viernes, 15 de junio de 2012

ALEJANDRA PIZARNICK

Alejandra Pizarnik
Nació en Buenos Aires, el 29 de Abril de 1936, en una familia de inmigrantes de europa oriental. Estudió filosofía y letras en la Universidad de Buenos Aires y, mas tarde, pintura con Juan Batlle Planas. Entre 1960 y 1964, Pizarnik vivió en París donde trabajó para la revista "Cuadernos" y algunas editoriales francesas, publicó poemas y críticas en varios diarios, tradujo a Antonin Artaud, Henri Michaux, Aimé Cesairé, e Yves Bonnefoy, y estudió historia de la religión y literatura francesa en la Sorbona. Luego de su retorno a Buenos Aires, Pizarnik publicó tres de sus principales volúmenes, "Los trabajos y las noches", "Extracción de la piedra de locura" y "El infierno musical", así como su trabajo en prosa "La condesa sangrienta". En 1969 recibió una beca Guggenheim, y en 1971 una Fullbright. El 25 de septiembre de 1972, mientras pasaba un fin de semana fuera de la clínica siquiátrica donde estaba internada, Pizarnik murió de una sobredosis intencional de seconal. 

LA ENAMORADA

esta lúgubre manía de vivir 
esta recóndita humorada de vivir 
te arrastra alejandra no lo niegues. 

hoy te miraste en el espejo 
y te fue triste estabas sola 
la luz rugía el aire cantaba 
pero tu amado no volvió 

enviarás mensajes sonreirás 
tremolarás tus manos así volverá 
tu amado tan amado 

oyes la demente sirena que lo robó 
el barco con barbas de espuma 
donde murieron las risas 
recuerdas el último abrazo 
oh nada de angustias 
ríe en el pañuelo llora a carcajadas 
pero cierra las puertas de tu rostro 
para que no digan luego 
que aquella mujer enamorada fuiste tú 

te remuerden los días 
te culpan las noches 
te duele la vida tanto tanto 
desesperada ¿adónde vas? 
desesperada ¡nada más!
(Alejandra Pizarnik, de La última inocencia, 1956)

SALVACIÓN

Se fuga la isla 
Y la muchacha vuelve a escalar el viento 
y a descubrir la muerte del pájaro profeta 
Ahora 
es el fuego sometido 
Ahora 
es la carne 
    la hoja 
    la piedra 
perdidos en la fuente del tormento 
como el navegante en el horror de la civilación 
que purifica la caída de la noche 
Ahora 
la muchacha halla la máscara del infinito 
y rompe el muro de la poesía.

FRAGMENTOS PARA DOMINAR EL SILENCIO

Las fuerzas del lenguaje son las damas solitarias, desoladas, que cantan a través de mi voz que escucho a lo lejos. Y lejos, en la negra arena, yace una niña densa de música ancestral. ¿Dónde la verdadera muerte? He querido iluminarme a la luz de mi falta de luz. Los ramos se mueren en la memoria. La yacente anida en mí con su máscara de loba. La que no pudo más e imploró llamas y ardimos. 

II

Cuando a la casa del lenguaje se le vuela el tejado y las palabras no guarecen, yo hablo. 
Las damas de rojo se extraviaron dentro de sus máscaras aunque regresarán para sollozar entre flores. 

No es muda la muerte. Escucho el canto de los enlutados sellar las hendiduras del silencio. Escucho tu dulcísimo llanto florecer mi silencio gris. 

III

La muerte ha restituido al silencio su prestigio hechizante. Y yo no diré mi poema y yo he de decirlo. Aún si el poema (aquí, ahora) no tiene sentido, no tiene destino.

(Alejandra Pizarnik, de La extracción de la piedra de la locura, 1968)

LA VIRGEN DE HIERRO

Había en Nüremberg un famoso autómata llamado la "Virgen de Hierro". La condesa Báthory adquirió una réplica para la sala de torturas de su castillo de Csejthe. Esta dama metálica era del tamaño y del color de la criatura humana. Desnuda, maquillada, enjoyada, con rubios cabellos que llegaban al suelo, un mecanismo permitía que sus labios se abrieran en una sonrisa, que los ojos se movieran. 
La condesa, sentada en su trono, contempla. 
Para que la "Virgen" entre en acción es preciso tocar algunas piedras preciosas de su collar. Responde inmediantamente con horribles sonidos mecánicos y muy lentamente alza los blancos brazos para que se cierren en perfecto abrazo sobre lo que esté cerca de ella --en este caso una muchacha. La autómata la abraza y ya nadie podrá desanudar el cuerpo vivo del cuerpo de hierro, ambos iguales en belleza. De pronto, los senos maquillados de la dama de hierro se abren y aparecen cinco puñales que atraviesan a su viviente compañera de largos cabellos sueltos como los suyos. 
Ya consumado el sacrificio, se toca otra piedra del collar: los brazos caen, la sonrisa se cierra así como los ojos, y la asesina vuelve a ser la "Virgen" inmóvil en su féretro.
(Alejandra Pizarnik, de La condesa sangrienta, 1971)

TORTURAS CLÁSICAS

Salvo algunas inferencias barrocas --tales como la "Virgen de hierro", la muerte por agua o la jaula-- la condesa adhería a un estilo de torturar monótonamente clásico que se podría resumir así: 
Se escogían varias muchachas altas, bellas y resistentes --su edad oscilaba entre los 12 y los 18 años-- y se las arrastraba a la sala de torturas en donde esperaba, vestida de blanco en su trono, la condesa. Una vez maniatadas, las sirvientas las flagelaban hasta que la piel del cuerpo se desgarraba y las muchachas se transformaban en llagas tumefactas; les aplicaban los atizadores enrojecidos al fuego; les cortaban los dedos con tijeras o cizallas; les punzaban las llagas; les practicaban incisiones con navajas (si la condesa se fatigaba de oír gritos les cosían la boca; si alguna joven se desvanecía demasiado pronto se la auxiliaba haciendo arder entre sus piernas papel embebido en aceite). La sangre manaba como un geiser y el vestido blanco de la dama nocturna se volvía rojo. Y tanto, que debía ir a su aposento y cambiarlo por otro (¿en qué pensaría durante esa breve interrupción?). También los muros y el techo se teñían de rojo. 
No siempre la dama permanecía ociosa en tanto los demás se afanaban y trabajaban en torno a ella. A veces colaboraba, y entonces, con gran ímpetu, arrancaba la carne --en los lugares más sensibles-- mediante pequeñas pinzas de plata, hundía agujas, cortaba la piel de entre los dedos, aplicaba a las plantas de los pies cucharas y planchas enrojecidas al fuego, fustigaba (en el curso de un viaje ordenó que mantuvieran de pie a una muchacha que acababa de morir y continuó fustigándola aunque estaba muerta); también hizo morir a varias con agua helada (un invento de su hechicera Darvulia consistía en sumergir a una muchacha en agua fría y dejarla en remojo toda la noche). En fin, cuando se enfermaba las hacía traer a su lecho y las mordía. 
Durante sus crisis eróticas, escapaban de sus labios palabras procaces destinadas a las supliciadas. Imprecaciones soeces y gritos de loba eran sus formas expresivas mientras recorría, enardecida, el tenebroso recinto. Pero nada era más espantoso que su risa. (Resumo: el castillo medieval; la sala de torturas; las tiernas muchachas; las viejas y horrendas sirvientas; la hermosa alucinada riendo desde su maldito éxtasis provocado por el sufrimiento ajeno.) 

 ... sus últimas palabras, antes de deslizarse en el desfallecimiento concluyente, eran: "Más, todavía más, más fuerte!" 

No siempre el día era inocente, la noche culpable. Sucedía que jóvenes costureras aportaban, durante las horas diurnas, vestidos para la condesa, y esto era ocasión de numerosas escenas de crueldad. Infaliblemente, Dorkó hallaba defectos en la confección de las prendas y seleccionaba a dos o tres cupables (en ese momento los ojos lóbregos de la condesa se ponían a relucir). Los castigos a las costureritas --y a las jóvenes sirvientas en general-- admitían variantes. Si la condesa estaba en uno de sus excepcionales días de bondad, Dorkó se limitaba a desnudar a las culpables que continuaban trabajando desnudas, bajo la mirada de la condesa, en los aposentos llenos de gatos negros. Las muchachas sobrellevaban con penoso asombro esta condena indolora pues nunca hubieran creído en su posibilidad real. Oscuramente, debían de sentirse terriblemente humilladas pues su desnudez las ingresaba en una suerte de tiempo animal realzado por la presencia "humana" de la condesa perfectamente vestida que las contemplaba. Esta escena me llevó a pensar en la Muerte --la de las viejas alegorías; la protagonista de la Danza de la Muerte. Desnudar es propio de la Muerte. También lo es la incesante contemplación de las criaturas por ella desposeídas. Pero hay más: el desfallecimiento sexual nos obliga a gestos y expresiones del morir (jadeos y estertores como de agonía; lamentos y quejidos arrancados por el paroxismo). Si el acto sexual implica una suerte de muerte, Erzébet Báthory necesitaba de la muerte visible, elemental, grosera, para poder, a su vez, morir de esa muerte figurada que viene a ser el orgasmo. Pero, ¿quién es la Muerte? Es la Dama que asola y agosta cómo y dónde quiere. Sí, y además es una definición posible de la condesa Báthory. Nunca nadie no quiso de tal modo envejecer, esto es: morir. Por eso, tal vez, representaba y encarnaba a la Muerte. Porque, ¿cómo ha de morir la Muerte? 
Volvemos a las costureritas y a las sirvientas. Si Erzébet amanecía irascible, no se conformaba con cuadros vivos, sino que: 
A la que había robado una moneda le pagaba con la misma moneda... enrojecida al fuego, que la niña debía apretar dentro de su mano. 
A la que había conversado mucho en horas de trabajo, la misma condesa le cosía la boca o, contrariamente, le abría la boca y tiraba hasta que los labios se desgarraban. 
También empleaba el atizador, con el que quemaba, al azar, mejillas, senos, lenguas... 
Cuando los castigos eran ejecutados en el aposento de Erzébet, se hacía necesario, por la noche, esparcir grandes cantidades de ceniza en derredor del lecho para que la noble dama atravesara sin dificultad las vastas charcas de sangre.
(Alejandra Pizarnik, de La condesa sangrienta, 1971)
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