El genial actor interpreta y dirige Final de partida, de Samuel Beckett, una pieza fundamental que ya había realizado hace dos décadas. Cómo es volver sobre la obra del dramaturgo irlandés. Su relación con los textos, la nostalgia y los silencios a lo largo de su trayectoria.
Tomado del diario Tiempo Argentino del día de la fecha
Por Gustavo Cirelli
Hay un acontecimiento artístico que cada noche se repite en la ciudad de Buenos Aires. Debería ser ineludible. Obligatorio debería ser. Porque es descomunal e inquietante. Porque es bello.
Hay un acontecimiento artístico: actúa Alfredo Alcón en la Sala Casacuberta del Teatro Municipal General San Martín. Actúa y dirige Alcón. Lo hace en una obra del dramaturgo irlandés Samuel Beckett. Alcón es Hamm, un desdeñado viejo paralítico, ese amo que juega al esclavo y viceversa en Final de partida. A Clov, sirviente/hijo/esclavo-amo de ese anciano mal llevado lo interpreta Joaquín Furriel. Es la segunda vez que Alcón le pone el cuerpo a Hamm. Antes, dos décadas atrás, ya lo había hecho para la inauguración de Andamio ’90, el teatro que fundó otra imprescindible de la escena nacional, Alejandra Boero. Por ahí arranca el diálogo.
Palabra de Alcón: "Conocí esta obra y me enamoré de ella. Es así. La conocí porque Vicente Diez, un compañero de trabajo –yo estaba haciendo El público, de Lorca, en España–, me dijo: 'Ahora que te conozco, tío, te voy a traer algo que sé que a ti te volverá loco.' Y apareció con esta obra que yo ni había leído, y me enamoré. No podía pensar en otra cosa, por eso no quería que nadie la dirigiera. No me importaba la opinión de los otros, como cuando estás enamorado. Me dormía a la noche, después de haberla leído diez veces durante el día, y me despertaba en la madrugada y la volvía a leer. Estaba loco."
–¿Qué te enamoró?
–La aventura.
–¿Cómo es eso?
–Es como meterte en una casa con muchas puertas, muchas ventanas, que te dan como la posibilidad de imaginar que atrás de cada una de ellas pasará algo. Es como la inminencia de una revelación. No sé si la obra me reveló algo, pero me pone en estado de revelación. Y es un estado que tiene que ver con el alma.
–Aquella vez también la dirigiste.
–Sí, las dos veces. En aquel momento la hicimos con Horacio Roca, Osvaldo Bonet y Márgara Alonso.
–¿Por qué dos décadas después la volviste a elegir?
–Fue así: charlábamos en un bar, un día cualquiera, en el hotel frente el Multiteatro, y Joaquín dijo de pronto "Qué ganas de hacer Final de partida." En cuanto lo dijo, me enganché. Y él empezó a hablar con uno y con otro, yo le decía "Miré que no es fácil que la gente se enganche con esta obra." Es una obra difícil. Aunque tiene un misterio que atrae. Como te decía antes: el tema de la revelación, la sensación de que va a ocurrir algo. Me acuerdo que cuando la hacíamos en Andamio venían políticos y decían "Tu personaje es Estados Unidos y el de Clov es América Latina, sojuzgada." Venían los matrimonios y decían: "Esto habla de la imposibilidad de separarse, como aquello que no puede separarse, que no terminás nunca las relacionesde dominación. La relación con los padres."
–¿Pero por qué volver a Beckett hoy, en 2013?
–Porque es un sueño, porque habla de lo esencial. Habla del alma, de recuperarla, y te da la sensación, aunque no lo pienses, como dije, que estás participando de una aventura, porque te saliste de la butaca. Porque la obra te modifica. Si no, cuando uno se levanta a la mañana y se acuesta por la noche igual que cómo se levantó, es horrible: significa que vivió ese día al divino botón.
–Para el público, ver una obra de Beckett dirigida e interpretada por vos es un acontecimiento artístico trascendente.
–No. La obra, sí. Si no hay obra, no hay actor. Si no hay nada bueno para decir, por mejor que lo digas, estás diciendo una estupidez. Por lo tanto, lo mejor de vos mismo no va a aparecer. En cambio, con Shakespeare o un buen autor, sí.
–Final de partida es una obra inquietante, de la cual el espectador difícilmente salga indiferente. ¿Cómo es para vos, cada noche, despojarte Hamm después de cada función?
–Porque uno cuenta un cuento. Además de contárselo a uno mismo, el teatro es unos que cuentan un cuento y otros que juegan a oírlo y a creer. Saben que es mentira, pero ese juego de mentira te puede ayudar a descubrir una verdad. A lo mejor indefinida, no te puedo decir la verdad, pero te extrañás de algo, decís "Antes pensaba mejor que ahora." Hay obras que te hacen sentir que perdés un poco el tiempo, que hay mucho ruido y pocas nueces. En cambio, Final de partida va a lo esencial, y cada uno redefine lo esencial.
–Pero insisto en una cuestión que quizá se pregunten muchos que desconocen técnicas de actuación, ¿cómo lográs despojarte de un personaje tan fuerte?
–Es el oficio de contador de sueños. Es una parte del oficio: hay una parte del cuerpo, del alma, del cerebro que está contando un cuento como una gran verdad, y hay una zona que está fría, calculadora, atenta a la pausa marcada en el texto, a cómo se lo había ensayado, a la velocidad de una escena, a los silencios de otra escena. Eso es frío. A mí, a los actores que cuando terminan una obra dicen que no saben quiénes son, les digo que vayan al médico. No tiene nada que ver con el arte. Es como creer que, como estoy haciendo Otelo, quiero matar a mi mujer. No. Si querés matarla es porque estás mal, no porque estás haciendo Otelo. Es así. Hacemos lo que podemos con nuestra sensibilidad. A mí no me gustaría que me pasara eso. Soy consciente del privilegio de estar en un espacio iluminado, con una cantidad de gente a oscuras, casi como en un interrogatorio policial, y que voy a contar un cuento. Con respecto a esta obra en particular, imaginate, estoy solo sobre el escenario, sin telón porque, cuando hay, uno puede entrar a último momento, pero cuando no, hay que estar acá, desde antes que entre la gente a la sala para que me pongan los anteojos, la sábana grande, un pañuelo, por eso pedí que me hicieran unos agujeritos en la sábana que me cubre para ver un poquito, porque el hecho de ver, ya me permite relajarme. Y además, eso, de paso, me va calentando. Hasta ahora, me ha venido bien porque me centra en el sentimiento del privilegio. Vamos a contar un cuento y a la gente le va a pasar algo con ese cuento.
–¿Has comparado qué te pasaba con esta obra en el '92, cuando la estrenaste en Andamio, y cómo la vivís hoy?
–Es que no me acuerdo. Uno piensa en cómo era uno hace cinco años –no hace falta que sean 20– y ya está teorizando. Uno ya no es el mismo, y estás juzgando aquello que viviste hace cinco años con la mentalidad de ahora, y como somos líquido, ni de piedra ni rígidos, estamos continuamente cambiando. Cinco años atrás, qué sabes por qué te habías enamorado de aquella y ahora no la soportás.
–Pero, en este caso, elegiste volver a aquello que te enamoró hace más de 20 años...
–Sí, pero no de la misma manera. Sabía que me iba a encontrar con algo que había sido hecho con mucha intimidad, puesto que todas las noches tenía que hacerlo, y ahora que todo eso desapareció, me iba a volver a meter en un mundo que no sería igual al otro porque, esencialmente, no soy el mismo.
–Un punto sobre el que quiero volver es por qué poner nuevamente Final de partida, hoy, en Buenos Aires.
–Porque Beckett es como los grandes autores. Hace cientos de años que se hace Molière y cada vez es como nueva. Cada actor la hace de una manera distinta. Cada director la dirige distinto. Hamlet la volvés a hacer cada cinco años y te das cuenta de cosas que no viste... cómo no me di cuenta en los ensayos de toda la resonancia que tienen esos textos. A nosotros, en 500 años, no nos va a recordar ni la madre que los parió porque no sabrán que existimos, pero Shakespeare ha creado unos seres que están más vivos que nosotros. Pero en ese sentido, pienso que hay interrogantes que son un trabajo, en todo caso, de los intelectuales, de los filósofos. El teatro es un trabajo de piel, de cuerpo, uno le pone el cuerpo a unas cosas que están escritas, hay un texto, unas palabras que concitan una presencia física, concreta. Una vez, hace años, el reconocido profesor de teatro Lee Strasberg había venido a Buenos Aires a dar una serie de conferencias. Yo, como conocía a la gente que lo trajo al país, tuve la oportunidad de salir a comer con ellos. Recuerdo que él estaba ahí, todos le preguntaban. Y yo sentía que todos esperaban las preguntas de Alcón. Un día me armé de coraje, saqué la cabeza entre todos y le dije: "Maestro, ¿leyó el libro Shakespeare, nuestro contemporáneo, de JanKott?" Strasberg sacó la cabeza también para mirarme a mí y me dijo: "¿Vos sos actor, no?" "Sí", le contesté. Entonces me dijo: "Vos leé a Shakespeare, no sobre Shakespeare."
–¿Sos una persona informada?
–Sí, claro. Leo los diarios, y si no los leyera, además, en la actualidad sería imposible no estar enterado de lo que sucede.
–Por ejemplo, días atrás, mientras estabas en escena, afuera, en las calles céntricas de la ciudad había una marcha que había tenido gran difusión mediática previa. ¿En cuánto te modifica al momento de actuar?
–En el momento en que estoy haciendo la obra no pienso en eso, o a lo mejor, en ese momento lo pensé pero no me di cuenta. Sí, antes de llegar al teatro, porque había mucha gente esa noche que no saldría a la calle porque sí, porque no quería participar, y algunos otros habrán ido a la marcha. No me vino el pensamiento durante la obra, pero a lo mejor tenía el deseo de que no pase nada jodido, nada violento.
–¿Cómo es dirigirte a vos mismo, ser actor y director de la obra?
–Uno, aunque tenga un director, se dirige a sí mismo. El otro, si es un buen director, cuenta mucho con la imaginación del actor. Ingmar Bergman decía, con una humildad que quisiera yo para un día domingo: "Dicen que soy buen director de actores. No. Yo no soy buen director, lo que hago es hacer muy bien el reparto, porque después cuando le voy a indicar al actor algo, me dice 'No me expliques, porque cuando me explicás, no entiendo.' Y yo lo dejo porque ese actor sé que le dará el color que quiero, no hace falta que se lo diga." Cuando se es actor, no es que se está como un autómata esperando instrucciones.
–Y en esta oportunidad, ¿cómo fue la elección de los actores?
–Con Graciela Araujo ya había trabajado mucho, es una espléndida actriz. Y con Roberto Castro, hace poco hicimos Rey Lear, y hacía como Joaquín (Furriel), el papel de uno de los hijos. Con Joaquín no teníamos escenas juntos, pero… es como Rodrigo de la Serna, tipos de mucho talento y con ganas de hacer, que no se quedan, con una gran ambición y mucho para dar. Joaquín es un gran actor, de objetivos claros. Esta puede ser una profesión jodida, que te obliga a oírte a vos mismo, porque hay mucho ruido alrededor de uno. Una película de Federico Fellini terminaba diciendo: "¿Y si hacemos un poco de silencio?", y eso es fundamental. Por ahí, uno se olvida de quedarse un ratito solo para preguntarse qué quería hacer: ¿a ver si puedo acercarme a aquello que quería hacer?
–¿Esos ratos de silencio han sido clave en tu carrera?
–Creo que sí. No es que los busqué, los tuve. Todos los tenemos. Algunos les damos más bola, otros tenemos un poquito de miedo, por eso el ruido tapa el miedo que la gente tiene. Por ejemplo, creo que no es casual que en las confiterías, donde la gente podría hablar, estén llenas de ruido. El silencio da miedo. Hay mucha gente que hace mucho tiempo que no se queda sola consigo misma, escuchando su sonido interior aunque se equivoque, porque es preferible equivocarte con un error propio a una pegada con algo que no tiene nada que ver con vos.
–Tu personaje permanece toda la obra sentado, estás en escena todo el tiempo y sentado…
–Y a veces me dan ganas de pararme... es parte del juego, como la ropa que uno viste. Una de las cosas importantes para encontrarte con un personaje, es encontrarle la respiración que tiene. Si se le encuentra la respiración a un texto, es muy poco lo que te falta. La respiración te lleva al estado de ánimo: si leés un poema de Lorca que dice "tengo miedo de perder la maravilla de tus ojos de estatua, y el acento que de noche me pone en la mejilla la solitaria rosa de tu aliento…", si respetas la respiración, dónde está el punto, dónde el punto y coma, te va quedando una manera de respirar y te lleva al estado de ánimo con que el poeta escribió el poema. Y eso lo hace más fácil de leer.
–Tenés 83 años, y una gran trayectoria, ¿sos nostálgico al repasar el camino que has recorrido?
–Tengo nostalgia, pero con el pensamiento, porque si voy al lugar de mi infancia, Ciudadela, que está tan cambiando y ruidoso, quizá no lo reconozco, es como estar buscando algo que está solamente en mi imaginación. Cuando uno recuerda, inventa. No por mentir, sino porque el recuerdo no te sale exactamente como salió la cosa. A tal punto que, cuando repetís mucho un recuerdo, llega un momento en que preguntás: ¿esto era así o estoy inventando?
–¿Por qué seguís sobre los escenarios?
–Nunca me lo pregunté. No se me ocurre la pregunta. ¿Por qué como cuando tengo hambre? ¿Por qué respiro? No me pregunto porque sigo sobre un escenario, es como respirar.No es un desafío, son necesidades, es alegría de que la gente tenga confianza en que yo pueda hacer esto. Yo, a lo largo de mi vida, debo haber inspirado un poco de lástima, porque me han protegido mucho, me han cuidado mucho, han creído mucho en mí desde que empecé a trabajar. He tenido un representante, recuerdo, que me mantuvo tres años porque me decía: "No hagas esto, no hagas aquello." Iba a la casa y me preguntaba cuánto necesitaba, sólo trabajaba en aquello que él me elegía. Y cuando yo protestaba, le decía que tenía que trabajar, él me decía entonces: "Fuera de esta casa, usted no es quien creo que es, si quiere hacer esos bodrios, hágalos" (se ríe). Y yo le hacía caso en todo lo que me decía el viejo: si hubiera trabajado en todas las películas para las que me llamaron, la gente hoy me vería y vomitaría. Como trabajé poco, cuando hice teatro, nunca hice cine, nunca las dos cosas a la vez. Siento que los productores se interesan por un proyecto que yo traigo, la gente viene a verlo, los compañeros de trabajo me ayudan en todo lo que pueden. Una anécdota en España: estaba ensayando Edipo Rey en Barcelona. Ensayamos en un teatro en un pueblo cercano de Barcelona. Hacía mucho calor y yo hablaba mucho en la obra. Un día, estaba por dormirme pensando en lo que me había pasado en el día y me doy cuenta de algo raro: cada vez que salía de escena, después de hablar mucho, siempre había un actor o una actriz con un vaso de agua. Les pedía agua y me daban. No era que estaban de casualidad. Un día le pregunté a Vicky Peña, una gran actriz: "¿Vos estás acá con ese vaso para mí?" "Claro –me dijo–, con lo que hablás, debás tener sed." Eso es un cariño enorme, una protección que yo no había pedido y que seguramente despierto en el otro. Algo de desgraciado debo tener (vuelve a reír).
–¿Y cómo te llevás con la admiración, con el reconocimiento permanente?
–No me siento admirado, me siento querido, lo que siento es afecto. La gente me habla como amigo, que estoy más flaco, que estoy más gordo, me presenta a sus hijos como si fuésemos amigos. Nunca he parado el tránsito con mi presencia, ni cuando era galán y trabajaba de lindo. Ni ahora, ni nunca. Siempre es un encuentro de afecto.
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