di yo mismo al buscar los rastros de una parte de la familia Ducasse que había emigrado de Francia poco tiempo después que lo hiciera el padre del Conde de Lautréamont y que se radicó definitivamente en Córdoba. En abril de este año me trasladé a dicha ciudad con ese propósito. Lo primero que me enteré es que los Ducasse habían fallecido todos y que sólo quedaba el esposo de una sobrina de Isidoro fallecida en el año 1937. El señor Rafael Calzada Llanes, que así se llama el último pariente del Conde, me recibió en el Molino Ducasse. Apenas expuesta la finalidad de mi visita me preguntó si era para bien o para mal remover el recuerdo del Conde de Lautréamont. Después de largas explicaciones sobre mi interés sobre Isidoro y la importancia de su obra, pude vencer poco a poco las resistencias del pariente. Creo que mi condición de médico fue un obstáculo en la gestión ya que su primer pensamiento fue de que me interesaba exclusivamente el caso Lautréamont como un caso clínico. Esconder a Isidoro era para ellos salvar el prestigio de la familia, no remover el asunto, olvidarlo. Confieso que la primera actitud del señor Lozada Llanes me intimidó un poco. Detrás de él estaban colgados enormes retratos de hombres barbudos y serios que parecían dirigir los pensamientos del pariente de Isidoro. Cuando Lozada Llanes decidió “mostrarme algo” como él decía, comenzó a ejecutar una especie de ritual en forma lenta y parsimoniosa. Abrió una caja fuerte, sacó con todo cuidado un cofre de metal cerrado también con llave, esperaba ver yo por lo menos los originales de los Cantos de Maldoror cuando sacó de allí un monedero de cuero que contenía monedas de oro argentinas, uruguayas y francesas que estaban envueltas en un pañuelo amarillento con bordes negros. El monedero en cuestión había pasado por todas las manos de los Ducasse y había sido regalado a la sobrina de Isidoro cuando niña. Sacó después otro cofre más grande lleno de papeles, con documentos que pertenecieron a Francisco Ducasse, padre del poeta. Había allí nombramientos, certificados de estudio, títulos de propiedad, liquidaciones bancarias, copia de las actas de nacimiento, matrimonio y defunción, sobre el margen de esta última había una nota que decía “no se hizo inventario”. Revisé además toda la correspondencia que allí existía perteneciente a Francisco Ducasse y no hay ninguna referencia al hijo, todas son de carácter comercial. También pude ver fotografías de casi todos los miembros de la familia pero no había ninguna de Isidoro.

El único dato que encontré y que juzgo de mucha importancia se refiere a la madre de Isidoro. Según se contaba en la familia, el Canciller, como llamaban al padre de Isidoro, había conocido a la que fue después su esposa en un viaje que hizo a Francia y parece ser que era sirvienta de los Ducasse en Tarbes. El padre del poeta regresó solo de ese viaje y al poco tiempo llegó a Montevideo Celestine Jaquette Davezac. Se casaron el 21 de febrero de 1846, naciendo el Conde de Lautréamont el cuatro de abril del mismo año, es decir dos meses después. Se lee en el certificado de defunción que ella murió de muerte natural el 10 de diciembre de 1847, es decir cuando Isidoro tenía un año y ocho meses; el certificado dice de muerte natural pero según lo que contaron los familiares ella se habría suicidado. Hace pocos días en ocasión de un viaje que hice a Montevideo para asistir a un homenaje que se realizaba con motivo del primer centenario del nacimiento de Isidoro Ducasse, traté de ampliar los datos referentes a la madre. Ella fue enterrada el mismo día de su muerte con el nombre de Celestina Joaquina, sin su apellido, no existen rastros de su tumba, mientras que pude encontrar con toda facilidad la tumba del padre en el Cementerio Central de Montevideo. Esta muerte trágica de la madre debe haber constituido un trauma insuperable en la vida de Lautréamont. Recordemos de nuevo, a propósito de esto, su afán de ver a Yocasta en el trance mismo de matarse.

El señor Lozada Llanes me hizo una historia detallada de la rama de los Ducasse de Córdoba. Luciano Bernardo Ducasse, tío y padrino del Conde de Lautréamont emigró de Francia después de su hermano Francisco y se radicó primeramente en mercedes, provincia de Buenos Aires, donde instaló un molino harinero. De allí pasó a Córdoba donde se le reunieron tres primos del Conde, Francisco, Juan Droctoveo y Lecea Ducasse. Esta última se había casado en Bazet con un español llamado Juan Antonio Suárez Fernández, naciendo de este último matrimonio 4 hijos de los que vivieron sólo dos, Marcos que nació en Francia y Amelia que nació en Montevideo.

Los Ducasse compraron en Córdoba un pequeño molino que según cuenta les costó 18 mulas gordas y que había pertenecido sucesivamente a Ascorcel de Peralta, a una Congregación de Monjas, situado en las afueras de Córdoba, hoy barrio San Martín. Luciano Ducasse, el padrino del Conde a quien llamaban familiarmente el Carpintero, y sus dos sobrinos, Francisco y Juan Droctoveo, permanecieron solteros, y llevaron una vida retirada. Se les consideraba como gente extraña, poco sociable, con una moralidad muy rígida, muy religiosos y muy preocupados por acrecentar su fortuna. Según cuenta Lozada Llanes todos de acuerdo a una exigencia del tío Luciano, usaban barba para que los indios los respetaran. Vivieron en el Molino durante muchos años, y después en una casa de la calle General Paz, donde está hoy instalado un Colegio Nacional. La única prima de Lautréamont, Lecea Ducasse, había casado, como dijimos, con un español llamado Suárez Fernández, que al parecer tenía muy poca inclinación al trabajo y mucha a malgastar el dinero de los Ducasse, razón por la cual fue literalmente expulsado de la familia y devuelto a España donde falleció. Después de este incidente, el tío Luciano y los hermanos de Lecea le instalaron a ésta un negocio de panadería con el nombre de “La Mano Dorada”, situada en la calle Santa Rosa. Del matrimonio de Lecea Ducasse y Suárez Fernández nacieron Marcos Suárez Ducasse que siguió la línea del padre, se negó a trabajar, llevó la vida de un excéntrico y murió insano en el año 1922. Según cuentan algunos amigos de éste, tenía “afición por la poesía” y había escrito algunos versos. La hermana de Marcos, la otra sobrina de Lautréamont llamada Amelia Suárez Ducasse, casó en terceras nupcias con el señor Lozada Llanes en Montevideo, falleciendo en el año 1937 y extinguiéndose con ella los Ducasse. Durante la última entrevista que tuve con Lozada Llanes me ralató ya en tren de confidencias que Isidoro visitó a sus parientes de Córdoba alrededor del año 1868 y que había llevado los originales de los Cantos de Maldoror para leérselos. Parece que la lectura produjo una gran indignación y tal fue la gravedad del caso que éste fue consultado con el confesor de la familia. Creo, dice Lozada Llanes, que los originales fueron a parar a la Iglesia de Santo Domingo y que posiblemente fueron quemados.

El Conde de Lautréamont fue considerado por su familia como un loco, un poseso y un blasfemador. Y aunque esta visita fuera una ficción, lo importante es que el poeta quedó señalado así en el seno de su familia.

(*) Conferencia pronunciada en el Instituto Francés de Estudios Superiores el 5 de septiembre de 1946. Constituye la primera de un curso de 15 conferencias tituladas “Psicoanálisis del Conde Lautréamont”, que integran un libro en preparación (N.del A.). 
Este texto fue publicado en la revista «Ciclo», Nº2, Buenos Aires, marzo-abril de 1949 (págs. 5-27).

(1) En el acta de bautismo de Isidore Ducasse y en otros documentos, se lee el nombre de la madre de Lautréamont como Célestine Jacquettes Davezac, o bien como Celestina Jacqueta Davezac (N. del E.).
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lunes, 28 de enero de 2013

JOSÉ PABLO FEINMANN

LA VERDAD HA MUERTO

Tomado del diario Página 12 del día de la fecha
Por José Pablo Feinmann

El tema de la verdad es uno de los más complejos de la filosofía y a ella le pertenece, le corresponde. Dejemos de lado a los griegos porque, de lo contrario, no terminaremos más. Pero acompaño a Protágoras y a su formidable frase “El hombre es la medida de todas las cosas”.

Durante la Edad Media el problema no fue difícil. Dios poseía la verdad y se la revelaba a los hombres. O mejor dicho a los pastores. A la institución eclesiástica. Surge eso que Foucault (al que recurriremos muchas veces) llama “poder pastoral”. Los buenos siervos de Dios siempre se sienten en pecado, acuden al buen sacerdote y, en el confesionario, le dicen las opacidades de su alma. El pastor conoce todo del siervo y el buen hombre no sabe nada del pastor. Así, el confesionario es como la CIA de la Iglesia. Tiene un fichaje de todos los siervos de todos lados. La “verdad” que Dios revela la recibe la Iglesia y el que no la cumpla será castigado por la Inquisición. Descartes viene a establecer una nueva verdad. Al dudar de todo duda también de Dios. ¿Qué es lo que le permite dudar de todo? Su pensamiento. ¿Qué es aquello de lo que no puede dudar? Claro está: de su pensamiento. La verdad que viene a instaurar Descartes es la de la razón: ego cogito, ergo sum. Pero hay otra verdad que Descartes debiera probar. La externa. ¿Cómo salir del cogito? A través de Dios. La revolución no ha sido total. Si veo todo eso ahí afuera es porque debe existir; si no, Dios no me lo haría ver. O sea, la única verdad que viene a establecer Descartes es la del pensamiento, la de la subjetividad. La del hombre. Pero ese hombre es incapaz de probar la existencia del mundo exterior. Todo cambia con Kant. Kant es un filósofo fundamental. Lo que hizo todavía sirve. Dice: todo conocimiento empieza por la experiencia pero no se reduce a la experiencia. La primera parte de la frase es una concesión al pensamiento de Hume, al empirismo inglés, al que Kant respetaba mucho. O sea, todo conocimiento empieza por la experiencia, por lo fáctico, por lo empírico. Por los hechos. Hegel dirá: Lo verdadero es el todo. Tomemos cualquier instancia de la dialéctica histórica. Tiene tres momentos: afirmación, negación de la afirmación y negación de la negación. El tercer momento es la síntesis de los otros dos y los contiene en una totalidad que los contiene en tanto superación. Este tercer momento es la totalidad. Y la totalidad –en Hegel– es lo verdadero. Sobre todo al constituirse en tanto sistema. Adorno (en el siglo XX), oponiéndose a la dialéctica hegeliana, lanzará un famoso dictum: La totalidad es lo falso. Sartre, en la Crítica de la razón dialéctica, dirá que la totalidad nunca cierra: apenas totaliza ya se destotaliza. Pero siempre hay algo que nunca falta: la empiria, la materialidad. Nietzsche dice: “No hay hechos, hay interpretaciones”. Pero sí: hay hechos. Sólo que la verdad se establece por medio de la interpretación de los hechos. Sólo que, sin hechos, no hay interpretaciones. Seamos redundantes porque aquí está el centro de la cuestión: aun cuando la primacía de la interpretación de los hechos pareciera llevar a un relativismo, esa interpretación parte también de lo fáctico. De los hechos. Sin hechos, no hay interpretaciones. Foucault partiendo de Nietzsche y Heidegger establece la verdad como lucha de interpretaciones. La verdad es de este mundo, dice en Microfísica del poder. En La verdad y las formas jurídicas establece que hay una lucha por la verdad. Algo que también hace en Poder y verdad. Se lucha por la verdad porque la verdad es la que establece el poder. En suma, de todas las interpretaciones de los hechos van a triunfar aquellas que puedan acumular más poder. De aquí el interés de los monopolios en conservar lo que han logrado. Es fácil: si yo tengo doscientas o trescientas bocas comunicacionales a través de las que enuncio mi interpretación de la realidad, ésta se transforma en la verdad porque logro convencer a la mayoría. La verdad es hija del poder. Hoy más que nunca por el despliegue agobiante de los medios de comunicación. Esto no significa que no existan verdades alternativas a la del poder mediático. Pero serán muy débiles. Ya que el monopolio mediático (y, no lo olvidemos, los medios de comunicación son el partido político de la derecha) se ha ido devorando a todas las fuerzas competitivas del mercado. El mercado no es libre y es antidemocrático: se lo devoran los monopolios y los oligopolios, que concentran el poder adosando a los competidores o llevándolos a la ruina. Lo cual es fácil: cualquier monopolio puede vender un año a pérdida y fundir a las pequeñas empresas del mercado. Ahí es donde las compra o deja que entren en convocatoria de acreedores, donde acaso las compre o se fundan.

Pero todo ha cambiado. Un cambio en la ética periodística. Vimos que todas las filosofías partían de los hechos. Kant requería de la experiencia. De aquí que sea nuestro ejemplo predilecto. Todo conocimiento empieza por la experiencia. El periodismo nació para decir la verdad. Se diferencia en esto de la literatura. El buen periodismo dice la verdad, la buena literatura miente. Esta es una frase indiscutible y llena de orgullo a los escritores. El escritor escribe ficciones. (No voy a entrar aquí en las interpretaciones que afirman que interpretar la realidad es una ficción porque sería largo. El que ha llevado esta interpretación al extremo es Hayden White en La ficción de la narrativa. Pero es una posición muy discutible.) Digamos que Kant jamás diría que no parte de la experiencia. Que Nietzsche no negaría que parte de los hechos para interpretarlos. Y que esa guerra por la verdad que postula Foucault también se basa en la facticidad. En el periodismo esto es lo que ha muerto. El periodismo ya no parte de los hechos. Esta fue su tarea primordial desde su nacimiento. El periodismo informaba. Pretendía informar imparcialmente. Aquí radicaba su seriedad. Pretendía ser un tábano para mantener alertas a los hombres y advertirles que no adhirieran a la falsedad. O pretendía ser un clarín sobre los grandes problemas argentinos, para no eludirlos, para enfrentarlos, para decir, sobre ellos, la verdad. La contratapa que publicamos ayer fue provocativa. Pero, creemos, contundente. Ahora el periodismo ya no trabaja sobre materialidad alguna. Al estar en constante estado de beligerancia deja de lado lo fáctico. Ya no parte de los hechos, los inventa. Esa foto del presunto Chávez en la tapa de El País es la prueba. El País fue un diario respetable y querible, progresista. Hoy es parte del complot mediático contra los gobiernos populares de América latina que nosotros –lo sentimos mucho pero son nuestras creencias, les pedimos que las respeten y no se rebajen insultándonos– defendemos. Ese “Chávez” no se basa en ninguna “materialidad”, en ningún “hecho”. Todos los filósofos que he citado dirían que así no se consigue la verdad. Que no es el camino para llegar a ella. Porque sin base material no es posible la interpretación. Y si no hay interpretación, lo que hay es la más recalcitrante y vergonzosa mentira. Señores, ustedes están hundiendo al periodismo. Costará mucho que recuperen la fe de los lectores, o de muchos de ellos que no se dejan engañar fácilmente. Ustedes, señores, al apelar a la mentira como arma de antagonismo, están matando a la verdad. Y eso no tiene retorno. Y es, además, imperdonable.

Brevemente: vayamos a la Argentina donde todo esto malamente abunda. En la Feria del Libro, hace un par de años, el médico psiquiatra Marcos Aguinis, junto con Jorge Fontevechia, le diagnosticó, sin conocerla, sin haberla visto nunca, sin haberla tenido de paciente, “depresión bipolar” a Cristina Fernández. Además, ¡un diagnóstico no se da en público, en la Feria del Libro! Un médico, si es honesto, se guarda el diagnóstico como todo paciente lo merece. Una indecencia. Hablé esto con varios psiquiatras y psicólogos amigos. Sobre todo, con uno que había sido maestro de Aguinis y le había derivado pacientes. “¿Marquitos hizo eso? Qué raro. Era una buena persona.” Aún no hay causa penal sobre eso, pero no importa. Lo que importa, lo que alarma, es la impunidad para mentir. Porque la mentira es la muerte de la verdad. Y la verdad ha muerto. Al menos en la tapa de El País el día que publicaron esa foto obscena del falso Chávez. Y, cotidianamente, en muchos otros medios de la presuntuosamente llamada “prensa independiente”.
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domingo, 27 de enero de 2013

DE AUSCHWITZ A LA ESMA

TAN LEJOS Y TAN CERCA A LA VEZ
Crónica de un viaje a los campos de exterminio en Polonia.

Tomado del diario Tiempo Argentino del día de la fecha
Por Roberto Caballero

Hoy se conmemora a las víctimas del Holocausto. O de la Shoá, como prefiere llamarla el pueblo judío. Porque holocaustos hubo muchos (Churchill ya había calificado así el genocidio turco contra los armenios), demasiados, en el largo y accidentado peregrinaje de la humanidad, hasta nuestros días. Pero la excepcionalidad de un exterminio planificado, en el corazón de la vieja y culta Europa, en la patria de Kant, Mozart y Beethoven, y a mediados del siglo XX, que terminó devorando a 6 millones de personas como "solución final", hace que sea el que hoy evocamos. El hombre convertido en lobo del hombre, de modo absolutamente racional, a escala masiva e industrializada. La eliminación de semejantes previamente estigmatizados, a cargo de un Estado criminal, burocrático y eficaz en el horror, como el de la Alemania nazi. Un antes y un después, definitivamente, que derivó en la Convención y Sanción de los delitos de Genocidio, votada por la ONU, en 1948, tan importante en el presente.
A las víctimas se las recuerda hoy porque las tropas soviéticas liberaron los campos de Auschwitz, el 27 de enero de 1945, hace 68 años. A mediados del año pasado, pude viajar a Polonia, invitado por el Congreso Judío Latinoamericano, como parte de una comitiva integrada por periodistas del continente. Recorrí los restos del Ghetto de Varsovia; y los campos Auschwitz I (el que se conoce habitualmente por fotos, donde en el arco de su entrada puede leerse "El trabajo nos hace libres") y Auschwitz II (o Birkenau, con sus inmensas barracas), los dos centros de exterminio levantados a media hora de Kracovia, la segunda ciudad polaca, nudo estratégico que los alemanes eligieron porque a ella se llegaba desde cualquier lugar bajo dominio del Tercer Reich, en apenas un día de tren.
La "solución final" se tomó en el distrito berlinés de Wannsee, el 20 de enero de 1942. Allí se reunieron los capos nazis para decidir de qué modo, en qué lugar, con qué urgencia y cuál era la forma más económica para eliminar a los millones de judíos que mantenían en los ghettos. Fue el colmo de la perversión humana: la aplicación plena de la razón con fines absolutamente irracionales. La supresión del otro, el diferente, en escala industrial, como solución definitiva a los problemas.
Me traje de este viaje sensaciones que nunca había vivido. Es insoportable describir en palabras la sensación de permanecer cinco minutos junto a uno de esos viejos hornos crematorios, que aún se conservan. Los muros despiden el olor entre acre y dulce de los tejidos humanos alcanzados por el fuego. No sé si lo imaginé, pero juro que así olía. Las imágenes del guardia, con cara de nada, empujando hacia el interior de la estructura de hierro un cadáver reducido a piel y huesos, sin su cabellera, previamente rapada, se dibujan solas. No hace falta siquiera el apunte verbal de los guías. Saber que ese cabello, una verdadera montaña al final de cada día, hoy exhibida en vitrinas de cuatro por ocho metros desde los tiempos de la gestión museológica soviética, era destinado a aislar térmicamente las paredes de los submarinos alemanes, produce algo más que escalofrío o asco. Genera asfixia moral.
Caminar las vías férreas para adentrarse en Auschwitz-Birkenau, admirar esa ciudad alambrada con capacidad para alojar en sus barracas de madera a casi 100 mil deportados permanentes, dividida en dos sectores por los rieles al centro, donde iban a parar los que aún servían para el trabajo esclavo de las grandes corporaciones económicas alemanas, que se beneficiaron con el terror, es el paisaje del mismo infierno.
Enterarse que ancianos y niños no tenían la suerte de los que iban a las barracas, provoca estupor. No tenían siquiera la oportunidad de esa sobrevida lastimosa y humillante, al ras de la muerte misma, que retrató Primo Levi. Ellos eran bajados del tren, permanecían junto a los vagones, y luego eran empujados en caravana hacia el final de las vías, donde podían divisarse unas seis chimeneas en rojo, que humeaban las 24 horas del día, los 365 días del año. Se les prometía un baño reparador, después del largo viaje desde el ghetto, para introducirlos en cámaras que simulaban duchas colectivas de 50 metros cuadrados. Los sorprendía el gas mortal. Luego, sus cuerpos eran quemados.
El campo hoy está lleno de pequeñas lagunas, rodeadas de flores silvestres amarillas, enmarcadas por bosques de abedules, desde los que baja el canto indiferente de los pájaros. Son los viejos pozos inundados por la lluvia, en los que se arrojaban las cenizas de las víctimas, esas mismas víctimas que descendían ayudados por los culatazos de los SS sin saber que en una hora, tal vez una hora y media, sus restos serían cargados en carretillas y volcados en esos agujeros, donde los aguardaban las cenizas de otros cientos de miles de judíos polacos, franceses, alemanes, rusos, griegos, gitanos, homosexuales, comunistas o socialistas que, simple y atrozmente, habían llegado primero a la última estación de sus vidas, decidida por la maquinaria nazi.
Estas son algunas de las sensaciones que traje del viaje. Pero la verdad es que, cuando volví a la Argentina, no tuve ganas de escribir. Fue, de alguna manera, mi reacción ante el horror. Una evasión estúpida. Ocurre que escribir es revivir lo que uno ve, huele o escucha, y no tenía ganas de volver a ver, oler o escuchar nada de la aleccionadora travesía. Cuando pude salir del espanto inicial, comprendí que no tenía derecho a guardarme la experiencia. No me pertenecía. Me prometí juntar material para desarrollar un ensayo, un texto más largo y sesudo. Releí y busqué todo el material que tenía sobre el Holocausto o la Shoá. Cada palabra, cada imagen, cada olor tomó un nuevo significado. El haber conocido la geografía, los lugares, los testimonios de las víctimas sobrevivientes, hizo que esos viejos textos leídos desde la distancia que produce la cómoda lectura hogareña, cobraran una dimensión nueva: la de la realidad pavorosa. Hace poco, mientras caminaba por la calle, vi a un cartonero que recogía de un volquete lleno de vidrios rotos y mampostería, libros que alguien había desechado. No pude sustraerme a la curiosidad. Más que eso: no pude evitar el querer llevarme alguno a casa. Previa negociación con el cartonero, conseguí rescatar Si esto es un hombre, de Primo Levi. Es el relato estremecedor sobre las vivencias en Auschwitz de este químico turinés, partisano combatiente contra el fascismo, que se suicidó en 1987, muy probablemente bajo los efectos fantasmales de un pasado irremontable. ¿Existen las señales? No lo sé. Pero hoy me encuentro volcando en esta crónica insuficiente el testimonio de lo vivido, a mediados del año que pasó, en los mismos escenarios donde el hombre se convirtió en depredador serial del hombre.
Polonia tiene 40 millones de habitantes, como la Argentina. Algo de industria naviera en el norte y llanuras donde hay bastante ganadería y cultivos de papa. Producen bastante azúcar, que exportan a Alemania, pero la pagan más cara que los alemanes. Desde que se independizó de la Unión Soviética, creció económicamente. Está a punto de entrar en la Eurozona, lo que muchos consideran un error, a instancia de su nueva y pujante burguesía, abandonando su moneda nacional, el zlotys (lo pronuncian "szbote"). Cien zlotys, al cambio, son unos 30 dólares, es decir algo más de 150 pesos argentinos. Un sueldo promedio son 2500 zlotys y una jubilación mínima, alrededor de 960. Un auto sale 40 mil.
Es una patria católica por excelencia. El papa Juan Pablo II y el logo del viejo sindicato Solidaridad, de Lech Walessa, de inspiración social-cristiana, pueblan los imanes que se ofrecen a los turistas en los locales de chucherías. Los polacos ubican su fecha moderna de independencia en 1989. Para ellos, desde la Segunda Guerra nunca habían sido libres: primero estuvieron bajo dominio nazi y, luego, soviético. A pesar de que las tropas del Ejército Rojo los liberaron del yugo hitlerista, no tienen buenos recuerdos de la era comunista. Hay razones históricas, culturales, religiosas y masacres que explican el rechazo. Y aunque José Stalin levantó de los escombros, ladrillo por ladrillo, respetando su estilo original, toda la ciudad vieja de Varsovia, que los alemanes arrasaron con sus bombardeos, y construyó además el Palacio de la Cultura y la Ciencia, que se levanta imponente en el centro de la ciudad como una joya arquitectónica, la sensación es que los polacos detestan y van a detestar a los rusos por siempre.
En la Varsovia ciudad conviven un centro moderno, con esos edificios vidriados e impersonales de la globalización, y tranvías de la década del '50. No hay, prácticamente, carteles publicitarios. La gente es muy amable, aunque su idioma sea incomprensible. Casi nadie habla inglés. Comprar un champú, una maquinita de afeitar o un vodka deriva en el universal lenguaje por señas, sin importar que los restos del oftalmólogo Lázaro Zamenhof, padre del Esperanto, descansen en el cementerio central.
Los vestigios del ghetto están conservados a medias, casi escondidos, señalizados de modo accidentado. En gran medida, los hitos evocativos son herencia soviética. Nada de esto impide, por supuesto, que al caminar sus calles la historia abrace y no suelte. Allí vivieron encerrados 400 mil judíos, que llegaron a comer madera, papel y cuero de zapatos, alimentándose con 180 calorías diarias, bajo la opresión de las SS. La mayoría de ellos fue asesinado en Treblinka, un campo del que hoy no queda nada. Las deportaciones se hacían todos los días. La gente era arriada por las calles hasta las terminales ferroviarias. Familias enteras subían a los vagones atestados, sin ventanillas, y muchos morían en el trayecto por debilidad física y hacinamiento. Otros, en los hornos.
El símbolo de la resistencia fue el Levantamiento del Ghetto de Varsovia, en 1943, dirigido por la Organización Judía de Combate, que era liderada por Mordechai Anilewicz, cuyo cuartel general estaba bajo tierra. 
Fue una lucha de guerrillas obstinada, que duró cuatro meses. Finalmente, las SS doblegaron a los rebeldes. Dicen que Anilewicz, antes de caer en manos nazis, se tomó una pastilla de cianuro. Otros comentan que se pegó un tiro. Su cuerpo, como el de tantos, nunca apareció.
El Estado polaco recibe hoy de Alemania un subsidio por los crímenes de lesa humanidad. Las empresas alemanas, beneficiadas por la esclavitud impuesta por los nazis, financian un fondo permanente de ayuda a las víctimas y sus familiares sobrevivientes. Así pretenden lavar su conciencia. 
Cuando se visita el Museo de Oskar Schindler, el relato sobre la excepcional matanza se mezcla con las desventuras históricas polacas vividas a manos de Alemania. La película de Steven Spielberg (La lista de Schindler) refleja no sólo la vida del empresario alemán que protegía a sus obreros judíos: en los hechos, impulsó a muchos de los sobrevivientes a contarles por primera vez a sus familias lo que habían padecido en los campos. Parte de la secuela, que perduró décadas, fue ese silencio perturbador. El film les devolvió el habla.
Seis millones de polacos, de los cuales 3 millones eran judíos polacos, fueron asesinados por los nazis. Hoy, prácticamente, la colectividad no existe: se calcula que quedan entre 4000 y 7000 judíos en la Polonia actual. Sin un guía o sin la lectura previa de estos acontecimientos, es casi imposible conocer lo ocurrido caminando libre por Varsovia. Hay memoria, pero no sobra absolutamente nada.
Es cierto, sin embargo, que las políticas de desnazificación de la sociedad cumplieron un papel importante. Salvo a grupos marginales, a nadie hoy se le ocurriría reivindicar a Hitler, justificar sus crímenes o intentar comprender benévolamente siquiera al nazismo, tanto en Polonia como en Alemania. 
No existen discursos públicos que defiendan sus atrocidades o impugnen lo resuelto en Nuremberg. Me permito una digresión, a partir de este dato: no hay un diario en Polonia que, como aquí hace La Nación con Videla y el terrorismo de Estado, postule desde sus editoriales la defensa de los victimarios bajo la excusa de una supuesta "venganza" o "revanchismo" de las víctimas. 
No existen reinterpretaciones justificatorias del horror y el exterminio. Es inimaginable que, como aquí sucede con La Nación, un diario de tirada masiva, segundo en ventas, la búsqueda de justicia sea calificada de "persecución judicial", el "terrorismo de Estado" de "excesos de represión ilegal" o se llame "cárcel" a la ESMA. A propósito, ¿no habrá que "desvidelizar" el discurso público en nuestro país, así como se "desnazificó" en Polonia?
Después de Auschwitz, cuando creíamos que había antídotos suficientes al horror, vino la ESMA. Todo tan lejos y tan cerca. Tan distinto y tan parecido a la vez. Por eso las políticas universales de Memoria, Verdad y Justicia son imprescindibles.
Las víctimas de todos los genocidios nos exigen que no bajemos la guardia.
Nunca más.  
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sábado, 26 de enero de 2013

CANTINFLAS

Discurso de Su Excelencia el Embajador, ante la Asamblea Internacional

Me ha tocado en suerte ser último orador, cosa que me alegra mucho porque, como quien dice, así me los agarro cansados. Sin embargo, sé que a pesar de la insignificancia de mi país que no tiene poderío militar, ni político, ni económico, ni mucho menos atómico, todos ustedes esperan con interés mis palabras ya que de mi voto depende el triunfo de los Verdes o de los Colorados.

Señores Representantes: estamos pasando un momento crucial en que la humanidad se enfrenta a la misma humanidad. Estamos viviendo un momento histórico en que el hombre científica e intelectualmente es un gigante, pero moralmente es un pigmeo. La opinión mundial está tan profundamente dividida en dos bandos aparentemente irreconciliables, que dado el singular caso, que queda en solo un voto. El voto de un país débil y pequeño pueda hacer que la balanza se cargue de un lado o se cargue de otro lado. Estamos, como quien dice, ante una gran báscula: por un platillo ocupado por los Verdes y con otro platillo ocupado por los Colorados. Y ahora llego yo, que soy de peso pluma como quien dice, y según donde yo me coloque, de ese lado seguirá la balanza. ¡Háganme el favor!... ¿No creen ustedes que es mucha responsabilidad para un solo ciudadano? No considero justo que la mitad de la humanidad, sea la que fuere, quede condenada a vivir bajo un régimen político y económico que no es de su agrado, solamente porque un frívolo embajador haya votado, o lo hayan hecho votar, en un sentido o en otro.

El que les habla, su amigo... yo... no votaré por ninguno de los dos bandos (voces de protesta). Y yo no votaré por ninguno de los dos bandos debido a tres razones: primera, porque, repito que no sería justo que el solo voto de un representante, que a lo mejor está enfermo del hígado, decidiera el destino de cien naciones; segunda, estoy convencido de que los procedimientos, repito, recalco, los procedimientos de los Colorados son desastrosos (voces de protesta de parte de los Colorados); ¡y Tercera!... porque los procedimientos de los Verdes tampoco son de lo más bondadoso que digamos (ahora protestan los Verdes). Y si no se callan ya yo no sigo, y se van a quedar con la sensación de saber lo que tenía que decirles.

Insisto que hablo de procedimientos y no de ideas ni de doctrinas. Para mí todas las ideas son respetables, aunque sean “ideítas” o “ideotas”, aunque no esté de acuerdo con ellas. Lo que piense ese señor, o ese otro señor, o ese señor (señala), o ese de allá de bigotico que no piensa nada porque ya se nos durmió, eso no impide que todos nosotros seamos muy buenos amigos. Todos creemos que nuestra manera de ser, nuestra manera de vivir, nuestra manera de pensar y hasta nuestro modito de andar son los mejores; y el chaleco se lo tratamos de imponérselo a los demás y si no lo aceptan decimos que son unos tales y unos cuales y al ratito andamos a la greña. ¿Ustedes creen que eso está bien? Tan fácil que sería la existencia si tan sólo respetásemos el modo de vivir de cada quién. Hace cien años ya lo dijo una de las figuras más humildes pero más grandes de nuestro continente: “El respeto al derecho ajeno es la paz” (aplausos). Así me gusta... no que me aplaudan, pero sí que reconozcan la sinceridad de mis palabras.

Yo estoy de acuerdo con todo lo que dijo el representante de Salchichonia (alusión a Alemania) con humildad, con humildad de albañiles no agremiados debemos de luchar por derribar la barda que nos separa, la barda de la incomprensión, la barda de la mutua desconfianza, la barda del odio, el día que lo logremos podemos decir que nos volamos la barda (risas). Pero no la barda de las ideas, ¡eso no!, ¡nunca!, el día que pensemos igual y actuemos igual dejaremos de ser hombres para convertirnos en máquinas, en autómatas.

Este es el grave error de los Colorados, el querer imponer por la fuerza sus ideas y su sistema político y económico, hablan de libertades humanas, pero yo les pregunto: ¿existen esas libertades en sus propios países? Dicen defender los Derechos del Proletariado pero sus propios obreros no tienen siquiera el derecho elemental de la huelga, hablan de la cultura universal al alcance de las masas pero encarcelan a sus escritores porque se atreven a decir la verdad, hablan de la libre determinación de los pueblos y sin embargo hace años que oprimen una serie de naciones sin permitirles que se den la forma de gobierno que más les convenga. ¿Cómo podemos votar por un sistema que habla de dignidad y acto seguido atropella lo más sagrado de la dignidad humana que es la libertad de conciencia eliminando o pretendiendo eliminar a Dios por decreto? No, señores representantes, yo no puedo estar con los Colorados, o mejor dicho con su modo de actuar; respeto su modo de pensar, allá ellos, pero no puedo dar mi voto para que su sistema se implante por la fuerza en todos los países de la tierra (voces de protesta). ¡El que quiera ser Colorado que lo sea, pero que no pretenda teñir a los demás! —los Colorados se levantan para salir de la Asamblea—.

¡Un momento jóvenes!, ¿pero por qué tan sensitivos? Pero si no aguantan nada, no, pero si no he terminado, tomen asiento. Ya sé que es costumbre de ustedes abandonar estas reuniones en cuanto oyen algo que no es de su agrado; pero no he terminado, tomen asiento, no sean precipitosos... todavía tengo que decir algo de los Verdes, ¿no les es gustaría escucharlo? Siéntese (va y toma agua y hace gárgaras, pero se da cuenta que es vodka).

Y ahora, mis queridos colegas Verdes, ¿ustedes qué dijeron?: “Ya votó por nosotros”, ¿no?, pues no, jóvenes, y no votaré por ustedes porque ustedes también tienen mucha culpa de lo que pasa en el mundo, ustedes también son medio soberbios, como que si el mundo fueran ustedes y los demás tienen una importancia muy relativa, y aunque hablan de paz, de democracia y de cosas muy bonitas, a veces también pretenden imponer su voluntad por la fuerza, por la fuerza del dinero. Yo estoy de acuerdo con ustedes en que debemos luchar por el bien colectivo e individual, en combatir la miseria y resolver los tremendos problemas de la vivienda, del vestido y del sustento. Pero en lo que no estoy de acuerdo con ustedes es la forma que ustedes pretenden resolver esos problemas, ustedes también han sucumbido ante el materialismo, se han olvidado de los más bellos valores del espíritu pensando sólo en el negocio, poco a poco se han ido convirtiendo en los acreedores de la Humanidad y por eso la Humanidad los ve con desconfianza.

El día de la inauguración de la Asamblea, el señor embajador de Lobaronia dijo que el remedio para todos nuestros males estaba en tener automóviles, refrigeradores, aparatos de televisión; ju... y yo me pregunto: ¿para qué queremos automóviles si todavía andamos descalzos?, ¿para qué queremos refrigeradores si no tenemos alimentos que meter dentro de ellos?, ¿para qué queremos tanques y armamentos si no tenemos suficientes escuelas para nuestros hijos? (aplausos).

Debemos de pugnar para que el hombre piense en la paz, pero no solamente impulsado por su instinto de conservación, sino fundamentalmente por el deber que tiene de superarse y de hacer del mundo una morada de paz y de tranquilidad cada vez más digna de la especie humana y de sus altos destinos. Pero esta aspiración no será posible si no hay abundancia para todos, bienestar común, felicidad colectiva y justicia social. Es verdad que está en manos de ustedes, de los países poderosos de la tierra, ¡Verdes y Colorados!, el ayudarnos a nosotros los débiles, pero no con dádivas ni con préstamos, ni con alianzas militares.

Ayúdennos pagando un precio más justo, más equitativo por nuestras materias primas, ayúdennos compartiendo con nosotros sus notables adelantos en la ciencia, en la técnica... pero no para fabricar bombas sino para acabar con el hambre y con la miseria (aplausos). Ayúdennos respetando nuestras costumbres, nuestra dignidad como seres humanos y nuestra personalidad como naciones por pequeños y débiles que seamos; practiquen la tolerancia y la verdadera fraternidad, que nosotros sabremos corresponderles, pero dejen ya de tratarnos como simples peones de ajedrez en el tablero de la política internacional. Reconózcannos como lo que somos, no solamente como clientes o como ratones de laboratorio, sino como seres humanos que sentimos, que sufrimos, que lloramos.

Señores representantes, hay otra razón más por la que no puedo dar mi voto: hace exactamente veinticuatro horas que presenté mi renuncia como embajador de mi país, espero me sea aceptada. Consecuentemente no les he hablado a ustedes como Excelencia sino como un simple ciudadano, como un hombre libre, como un hombre cualquiera pero que, sin embargo, cree interpretar el máximo anhelo de todos los hombres de la tierra, el anhelo de vivir en paz, el anhelo de ser libre, el anhelo de legar a nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos un mundo mejor en el que reine la buena voluntad y la concordia. Y qué fácil sería, señores, lograr ese mundo mejor en que todos los hombres blancos, negros, amarillos y cobrizos, ricos y pobres pudiésemos vivir como hermanos. Si no fuéramos tan ciegos, tan obcecados, tan orgullosos, si tan sólo rigiéramos nuestras vidas por las sublimes palabras que hace dos mil años dijo aquel humilde carpintero de Galilea, sencillo, descalzo, sin frac ni condecoraciones: “Amaos... amaos los unos a los otros”, pero desgraciadamente ustedes entendieron mal, confundieron los términos, ¿y qué es lo que han hecho?, ¿qué es lo que hacen?: “Armaos los unos contra los otros”

He dicho...
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