jueves, 19 de junio de 2014

GEORG LUCKACS

Las condiciones histórico-sociales del surgimiento de la novela histórica

La novela histórica nació a principios del siglo XIX, aproximadamente en la época de la caída de Napoleón. (El Waverley de Walter Scott se publicó en 1814.) Desde luego que hay novelas de tema histórico ya en los siglos XVII y XVIII y quien así lo desee puede considerar como "precursoras" de la novela histórica las elaboraciones de historia antigua y de mitos en la Edad Media, y remontarse aun hasta China o la India. Pero en este recorrido no encontrará nada que pudiese aclarar en algo fundamental el fenómeno de la novela histórica. Las llamadas novelas históricas del siglo XVII (Scudéry, Calprenéde, etc.) son históricas sólo por su temática puramente externa, por su apariencia. No sólo la psicología de los personajes, sino también las costumbres descritas responden por completo a la época del novelista. Y la más famosa "novela histórica" del siglo XVIII, el Castle of Otranto (Castillo de Otranto), de Walpole, trata igualmente la historia como algo meramente superficial; lo que interesa aquí realmente es la curiosidad y excentricidad del ambiente descrito, no la representación artísticamente fiel de un periodo histórico concreto. A la llamada novela histórica anterior a Walter Scott le falta precisamente lo específico histórico: el derivar de la singularidad histórica de su época la excepcionalidad en la actuación de cada personaje. El gran crítico Boileau, que juzgaba las novelas históricas de sus coetáneos con mucho escepticismo, sólo concede importancia a la verdad social y psicológica de los personajes; exige que un soberano ame de manera diferente a la de un pastor, etc. La cuestión de la verdad histórica en la representación poética de la realidad se halla todavía más allá de su horizonte.

Pero tampoco la gran novela social realista del siglo XVIII que, al plasmar las costumbres y la psicología de su época, revolucionó la historia universal de la literatura al aproximarse a la realidad, planteó como problema la determinación temporal concreta de los personajes creados. El presente se plasma con extraordinaria plasticidad y autenticidad, pero se le acepta ingenuamente como algo dado: el escritor aún no se pregunta por sus raices y las causas de su evolución. Este sentido abstracto en la estructuración del tiempo histórico tiene también efecto en la plasmación del lugar histórico. Lesage todavía puede trasladar sin reparos a España sus muy verídicas descripciones de la Francia de su tiempo. Swift, Voltaire y aun Diderot hacen desarrollarse sus novelas satíricas en un lugar y tiempo indeterminados que, sin embargo, reflejan fielmente los principales rasgos de la Inglaterra y Francia de sus días. O sea que estos escritores plasman las características esenciales de su época con un realismo audaz y penetrante. Pero no saben ver lo específico de su propia época desde un ángulo histórico. Esta actitud fundamental no se altera en nada esencial por el avance cada vez más intenso del realismo, que destaca los rasgos específicos del momento presente con extraordinaria fuerza creadora. Recuérdense novelas como Moll Flanders, Tom Jones, etc. En esta representación ampliamente realista de la actualidad aparecen ocasionalmente algunos acontecimientos importantes de la historia contemporánea y se combinan adecuadamente con los destinos de los personajes. Con esto llega a concretarse, especialmente en Smollet y Fielding, el tiempo y el lugar de la acción de un modo mucho más enérgico de lo que había sido costumbre en el periodo anterior de la novela social y todavía entre los franceses coetáneos. Fielding inclusive tiene una cierta conciencia de esta práctica, de esta concretización de la novela orientada a captar la singularidad histórica de las personas y situaciones plasmadas. El mismo se considera, en cuanto escritor, un historiador de la sociedad burguesa.

En general, al analizarse esta prehistoria de la novela histórica, se debe rechazar la leyenda romántico-reaccionaria de que la época de la Ilustración carecía por completo de todo sentido histórico y de toda comprensión de la historia, y de que apenas los enemigos de la Revolución francesa —Burke, De Maistre, etc.— fueron los inventores del sentido histórico. Basta con pensar en la formidable labor histórica de Montesquieu, Voltaire, Gibbon y otros para enterrar esta leyenda.

Lo que a nosotros nos interesa es concretar el carácter especial de este sentido para la historia antes y después del periodo de la Revolución francesa para ver claramente sobre qué base social e ideológica pudo surgir la novela histórica. Y debemos señalar aquí que la historiografía de la Ilustración ha sido en su orientación esencial una preparación ideológica de la Revolución francesa. La estructura de la historia, que en ocasiones revela nuevos y grandiosos hechos y conexiones, sirve nara demostrar la necesidad de una total renovación de la "irracional" sociedad feudal absolutista para derivar de las experiencias históricas aquellos principios con cuyo auxilio se pueda crear una sociedad "racional", un estado "racional". A esto se debe que la Antigüedad clásica se halle en el centro mismo de la teoría de la historia y de la práctica de la Ilustración. El estudio de las causas de la grandeza y la decadencia de los estados antiguos constituye una de las principales labores teóricas preliminares para la ulterior transformación de la sociedad.

Esto se refiere ante todo a Francia, guía intelectual del periodo de la Ilustración militante. La situación en Inglaterra es algo distinta. La Inglaterra del siglo XVIII se encuentra ciertamente en medio de un gigantesco proceso de transformación económica, en el periodo en que se crean las condiciones económico-sociales de la Revolución industrial, pero en el aspecto político es ya un país posrevolucionario. En el dominio teórico y crítico de la sociedad burguesa, en la elaboración de los principios de la economía política desempeña un papel más importante que en Francia la plasmación concreta de la historia en cuanto historia. Pero la conciencia y la consecuente aplicación de tales puntos de vista específicamente históricos no dejan de ser episódicas para la evolución global. A fines del siglo XVIII, el teórico economista que realmente domina el pensamiento de su época es Adam Smith. James Steuart, que presenta el problema de la economía capitalista en una forma mucho más histórica, y que investiga el proceso de la formación del capital, cae muy pronto en el olvido. Marx caracteriza la diferencia entre estos dos notables economistas con las palabras siguientes: "El mérito [de Steuart para la comprensión del capital se basa en la demostración de cómo se produce el proceso de separación entre las condiciones de la producción como propiedad de determinadas clases y la mano de obra. Se ocupa mucho de este proceso de la formación del capital —sin comprenderlo todavía directamente como tal—, si bien lo considera como condición de la gran industria; observa el proceso inte todo en la agricultura: y sólo a través de este proceso de separación en la agricultura surge propiamente, en su opiniónj la industria de manufactura en cuanto tal. Este proceso de separación aparece en el pensamiento de Adam Smith come un hecho ya concluso." Esta inconsciencia sobre el alcance del sentido histórico, de hecho existente, sobre la posibilidad de generalizar la peculiaridad histórica del presente inmediato instintivamente observada con toda precisión caracteriza la posición que ocupa la gran novela social inglesa en el desarrollo de nuestro problema. Ha llamado la atención de los escritores sobre el significado concreto (es decir, histórico) de tiempo y lugar, de las condiciones sociales, etc., y ha creado los medios literarios realistas de expresión para dar forma a esta peculiaridad; espacio-temporal (o sea histórica) de los hombres y de las circunstancias. Pero esto, al igual que en la teoría económica de Steuart, ha sucedido por instinto realista y no llegó a elevarse a una visión clara de la historia como proceso, de la historia como condición previa, concreta, del momento presente.

Sólo en el último periodo de la Ilustración se presenta el problema del reflejo artístico de épocas pasadas como un problema central de la literatura. Esto sucede en Alemania. Cierto que la ideología de la Ilustración alemana se mueve al comienzo en las sendas de la ideología francesa e inglesa; las grandes obras de Winckelmann y Lessing no se apartan en lo esencial de la línea general de desarrollo de la Ilustración. Lessing, acerca de cuyas importantes aportaciones para esclarecer el problema del drama histórico haremos más adelante una detallada referencia, determina todavía la relación del poeta con la historia en el sentido de la filosofía de la Ilustración. Piensa que la historia no es para el gran dramaturgo otra cosa que un "repertorio" de nombres.

Mas poco después de Lessing aparece en el "Sturm una Drang" con plena conciencia el problema del dominio poético de la historia. El Götz von Berlichingen de Goethe no solamente inicia un nuevo florecimiento del drama histórico, sino que ejerce también una influencia inmediata y vigorosa en la creación de la novela histórica con Walter Scott. Esta consciente intensificación del historicismo, que recibe su primera expresión teórica en los escritos de Herder, tiene sus raíces en la muy particular situación de Alemania, en la discrepancia existente entre el atraso político-económico de este país y la ideología de los ilustrados alemanes que, apoyados en sus precursores ingleses y franceses, llevaron a una mayor altura las ideas iluministas. Debido a esto resaltan con mucha mayor evidencia que en Francia las contradicciones inherentes a toda la ideología de la Ilustración y pasa a primer plano con toda energía la oposición específica entre estas ideas y la realidad alemana.

En Inglaterra y en Francia, la preparación y realización económica, política e ideológica de la revolución burguesa y la constitución de los estados nacionales constituyen un solo proceso. El patriotismo burgués revolucionario será lo intenso que se quiera y habrá producido obras sin duda importantes (como la Henriade de Voltaire), pero al orientarse hacia el pasado necesariamente tuvo que predominar la crítica ilustrada de lo "irracional". El caso de Alemania es bien distinto. El patriotismo revolucionario se topa aquí con el desgarramiento nacional, con la desintegración política y económica del país, cuya expresión ideológica y cultural es un producto importado de Francia. Pues todo lo que se producía en las pequeñas cortes alemanas en el campo de la cultura, ante todo de la pseudocultura, no era más que una servil imitación de la corte francesa. Las cortes pequeñas no solamente fueron un obstáculo político para la unidad alemana, sino que obstruyeron también ideológicamente la evolución de una cultura que provenía de las necesidades de la vida burguesa alemana. La forma alemana de la Ilustración tuvo que enfrentarse forzosamente con acerbas polémicas a esa cultura francesa, y conservó esta nota de patriotismo revolucionario inclusive allí donde el contenido esencial de la lucha ideológica representa la oposición entre diversas etapas de desarrollo de la Ilustración (así, la lucha de Lessing contra Voltaire).

Resultado necesario de esta situación fue el retorno a la historia alemana. La esperanza de un renacimiento nacional toma sus fuerzas parcialmente de la resurrección de la pasada grandeza nacional. La lucha por esta grandeza nacional exige la investigación y representación artística de las causas históricas de la decadencia y ruina de Alemania. En los siglos precedentes, Alemania había sido un mero objeto de transformaciones históricas, pero ahora hace en ella su aparición la historización del arte antes y con mayor radicalidad que en el resto de los países occidentales, más desarrollados tanto en lo económico como en lo político.

Fue la Revolución francesa, la lucha revolucionaria, el auge y la caída de Napoleón lo que convirtió a la historia en una experiencia de masas, y lo hizo en proporciones europeas. Durante las décadas que van de 1789 a 1814, cada una de las naciones europeas atravesó por un mayor número de revoluciones que las sufridas en siglos. Y la rápida sucesión de estas transformaciones confiere a los cambios un carácter cualitativo muy peculiar, borra la impresión general de que se trata de "fenómenos naturales", hace visible el carácter histórico de las revoluciones con mucha mayor claridad de lo que suele suceder al tratarse de un caso aislado. Para sólo mencionar un ejemplo, recuérdense las memorias de juventud de Heine en su Buch Le Grand (Libro Le Grand), en que describe plásticamente la influencia que el rápido cambio de gobiernos ejerció en él cuando joven. Y si tales experiencias se combinan con el conocimiento de que parecidas revoluciones ocurren por doquiera en todo el mundo, resulta muy comprensible el extraordinario fortalecimiento de la idea de que hay una historia, de que esa historia es un ininterrumpido proceso de los cambios, y, finalmente de que esta historia interviene directamente en la vida del individuo.

Este tránsito de los cambios cuantitativos a cualitativos aparece también en la singularidad de estas guerras comparadas con todas las anteriores. Las guerras de los estados absolutistas de la época prerrevolucionaria habían sido realizadas por pequeños ejércitos profesionales. La práctica bélica tendía a aislar al ejército lo más posible de la población civil. (Abastecimiento de las tropas por depósitos especiales, el temor a la deserción, etc.) No en vano expresó Federico II de Prusia la idea de que una guerra debía llevarse a cabo de tal modo que la población civil ni se enterara de ella. El lema de las guerras del absolutismo rezaba: "La tranquilidad es el primer deber ciudadano.”

Esta situación cambia de golpe con la Revolución francesa. En su lucha de defensa contra la coalición de las monarquías absolutas, la República Francesa se vio forzada a crear ejércitos de masas. Y la diferencia entre un ejército mercenario y uno de masas es precisamente cualitativa en lo que respecta a la relación con las masas de la población. Cuando no se trata de reclutar pequeños contingentes de déclassés para un ejército profesional (o de obligar a ciertos grupos a enrolarse), sino de crear un ejército de masas, el significado y el objetivo de la guerra deben explicarse a las masas por vías propagandísticas. Esto no sucede sólo en Francia durante los tiempos de la defensa revolucionaria y de las posteriores guerras de ofensiva. También los otros estados se ven obligados a emplear este medio cuando pasan a formar ejércitos de masas. (Piénsese en el papel de la literatura y filosofía alemanas en esta propaganda que siguió a las batallas de Jena.) Pero la propaganda no puede de ningún modo limitarse a una guerra única y aislada. Tiene que develar el contenido social y las condiciones y circunstancias históricas de la lucha; tiene que establecer un nexo entre la guerra y toda la vida, entre la guerra y las posibilidades de desenvolvimiento de la nación. Basta con que señalemos la significación que tiene la defensa de las adquisiciones de la Revolución en Francia, el nexo entre la creación de un ejército de masas y las reformas políticas y sociales en Alemania y en otros países.

La vida interna del pueblo guarda con el moderno ejército de masas una relación muy diferente de la que podía tener con los ejércitos absolutistas de periodos pasados. En Francia se derrumba el muro estamental que diferenciaba al oficial noble de sus soldados: el ascenso hasta los más altos puestos militares le es posible a cualquiera, y es bien sabido que fue precisamente la Revolución la que permitió que así fuese. También en los países que combatieron la Revolución es inevitable que, por lo menos, se abran considerables brechas en ese muro. Basta con leer los escritos de Gneisenau para reconocer la clara conexión que existe entre estas reformas y la nueva situación histórica creada por la Revolución francesa. A esto se añade que también durante la guerra misma se tienen que desplomar los muros que separaban al ejército del pueblo. El abastecimiento basado en despensas es algo imposible para un ejército de masas. Puesto que se abastece por requisa, no puede evitarse que entre en contacto inmediato y continuo con la población del país en que se desenvuelve la guerra. Cierto que este contacto consiste frecuentemente en robo y saqueo. Pero no siempre. Y no debe olvidarse que las guerras de la Revolución y en parte también las de Napoleón fueron emprendidas conscientemente como guerras de propaganda.

Pero también la enorme extensión cuantitativa de las guerras juega un nuevo papel cualitativo y aporta una extraordinaria ampliación del horizonte. Mientras las guerras de los ejércitos mercenarios del absolutismo consistían casi siempre en mezquinas maniobras alrededor de fortalezas, etc., el escenario bélico se extiende ahora por toda Europa. Los campesinos franceses combaten primero en Egipto, luego en Italia, después en Rusia; tropas auxiliares alemanas e italianas toman parte en la campaña contra Rusia, y tropas alemanas y rusas entran en Paría después de la caída de Napoleón, etc. Las experiencias que antes eran exclusivas de unos cuantos individuos, generalmente de espíritu aventurero —a saber, el viajar por Europa o pon partes del Continente— se convierte en este periodo en experiencia de masas, de cientos de miles, de millones de personas.

Así se crean las posibilidades concretas para que los individuos perciban su propia existencia como algo condicionado históricamente, para que perciban que la historia es algo que interviene profundamente en su vida cotidiana, en sus intereses inmediatos. Sobra hablar aquí de las transformaciones sociales que vivió la propia Francia. Es bien evidente la proporción en que los cambios grandes y de rápida sucesión sufridos en esta época alteraron radicalmente la existencia económica y cultural del pueblo entero. Pero sí debemos señalar que los ejércitos de la Revolución y más tarde los de Napoleón liquidaron total o parcialmente los restos de feudalismo que aún imperaban en muchas de las regiones conquistadas, por ejemplo en el Rhin y en el norte de Italia. El contraste social y cultural del país del Rhin respecto al resto de Alemania, y que todavía en la Revolución de 1848 se hace sentir palpablemente, es herencia de la época napoleónica. Y el nexo que guardan estas transformaciones sociales con la Revolución francesa es consciente para amplias capas de la población. Permítasenos recordar tambien aquí algunos reflejos literarios. Además de las memorias de juventud de Heine resulta muy instructiva la lectura de los primeros capítulos de La Chartreuse de Parme (La Cartuja da Parma) de Stendhal para observar la indeleble influencia provocada por el dominio francés en el norte de Italia.

Cuando una revolución burguesa es llevada seriamente hast el fin, forma parte esencial de ella el hecho de que la idea nacional se convierta en patrimonio de las grandes masas. Sólo a consecuencias de la Revolución y de las guerras napoleónicas llegó a ser el sentimiento nacional una vivencia y posesión de campesinado, de los estratos inferiores de la pequeña burguesíal etc. No fue sino esta Francia la que experimentaron como su país propio, como su patria creada por ellos mismos.

Pero el despertar del sentimiento nacional y, junto con él, del sentido y comprensión de la historia nacional no es un fenómeno que se haya dado únicamente en Francia. Las guerras napoleónicas provocan por doquier una ola de sentimientos nacionales, de oposición nacional contra las conquistas de Napoleón, en suma: una ola de entusiasmo por la autonomía nacional. Tales movimientos son ciertamente, en la mayoría de los casos, una mezcla de "regeneración y reacción", para emplear palabras de Marx. Así es en España, en Alemania y en otras partes. La lucha por la independencia de Polonia, la llamarada del sentimiento nacional polaco, en cambio, es progresista en su tendencia. Pero sea cual fuere la mezcla de "regeneración y reacción" en los diversos movimientos nacionales, lo cierto es que estos movimientos, que fueron verdaderamente de masas, tuvieron que verter en las amplias masas el sentido y la vivencia de la historia. La invocación de independencia e idiosincrasia nacional se halla necesariamente ligada a una resurrección de la historia nacional, a los recuerdos del pasado, a la pasada magnificencia, a los momentos de vergüenza nacional, no importa que todo ello desemboque en ideologías progresistas o reaccionarias.

En esta experiencia de masas se relaciona por un lado el elemento nacional con los problemas de la transformación social, y por el otro se tiene conciencia en círculos cada vez más amplios del nexo que existe entre la historia nacional y la historia universal. Esta creciente conciencia del carácter histórico del desarrollo comienza a hacerse patente también en el enjuiciamiento de las condiciones económicas y de las luchas de clase. En el siglo XVIII no fueron sino unos pocos críticos aislados, de paradójico ingenio, quienes en sus juicios sobre el naciente capitalismo compararon la explotación del trabajador por el capital con formas de explotación típicas de épocas anteriores, para concluir que el capitalismo era la forma más inhumana de explotación (Linguet). En la lucha ideológica contra la Revolución francesa, el romanticismo legitimista se sirve como grito de batalla de una parecida comparación reaccionaria y tendenciosa —aunque más superficial en lo económico— entre la sociedad antes y después de la Revolución, y más ampliamente entre el capitalismo y el feudalismo. La inhumanidad del capitalismo, el caos de la competencia, el aniquilamiento de los pequeños por los grandes, la humillación de la cultura por haberse convertido todo en mera mercancía, todo ello se contrasta, generalmente en forma reaccionaria y tendenciosa, con el idilio social de la Edad Media, presentada como el periodo de la pacífica cooperación de todas las clases, como la época del crecimiento orgánico de la cultura. Pero si bien en estos escritos polémicos suele predominar la tendencia reaccionaria, no debe olvidarse sin embargo, que es justamente en estos años cuando surge por vez primera la idea del capitalismo en cuanto periodo histórico determinado de la evolución de la humanidad; y esta idea no sólo aparece entre los grandes teóricos del capitalismo, sino también entre sus opositores. Basta con hacer referencia a Sismondi, quien a pesar de la confusión teórica de sus planteamientos principales, ha presentado con gran lucidez algunos problemas aislados del desarrollo económico. Piénsese en su formulación acerca de que en la Antigüedad el proletariado había vivido a costa de la sociedad, mientras que en los tiempos modernos es la sociedad la que vive a costa del proletariado.

Ya con estas breves observaciones puede verse que las tendencias a hacer consciente la historicidad alcanzó su punto culminante en el periodo que sucedió a la caída de Napoleón, es decir, en la época de la Restauración, de la Santa Alianza. Cierto que el espíritu historicista que llegó a predominar y a convertirse en oficial fue reaccionario y, en esencia, pseudohistórico. La concepción de la historia, los escritos periodísticos y la literatura del legitimismo desarrollan el espíritu histórico en crasa oposición a la Ilustración y a las ideas de la Revolución francesa. El ideal del legitimismo radica en un retorno a la situación anterior a la Revolución francesa, es decir, en eliminar de la historia el máximo acontecimiento de la época.

En este sentido, la historia viene a ser un crecimiento "orgánico", tranquilo, imperceptible, natural. En otras palabras: una evolución de la sociedad que es, en el fondo, una quietud que nada altera en las honorables y legítimas instituciones de la sociedad y que, ante todo, no altera en ellas nada conscientemente. La actividad del hombre en la historia debe ser eliminada totalmente. La escuela histórica alemana de Derecho inclusive sostiene que los pueblos no tienen derecho a darse nuevas leyes, y propone que las viejas y variadas leyes consuetudinarias del feudalismo sigan su "crecimiento orgánico".

En este terreno nace, pues, un pseudohistoricismo, una ideología de la inmovilidad, del retorno a la Edad Media; y esta tendencia crece bajo la bandera del historicismo, de la polémica contra el espíritu "abstracto" y "no histórico" de la Ilustración. La evolución histórica se acomoda sin escrúpulos a los intereses de estos objetivos políticos reaccionarios, y la mentira interna de la ideología reaccionaria alcanza alturas aún mayores por el hecho de que en Francia la Restauración se ve forzada económicamente a aceptar socialmente al capitalismo, que para entonces ya había llegado a ser adulto; inclusive se vio en la necesidad de apoyarse en él parcialmente, tanto en el aspecto económico como en el político. (Es similar la situación de los gobiernos reaccionarios en Prusia, Austria, etc.) Y es sobre esta base sobre la que se ha de escribir de nuevo la historia. Chateaubriand se esfuerza en revisar la historia antigua y rebajar con ello históricamente el viejo modelo revolucionario del periodo jacobino y napoleónico. Tanto él como otros pseudohistoriadores de la reacción crean una engañosa imagen idílica de la insuperada sociedad armoniosa de la Edad Media. Esta concepción histórica del Medievo será decisiva para la plasmación de la época feudal en la novela romántica de la Restauración. No obstante esta mediocridad ideal del pseudohistoricismo legitimista, el efecto que tuvo fue extraordinariamente profundo. Desde luego, es una expresión tergiversada y mendaz del gran periodo de transformación que se inició con la Revolución francesa, pero debemos reconocer que también es una expresión históricamente necesaria. La nueva etapa del desarrollo, que comienza con la Restauración, obliga a los defensores del progreso humano a crear una nueva armadura ideológica. Hemos visto cómo la Ilustración ha arremetido con desconsiderada energía contra la legitimidad histórica de los residuos feudales, así como contra su continuidad. Hemos observado igualmente que el legitimismo; posrevolucionario ha defendido como contenido de la historia justamente la conservación de esos residuos. La defensa del progreso después de la Revolución francesa forzosamente tenía que llegar a una concepción que demostrara la necesidad histórica de la Revolución francesa, que aportara las pruebas de que ésta había sido la culminación de una evolución histórica larga y paulatina, y no un repentino trastorno de la conciencia humana ni tampoco una "catástrofe natural" (Cuvier) en la historia de la humanidad, y que el desenvolvimiento futuro de ésta sólo se podría mover en esa dirección.

Con ello, la concepción del mundo se alteró radicalmente en comparación con la Ilustración, especialmente en lo que respecta a la idea del progreso humano. El progreso no se conceptúa ya como una lucha esencialmente ahistórica de la razón humana contra la irracionalidad feudal absolutista. La racionalidad del progreso humano se explica cada vez más por las oposiciones internas de las fuerzas sociales en la historia misma, es decir, la propia historia ha de ser portadora y realizadora del progreso humano. Lo más importante aquí es la creciente conciencia histórica acerca del decisivo papel que desempeña la lucha de las clases en la historia para el progreso histórico de la humanidad. El nuevo espíritu de la historiografía, más visible en los importantes historiadores franceses de la Restauración, se centra precisamente en la cuestión de cómo aportar pruebas históricas para el hecho de que la moderna sociedad burguesa ha nacido de las luchas de clase entre la nobleza y la burguesía, de las luchas de clase que hicieron verdaderos estragos a lo largo de toda la "idílica Edad Media", y cuya última etapa decisiva había sido la Revolución francesa. De estas ideas surge por primera vez un intento de distinguir periodos racionales en la historia; es un intento por comprender racional y científicamente la peculiaridad histórica del presente y su origen. El primer paso de gran aliento hacia una periodización lo da ya en medio de la Revolución francesa Condorcet con su capital obra histórico-filosófica. Sus ideas se van desarrollando en el periodo de la Restauración hasta alcanzar una elaboración científica. En las obras de los grandes utopistas, la periodización de la historia incluso llega a rebasar el horizonte de la sociedad burguesa. Y aunque este paso más allá de los umbrales del capitalismo desemboca en veredas fantásticas, lo cierto es que su fundamentación científica y crítico-histórica se halla ligada, como en Fourier, a una destructiva crítica de las contradicciones de la sociedad burguesa. En Fourier se presenta con tal claridad la interna contradicción de la imagen capitalista que, no obstante sus fantásticas ideas acerca del socialismo y de los caminos que conducen a él, la idea del carácter histórico transitorio de esta sociedad se muestra a nuestra mirada ya próxima y con claridad.

Esta nueva etapa de la defensa ideológica del progreso humano encontró su expresión filosófica en el pensamiento de Hegel. El problema histórico central era, según vimos, demostrar la necesidad de la Revolución francesa y que esta Revolución y su desarrollo histórico no representa una oposición, segur pretendían los apologistas del legitimismo feudal. La filosofía hegeliana ofrece la fundamentación filosófica para esta concepción histórica; la ley universal de la transformación de la cantidad en cualidad, descubierta por Hegel, constituye, desde un punto de vista histórico, una metodología filosófica para comprender que las revoluciones son elementos orgánicos y necesarios de la evolución y que una evolución auténtica sin un "calibre de las proporciones" es imposible en la realidad y es filosóficamente impensable.

Sobre esta base se disuelve filosóficamente la concepción del hombre creada por la Ilustración. Pues el mayor obstáculo para comprender la historia consistía en el hecho de que la Ilustración consideraba como inalterable la esencia del ser humano, de manera que cualquier cambio en el curso de la historia no era, en casos extremos, más que un cambio del disfraz y, por lo general, una mera elevación y caída moral del mismo hombre. La filosofía hegeliana extrae todas las consecuencias del nuevo historicismo progresista. Tiene al hombre por producto de sí mismo, de su propia actividad en la historia. Y si bien este proceso histórico parece idealistamente colocado de cabeza, si bien su portador se mistifica hasta convertirlo en un "espíritu universal", lo cierto es que Hegel conceptúa también a este espíritu universal como corporeización de la dialéctica del desarro-lio histórico. "Así, el espíritu en ella (en la historia) está en contra de sí mismo, tiene que vencerse a sí mismo por ser el verdadero obstáculo hostil a su fin: la evolución... es en el espíritu... una dura e incesante lucha contra sí misma. Lo que quiere el espíritu es alcanzar su propio concepto, pero él mismo lo oculta y se muestra orgulloso y satisfecho en esta enajenación de sí mismo... La estructura espiritual es algo distinto (que la naturaleza); aquí el cambio se efectúa no solamente en la superficie sino en el concepto. Es el concepto mismo el que se corrige". Hegel ofrece con esto una certera caracterización, sin duda idealista y abstracta, de la nueva orientación ideológica de su tiempo. El pensamiento de las épocas anteriores oscilaba dentro de la antinomia cuyos términos eran una concepción fatalista y legal de todo suceder histórico y una sobrevaloración de las posibilidades de intervenir conscientemente en la evolución de la sociedad. Pero ambos términos de la antinomia se subordinaban a principios "suprahistóricos", procedentes de la "eterna" esencia de la "razón". Hegel, en cambio, considera la historia como un proceso movilizado de un lado por las fuerzas motrices internas de la historia, y cuyo efecto, por el otro, se extiende a todos los fenómenos de la vida humana, incluido el pensamiento. Considera la totalidad de la vida humana como un gran proceso histórico. Con esto advino, tanto en el aspecto histórico concreto como en el filosófico, un nuevo humanismo, un nuevo concepto del progreso. Es un humanismo deseoso de conservar los logros de la Revolución francesa como base imperecedera de la futura evolución humana, un humanismo que tiene la Revolución francesa (y las revoluciones en la historia en general) por elemento constitutivo e imprescindible del progreso humano. Sin duda, este nuevo humanismo histórico es también hijo de su época y no puede rebasar su horizonte, a no ser que lo haga en formas fantásticas, como de hecho lo vemos en los grandes utopistas. Los humanistas burgueses importantes de esta época se encuentran en la paradójica situación de comprender la necesidad del las revoluciones en el pasado y aceptarlas como fundamento de todo lo racional y positivo que hay en el presente, pero al propio tiempo de conceptuar el desarrollo futuro como una tranquila evolución basada en esos logros. Según expone tan acertadamente M. Lifschitz en su artículo sobre la estética hegeliana, buscan lo positivo en el nuevo orden universal creado por la Revolución francesa, y creen que para una definitiva realización de lo positivo no se requiere ya otra revolución.

Esta concepción del último periodo humanista burgués, sobresaliente tanto en lo filosófico como en lo poético, nada tiene que ver con la huera y trivial apologética del capitalismo que se inició poco después y, en parte, contemporáneamente a ese periodo. Se funda en una investigación y revelación honrada y sin compromisos de todas las contradicciones del progreso; no se arredra ante ninguna crítica del presente. Y si bien no es capaz de sobrepasar conscientemente las limitaciones espirituales de su época, la continua experiencia de las contradicciones de la propia situación histórica arroja una oscura sombra sobre la entera concepción de la historia. Este sentimiento de que, contrariamente a las proclamaciones de un infinito progreso pacífico pronunciadas por pensadores de tendencia histórico-filosófica, la humanidad está viviendo un último irremplazable florecimiento espiritual, se manifiesta en los más significativos representantes de ese periodo, si bien en las formas más diversas y de acuerdo con su carácter inconsciente. Por el mismo motivo, el aspecto afectivo es muy similar en todos ellos. Podemos mencionar así la teoría de la "renuncia' del viejo Goethe, el "buho de Minerva" de Hegel, que inicia su vuelo sólo cuando ha comenzado a anochecer, los ambientes "apocalípticos" de Balzac, etc. No fue sino la Revolución de 1848 la que obligó a los representantes supervivientes de esta época a elegir entre el reconocimiento de la perspectiva del nuevo periodo evolutivo de la humanidad, para concordar con ella (aunque ello implicase un trágico desgarramiento del alma, como en Heine), y la caída hacia el apologetismo del capitalismo decadente, tal como mostró críticamente Marx en el caso de personajes tan extraordinarios como fueron Guizot y Carlyle, inmediatamente después de esa Revolución.

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