Tomado del diario Página 12 del día de la fecha
Así, entre signos de admiración. De ese modo, y sólo de ése, se puede explicar el tornado que ha sacudido la música clásica del siglo XXI. Gustavo Dudamel es, hoy, considerado el mejor director que puede plantarse al frente de una orquesta sinfónica, esa gran creación del ser humano. Hay pasacalles en Berlín cuando se aparece por ahí con su nombre en letras enormes. Toca en todas partes. Se lo reclama de todos lados. Tiene un carisma entrador, irresistible. Tiene sólo treinta y dos años. Y es venezolano hasta lo más hondo de sus entrañas. Y más aún que venezolano, es suramericano. Un hijo de este continente al que ha decidido serle fiel, imponerlo donde vaya. Por si fuera poco, cuando sonríe, y le gusta sonreír, se le forman dos hoyuelos en sus mejillas que hacen estragos en las plateas. Lyl Tiempo, la madre y maestra de Sergio Tiempo, uno de sus más grandes amigos, le ha dicho: “Querido, mientras tengas esos hoyuelos el mundo es tuyo”. ¿Cómo surgió este fenómeno?
Este fenómeno le debe mucho a un líder político que acaba de morir y a cuya despedida de este mundo acudió Dudamel, pese a mil advertencias sobre lo negativo que tal acto sería para su carrera. Ahí estuvo. Y fue justo. El presidente Hugo Chávez ayudó a Dudamel a formar, a pulir, la Orquesta Sinfónica Juvenil Simón Bolívar. Esa orquesta es obra de ambos. Esa es la orquesta de Dudamel, aunque hoy dirija a las más grandes de este mundo. La Simón Bolívar suena como los dioses.
Hace poco lo tuvimos por aquí y dirigió en el Colón a Stravinski y al mexicano Silvestre Revueltas. Un programa bien armado, ya que si de Stravinski ofreció La consagración de la primavera, de Revueltas entregó La noche de los mayas, un intento ambicioso, bien orquestado, latinoamericano hasta el tuétano, que con toda dignidad podía acompañar la obra cumbre del maestro ruso.
Pero antes, cuando aún no era el célebre, Dudamel vino a los apurones a la Argentina. Fue cuando Martha Argerich no pudo tocar en el Colón por una huelga de músicos. Complejo episodio que dejaremos de lado, pero que nos privó para siempre de ver a Argerich por Buenos Aires. Martha tenía que seguir con su Festival Argerich y le ofrecieron el Coliseo. De acuerdo, pero no tenía orquesta. Le avisaron a Dudamel y a la Simón Bolívar que volaron hacia aquí y acompañaron a ella, a la más grande. Pude verlos en el Gran Rex. Era el último concierto. Hacía un frío de morirse. Martha tocaba el Nº 20 de Mozart, que tiene en su repertorio desde hace años, y se restregaba los dedos esperando su entrada y ofrecer al público el más dramático de los conciertos de Mozart. Pero ahí nadie vio a Dudamel. Sorprendió la solidez de esa orquesta juvenil. Tampoco nadie –que yo recuerde– se preguntó cómo había sido posible ese milagro. La cosa es que salvaron la situación por completo y ella pudo tocar. Después tocó en una fábrica recuperada.
Había visto a Dudamel por Internet o en algunos videos que me envió Lyl Tiempo. En uno, acompañaba a Sergio en el Rach 3. ¡Qué fiesta! Cuando terminaron se fueron juntos y charlataneaban como lo que eran: dos jóvenes apasionados por la música. Un director que había acompañado a un gran pianista en el más opulento de todos los conciertos para piano. La “prueba” que todo gran pianista debe sortear –y bien– si quiere llegar a ser considerado eso: un grande. Después Dudamel fue creciendo. Pero parecía divertirse muchísimo. Tocaba mambos de Pérez Prado. West Side Story de Bernstein, también con su espléndido mambo, orquestado “a lo Bernstein”. Los Danzones de Arturo Márquez, sobre todo el Nº 2, esa gloria. La Bacchanale de Saint-Saëns. El Bolero de Ravel. Alma llanera. El Salón México de Copland. El ballet Estancia de Ginastera (una versión alucinógena). Danzas de Manuel de Falla. Y después se iba a Estados Unidos. ¡Y cómo no! Presentaba una Gershwin Celebration. Abría con la cada vez más valorada Obertura cubana. Luego Herbie Hancock se sentaba al piano y hacía lo mejor que podía con la Rhapsody in Blue en tanto Dudamel, en los pasajes solistas, lo miraba con gran cariño, con emoción. Y, por fin, el joven prodigio venezolano enfrentaba al público del Hollywood Bowl y con un inglés deliberadamente mal pronunciado, poniendo todas eres y erres de los suramericanos, les decía: “¿Qué tal si hacemos algo nuevo? Algo que ustedes no conozan. ¿Qué tal An AmeRican in PaRis?” Y con esas “eres” bien marcadas les decía: “Vean, yo vengo del sur, de lo que ustedes llaman el patio trasero, y nunca voy a dejar de ser de ahí, mi casa”. También con Sergio Tiempo tocó en el Hollywodd Bowl el Concierto para piano de Alberto Ginastera. Y fue glorioso. Dirige Mahler, Beethoven, Berlioz, lo que sea. Su repertorio es muy amplio. Establece, sin embargo, una diferencia grande entre la segunda de Mahler y el Danzón de Márquez. Con el Danzón arranca de un golpe, se tira de cabeza a la plenitud casi carnal de la obra, a su ritmo, a su ardor cubano. Cuando se dispone a dirigir la sinfonía de Mahler queda dos minutos en silencio, la cabeza gacha, las manos en la cintura sosteniendo la batuta, buscando la concentración absoluta. La orquesta, el público esperan. Por fin, el maestro Dudamel levanta su mirada y –solemne– inicia su interpretación. Usa una batuta pequeña, no es sobrio, acompaña con su cuerpo, con sus ojos, con la gestualidad de su cara los momentos lentos o rabiosos de las partituras.
Políticamente, su antítesis es la pianista Gabriela Montero, también venezolana, a quien –un poco apresuradamente, creo– llaman “la divina”. Montero es una apasionada antichavista. Hasta compuso –para el último Festival Argerich de Lugano– un concierto para piano y pequeña orquesta que lleva el nombre de ExPatria. Juro que no quiero tomar partido en esto y me gusta Gabriela Montero, pero su esfuerzo es poco feliz. Tampoco lo es (feliz) el intento que la lleva a componer Mi Venezuela llora, un título bastante bobo, indigno de una pianista tan competente como para tocar a dos pianos y con Argerich las Variaciones sobre un tema de Paganini de Lutoslawski, una de las piezas más frecuentadas de este autor, ya que es de las más frecuentables. Algunas de las otras espantan. Gabriela se especializa en variaciones. Puede hacerlas con cualquier tema. Es muy simpática. Y es bonita, con una sonrisa que hasta puede competir con la de Dudamel. No tiene hoyuelos. Habla con el público: “Pídanme. ¿Qué improvisación quieren?”. Uno le pidió “El día que me quieras”. Hizo una versión inolvidable. Pero no siempre ocurre. Parece una buena persona. Posiblemente lo sea.
Dudamel, por su parte, al morir Chávez voló a Venezuela. Y no dejó nada por hacer. Dirigió el Himno de Venezuela en el sepelio. Y en la sala del Teresa Carreño –donde había treinta y tres líderes mundiales– se largó a tocar los mambos de Pérez Prado. En cierto momento, se da vuelta y les indica a los políticos que se pongan a bailar, qué tanto. Y los políticos bailaron mambos. Salieron del libreto, de la rigidez, de las formas adustas de la diplomacia, y se empezaron a mover al ritmo de los mambos, y aplaudieron y rieron. Dudamel, en tanto, los dirigía.
Este es el nuevo fenómeno. Un joven genio. Alguien que no hace diferencias con la música. Que va de Pérez Prado a Beethoven y a Mahler. Alguien que pulió al extremo esa Orquesta Juvenil de Venezuela que empieza a sonar como las mejores del mundo. Barenboim mismo lo recnoce como el mejor. Aquí, en Argentina, se está llevando a cabo un intento similar. Son como cien chicos o más, cada uno con su intrumento. Los cellos son más grandes que algunos de sus osados intérpretes. Pero ésta es sólo la que yo escuché. Se están formando cerca de doscientas. Esta es la influencia de Dudamel y el amor que tiene por los chicos de su continente. Cree –junto con muchos otros– que hay que insertar a las poblaciones carenciadas en orquestas sinfónicas que las contengan, que les entreguen un sentido a sus vidas. Nada como la música para eso. Y sobre todo una orquesta sinfónica, gran metáfora de la unidad, la colaboración, la tarea colectiva.
En Argentina se está creando la Orquesta Juvenil Libertador San Martín, que dirige el probado (o más que probado) maestro Mario Benzecry. Detrás de él, apoyándolo, está José Luis Castiñeira. Y Dudamel, cuando estuvo aquí, se reunió con todos y planificaron un concierto conjunto entre la San Martín y la Simón Bolívar para el 25 y el 26 de mayo próximos. Aquí no hay política. El que la vea, mira mal, con prejuicios. Dudamel tiene sus fuertes convicciones. Y no en vano se jugó la carrera cuando entró, junto a Sean Penn, en el velatorio de Chávez. Sin embargo, lo siguieron llamando de todos lados. No se pueden dar el lujo de prescindir de él. Y hasta tienen que tolerar su estrambótico inglés. Le dice a un periodista: “I’am a little cansado, you know. I fly from Berlin hasta Caracas”. Es posible que la música clásica haya conquistado para su gran causa un rock star. Pero ninguno de los instrumentos con que deslumbra a sus auditorios está enchufado a nada. Y no hay luces vertiginosas que van de un lado a otro. Ni amplificadores para generar ruido. Hoy, la música se divide en música para ver. Y música para escuchar. No hace falta aclarar cuál cultiva Dudamel.
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