Los artistas actuales suelen escamotear en su obra la presencia de lo característico, de lo "propio’, de lo más hondamente enraizado en las esencias tradicionales del lugar que los ha nutrido y en el cual realizan esa obra, diciendo que son cosas secundarias, que no atañen al arte puro y que deben quedar relegadas a los folkloristas, albergue de curiosidades. Al proceder así, entregan a manos incapaces de una valoración plástica superior, y cuya labor -por muchos motivos laudable y por muchos sospechosa o ingenua- se limita a una esfera espiritual bastante pobre, un tesoro, un inmenso tesoro enriquecido a lo largo de las centurias, cuyo verdadero sentido se pierde o por lo menos se falsea, pues sus inesperados dueños (meros clasificadores dentro de humildes vitrinas, para quienes nada significa la "inspiración" que ese tesoro encierra, y en consecuencia su vivencia permanentemente vivificadora) disfrazan el metal duro y vibrante bajo los embadurnamientos pintorescos, hasta que la primitiva máscara de oro parece una máscara carnavalesca de cartón.
Es curioso observar que muchos artistas, creadores de belleza, intérpretes de lo más profundo, han renunciado con orgulloso desdén a esos fundamentalísimos materiales -y a la misión que les plantea su capacidad de exaltarlos al nivel de obra estética- en momentos en que doquier, en el mundo entero, florecen los nacionalismos. Dijérase que esos artistas contemporáneos responsables consideran que la jerarquía del mensaje que por su condición están obligados a transmitirnos es tal, que todo lo que aluda a temas y asuntos que no sean universales carece de la nobleza e importancia ineludibles para solicitar su atención.
¿Reaccionan así, oponiendo la visión vasta, despojada y deshumanizada de un mundo que ignora las fronteras y que sólo en la abstracción no figurativa halla campo digno para sus preocupaciones, frente a la totalitaria ceguera de quienes se empeñan en otorgar a lo nacional, cueste lo que cueste, una arbitraria y agresiva transcendencia? ¿Acaso, si es grave el riesgo que entraña la cultura dirigida, chauvinista, que se obstina en afirmar que únicamente lo made in el país cuya cultura se dirige merece que nos ocupemos de enaltecerlo y difundirlo, no es grave también, y muy grave, la opuesta actitud que se encastilla para robustecer su resistencia frente a esa coartación, en un plano que entre otros males puede acarrear el de la despersonalización del artista que abdica de su sangre, su medio y su atmósfera, confundiéndolo en una masa diluída, cada vez más uniforme -a pesar de su aparente diversidad-, a medida que transcurre el tiempo y a medida que la tendencia de ir a lo universal -y aún a lo
cósmico- se intensifica? ¿No le corresponde al artista auténtico
-que es, por descontado, el único que tenemos en cuenta al formular estos interrogantes- buscar una fórmula que contemple la posibilidad de reelaborar lo "suyo" hasta elevarlo a un orden que está más allá de las relativas fronteras?
Claro que no es nada fácil -y hasta muy díficil- conseguirlo. Entonces, como dijimos arriba, se prefiere escamotearlo. Pero no es justo hacerlo. Tenemos que pagar lo que debemos a lo nuestro, a lo que nos ha formado.
Aquí, en el Río de la Plata, los que han recorrido ese camino arduo y han llegado con éxito a la meta son pocos. ¿Cómo no recordar, por lo pronto, a Figari, pintor de su época, plástico vecino de Bonnard, de Vuillard y de Anglada Camarassa, y conservador emotivo de lo fundamentalmente nuestro? Que el fantasmón de la "anécdota" -espantapájaros alzado por los débiles para alejar a las aves de diestro canto- no asuste a los artistas verdaderos. Lo primero es ser pintor: un verdadero pintor se mueve con tanta holgura en el aire de la "anécdota" como en los espacios del arte concreto. Sólo que ahora (ahora, porque la moda es el peor tirano) resulta mucho más cómodo hacer de lado a la "anécdota", relegarla en la utilería teatral del siglo XIX, y volar majestuosamente con geométricas líneas y puntos -no siempre legítimos- por una estratósfera en la que los accidentes son raros. Y además no confundamos.., una cosa es la "anécdota" en la acepción menospreciadora que los críticos dan al vocablo (la "anécdota" del cardenal que visita a una marquesa en los cuadros increíbles de Sánchez Barbudo y de Villegas) y otra el afán de conferir categoría estética, sin renunciar a ninguna, a absolutamente ninguna de las exigencias rígidas que impone la obra de arte, a los temas profundamente nuestros, y más aún, a descubrir, empleando para ello la lucidez poética del artista, esos temas y esas esencias que configuran nuestra fisonomía, nuestro sello, nuestra identidad.
Por ese rumbo ha indagado Pedro Figari. Por él han andado también Miguel Carlos Victorica, Héctor Basaldúa, Horacio Butler, Raúl Soldi... y Gertrudis Chale y Caribé... teniendo en cuenta lo nuestro, pero sin apartar las miras, ni un segundo, de la pintura, de lo que debe ser la pintura y que pasa antes que nada... En ese mismo sector -al cual pertenecen las primeras manifestaciones de Miguel Ocampo y al cual seguramente regresará enriquecido por sus notables experiencias «concretas"- se ubica el rosarino Leónidas Gambartes.
Gambartes ha visto al mundo que lo rodea como un espectáculo de magia, de brujería. Y ha entrado en él sin temor. En Buenos Aires, altos muros de cemento y de cosmopolitismo destierran a América de las calles afiebradas en las que se alinea el lujo de los escaparates internacionales. A América no se la siente aquí. Las grandes metrópolis, cuando carecen de monumentos antiguos que atestiguan la permanencia de lo histórico, se parecen entre sí y parecen situadas allende los países, en una zona propia extranacional, en la que todas las naciones convergen con su estrépito múltiple. Pero, no bien salimos de Buenos Aires para internarnos en la pampa en uno de esos trenes que enhebran estaciones taciturnas, o no bien remontamos los ríos solemnes hacia las selvas del norte, o nos dirigimos hacia la cordillera colosal o hacia las nieves y los lagos mitológicos del sur, advertimos que nos acecha el misterio, que la Arnérica enorme y secreta está ahí, que sigue ahí, a las puertas de la capital, a pesar de los "chalets" y las estaciones de servicio de nafta las canchas de tenis y los aristocráticos clubes de pesca y los colectivos y ómnibus, sembrados a través de la república, que no consiguen tranquilizarnos, porque América -la América enorme y secreta, con sus milenarias razas impenetrables y su magia y su telurismo- sigue ahí, y su presencia se palpa en los ranchos monótonos y en la contenida emoción del paisaje desmesurado.
Gambartes ha captado esa presencia abrumadora. Cuando oyó el llamamiento de la pintura y comprendió que ése era su medio expresivo, comprendió también que lo que debía expresar era ese enigma. La gente que lo rodeaba era ensimismada, hablaba poco, pero en torno flotaba, como un aura, el resplandor de un misterio que es el misterio americano. Se aproxime a esa gente tallada en piedra dura, roqueña, para recoger su mensaje. Y el mensaje extraño fluyó sobre su pintura. Son voces remotas, venidas del fondo del tiempo, y por eso mismo casi inaudibles. Voces que se mezclan con otras voces, en la bruma lejana.
Sin proponérselo, mientras transmitía el mensaje callado, Gambartes lo vinculó con otros mensajes que se adunan con la esencia de los pueblos, porque lo muy viejo termina por parecerse al llegar a la suprema simplificación inicial. Pompeya y los etruscos y Bizancio, el hieratismo hermético, están más cerca de esos seres que Buenos Aires, que lo que podemos sentir en Buenos Aires. Gambartes lo vio con claridad. Y sus carpetas se fueron colmando de imágenes arcanas, obsesionates, que proclaman la infinita vetustez de nuestro país aparentemente tan nuevo.
Pompeya y los etruscos.., y Picasso y Campigli. Nuestro Leónidas Gambartes es un pintor contemporáneo que se sitúa resueltamente en las filas avanzadas. Y simultáneamente es un arcaico, un primitivo, cuya parábola plástica se ensancha por encima del tiempo. Sobrio como los personajes que interpreta, pleno como los artistas ilustres que, siendo tan personal, evoca, hace llegar hasta nosotros (al poseer las dos condiciones básicas imprescindibles: la de ser un artista actual y la de ser un catador de lo que nutre las raíces de nuestro suelo) el sopo nigromántico. lírico -y por momentos terrible- que nació junto a las autóctonas hogueras supersticiosas.
En sus cromos al yeso, que de repente logran la vibración luminosa de los mosaicos, por el temblor de infinitos puntos blancos, o que sugieren con su rayado y raspado y con la concepción de su estructura la calidad de la pintura "desenterrada", de los antiquísimos muros decorados con trozos de frescos, desfila una multitud oscura y dramática: mujeres de páramo, brujas, hombres-amuletos, hombres-huacos... Avanzan envueltos en un aire inquietante e inmóvil que los deforma, que les alarga o achata las cabezas, que los aplasta hasta transformarlos en piedras cuadradas, que los alza en la desolación del paisaje como menhirs o totems. Nada falta allí y nada sobra. Como las leyendas de las cuales preceden, como la savia que los alimenta, son simples y, puros.
Los insensibles ante la incógnita que nos circunda, los que van por la vida con una bovina indiferencia, y también los insensibles frente al esoterismo de la pintura actual, se encogerán de hombros ante las obras de Gambartes, o se pondrán furiosos y gritarán que ésas son caricaturas, que esos rostros monstruosos no tienen nada que ver con la realidad. Lo harán porque no comprenden lo más digno de admiración dentro de la tarea llevada a cabo por Gambartes, o sea, la transposición de un misterio -el misterio de la vida y de la muerte, con todo lo que entraña de pavoroso- a otro misterio -el misterio de la pintura de hoy, con todo lo que implica de sutil. Los personajes de Gambartes son monstruosos porque es monstruoso lo que alrededor de nosotros atisba, invisible y amenazante. Y así como ellos están metidos en el paisaje, hundidos en él, el paisaje se mete y hunde en ellos para dar forma a una sola masa mineral y vegetal.
Una concepción tan penetrante como la de Leónidas Gambartes tenía que vincularlo con la de los primitivos. Para él, como para ellos, lo accesorio cae en pedazos y se borra, dejando sitio únicamente a lo esencial, al duro esquema, pues así lo impone su doloroso afán de atraer a la superficie, del subterráneo en el cual se escondían, hoscas, esas ideas elementales, esos principios con los cuales construye la inescrutable naturaleza.
Lo mismo que Picasso, ha ido al origen de la forma. Y su forma, su hombre y su mujer son mucho más que un hombre y una mujer: son recios cántaros de rugosa arcilla en los que se vuelca un contenido secreto, tan poderoso que moldea al cántaro y lo hincha como si todo lo que hay encerrado allí dentro quisiera escapar. Por ello, esas mujeres-rocas de Gambartes; por ello, esos hombres de jaspe y de obsidiana, esos ídolos plenos.
Gambartes nos brinda con su obra un ejemplo de rara jerarquía. Es dueño, al mismo tiempo, de una fuerza vital impresionante y de una delicadeza conmovedora, realmente poética. Sabe moverse en el mundo de las ideas estrictas (el mundo en el que el mal tiene una faz y una faz el bien) y decantarlo y transvasarlo a un mundo de colores bajos, que se responden como voces graves, del cual está proscripto el alarido cromático porque lo que hay que transmitir es tan imponente que exige el tono ritual, monocorde, de la salmodia.
Artista de hoy, de ayer y de mañana, suma su nombre a los de los artistas argentinos -y extranjeros- efectivamente perdurables. No se puede estar delante de una de composiciones severas, inexorables, sin dejarse arrastrar por ella, sin entrar en ella, en su tensa atmósfera que comunica algo, patético y digno, incorrupto e inspirado, que debemos calificar de religioso. (*)
(*) Publicado en el libro Gambartes, Buenos Aires, Ediciones Bonino, 1954.
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