Poeta del diálogo
Tomado del libro del mismo nombre
Asociación Hebraica, Montevideo, 1965
PRÓLOGO
La reciente muerte de Martín
Buber provocó en el mundo entero un sentimiento de honda congoja colectiva.
Habituados a recibir renovadas expresiones de su espíritu creador, sus millares
de admiradores se resistían a pensar que su avanzada era un tácito anuncio de
que su fin se avecinaba. La dolorosa sorpresa de la noticia congregó en torno
de su memoria, a quienes, dispersos hasta entonces en variados círculos, se
inclinaban reverentes y agradecidos ante su obra, su fecunda obra inmortal.
Había también en su despedida la respetuosa devoción hacia la persona del
maestro que parte. Su cuerpo inerte yace en la Colina del Silencio, en Jerusalén.
Pero lo que antes era un silencio de muerte revive para siempre la nueva y
definitiva entonación del coloquio que Martín Buber ha emprendido, ahora sin
vida, con quienes lo reencuentran constantemente vivo en las páginas que
conservan su imperecedero lenguaje.
A esas voces de reconocido y
afectuoso homenaje uno, con modestia, la mía. La de alguien que, muy joven aún,
pretendió buscar en las honduras de su pensamiento, y como resultado de ello
lanzó temeroso al público su primera entrega sobre el tema. Eran las
postrimerías de 1956, y aquí, en Montevideo, veía la luz Martín Buber o una
filosofía del suceso y la eternidad. Nada me hacía suponer entonces que el
destino habría de depararme la oportunidad privilegiada, única pero de
permanente recuerdo y gravitación para mi persona. De dialogar con el filósofo
en su propio hogar, junto a su misma mesa de trabajo, rodeados del halo bíblico
de Jerusalén y del clima íntimo y adusto de su estudio, aquel donde vibraron
por vez primera tantos frutos de su talento. Era la primavera de 1963. Tenía
conciencia de que estaba ocurriendo un hecho de valor decisivo. Preciso era
estar auténticamente presente en el encuentro. Los brillantes ojos de Buber, de
pupilas penetradas de eternidad y dulzura, vislumbraron esa intención y el
contorno de pudor que la envolvía. Y su acogedora voz invitó a un diálogo real.
Su ejemplar sencillez estableció el equilibrio de igualdad esencial que reclama
la coyuntura dialogal. Lo que allí se dio ha quedado en mí, desde entonces,
como vivencia inmarcesible. En la persona de Buber estaba encarnada la estirpe
profética. Su faz reflejaba el lejano eco de nuestro común pasado, en la cuna
misma donde ese pasado se ha convertido en presente, en todos los tiempos.
Comprendí la causa real de la supervivencia de la Biblia. Nuestro Buber de hoy
era un testimonio.
***
Manifesté en las Palabras Previas de mi pequeño libro:
“Debo confesar que esta filosofía ha despertado mi afecto desde que la he
profundizado. Quizás ello se deba a que dialogué con Buber a través de sus
escritos, que son todos ellos un mensaje… un hondo y conmovedor mensaje. Sin
embargo, hay muchos aspectos de este pensamiento que aún son dudosos para mí, y
probablemente lo seguirán siendo por un buen tiempo. Tengo siempre presentes
aquellas sabias palabras de Buber cuando dicen que todo verdadero maestro más
que enseñar una doctrina debe indicar un camino. El camino indicado por Martín
Buber se bifurca en dos tramos aparentemente paralelos, pero que confluyen,
como no puede ser de otro modo, en un objetivo único e infinito. Uno de esos
senderos es válido para todos los hombres; el otro lo es para el pueblo judío.
En este estudio he querido analizar el planteamiento para todos los pueblos;
aquella parte de la filosofía buberiana que tanto conmueve aún a los
cristianos. Es probable que en alguna otra ocasión emprenda la labor de
referirme a los capítulos de su obra que están dedicados a su pueblo, que
también es el mío”.
Desde entonces pasaron no sólo
los años, sino también una sucesión de acontecimientos y experiencias
personales de importancia fundamental para mí. La filosofía y la vida me
enseñaron que el caudal que mana de las fuentes absolutas puede correr por
cauces diversos, pero que su contenido es en el fondo el mismo, y que, en definitiva,
se vuelca en el mismo mar. A pocas semanas de su muerte di forma a La respuesta de Martín Buber al enigma de
ser judío. Era un intento de contribución al análisis de la otra faz de su
concepción filosófica, sobre cuyo tratamiento insinué en 1956 una promesa. En
verdad, su filosofía universal y su filosofía judía son dos formas de una misma
perspectiva. Lo judío proyectado hacia lo universal y lo universal realizado de
modo particular por lo judío.
Mi estudio de entonces y este
ensayo de ahora, junto a su canto de despedida El Violinista y a Un uruguayo
dialoga con Martín Buber, versión de mi entrevista con el filósofo
publicada por el semanario montevideano “Marcha”, constituyen el conjunto de
escritos que reúno en este tomo que ofrezco a la benevolencia del lector.
***
“La tarea esencial de los
profetas de Israel no consistió en predecir un futuro ya determinado, sino
confrontar a hombre y pueblo de Israel, en cada momento dado, con la
alternativa correspondiente a la situación. No se anunciaba qué sucedería en
ninguna circunstancia, sino lo que sucedería si los oyentes del mensaje
cumplían la voluntad de Dios, y lo que sucedería si se negaban a ese
cumplimiento. La voz divina escogió al profeta, por así decirlo, como su
“boca”, para hacer comprender al hombre una y otra vez, en la forma más
inmediata, su libertad y sus consecuencias”.
Estas reflexiones de Martín Buber
se constituyeron indirectamente en incentivo que me sugirió el título de esta
edición. Así como la misión del profeta consistió en reclamar de su pueblo el
retorno a sus fuentes trascendentales para reencontrarse consigo mismo y con su
destino, del mismo modo Buber ha sido un profeta de los actuales tiempos. No
sólo explicó que el sentido de la criatura humana se despliega en las tramas de
lo dialógico, sino que reclamó con firmeza una disposición del hombre
contemporáneo hacia el diálogo franco con su prójimo. La exhortación llevaba
implícita una esperanza. La de que el hombre, abierto al hombre, torne hacia la
fuente de su ser y en esa conversación interior realice en la convivencia
interpersonal lo que hay en él de específica y superiormente humano. Profeta
del diálogo, como todo genuino profeta, instaló en su propia existencia el
comienzo de lo exigido. Hizo del verbo la esencia de su vida, y su verbo
perdurará más allá de su muerte.
Montevideo, diciembre
de 1965.
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