martes, 5 de junio de 2012

PICASO, LA REVOLUCIÓN Y LOS MAESTROS

Por Higinio Polo
Tomado de www.rebelion.com

Este mes de mayo, la Tate de Liverpool inaugura la muestra Picasso: Peace and Freedom, una nueva presentación artística que intenta huir del estereotipo del artista genial y mujeriego, convulso y ardiente, para poner el acento en su compromiso político y en su activo papel en el movimiento por la paz que se desarrolló en la segunda posguerra mundial. También el MoMA neoyorquino organiza una exposición sobre el pintor español (tal vez, sin recordar ahora que Estados Unidos le prohibió su entrada en el país, después de que el mismo museo le hubiera dedicado una exposición en 1939 y una posterior en 1946), y anuncia la inauguración de un “proyecto interactivo” sobre su obra. Picasso es un viejo conocido en esa ciudad: había hecho una primera exposición en Manhattan en 1910, cuando aún no tenía treinta años, pero la guerra fría cambiaría por completo la actitud norteamericana hacia él. Por añadidura, otras exposiciones en la misma ciudad estadounidense dan cuenta de la constante atención que Picasso sigue recibiendo: la galería Marlborough también enseña grabados del pintor, y el Metropolitan Museum ha inaugurado una espectacular muestra suya, que califica de “sin precedentes”, a finales de abril, con doscientas cincuenta obras. La que acaba de inaugurar el MoMA en Nueva York se centra en aspectos de su vida relacionados con las mujeres: sus amores y rupturas, pero también en obras que abordan el mundo del circo, los toros, la mitología. Es tal el interés que, en Estados Unidos, en estos meses, se ha llegado a hablar de la fiebre por Picasso, porque, pese a estar siempre presente en la atención de los especialistas y del público, emerge a veces con renovada fuerza. Grabados y litografías, pinturas, cerámicas, esculturas, centenares de obras van a ser expuestas de nuevo. También en Europa ocurre algo semejante: la permanente atención hacia Picasso se constató en la magnífica confrontación entre su obra y la de algunos grandes pintores de la historia europea, organizada por el Grand Palais de París, titulada Picasso et les maîtres, y, aquí, en España, en la reciente muestra Imágenes secretas. Picasso y la estampa erótica japonesa. También sigue interesando la indagación de su obra, y de su vida: los estudios más recientes sobre el pintor español son los de Steinberg y Richardson.
En ocasiones, esa atención tiende a dejar de lado la faceta militante de Picasso, a veces de una manera deliberada; en otras, de forma inadvertida, fenómeno sorprendente porque si bien su enorme producción recoge una gran variedad de temas sin una relación explícita con la política y la revolución social, no en vano Picasso pintó el Guernica, tal vez la más relevante pintura de intervención política del siglo XX, y, después, El osario, sobre el horror de los campos de exterminio nazis, y, además, dibujó la paloma de la paz, que se convertiría en emblema de un gigantesco movimiento por la paz en todo el mundo, donde él mismo jugó un relevante papel. Y pintó Masacre en Corea, de 1951, denunciando la guerra y las matanzas norteamericanas que tenían lugar en la península coreana. Y participó activamente en la campaña contra la represión en Grecia, que intentaba evitar el fusilamiento de Nikos Beloyannis (el hombre del clavel, a quien pintó) y otros once dirigentes comunistas griegos, que habían sido el alma de la resistencia contra los nazis. Y creó La violación de las sabinas, haciéndose eco del rapto, en el terrible momento de la crisis de los misiles en Cuba, en 1962, cuando el mundo parecía caminar hacia la catástrofe nuclear. Por no hablar de su activa participación en el movimiento comunista: se afilió al Partido Comunista Francés, en 1944, y la mantuvo hasta su muerte; y de su activo compromiso con las huelgas obreras, incluso aportando importantes cantidades de dinero, como hizo con la que protagonizaron los mineros franceses, a quienes entregó un millón de francos, o, en fin, de su constante solidaridad con la resistencia antifascista en España, cuestión que le afectaba profundamente. Su perfil político comunista es indudable: se negó a recibir la Legión de Honor que le otorgaba Francia, pero aceptó ser distinguido con el Premio Stalin de la Paz, y también con el Premio Mundial de la Paz, igual que Pablo Neruda y Paul Robeson.

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Antes de instalarse definitivamente en París, en 1904, Picasso había hecho varias visitas a la capital francesa, viviendo durante meses, en el apartamento de Max Jacob o en el taller de Nonell, y su interés por el primitivismo en los primeros años del siglo XX, por el arte africano que se mostraba en el Trocadero, su aportación a la vanguardia pictórica, sus relaciones con Gertrude Stein, Matisse, Apollinaire, le abren nuevas perspectivas, alejadas de España, aunque vuelve a su país con frecuencia: en 1909, con Fernande Olivier, a Barcelona y Horta de Sant Joan; en 1910, de nuevo a Barcelona y Cadaqués; en 1913, con ocasión de la muerte de su padre, también a la capital catalana; en 1917, cuando permanece casi medio año en Barcelona, y se inspira desde la habitación del hotel Ranzini, donde se aloja su amante Olga Kholhlova, para pintar El paseo de Colón, donde se ve la columna del navegante, y el mástil en primer término con la bandera rojigualda que hoy nos parece tan estridente. En ese 1917, el pintor había viajado también a Roma, junto a Cocteau, visitando también Nápoles y Pompeya, cuando estaba trabajando en decorados para el ballet ruso de Serge de Diaghilev con música de Érik Satie, y allí conoció a Olga. Mientras tanto, ha ido madurando sus ideas políticas, que se harán cada vez más explícitas.

En 1931 se va a vivir a Boisgeloup, en Normandía, donde se instala en un castillo, aunque sigue frecuentando París: en 1937 organiza su taller en Grands Augustins, junto al Sena, allí donde verá a los nazis ocupar la capital francesa, y cuando su mundo y el de sus amigos parece derrumbarse para siempre. La última visita a España la hizo en el verano de 1934, viajando con su hijo Paul, entonces un muchacho de 13 años, y con Olga Khokhlova (con quien se había casado en 1918), de quien se separará unos meses después, en 1935. Recorren San Sebastián, Madrid, El Escorial, Toledo, Zaragoza, Barcelona, sin que Picasso pueda sospechar que nunca volvería a España. En Barcelona sigue viviendo su madre. Esos años treinta se convierten en una sucesión de duras pruebas para Picasso. En un pequeño ensayo, el inolvidable Mario de Micheli (muerto hace apenas un lustro, que fue durante muchos años el crítico de arte del diario comunista italiano L’Unità) situaba el clamoroso triunfo del pintor en los Estados Unidos al lado de la noticia de la muerte de su madre en Barcelona, el mismo año, en 1939. Sin embargo, la fecha de la muerte de su madre es tan confusa que ni siquiera los museos dedicados al pintor se ponen de acuerdo: el de Málaga aventura la fecha del 17 de enero de 1938, y el de Barcelona la sitúa en enero de 1939, aunque ambas instituciones coinciden en que el deceso fue en Barcelona. Por su parte, el diario barcelonés La Vanguardia, según daba cuenta en su edición del 23 de febrero de 1938, afirmaba que María Picasso había muerto el día anterior, en París, informando por ello del telegrama de condolencia que había enviado el presidente del Consejo, Juan Negrín, al pintor. En ese momento amargo de la muerte de su madre, Picasso es un hombre maduro de 57 años, con una larga trayectoria, célebre, a quien el gobierno republicano español había nombrado director del Museo del Prado, y su país padece una terrible guerra civil. Su posición política es muy clara, y tanto el gobierno republicano como los comunistas españoles lo saben.

En su juventud, Picasso se había inspirado en El Greco, en Van Gogh, Gauguin, y, después, le siguieron interesando los grandes artistas: “Nosotros, los pintores, somos los auténticos herederos, los que seguimos pintando. Somos los herederos de Rembrandt, Velázquez, Cézanne, Matisse”. Esas palabras suyas revelan su pasión por los maestros del pasado y su convicción de que él mismo formaba parte de una larga tradición artística que se reinventaba. No por ello cae en el academicismo, ni en la repetición mecánica, sin alma, de algunas obras que le conmueven. Su aportación al cubismo, su interés por los collages, por la actividad y las inquietudes de Matisse; por el surrealismo, aún sin participar en él, su inclinación por el trabajo de Juli González y por la escultura en hierro, la pasión por la litografía y el grabado, la cerámica, dan cuenta de la amplitud de su curiosidad y de su actividad, siempre a la búsqueda de nuevas facetas expresivas. Decía Picasso que si sus personajes de la época azul se iban alargando fue por influencia de El Greco, y es evidente que le interesaba mucho Ingres, como otros nombres de la gran tradición artística europea, pero, al mismo tiempo, sabía que tenía que recorrer otros caminos, y, por eso, fue tajante en su juicio: “La enseñanza académica de la belleza es errónea […] La belleza del Partenón, de las Venus, las Ninfas, los Narcisos, son todas mentira. El arte no es la aplicación de un canon de belleza sino lo que el instinto y el cerebro pueden concebir independientemente del canon […]” 

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En la exposición que organizó el Grand Palais de París, con el título de Picasso et les Maîtres, una de las más concurridas de las últimas décadas, podían verse algunas de las obras que interesaron al pintor español, en su diálogo constante con la tradición de los maestros. Recordemos unas cuantas. Allí estaba Retrato de un artista, del Greco: era Jorge Manuel Theotokopoulos, su hijo. Éste, aparece con gorguera, y está con el pincel en una mano y la paleta en la otra. En la interpretación que hace Picasso, en un cuadro que pintó en 1938, L’artiste devant sa toile, no aparece su hijo, sino él mismo; tiene el pincel y la paleta, pero no parece observar al espectador, prisionero de una mirada desviada. Un curioso Autorretrato con peluca, de 1897, pintado en Barcelona, estaba puesto en relación con el Retrato del artista, de Delacroix, de 1837, y con una alumna de Ingres, Madame G (?), que copia una pintura del maestro.
En su etapa de formación, Picasso copia a los grandes maestros: tuvo incluso la intención de vivir en Madrid para poder visitar con frecuencia el Museo del Prado, cuando estaba interesado sobre todo por El Greco, con apenas tenía dieciocho años. Recién llegado a Barcelona, con su familia, también le atrajo la moda del japonismo, que hacía furor entonces: el detalle de la pequeña japonesa dibujada en un croquis que se conserva en el Museu Picasso de Barcelona muestra el interés que le despertaba Hokusai y el arte japonés, como se ve también en Mujer y pulpo, de 1903, con el animal acariciando el sexo femenino. Esa inclinación llegó lejos: incluso la célebre actriz japonesa Sada Yako le encargó un cartel, como documentaba, entre otros hallazgos, la exposición del Museu Picasso barcelonés, Imágenes secretas. Picasso y la estampa erótica japonesa, y le llevaría después a coleccionar los grabados shunga, tan peculiares y explícitos. En sus años de aprendizaje hace estudios como el de la Venus de Milo, de 1895-96. Después, continuará teniendo en la retina los kuros griegos, la estatuaria de Grecia y Roma, los frescos de Pompeya, Ingres, el barroco; y tendrá presentes los desnudos, las Gracias, las bañistas, mujeres de toda condición; El Greco, Gauguin, Puvis de Chavannes, Cézanne, Renoir. Su curiosidad es inagotable.

El Saint Martin et le Mendiant, de El Greco, confrontado con Muchacho conduciendo un caballo, de Picasso, de 1905-06, dialoga en un silencio incierto y, al tiempo, deslumbrante. El pintor vivía entonces en el Bateau-Lavoir, en una etapa de estrecheces y miseria, también de camaradería y felicidad, hasta que se traslada al boulevard de Clichy, en 1909. Otros dos autorretratos de 1901, pintados por Picasso, merecen atención; en uno, está con camisa blanca y chalina; en el otro, lo vemos mirando de frente, oscuro, joven, infatigable. Esas pinturas están relacionadas con el cuadro de Rembrandt, Rembrandt au chevalet, de 1660, y con el lienzo de Gauguin, Portrait de Gauguin à la palette, de 1893-94. El Autorretrato de Goya, de 1783, gordo, mirando en escorzo, habla con el de Picasso, Autoportrait à la palette, de 1906, donde lo vemos con camisa blanca, mostrando esos ojos que anuncian ya los de Las señoritas de Avinyó. Y el cuadro de Cézanne, Retrato del artista, de 1873-76, barbudo, desgreñado, con mirada inquisitiva, en quien se habría inspirado el pintor español, con Las grandes bañistas, para realizar la célebre pintura de las prostitutas de la calle Avinyó. Y, también, con el Retrato del artista, de Poussin, atildado, con un gesto femenino, y ataviado con una prenda sobre los hombros: un pintor que influyó sobre David y Cézanne, y cuya traza llegó también a Picasso.

Dos desnudos llamaban la atención. Gósol, de 1906; y Los adolescentes, del mismo año, con un radical color rosado que domina los dos cuadros. Junto a ellos, Femme nue debout, de Cézanne, 1898-99, que tiene los brazos levantados y muestra su desnudez. Una pintura realizada medio siglo después, Femmes a la toilette, de 1956, se relaciona con Jeunes filles au bord de la mer, de 1879, de Puvis de Chavannes. También, con el impresionismo. La Coiffure, de Renoir, de 1900-01, donde vemos a una mujer que peina a otra que permanece sentada, desnuda, y que se detienen con levedad y respeto en la obra de Picasso Paris au Gósol, 1906, donde éste incorpora un niño y dispone vestida a la mujer a quien peinan, y mirándose en un espejo de mano.

Picasso no desdeñaba la influencia de autores poco conocidos, como el Ambroise Dubois, un pintor (de origen flamenco) de la segunda escuela de Fontainebleau, como puede verse en La toilette de Psyche. En la Baigneuse assire dans un paysage, llamada Eurydice, de Renoir, 1885-1896, asistimos a la conversación con las formas rotundas de la Gran bañista, de Picasso, de 1921, una mujer primitiva, robusta, soñadora. Y el Retrato de Benet Soler, realizado por Picasso en la Barcelona de 1903, nos lleva al Saint Jérôme en cardinal, de El Greco, de 1590-1600, aunque trescientos años cambian la posición y la mirada: mientras el santo de Theotokopulos es un hombre barbado, con la mano señalando las Escrituras, Benet Soler tiene una pipa entre los dedos y dos vasos ante sí. Al lado, estaba la Familia Soler, de 1903: en él, se ve a los cuatro niños y al matrimonio, y un perro, con la comida extendida en el suelo, incluido un conejo muerto, cuya ordenada escenografía parece sostener las formas solitarias de los dos pequeños lienzos del Aduanero Rousseau; uno, Retrato del artista, de 1902-03; el otro, Retrato de la segunda mujer de Rousseau, de 1903.

La Mater Dolorosa y La Visitación, de El Greco, y la Adoración del nombre de Jesús, también de El Greco, que recuerda al Entierro del Conde de Orgaz, pueden ponerse en evidente relación con el Entierro de Casagemas (evocación), de 1901, de Picasso, y también con que las que denominaba la exposición de París “pinturas negras”: son cabezas pintadas por Picasso durante un largo periodo, desde los años del desarrollo del cubismo sintético, en 1910-12, hasta algunas realizadas en los años setenta, como la Cabeza de hombre, de 1971. Su Retrato de Carles Casagemas, de 1899-1900, nos lleva al Retrato de un joven gentilhombre, de El Greco, realizado entre 1600 y 1610, y el Retrato de Jaime Sabartés, de 1939, donde su amigo lleva el cuello de El Greco, de la época; nos conduce al de Velázquez, Francisco Pacheco (maestro del pintor sevillano), de 1621-22. Ese Carles Casagemas es el camarada con quien compartió un estudio en la Barcelona de su juventud, en 1900, en la calle Riera de Sant Joan, 17.

A veces, rizando el rizo, puede confrontarse en el itinerario picassiano a un monarca con un ignorado personaje y ver el reflejo a través de una copia. El Retrato de un desconocido, hecho por el pintor español en Barcelona en 1899 (que podría ser el trapero Matías Albéniz o cualquiera de aquellos personajes de Els Quatre Gats), juega con el pequeño Retrato de Felipe IV, copia de Picasso del famoso Retrato de Felipe IV, de Velázquez. Algunos rasgos recuerdan al Retrato del doctor A. Tholinx, de Rembrandt, que se conserva en el Jacquemart-André, y que tal vez Picasso estudió, aunque no lo sabemos: es un cuadro oscuro, de un hombre viejo, con barbilla canosa, tocado con un gran sombrero que casi se confunde con el fondo, en la penumbra de la sala. O recuerda el Autorretrato de Van Dyck, del Hermitage de Leningrado: un joven, de cabello suelto, que interroga con la mirada.

El Demócrito de Ribera, de 1630; que lleva un papel en la mano, sonriente, pobre, nos conduce al Retrato de Ambroise Vollard, de Picasso, de 1910, cuando vive ya en París, que nos muestra ya una figura cubista, gris, recogida en sí misma. Y el Hombre con guitarra, de 1911-13, de Picasso, un cubismo vertical, con el San Francisco de Asís en su tumba, de Zurbarán, de 1630-34, una de las más terroríficas escenas del barroco europeo (y no escasean, precisamente) donde el santo Francisco, recogido en su hábito con capucha, sostiene entre las manos una calavera de brillos metálicos, dorados, inhumanos. Picasso observa los siglos transcurridos y es consciente de cómo la existencia desmedida confunde, agita y sedimenta el tiempo: “¿Ve a ese personaje pintoresco, de pelo rizado? Es Rembrandt. O quizá Balzac. […] Se trata de dos de los personajes que me obsesionan. Todo ser humano es toda una colonia, ¿lo sabía?”.

En los años sesenta del siglo pasado, Picasso se pone a estudiar a Rembrandt, y aparece en su pintura el Caballero del siglo de Oro, español, pero también holandés, ataviado con botas, capa, gola o gorguera, y con sombrero. Son las figuras picassianas que Malraux llamaría los “tarots”. En esos años, Picasso está volviendo a lo “español” (si es que algo puede denominarse así y permanecer en el tiempo), con enanos velazqueños y temas semejantes, extraídos de la convulsa, trágica y desbocada historia del país. Así, aparecen los sombreros anchos, las espadas, las gorgueras, entre una paleta de grises y azules, a veces rojos y verdes, con personajes que son casi como animalitos infantiles, osos de peluche, con grandes ojos negros, sentados, como vemos también en el Retrato del enano Sebastián de Morra, de Velázquez, de 1644, que puede ponerse en relación con el Matador saludando, de Manet, de 1866-67: es un torero racial, con patillas que le cubren la cara. A su vez, el Mosquetero con espada sentado, de Picasso, de 1969, es un grito rojo y negro que muestra perplejidad; y el Músico, de 1972, negro, impenetrable, habla a distancia con el Don Adrián Pulido Pareja, de 1647, de Juan Bautista Martínez del Mazo, un discípulo de Velázquez que se convirtió en su yerno.

En los años treinta y cuarenta, Picasso pinta variaciones, en la estela de Cranach y Grünewald, en dibujos y grabados. En los cincuenta, las variaciones siguen a Delacroix, a Velázquez, Manet. Su actividad es inagotable, pese a su avanzada edad: en Cannes, en 1957 y 1958, pese a que ya tiene casi ochenta años, pinta muchos cuadros, entre ellos cuarenta y cuatro Meninas, palomas, el retrato de Jacqueline. Después, trabaja el Rapto de las Sabinas, partiendo de Poussin y de David. Las Meninas, que regaló el pintor a Barcelona, y que se encuentran hoy en el museo Picasso de la ciudad, son una magnífica muestra del diálogo permanente con los maestros del pasado. En esos lienzos, la infanta María Margarita se multiplica, en una serie donde a veces Velázquez casi desaparece de su cuadro, como puede verse en el que Picasso pintó el 15 de septiembre de 1957, con un acusado color verde, africano, con rejas andaluzas, y con el perro convertido en un zorro; y, en otros, donde aparece a veces un Velázquez gigantesco, como el negruzco y blanco que pintó el 17 de agosto de 1957. Picasso crea a veces cuadros enormes, apresurados, hechos en un solo día, mientras sigue preocupado por la evolución política y los enfrentamientos de la guerra fría: en esos años cincuenta, es cuando pinta Masacre en Corea, a modo de denuncia de la intervención norteamericana en la península, tela para la que se inspira en el Goya de los fusilamientos de la montaña del Príncipe Pío.

La sección que el Grand Palais dedicó a los bodegones de la tradición española, (aunque también, en Francia, los hicieron Chardin y Cézanne, entre otros), acogía algunas singulares obras del pintor español. En 1939, por ejemplo, siguiendo a Goya, Picasso pinta cabezas de cordero, en un recordatorio de la violencia de la guerra civil española. Casi un cuarto de siglo después, en 1962, crea Gato y bogavante que nos remite a Delacroix, y los tres vasos de la pintura picassiana de 1908 recuerdan al Zurbarán de Naturaleza muerta (botes), de 1635-1664; como Las tres calaveras, de Cézanne, de 1898-1900, conducen al bodegón de Cráneo y jarra, de Picasso, de 1943: la muerte y el sexo; mientras que L’Arlésienne (Madame Ginoux), de Van Gogh, pintado en 1888, nos conduce al Retrato de Lee Miller en Arlésienne, pintado por Picasso en 1937; y La bebedora de Absenta, de Picasso, de 1901; lleva al Degas de En un café de absenta, de 1875-76, una escena de café con dos personajes, con el mármol de las mesas cortando la escena. A veces, la relación es transparente, como con Las señoritas de la orilla del Sena, de Courbet, de 1857, y el Picasso del mismo título, de 1950. En otras, contrasta el modelo con la versión picassiana, como en la exuberante Lola de Valencia, de Manet, de 1862, donde vemos a la mujer con el traje floreado, la mantilla y el abanico en la mano, en una escena que remite a una España romántica de toreros, alegría y pasión, en aparente, sólo aparente, oposición con el Fernande con mantilla negra, de Picasso, de 1905-06, que es negro y triste.

En los retratos, Picasso abandona las pautas tradicionales de representación, rompiendo, desfigurando los rostros. Así, continúa su diálogo con la tradición: la Fernande con mantilla, de 1905, remite al Goya de la severa figura de La condesa del Carpio; y La bebedora de ajenjo picassiana, de 1901, lleva al Degas de El ajenjo, de 1875. Otros retratos conducen al espectador a Ingres, a Van Gogh, a Manet, incluso al aduanero Rousseau. Y al Courbet de las señoritas que posan adormecidas, soñadoras. Así, La condesa del Carpio, de Goya, y el severo Retrato de mujer, de Rousseau, de 1895, junto con el alegre Nana, de Manet, de 1877, donde se ve a una mujer coqueta, risueña, están entre los orígenes de algunos de los retratos de Picasso. (Esa otra Nana, del Zola que se pelearía con Cézanne, fijándolo en uno de sus personajes como un pintor fracasado, se publicó poco después, en 1879). Y los desnudos: Picasso se inspira en la Venus recreándose en el amor y la música, de Tiziano; en la Mujer bañándose, de Rembrandt; en La Maja desnuda, de Goya; en La odalisca, de Ingres; en fin, en la Olympia, de Manet, en esa atrevida y al tiempo pudorosa Olympia, que se muestra pero, a la vez, se cubre el pubis con la mano, mientras la sirvienta negra le lleva flores. Picasso juega con Manet, y cambia la postura de Olympia, y dispone al gato negro sobre la cadera de la mujer; haciendo que la sirvienta y las flores desaparezcan. Picasso titula su obra Nu couché jouant avec un chat, que pinta en dos días, en 1964.

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Ese es el Picasso que bebe de la tradición, que trastorna, revuelve, interroga, saquea a los grandes maestros, que revoluciona la herencia de la mejor pintura europea, mientras participa en las trascendentales luchas políticas de la posguerra, atento a acompañar la apuesta revolucionaria de las organizaciones obreras, a seguir empeñado en la lucha antifranquista impulsando campañas de solidaridad, mostrando su militancia comunista en los años duros de la guerra fría, y ello no pasa inadvertido, desde Moscú hasta Washington. La dictadura fascista española era muy consciente de la significación política de Picasso y de la relevancia mundial de su nombre: no en vano el Museo Picasso de la barcelonesa calle Montcada fue llamado en sus primeros años Colección Sabartés, para intentar ocultar, en vano, el nombre del comunista Picasso, aunque ya hubiesen pasado más de veinte años desde el final de la guerra civil.

En su trayectoria, está el recuerdo de la tierra perdida, la tempestad política del siglo XX, el aliento hostil de la guerra y de la destrucción, el yugo del fascismo y el rostro infame de la dictadura española, la espuma sangrienta del capitalismo triunfante que amenazaba, y amenaza, al mundo, y el anhelo humanitario de la paz, junto a los maestros y la revolución, que, con él, iban de la mano. Por eso, en octubre de 1944, en una entrevista con la prensa norteamericana, Picasso explicaba las razones de su militancia comunista: “Sí, tengo conciencia de haber luchado siempre a través de mi pintura, como un verdadero revolucionario. Pero ahora he comprendido que esto no basta; estos años de represión terrible me han demostrado que debo combatir no solamente con mi arte, sino con toda mi fuerza. Y, así, me he acercado al Partido Comunista sin dudar un instante, pues, en el fondo, he estado con él desde siempre. Aragon, Éluard, Cassou, Fougeron, todos mis amigos lo saben bien; si no me he adherido oficialmente antes ha sido por algo parecido al candor, porque yo creía que mi obra, mi adhesión de corazón eran suficientes, pero ya entonces era mi partido. ¿No es este el que más trabaja a favor de conocer y construir el mundo, de hacer a los hombres de hoy y de mañana más lúcidos, más libres, más felices? ¿No son los comunistas quienes han mostrado mayor coraje tanto en Francia como en la URSS, o en mi España? ¿Cómo habría podido dudar? ¿Miedo a comprometerme? ¡Si, al contrario, nunca me he sentido más libre, más completo! Y, además, tenía tanta urgencia por reencontrar una patria: siempre he sido un exiliado, ya no lo soy más: a la espera de que España pueda por fin acogerme, el Partido Comunista Francés me ha abierto los brazos, y allí he encontrado a cuantos más estimo, los más grandes sabios, los más grandes poetas, y todos esos rostros de insurgentes parisinos, tan bellos, que vi durante las jornadas de agosto, ¡estoy de nuevo entre mis hermanos!”
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