Un niño siempre es un extranjero para los padres que lo reciben –advierte el autor de esta nota–, pero a muchos niños hoy se les atribuye no ya la figura del extranjero, sino la del extraterrestre o la del salvaje, y “en éstas, el carácter inquietante de la extranjeridad infantil se desliza hasta convertirse en una extrañeza imposible de reconocer o metaforizar”.
Tomado del diario Página 12 del día de la fecha
Por Leandro de Lajonquière *
Cierta vez, en 2003, durante un seminario que dicté en la Universidad de Brasilia, alguien comentó que le había preguntado a un niño: “¿Qué es la infancia?”. El niño, de unos diez años, respondió: “La infancia es eso de lo que hablan los adultos cuando recuerdan que fueron niños”. En 2004, en un curso de posgrado en la Universidad Nacional del Comahue, comenté aquella pregunta, y una alumna se la formuló a su hija, de ocho años, que le contestó: “Esa no es una pregunta que se le haga a un niño”. En estas respuestas, los niños niegan poseer aquello que, según suponen los adultos, tienen: el saber sobre la infancia. Los niños señalan que, al contrario de lo que se imagina, los adultos son los que poseen ese saber. El primer niño afirmó que el adulto es el que hace existir a la infancia en su habla y, por lo tanto, posee un saber acerca de ella; la infancia es del orden de un relato adulto. La segunda niña califica la pregunta como inadecuada para los menores, implicando que única y exclusivamente debería ser hecha a los adultos. La pregunta adulta, en cambio, presupone la existencia de un nexo connatural entre “ser niño” y la infancia.
Se ha tornado un hábito intelectual hacer referencia a la infancia como invención social, en relación con la polémica abierta por el ya clásico trabajo de Philippe Ariès sobre el surgimiento del “sentimiento de infancia”. (L’enfant et la vie familiale sous l’Ancien Régime; 1973). Si la infancia es una invención social, con fecha de aparición más o menos precisa, se entiende que entre los niños y la infancia no haya una relación natural y dada para siempre. Otras investigaciones han recordado esa falta de connaturalidad, pero no para señalar la “invención” de la infancia sino, por el contrario, su posible desaparición. Es lo que sentencia, por ejemplo, el norteamericano Neil Postman, (The disappearance of childhood; 1982), refiriéndolo a la utilización masiva de medios electrónicos de comunicación como el telégrafo, primero, y la televisión, tiempo después, que habrían desplazado el lugar de la escritura y sus secretos en nuestras vidas. Son numerosas las tesis acerca del origen y de los factores responsables, tanto por el surgimiento como por la desaparición del sentimiento de infancia o directamente de la infancia, a veces calificada como moderna, a veces como simple infancia.
Si vuelvo a recordar ese debate histórico y sociológico –que da cuenta de la historicidad de las formas subjetivas– es para señalar la falta de connaturalidad entre lo que se entiende por infancia –sea ésta lo que fuere– y, por otro lado, los niños. Más aún, lo hago con el fin de considerar que esto enmascara el hecho de que ningún niño posee una infancia pues, paradójicamente, sólo un adulto “puede” tener una infancia, en tanto que infancia perdida.
La infancia no es un mal necesario, ni una condición próxima a lo animal, ni un simple pecado, ni menos aún una fuente de errores, como sostiene la tradición inaugurada por Platón, recuperada por San Agustín y remozada por Descartes. Tampoco es un precipitado de sinceridades o de bondades naturales. No se trata de invertir una vez más el platonismo, en la senda que ya había abierto Jean-Jacques Rousseau. Se trata de pensar la infancia más allá del registro habitual de edad natural de la vida o de humanidad preformada, pasible de padecer representaciones sociales diversas, según la época y la geografía, ya sea para ser preservada, ya sea para superarla.
El psicoanálisis subvierte, y tal vez sólo él lo permita, el paradigma inherente a las clásicas psicologías del desarrollo, que reducen el devenir infantil al progreso más o menos ineluctable de un saber natural.
La materia prima para la producción de la infancia es el infans: cría privada de habla, humanamente indeterminada a la vez que imposibilitada de ser animal. En suma, infans es el nombre de una indeterminación biológica muda.
El hecho de que no hemos sido siempre hablantes, de que hemos atravesado la condición de infans, hace de la infancia una experiencia singular, propia de la cría sapiens y ajena a las máquinas y a los animales. La cría sapiens es lanzada al lenguaje, pero aun así tiene que ser capturada por él, tiene que ser sujetada. Cierto que la captura no es total, y eso en dos sentidos. Por un lado, el lenguaje es capaz de armar circuitos neuronales, pero no trasmuta la naturaleza orgánica de la célula en la “materialidad sutil” del lenguaje –al decir de Lacan–; por otro lado, se instala una diferencia en el seno del lenguaje, bajo la forma de quiasmo entre lengua y habla.
Sobre la indeterminación del infans, la educación instituye un tiempo de infancia como una especie de cuarentena más o menos prolongada, a veces en bloque, o según proporciones diversas, de acuerdo con la historia, la geografía, la clase social, etc. del mundo adulto del trabajo, de la política y del sexo.
La demanda educativa produce una infancia trifásica: 1) la infancia como tiempo de espera; 2) la infancia como un conjunto de operaciones lingüísticas o realidad psíquica; 3) lo real de la infancia o suplemento infantil que, escindiendo la realidad psíquica producida, abre el conjunto de operaciones a la sobredeterminación. Ese resto infantil no cesa de no inscribirse y, por lo tanto, relanza sobre sí mismo el proceso instituyente de una infancia singular en una historia.
La infancia no es una sustancia psíquica prelingüística. Es –para retomar la tesis de Giorgio Agamben en Infancia e historia– la propia experiencia de la trascendencia del lenguaje.
La infancia es objeto de inflexiones múltiples e históricas. El hecho de que tratemos todas las infancias producidas como si fuesen La Infancia en singular es prueba del carácter universal y natural soñado para la infancia moderna. Tal vez sea por eso que toda diferencia es considerada ya sea como invención de La Infancia, ya sea como su desaparición.
El extranjero
Un niño está en brazos de su madre y, aunque no sea el inicio absoluto de casi nada, pues la historia ya estaba en curso, allí se instala la posibilidad de una diferencia entre un antes y un después. Ahora, esa señora junto a un señor, también de turno, se enfrentan con el hecho de aceptar, o no, ser los padres de ese pequeño que llega al mundo siempre más o menos extranjero en relación con aquellos que lo habitan desde hace tiempo. Los bebés duermen de día, son más sociables por las noches, lloran por cosas que los grandes no entienden, hacen todo tipo de muecas, hablan una lengua que no parece fácil de entender, entre otras cosas medio raras para una vida adulta cotidiana y familiar.
Que un niño sea recibido en el seno familiar como si fuese un extranjero no es equivalente a que lo sea como si fuese un extraterrestre o un salvaje. Freud (“Lo siniestro”) afirmaba que la extranjeridad puede ser inquietante al implicar el inesperado retorno de algo que alguna vez fue familiar. La llegada del recién nacido a un mundo adulto, que ya se ha hecho familiar, se reviste de una inquietante extranjeridad, pues da cabida al retorno inesperado de la condición infantil, que supuestamente han superado los adultos de turno. El niño puede ser acogido como testimonio de la castración del mundo adulto –de la castración del Otro–, y de ese modo se abre la posibilidad de instalar un proceso de familiarización del recién llegado. Pero el nacimiento del niño puede, a contramano de la familiaridad, dar lugar a la figuras disjuntas de la extraterritorialidad y la salvajería. En éstas, el carácter inquietante de la extranjeridad infantil se desliza hasta convertirse en una extrañeza imposible de reconocer o metaforizar.
Entre el individuo considerado como un salvaje y aquel que se tiene por civilizado se busca mantener una buena distancia. Si se lo considera un buen-salvaje, entonces se querrá estudiarlo de manera minuciosa y científica para, de ese modo, conocer la exacta medida de la diferencia que hay entre ambos y, así, borrar el extraño misterio que anima a uno y angustia al otro. Recordemos la trampa pedagógica que constituyó la educación de Víctor de Aveyron (N. de la R.: niño que, tras vivir parte de su infancia desnudo en los bosques, fue capturado, en 1797, y exhibido; escapó poco después). Ahora bien, cuando se trata de un mal-salvaje, el civilizado intentará librarse de la temeraria extrañeza organizando una campaña de exterminio. Recordemos, entre otros, el exterminio de los indios en la Conquista del Desierto en la Argentina y en el oeste de los Estados Unidos, o de los sertanejos de Canudos en el Brasil.
En contrapartida, no queremos saber nada acerca del extraterrestre; sólo queremos mantenerlo a una distancia perfecta que, al mismo tiempo, nos permita adorarlo, soñarlo y huir de él en caso de que se le ocurra acercarse un poco más a nosotros. Recordemos la famosa serie norteamericana Los invasores, que se exhibió en la Argentina en la década de 1970. En suma, tanto el salvaje como el extraterrestre son tratados de un modo diferente que un extranjero, pues se supone –con mayor o menor simpatía, dependiendo de los humores– que éste tiene cosas de Otro Mundo para contarnos.
Los padres le hablan a su bebé con la expectativa de que aprehenda la lengua (materna) y, de ese modo, pueda contar sobre esas cosas de Otro Mundo, llegando así los tres a ser menos extranjeros entre sí y, por lo tanto, más familiares. Como ya he señalado, una madre supone que el pequeño recién llegado al mundo tiene su misma iniciativa comunicativa, así como su misma inteligencia para el diálogo; el padre de la criatura también comparte –por vía de la identificación– esa doble suposición. ¿Qué es lo que los padres esperan saber de la boca del niño? Como se suele decir, los niños, los borrachos y los locos siempre dicen la verdad. ¿Pero de qué verdad se trata? Porque no se trata de aquella que se transmite a través de enunciados científicos. Pues bien, los padres esperan que el niño diga aquello que a ellos los inquieta extranjeramente. Y lo que inquieta al adulto no es más que el hecho de haber sido alguna vez niño y, por lo tanto, no haber sido el niño de los sueños de sus propios padres, pues si lo hubiese sido, obviamente, el adulto no estaría allí para contar esa historia. Ese otro que no (se) fue es objeto de represión y de retorno y, así, se vuelve nuestro extraño-familiar. Es lo infantil que nos habita, para siempre.
Pequeño demonio
La tesis de que los niños de hoy son diferentes, más inteligentes, más rápidos que lo que fuimos nosotros en su momento, no es nueva. Es curioso constatar cómo, a lo largo de la historia, los viejos de turno siempre adjudicaron los mismos atributos a los pequeños recién llegados. No necesitamos ir muy lejos, pues basta con preguntarles a nuestros padres y abuelos para comprobar que cada uno de ellos le atribuyó lo mismo a la joven generación.
El pequeño-ser no puede menos que aparecer marcado por la diferencia. De un modo o de otro, siempre aparece diferente de cómo los viejos se ven a sí mismos. Un niño de hoy es tan diferente de nosotros como también lo fuimos nosotros –y lo seguimos siendo– de nuestros padres. La solidaridad moebiana entre lo extranjero y lo familiar se renueva una y otra vez, a no ser –por cierto– que cortemos la cinta.
Que hoy se insista tanto en la supuesta diferencia de los niños es algo llamativo. Esa insistencia los hace “tan, pero tan diferentes...” y de ese modo indica un deslizamiento en cómo el adulto le dirige la palabra a un niño. La “gran, pero tan gran diferencia” no hace del niño un extranjero en vías de familiarización, sino que hace de él un salvaje o un extraterrestre. Y, en efecto, no pocos adultos se valen de esos términos para referirse a los niños.
Si los niños nos parecen salvajes y extraterrestres, entonces hay algo que no está funcionando bien. Una diferencia sólo puede dar lugar a más de lo mismo, es decir, a otra diferencia que renueva la dialéctica extraño-familiar. Ahora bien, los pequeños detalles de la vida cotidiana actual en compañía de los niños no logran reciclar la diferencia, el resto infantil que la llegada de un ser pequeño reproduce y, de ese modo, la figura del extranjero dispuesto a transformarse en un familiar más acaba por ceder el lugar al salvaje o al extraterrestre.
Me parece que hoy no amamos ni odiamos a nuestros niños ni más ni menos que en otras épocas. Simplemente, ellos, como siempre, son objetos condensadores de amodio. Los odiamos porque dicen la verdad acerca de la falta de proporción sexual y de la transitoriedad de la existencia. Los amamos porque la vida en compañía de ellos también nos ofrece más de una coartada para insistir en que nada queremos saber acerca de esas verdades.
No obstante, si insistimos en declarar tanto nuestro amor es porque la amalgama amodio nos resulta intolerable. Cortando la cinta de Moebius, separamos uno de otro y así fabricamos una de las versiones de El-Niño objeto de (com)pasión.
El amor-puro da lugar al niño genérico, especie de buen-salvaje o de niño-muerto desprovisto de todo lo infantil, como aquel del que habla el tecnocientificismo psicopedagógico, siempre en riesgo de llegar a perder su inocencia. Ese mismo extremo de la pasión tiene en la pedofilia su versión no inhibida: el adulto actúa el deseo sexual e infantil que ha de ser reprimido y así manda al cuerno la diferencia entre las generaciones, la propia expresión de la interdicción del incesto.
Por su parte, el odio-puro insufla el oscuro reverso de la versión de El-Niño, dando lugar a las figuras del mal salvaje y del extraterrestre, cultivadas por elucubraciones pedagógicas y culturales de sesgo apocalíptico, condenadas de antemano a todo tipo de fracaso escolar, pero también lanzadas hasta el mismo exterminio.
Las figuras del niño salvaje y del niño de otro mundo, aun cuando no sean privativas de los tiempos contemporáneos, pueblan el imaginario actual. Constituyen el retorno en lo real de la extranjeridad y, por lo tanto, son indicio de una falla en la metáfora educativa que debería desplegar la diferencia entre las generaciones. No se trata de nuevas subjetividades infantiles o de nuevos niños que han de ser celebrados, si no combatidos. Se trata de figuras fuera del tiempo discursivo; tal vez, por eso mismo, esos niños quedan literalmente lanzados a la calle. Ni el salvaje ni el extraterrestre pueden llegar a tener una infancia en cuanto perdida; es decir, nunca llegan a ser viejos en una polis.
Pretender adaptar la educación a los niños “tan diferentes de hoy” es un mal presagio. No hay educación posible si el pequeño-ser está marcado a fuego por la salvajería o la extraterritorialidad. Por ello, si los niños quedan al margen, es porque simplemente los dejamos de lado cuando renunciamos al acto de educar. Los dejamos de lado para no saber nada de ellos, de eso “mismo” que nos hace extraños a nosotros mismos.
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