LOS GRITOS DEL CUERPO
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Soy imbécil, por supresión del pensamiento,
por malformaciones de pensamiento,
estoy vacante por estupefacción de mi lengua.
El Pesanervios (Antonin Artaud)
Que sus lectores confundieran "crueldad" con "sangre" no fue sino uno de los tantos malentendidos en la vida de Artaud. En cierta forma, todo el lenguaje discursivo representaba para el autor francés una mala pasada, una trampa mortal, un "cementerio para los espíritus". La cuestión era, entonces, levantar a los muertos de sus tumbas. Una labor mesiánica. Y tan imposible como su pensamiento.
Su obra -su vida misma- se podría graficar en una larga trayectoria que busca desesperadamente el afuera para acceder al núcleo esencial. Trayectoria que describe un espacio de coordenadas desconocidas y tiempo fuera del tiempo y que, a su paso, aniquila esa superficie donde el saber elabora sus tramas de relación y vecindad. Y que nos coloca frente al abismo. Con Artaud no son los sistemas de pensamiento los que entran en proceso de destrucción sino el acto mismo de conocer.
Para hacer estallar esa superficie de apoyo -la todopoderosa razón occidental-, es necesario ir más allá de los límites y dejar de estar "localizado" por las palabras que aquietan y paralizan. Es preciso buscar las secretas y olvidadas semejanzas entre las cosas, oír sus resonancias, palpar las fuerzas que sacuden y atraviesan, volver al tiempo anterior a la muerte, el tiempo de la vida plena en el que el hombre participaba intensamente del mundo. Y ese mundo era un organismo tan vivo y palpitante como el corazón del hombre.
La búsqueda de Artaud constituye, entonces, un retorno, una restauración. Tal vez, un develamiento del mortuorio manto que asfixia al ser pleno y engendra autómatas mutilados en sus capacidades vitales. Un retorno al centro desde afuera.
Pero, ¿cuál sería el elemento que, prescindiendo de las palabras, facilitaría ese retorno, recuperaría el tiempo perdido, haría brillar lo que había permanecido a oscuras? Este elemento no sería otro que el cuerpo y sus pasiones, aquello que siempre ha quedado fuera de la historia justamente por no tener historia. Cuerpo y horror. El conocimiento de lo esencial sería a través de la violencia que se enseñorea sobre el cuerpo para hacerlo hablar, sin sangre, sin palabras, sino con gritos, con gestos, con espasmos, vibraciones y voluptuosidades. En el cuerpo se desataría todo aquello negado y sustraído al mundo de la razón, los infinitos estados que se apoderan de él, que lo desgarran, lo torturan, esos abismos, "esos reptiles escurridizos que se escapan hasta atentar contra las lenguas, hasta dejarlas en suspenso". El mundo se abriría entonces con sus misterios insondables, pero sobre todo innombrables, y cualquier imagen previa quedaría abolida por las fuerzas que jamás son las mismas, que jamás causan los mismos efectos. Y en ese eterno vaivén de destrucción y construcción, la muerte jamás sería el opuesto de la vida sino tan sólo su transfiguración, su condición esencial para seguir siendo.
Si bien es cierto que los conceptos de horror, de crueldad, de mal, son tomados en Artaud (como también en Nietzsche, Bataille, Sade) como elementos vitales, este horror tiene doble dirección. Por un lado, el cruce hacia la suspensión del mundo hostil en Artaud no es más que la reacción de su propio cuerpo frente al espanto que le provoca el tedio, la muerte en vida, el letargo. El espanto frente a un mundo petrificado y sin sombras. Y por otro lado, este mismo horror expulsivo se torna a la vez positivo al convertirse en energía. El mal es activo, es movimiento. El mal es rigurosamente productivo, "es apetito feroz de vida, rigor cósmico y necesidad implacable". Artaud trabaja con lo que el mundo tiene de nefasto como si fuera un tratamiento terapéutico. Una medicina que ataca a los órganos del cuerpo para despertar las fuerzas anestesiadas por un lenguaje que, como una versión del Rey Midas en negativo, anquilosa cuanto se le pone al alcance. Una terapéutica para curar la enfermedad mortal de Occidente: la incapacidad del hombre moderno para entrar en contacto con todo aquello que no encuentra palabras para ser nombrado. Para Artaud, con la vida misma.
Pero Artaud no vive en México, ni en contacto con culturas primitivas; tampoco hay en Europa ritos de peyote para auxiliar a sus congéneres; la locura no es una epidemia y el sujeto occidental está muy lejos de los estados místicos. Sin embargo, está el gran refugio del arte. El arte que, como la peste, debe matar sin destruir, debe "invitar al espíritu al delirio". "No somos libres. Y el cielo se nos puede caer encima. Y el teatro ha sido creado para enseñarnos eso ante todo". La función del arte, del teatro, será rediseñar las relaciones entre las cosas. Deberá buscar nuevos códigos, nuevas tramas, nuevas semejanzas. Nada podrá ser excluido y absolutamente todo deberá cumplir una función vital, única, irrepetible.
En otras palabras, la función del arte será hallar ese ritmo secreto que yace en el fondo de todo lo creado y que explica su origen. Como la música de los números de la Cábala que explica el retiro del caos; como los números que en la ciencia ordenan los átomos y explican la formación de los cuerpos; como en la montaña de los signos en el país de los Tarahumaras, donde las rocas hablan y relatan la historia fundacional de la raza.
En ese espacio de la ficción, donde se producen cataclismos cósmicos contagiosos y a la vez no ocurre realmente nada; en ese espacio donde el espíritu crédulo se embriaga con lo que no es, Artaud cree encontrar la gran cura para la civilización occidental. Ese arte, iluminado por soles extraños y maldito como la peste, sería, tal vez, el paso previo al silencio definitivo.
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