de “Los Cantos de Maldoror”
El hermafrodita
Canto segundo- Estrofa 7
En 1870, Isidore Ducasse muere en París por una infección, en circunstancias poco claras. Apenas tenía 24 años. Su vida y su obra siguen siendo un enigma.
“Allí, en un bosque rodeado de flores, con profundo sopor, duerme el hermafrodita, sobre el césped mojado por sus lágrimas. La luna ha desprendido su disco de la masa de nubes, y acaricia con sus pálidos rayos el suave rostro de adolescente. Sus rasgos expresan la energía más viril, al mismo tiempo que la gracia de una virgen celestial. Nada parece natural en él, ni siquiera los músculos de su cuerpo, que se abren paso a través de los armoniosos contornos de formas femeninas.
Tiene el brazo curvado sobre la frente, y la mano apoyada sobre el pecho, como para contener los latidos de un corazón cerrado a todas las confidencias y abrumado por el pesado fardo de un secreto eterno. Cansado de la vida y avergonzado de caminar entre seres que no se le asemejan, la desesperación ha alcanzado su alma, y va solo, como el mendigo del valle. Almas compasivas velan de cerca por él, sin que sospeche esta vigilancia, y no lo abandonan: ¡es tan bueno!, ¡tan resignado! Con gusto habla a veces con aquellos que tienen un carácter sensible, sin estrecharles la mano, manteniéndose a distancia, temeroso de un peligro imaginario.
Si le preguntan por qué ha escogido la soledad por compañera, sus ojos se elevan al cielo, reteniendo con dificultad una lágrima de reproche; pero no responde a esa pregunta imprudente que esparce por la nieve de sus párpados el rubor de la rosa matinal. Si la conversación se prolonga, se inquieta, gira los ojos hacia los cuatro puntos del horizonte, como buscando la forma de huir de la presencia de un enemigo invisible que se aproxima, dice con la mano un adiós brusco, se aleja sobre las alas de su pudor en alerta, y desaparece en el bosque.
Generalmente lo toman por un loco.
Un día, cuatro hombres enmascarados que habían recibido órdenes, se arrojaron sobre él y lo sujetaron de manera que no pudiese mover más que las piernas. El látigo dejó caer sus rudas cuerdas sobre su espalda (…). Cuando recibía los golpes, se puso a reír y a hablar con tanto sentimiento e inteligencia sobre las muchas ciencias humanas que había estudiado, demostrando una gran instrucción en quien no había traspasado aún el umbral de la juventud, y sobre los destinos de la humanidad, revelando la nobleza poética de su alma, que sus guardianes, espantados por la acción que acababan de cometer, soltaron sus miembros heridos, se arrodillaron a sus pies, rogándole un perdón que les fue concedido, alejándose con el testimonio de una veneración que no se concede habitualmente a los hombres.
Después de este acontecimiento, del que se habló mucho, su secreto fue adivinado por todos, aunque aparentaban ignorarlo para no aumentar sus sufrimientos; y el gobierno le concedió una pensión honorable para hacerle olvidar que por un momento se le quiso internar por la fuerza, sin previa verificación, en un hospicio de alienados. Él emplea la mitad de su dinero, el resto se lo da a los pobres.
Cuando ve a un hombre y una mujer paseando por alguna avenida de plátanos, siente que su cuerpo se parte en dos de arriba a abajo, y cada una de las nuevas partes va a abrazar a uno de los paseantes; pero no es más que una alucinación, la razón no tarda en recobrar su imperio. Es la causa por la cual no mezcla su presencia ni con hombres ni con mujeres, pues su pudor excesivo, que ha nacido con la idea de que sólo es un monstruo, le impide conceder su simpatía abrasadora a quienquiera que sea.
Creería profanarse y profanar a los demás. Con orgullo repite este axioma: «Que cada cual persista en su naturaleza». Pues teme que uniendo su vida a un hombre o a una mujer, le reprochen tarde o temprano, como una falta enorme, la conformación de su organismo. Entonces se retrae en su amor propio, ofendido por esta suposición impía, que sólo vienen de él, y persevera en permanecer solo en medio de los tormentos, sin consuelo. Allí, en el bosque rodeado de flores, con profundo sopor, duerme el hermafrodita, sobre el césped mojado por sus lágrimas. Los pájaros, despiertos, contemplan encantados esa figura melancólica, a través de las ramas de los árboles, y el ruiseñor no quiere hacer oír sus cantos de cristal.
El bosque se ha tornado augusto como una tumba por la presencia nocturna del infortunado hermafrodita. ¡Oh viajero perdido!, por tu espíritu aventurero, que te ha hecho abandonar a tu padre y a tu madre desde la más tierna edad; por los sufrimientos que te ha causado la sed en el desierto; por tu patria que acaso buscas, después de haber vagado proscrito largo tiempo, entre las comarcas extranjeras; por tu corcel, tu fiel amigo, que ha soportado contigo el exilio y la intemperie de los climas que te hacía recorrer tu humor vagabundo; por la dignidad que dan al hombre los viajes por tierras lejanas y mares inexplorados, en medio de los témpanos polares o bajo la influencia de un sol tórrido, no toques con tu mano, como si fuera un estremecimiento de la brisa, esos bucles esparcidos por el suelo que se mezclan con la verde hierba.
Apártate unos pasos y será mejor. Esa cabellera es sagrada; él mismo así lo ha querido. No desea que labios humanos besen religiosamente sus cabellos perfumados por el aire de la montaña, ni tampoco su frente, que en ese momento resplandece como las estrellas del firmamento. Más vale creer que es una estrella que ha descendido de su órbita, atravesando el espacio, hasta su frente majestuosa, a la que rodea con su luminosidad de diamante como una aureola. La noche, apartando con sus dedos la tristeza, se reviste de sus encantos para festejar el sueño de esa encarnación del pudor, de esa imagen perfecta de la inocencia de los ángeles: el ruido de los insectos es menos perceptible.
Las ramas inclinan sobre él sus altas frondas, a fin de protegerlo del rocío; la brisa, haciendo sonar las cuerdas de su arpa melodiosa, envía sus alegres acordes a través del silencio universal hacia sus párpados cerrados, que creen asistir inmóviles al concierto cadencioso de los mundos suspendidos. Sueña que es feliz, que su naturaleza corporal ha cambiado, o que, por lo menos, vuela en una nube púrpura hacia otra esfera habitada por seres de su misma naturaleza.
¡Que su ilusión se prolongue hasta el despertar de la aurora! Sueña que las flores danzan en ronda a su alrededor, como inmensas guirnaldas enloquecidas, y lo impregnan con sus perfumes suaves, mientras canta un himno de amor entre los brazos de un ser humano de mágica belleza. Sus brazos sólo estrechan un vapor crepuscular y, cuando despierte, no estrecharán nada. Hermafrodita, no te despiertes aún, te lo suplico. ¿Por qué no quieres creerme?
Duerme… duerme todavía. Que tu pecho se dilate, persiguiendo la quimérica esperanza de la dicha, te lo permito, pero no abras los ojos. ¡Ah, no abras los ojos! Quiero dejarte así, para no ser testigo de tu despertar. Acaso un día, con la ayuda de un libro voluminoso, en conmovedoras páginas, cuente tu historia, asombrado de lo que contiene y de las enseñanzas que de ella se desprenden.
Hasta aquí no lo he podido hacer, pues cada vez que lo he intentado abundantes lágrimas caían sobre el papel y mis dedos temblaban, sin que fuera por vejez. Pero quiero tener por fin ese valor. Duerme… duerme siempre; pero no abras tus ojos. ¡Adiós hermafrodita! Ningún día dejaré de rogar al cielo por ti (si fuese por mí, no rogaría). ¡Qué la paz sea en tu seno!”.
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