José Pedroni (1899-1968). Octavo en el orden de once nacimientos, vine al mundo en Gálvez (Santa Fe) el 21 de septiembre de 1899. Allí hice mis primeras letras; allí permanecí hasta los trece años. En ese tiempo, el mejor de mi vida, se produce mi cuento donde hay algunos nombres —Juan, Ramón, Félix, Julián y Ercilia, mi dulce hermana—; las ruinas, a extramuros, de una iglesia que nunca llegó a techarse; el observatorio con lechuzones de una chimenea de viejo molino; una laguna llena de sanguijuelas chupadoras; el campo con pechirrojos y “sonsitos”; un tren que pasa y una mariposa que deposita en mi corazón el huevecillo que se resolvería después en verso un poco triste. Mi padre, constructor de cuchara en mano, a quien yo servía como peoncito en mis horas libres, solía encontrarme detrás de algún rimero de ladrillos tocando la sereneta de mi soledad en un violín de dos palillos secos. Otras veces, su silbido me sorprendía escribiendo en la arena palabras inventadas, arte éste de bajo precio al que finalmente me aficioné. Mi padre me miraba sin comprender, mi madre se entristecía, y era Ercilia la que no me decía nada, la que me dejaba hacer, sonriente. Mi madre se llamaba Felisa, y era callada, propensa al llanto y muy hermosa. Mi padre, Gaspar, era menudo, nervioso, dominante y gran trabajador. Firmaba Pedro Gaspare. A su nombre llegaba a nuestra casa un diario italiano que yo leía para él, por las noches.
Me decía que sabía hacerlo muy bien, pero no era cierto. Casi siempre mi padre se echaba un sueño sobre la mesa grande, tan cansado estaba. Mi madre lo recordaba y él buscaba el lecho con paso vacilante. Se me ocurre un pájaro herido. Yo aprovechaba para irme a dormir, y hacia la medianoche me despertaba a llorar. Me curaron con una tijera abierta puesta por Ercilia debajo de mi cama. Contábame ella, después, que aquella noche temblaba como una hoja. Un día me llevaron a Rosario, a que estudiara. Fui mensajero de un cerealista, y, por la noche, alumno de la Escuela Superior de Comercio. Valiéndome de un aparato con cilindros de cera, aprendí un poco de idiomas.
También aprendí el telégrafo en un manipulador de construcción doméstica. No sé para qué. Era mi maestro mi hermano Gaspar. A los dieciocho años regresé al campo. Anduve por algunas colonias agrícolas, donde al tenedor de libros se lo llama escribano.
Con los cosecheros aprendí a cantar. A los veinte años aparece la mujer, una sola, en mi vida.
Conscripto y casado. Llegamos con un hijo a Esperanza. Fui durante treinta y cinco años contador de una fábrica de arados. Jubilado, aquí estoy con sesenta y un años, cuatro hijos y nueve nietos.
Esto es todo, y demostrativo de la vulgaridad de mi vida, que no me separa de los demás y que están en mi canto. Con las palabras de Hugo respondo a la desilusión que pueda producir en algunos: “¡Ah, insensato, que crees que yo no soy tu!”.
He publicado libros de versos donde el hombre, en quien creo y a quien amo, participa de mi emoción y domina sobre el paisaje. El recuerdo del hombre dirá cuál es el mejor de mis poemas. Pienso que ha de ser aquél donde mi semejante de hoy y de mañana se reconozca.
La gloria ni es más que un verso recordado.
José Pedroni
Autobiografía publicada en La hoja voladora. Buenos Aires, Argentina : EUDEBA, 1961
JOSÉ PEDRONI, TITIRITERO
Por César López Ocón
No es mucha la gente que sabe que el poeta D. José Pedroni, una de las voces más puras del habla castellana, fue titiritero en los últimos años de su vida. Ante el asombro de muchos que no logran compatibilizar el oficio de titiritero, recordamos que Federico García Lorca también lo fue, y que lo fueron, asimismo, una pléyade de artistas y escritores de todas las épocas. Pero si analizamos un poco más prolijamente dejaremos de asombrarnos, pensando que el títere está hecho con la más pura materia de los sueños que sustentan y dan vida a la poesía y al arte todo, y, en consecuencia, en cada poeta late el germen de un titiritero y viceversa…
No hay tal incompatibilidad, pues. Más bien debemos pensar en una subestimación del títere por parte de biógrafos, comentaristas e intelectuales, en general, que siguen creyendo que “hacer títeres no es una cosa seria”.
Lo realizado por Pedroni revela que el poeta no tuvo necesidad de que le explicaran qué son los títeres, ni se vio necesitado a seguir un cursillo. El poeta auténtico siempre dialogará con los títeres en su propio lenguaje, como viejos conocidos. Porque, qué petulancia sería querer explicar a un poeta qué es el arco iris, la paz, el amor. En este caso, además, se hace verdad lo que afirma Javier Villafañe: “Se aprende a hacer títeres en 10 segundos. O no se aprende nunca”.
Así fue como en octubre de 1957, José Pedroni funda el Teatro de Títeres de Pedro Pedrito, en cuyo elenco figuraba humildemente como asesor.
D. José Pedroni recorrió, durante casi tres años, infinidad de pueblos santafesinos. Las noticias y comentarios de su actuación aparecidas en los diarios santafesinos “El Litoral”, “La Capital”, “El Colono”, están mezclados con noticias sobre vacas, colonias, cosechas, espigas. Las cartas enviadas por los niños campesinos dan un tono particularísimo a los títeres de Pedro Pedrito. A través de ellas afloran los motivos del paisaje y su gente, es decir, el espíritu del país.
Una dice: “Mis hermanos y yo no pudimos ir a la función porque mi papá tenía mucho trabajo en las chacras y tenía que ir a la feria”. Otro niño de ocho años, también se lamenta de no haber asistido: “Yo no pude ir porque mi papá tenía que ayudarle a mi tío a carnear”. Otra niña, Lucía Flandung, comenta: “Sí, es cierto lo que Ud. dijo al presentarse, que los títeres tienen alma como cualquier otro”. Laura Weder de 7 años anota: “Me parecía que leía un hermoso libro de cuentos con lindas figuras”. Raúl Zuber de 9 años dice: “Esa noche me alegré tanto que hasta soñé con los títeres”.
Los comentarios eran de los niños campesinos, descendientes de aquellos colonos de la invasión gringa, de los que Pedroni decía:
La lengua era difícíl.
Sus nombres eran raros.
Los gauchos se murieron
sin poder pronunciarlos.
Bérlincourt se llamaban,
que es un hilo enredado.
Zingerling se llamaban:
campanita sonando.
Zimmermann: un dibujo del mar atravesado.
Esos niños, decíamos, permitían que el poeta, refiriéndose a sus títeres repitiera su verso:
"Hay un olor de espigas en mis libros leídos”…
Las noticias que el propio poeta nos da de la organización de su retablo ponen bien a las claras que no se trataba de un “hobby”, ni de una tarea secundaria y distinta de la labor poética. Al respecto nos dice. “El teatro posee un excelente equipo de amplificación de sonido con varios micrófonos y altoparlantes, juego de luces, discoteca, una numerosa familia de muñecos y una profusa escenografía. Los materiales y elementos indispensables para la construcción del retablillo fueron adquiridos mediante las contribuciones efectuadas por las autoridades municipales, el comercio y público en general…” A ello debemos agregar que en el repertorio figuran tres obras originales del poeta, Trapito, Reportaje de la ratita Mus a San Martín y En el Infierno, esta última llevada a escena por la A.T.A., con motivo de su homenaje.
Lo sucinto de lo expuesto basta, sin embargo, para darnos cuenta la imagen de un titiritero auténtico y cabal, y, D. José Pedroni se sentía feliz y orgulloso de ser titiritero.
Aunque sus biógrafos no creyeron necesario señalar su condición de titiritero, el poeta vivió permanentemente en el mundo de la titiritería. Y así dice “Dulcilla”, uno de los más tiernos personajes de “Pedro Pedrito”:
Una figura hermosa
Se hace con poca cosa.
Se necesita un matecillo,
La luna,
Papel, harina, pelo de cepillo,
Tul de cuna, un pañuelito, un broche
Cuyo brillo se acaba…
Elena usó su cinta aquella noche.
Recuerdo que cantaba.
César López Ocón: folklorista y titiritero. Artículo aparecido en el primer número de la revista “Trujamán”, publicada en junio de 1973 por Editíteres Cooperativa Editorial”, en Buenos Aires, a manera de prólogo.
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