Capítulo Octavo
Teoría General de las revoluciones
Crítica de la teoría de Platón sobre las revoluciones
Sócrates habla también en la República de las revoluciones, pero no trata bien esta materia. No fija ninguna causa especial de las mismas en la república perfecta, en el gobierno modelo. A su parecer, las revoluciones proceden de que nada en este mundo puede subsistir eternamente, y que todo debe mudar pasado cierto tiempo; y añade que "aquellas perturbaciones cuya raíz, aumentada en una tercera parte más cinco, da dos armonías, sólo comienzan cuando el número ha sido geométricamente elevado al cubo, mediante a que la naturaleza crea entonces seres viciosos y radicalmente incorregibles". Esta última parte de su razonamiento no es quizá falsa, porque hay hombres naturalmente incapaces de educación y de hacerse virtuosos. Pero ¿por qué esta revolución de que habla Sócrates se aplicaría a esa república que nos presenta como perfecta, más especialmente que a otro cualquier Estado o a cualquier otra cosa? ¿Es que en este instante que asigna a la revolución universal hasta las cosas que no han comenzando a existir a la par mudarán, sin embargo, a la vez? ¿Es que un ser nacido el primer día de la catástrofe estará comprendido en ella lo mismo que los demás? Podría también preguntarse por qué la república perfecta de Sócrates pasa, al cambiar, al sistema lacedemonio. Un sistema político, cualquiera que él sea, se transforma más ordinariamente en el que es diametralmente opuesto a él que en el que es más próximo. Otro tanto puede decirse de todas las revoluciones que admite Sócrates cuando asegura que el sistema lacedemonio se transforma en oligarquía, la oligarquía en demagogia, y ésta, por último, en tiranía. Pero lo que sucede es, precisamente, todo lo contrario. La oligarquía, por ejemplo, sucede a la demagogia con más frecuencia que la monarquía. Además, Sócrates no dice si la tiranía está o no expuesta a tener revoluciones, ni dice las causas que producen éstas, ni habla del gobierno que reemplaza a aquélla. Se concibe sin dificultad este silencio, que no le costaba gran trabajo guardar; debía quedar este punto completamente oscuro, porque, dadas las ideas de Sócrates, es preciso que de la tiranía se pase a esa primera república perfecta, que él ha concebido, único medio de recorrer el círculo sin fin de que habla. Pero la tiranía sucede también a la tiranía, de lo cual es testimonio la de Clístenes, sucediendo a la de Mirón en Sicione. La tiranía puede también convertirse en oligarquía, como aconteció con la de Antileón en Calcis; o en demagogia, como la de Gelón en Siracusa; o en aristocracia, como la de Carilao en Lacedemonia, y como sucedió en Cartago. La oligarquía de otro lado se convierte en tiranía, que es lo que sucedió en otro tiempo con la mayor parte de las oligarquías sicilianas. Recuérdese también que en Leoncium a la oligarquía sucedió la tiranía de Panecio; en Gela, la de Cleandro; en Reges, la de Anaxilas, y que podrían citarse muchas más. También es un error creer que la oligarquía nazca de la codicia y de las ocupaciones mercantiles de los jefes de Estado. Más importa averiguar el origen de la opinión de los hombres que tienen gran fortuna, los cuales creen que no es justa la igualdad política entre los que tienen y los que no tienen. Casi en ninguna oligarquía los magistrados pueden dedicarse al comercio, y la ley se lo prohíbe. Pero más aún: en Cartago, que es un Estado democrático, los magistrados comercian, y, sin embargo, el Estado no ha experimentado ninguna revolución.
También es muy singular el suponer que en la oligarquía el Estado se divide en dos partidos, el de los pobres y el de los ricos; ¿es que, por ventura, es esta condición más propia de la oligarquía que de la república de Esparta, por ejemplo, o de cualquier otro gobierno cuyos ciudadanos no poseen una fortuna igual o no son todos igualmente virtuosos? Aun suponiendo que nadie se empobrezca, el Estado no por eso deja de pasar menos de la oligarquía a la demagogia, si la masa de los pobres se aumenta; y de la democracia a la oligarquía, si los ricos se hacen más poderosos que el pueblo, según que los unos se abandonan y que los otros se aplican al trabajo. Sócrates desprecia todas estas diversas causas que producen las revoluciones, para fijarse en una sola, al atribuir la pobreza exclusivamente a la mala conducta y a las deudas, como si todos los hombres o casi todos naciesen de la opulencia. Es este un error grave; y lo cierto es que los jefes de la ciudad, cuando han perdido su fortuna, pueden apelar a la revolución; y que cuando ciudadanos oscuros pierden la suya, el Estado no se conserva por eso menos tranquilo. Estas revoluciones no dan lugar a la demagogia con más frecuencia que a cualquier otro sistema. Basta una exclusión política, una injusticia, un insulto, para que tenga lugar una insurrección y un trastorno en la constitución, sin que las fortunas de los ciudadanos se resientan en lo más mínimo. La revolución muchas veces no reconoce otro motivo que esta facultad que se concede a cada cual de vivir como le acomode, facultad cuyo origen atribuye Sócrates a un exceso de libertad. En fin, en medio de estas numerosas especies de oligarquías y de democracias, Sócrates habla de sus revoluciones como si cada una de aquéllas fuese única en su género.
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