A. FILOSOFÍA Y POLÍTICA
Desde Platón hasta nuestros días hay una palabra que resume la preocupación del filósofo ante la política, esta palabra es «justicia». La pregunta que el filósofo le hace a la política es la siguiente: ¿puede existir una política justa? ¿Una política que le haga justicia al pensamiento? Entonces, tenemos que partir de lo siguiente: la injusticia es clara, la justicia es oscura, pues el que sufre la injusticia es su testigo irrecusable, pero ¿quién será el testigo de la justicia? Hay un efecto de la injusticia, un sufrimiento, una rebelión. Por el contrario, nada marca a la justicia, la que no se presenta ni como espectáculo, ni como sentimiento.
En consecuencia, ¿debemos resignarnos a decir que la justicia es sólo la ausencia de injusticia? ¿Se trata de la neutralidad vacía de una doble negación? No lo creo.
Tampoco imagino que la injusticia esté del lado de lo sensible, o de la experiencia, o de lo subjetivo, y que la justicia se ubique del lado de lo inteligible, o de la razón, o de lo objetivo. La injusticia no es el desorden inmediato del que la justicia sería el orden ideal.
«Justicia» es una palabra de la filosofía. Si, al menos, como es necesario, dejamos de lado su significado jurídico, teñido de policía y magistratura. Pero esta palabra de la filosofía existe bajo una condición. Está condicionada por la política. Pues la filosofía se sabe incapaz de realizar en el mundo las verdades que testimonia. Incluso Platón sabe que para que haya justicia es necesario que el filósofo sea el rey pero que justamente no depende en absoluto de la filosofía que este reinado sea posible. Esto depende de la circunstancia política, que es siempre irreductible.
Llamaremos «justicia» aquello a través de lo cual una filosofía designa la verdad posible de una política.
La abrumadora mayoría de las políticas empíricas no tienen nada que ver con la verdad, lo sabemos. Organizan una especie de mezcla repugnante de poder y opiniones. La subjetividad que animan estas políticas es la de la reivindicación y el resentimiento, la de la tribu y el lobby del nihilismo electoral y de la confrontación ciega entre las comunidades. De todo eso la filosofía no tiene nada que decir, pues la filosofía sólo piensa en el pensamiento. Ahora bien, estas políticas se presentan explícitamente como no pensamientos. El único elemento subjetivo que les interesa es el del interés.
Algunas políticas en la historia han tenido o tendrán una relación con una verdad. Una verdad de lo colectivo como tal. Son tentativas poco frecuentes, a menudo breves, pero son las únicas bajo cuyas condiciones la filosofía puede pensar.
Estas secuencias políticas son singularidades, no trazan ningún destino, no construyen ninguna historia monumental. Sin embargo la filosofía discierne aquí un rasgo común. Este rasgo es que estas políticas no requieren, de los hombres que se comprometen con ellas, más que su estricta humanidad genérica. No aceptan de ningún modo, en los principios de la acción, la particularidad de los intereses. Estas políticas llevan a una representación de la capacidad colectiva que pone a sus agentes en la más estricta igualdad.
¿Qué significa aquí «igualdad? Igualdad significa que el actor político está representado bajo el único signo de su capacidad propiamente humana. Ahora bien, el interés no es una capacidad propiamente humana. Todos los seres vivientes tienen como imperativo de subsistencia ocuparse de sus intereses. La capacidad propiamente humana es el pensamiento, y el pensamiento no es más que aquello a través de lo cual el trayecto de una verdad se apodera del animal humano y lo penetra.
Es así que una política digna de ser interrogada desde la filosofía bajo la idea de justicia, es una política cuyo único axioma general es: la gente piensa, la gente es capaz de verdad. Es en este reconocimiento estrictamente igualitario de la capacidad de verdad que piensa Saint-Just, cuando definió frente a la Convención en abril de 1794, lo que él llama la conciencia pública: «Tened pues una conciencia pública, pues todos los corazones son iguales por el sentimiento del bien y del mal, y la conciencia pública se compone de la tendencia del pueblo hacia el bien general». Y en una secuencia política completamente diferente, durante la Revolución Cultural China, encontramos el mismo principio, por ejemplo en la decisión de 16 puntos del 8 de agosto de 1966: «Que las masas se eduquen en este gran movimiento revolucionario, que operen ellas mismas la distinción entre lo que es justo y lo que no lo es».
De tal manera, una política estará en relación con la verdad con tal que se funde en este principio igualitario de una capacidad de discernimiento de lo justo o del bien, vocablos todos que la filosofía aprehende bajo el signo de la verdad de la que es capaz lo colectivo.
Es muy importante hacer notar que aquí «igualdad» no significa nada objetivo. No se trata para nada de la igualdad de los status, de los ingresos, de las funciones, menos aún de la supuesta dinámica igualitaria de los contratos o de las reformas. La igualdad es subjetiva. Es la igualdad respecto de la conciencia pública, para Saint-Just, o respecto del movimiento de masas político, para Mao Tse Tung. Tal igualdad no constituye un programa social. Por otro lado no tiene nada que ver con lo social. Es una máxima política, una prescripción. La igualdad política no es lo que se quiere o proyecta, es lo que uno declara a la luz del acontecimiento, aquí y ahora, como lo que es y no como lo que debe ser. De igual manera que para la filosofía «justicia» no puede ser un programa de Estado. «Justicia» es la calificación de una política igualitaria en acto.
La dificultad de la mayoría de las doctrinas de la justicia, es querer definirla primero y luego buscar las vías de su realización. Pero la justicia, que es el nombre filosófico de la máxima política igualitaria, no puede ser definida. Porque la igualdad no es un objetivo de la acción, es un axioma. No hay política ligada a la verdad sin la afirmación -afirmación que no tiene ni garantía ni prueba- de una capacidad universal para la verdad política. El pensamiento en este punto no puede tomar la vía escolástica de las definiciones. Debe seguir la vía de la comprensión de un axioma.
«Justicia» no es más que una de las palabras con la que una filosofía intenta apoderarse del axioma igualitario inherente a una secuencia política verdadera. Y el axioma en sí mismo está dado por enunciados singulares característicos de la secuencia, como en la definición de la conciencia pública de Saint-Just, o la tesis de la autoeducación inmanente del movimiento de masas revolucionario sostenida por Mao.
La justicia no es un concepto del que deberíamos buscar en el mundo empírico realizaciones más o menos aproximadas. Concebida como operador para capturar una política igualitaria, que es la misma cosa que una política verdadera, la justicia designa una figura subjetiva, efectiva, axiomática, verdadera, inmediata. Es lo que da toda su profundidad a la sorprendente afirmación de Samuel Beckett en Commentc'est: «En todo caso, estamos en la justicia, nunca oí decir lo contrario». En efecto, la justicia, que captura el axioma latente de un sujeto político, designa necesariamente no lo que debe ser sino lo que es. El axioma igualitario está presente en los enunciados políticos o no lo está. Y en consecuencia, estamos en la justicia o no estamos allí. Lo que también quiere decir hay política, en el sentido que posibilita que la filosofía confronte con ella su pensamiento, o no la hay Pero si hay y uno está en relación inmanente con ella, entonces estamos dentro de la justicia.
Toda aproximación en términos de definición y programática de la justicia, hace de ella una dimensión de la acción del Estado. Pero el Estado no tiene nada que ver con la justicia, porque el Estado no es una figura subjetiva y axiomática. El Estado como tal es indiferente u hostil a la existencia de una política que se vincule a las verdades. El Estado moderno no apunta sino al cumplimiento de ciertas funciones a modelar un consenso de opinión. Su dimensión subjetiva sólo consiste en transformar en resignación o resentimiento la necesidad económica, es decir, la lógica objetiva del Capital. Es la razón por la cual toda definición programática o estatal de la justicia la transforma en su contrario: la justicia se transforma entonces en el efecto de la armonización del juego de los intereses. Pero la justicia, que es el nombre teórico de un axioma de igualdad, reenvía necesariamente una subjetividad enteramente desinteresada.
Podemos decirlo simplemente: toda política de emancipación o política que prescribe una máxima igualitaria, es un pensamiento en acto. Pero el pensamiento es el modo propio por el cual un animal humano es atravesado y sobrepasado por una verdad. En una semejante subjetivación el límite del interés es atravesado de manera tal que el proceso político en sí mismo es allí indiferente. Es entonces necesario como lo muestran todas las secuencias políticas que conciernen a la filosofía, que el Estado no pueda reconocer nada, en ese proceso, que le sea propio.
El Estado es en su ser indiferente a la justicia. Inversamente, toda política que es un pensamiento en acto lleva consigo, en proporción a su fuerza y tenacidad, graves perturbaciones al Estado. He aquí por qué la verdad política se muestra siempre en la puesta a prueba y en la perturbación.
De allí se concluye que la justicia, lejos de ser una categoría posible del orden estatal y social, es lo que nombra los principios del obrar en la ruptura y en el desorden. Aún para Aristóteles, para quien su única finalidad es la de una ficción de la estabilidad política, declara desde el comienzo del libro V de su Política: «En general, en efecto, quien busca la igualdad se insurge». Pero la concepción de Aristóteles es aún estatal, su idea de igualdad es empírica, objetiva, definicional. El verdadero enunciado filosófico sería, en todo caso: los enunciados políticos portadores de verdad surgen aIlí donde defecciona todo orden estatal y social. La máxima latente igualitaria es heterogénea al Estado. Es entonces siempre en la perturbación y el desorden que se afirma el imperativo subjetivo de la igualdad. Lo que la filosofía nombra «justicia» capta el orden subjetivo de una máxima en el desorden ineluctable al que este orden expone al Estado de los intereses.
Finalmente, ¿qué quiere decir pronunciarse filosóficamente, aquí y ahora, sobre la justicia?
Se trata, en primer término, de saber a qué políticas singulares uno se refiere, que valga el esfuerzo de intentar captar su pensamiento propio, con los recursos del aparato filosófico, del cual la palabra «justicia» es una de sus piezas.
En el mundo confuso y caótico de hoy donde el Capital parece triunfar desde el interior mismo de su propia debilidad, y en el que lo que es se fusiona miserablemente con lo que puede ser, no será una tarea fácil. Identificar los raros momentos en que se construye una verdad política, sin dejarse desanimar por la propaganda del capital-parlamentarismo es de por si un ejercicio tenso del pensamiento. Aún más difícil resulta intentar ser fiel en el orden del «hacer-de-la-política», encontrando en los enunciados de nuestra época algún axioma igualitario.
Se trata, luego, de captar filosóficamente las políticas en cuestión, que sean del pasado o de hoy El trabajo, es pues, doble.
1. Examinar sus enunciados; sus prescripciones y despejar el núcleo igualitario con su significación universal.
2. Transformar la categoría genérica de «justicia» sometiéndola a la prueba de esos enunciados singulares, de un modo propio, siempre irreductible, por el cual ellos conducen e inscriben en la acción el axioma igualitario.
Por fin, es necesario mostrar que, transformada de este modo, la categoría de justicia designa la figura contemporánea de un sujeto político. Y es de esta figura que la filosofía asegura, bajo sus propios nombres, la inscripción en la eternidad de lo que nuestro tiempo es capaz.
El sujeto político tuvo varios nombres. Se lo llamó el ciudadano, no, por supuesto, en el sentido del elector de un concejal municipal, sino en el sentido del ciudadano del batallón de los Piques, de las milicias populares. Se lo llamó en otra época el revolucionario profesional. Se lo ha llamado el militante de las situaciones de masas. Estamos en un momento en que su nombre ha quedado suspendido, un momento en que es necesario encontrar el nombre.
Esto equivale a decir que si disponemos de una historia, sin continuidad ni concepto, de lo que «justicia» ha podido designar, no sabemos claramente lo que ella designa hoy Lo sabemos abstractamente, porque «justicia» significa siempre la captura filosófica de un axioma igualitario latente. Pero lamentablemente esta abstracción es inútil. Puesto que el imperativo de la filosofía es el de capturar el acontecimiento de las verdades, su novedad, su trayectoria precaria. No es el concepto lo que la filosofía orienta hacia la eternidad como dimensión común del pensamiento. Es el proceso singular de una verdad contemporánea. Es de su propio tiempo que una filosofía intenta evaluar si soporta sin ridículo y escándalo la hipótesis de su Retorno eterno.
¿El Estado contemporáneo de las políticas es tal que la filosofía puede comprometer allí la categoría de justicia? ¿No se arriesga a tomar gato por liebre, de repetir la pretensión vulgar de los gobiernos de hacer justicia? Cuando se ve a tantos «filósofos» intentar apropiarse de los esquemas estatales, tan poco pensantes como: Europa, la democracia, en su sentido capital-parlamentario, la libertad en su sentido de pura opinión, los nacionalismos vergonzosos o el culto de las comunidades, cuando vemos a la filosofía prosternarse ante los ídolos del día, se puede evidentemente ser pesimista.
Pero, después de todo, las condiciones de ejercicio de la filosofía siempre han sido rigurosas. Las palabras de la filosofía, porque sus condiciones no fueron firmes, siempre fueron desviadas y dadas vuelta. Hubo en nuestro siglo intensas secuencias políticas. Hay fieles a esas secuencias. Aquí o allá, en situaciones aún incomparables, algunos enunciados envuelven de manera inflexible e insumisa el axioma igualitario.
El derrumbe de los estados socialistas tiene en sí mismo una dimensión positiva. Es cierto, se trata de un puro y simple derrumbe. Ninguna política digna de ese nombre ha tenido allí la menor participación. Y desde entonces esa vacuidad política no deja de engendrar monstruos. Pero esos Estados terroristas encarnaban la última ficción de una justicia dotada de la solidez de un cuerpo. De una justicia que sería la forma de un programa gubernamental. El derrumbe da cuenta del absurdo de semejante representación. Quedan así, tanto justicia como igualdad, liberadas de toda incorporación ficticia. Restituidas a su ser que es a la vez volátil y obstinado, de prescripción libre, de pensamiento activo a partir y en dirección de un colectivo captado por su verdad. El derrumbe de los Estados socialistas enseña que las vías de la política igualitaria no pasan por el poder del Estado. Que se trata de una determinación subjetiva inmanente, de un axioma del colectivo.
Después de todo, desde Platón y su desdichada expedición a Sicilia hasta las aberraciones circunstanciales de Heidegger, pasando por las relaciones pasivas de Hegel y Napoleón, y sin olvidar que la locura de Nietzsche era la de pretender «partir en dos la historia del mundo», todo muestra que no es la historia masiva la que autoriza a la filosofía. Es más precisamente aquello que Mallarmé llamaba «la acción restringida».
Seamos políticamente militantes de la acción restringida. Seamos en filosofía quienes eternizan, en un montaje categorial en donde la palabra justicia permanezca esencial, la figura de esta acción.
Muy a menudo se ha querido que la justicia funde la consistencia del lazo social. Cuando en realidad ella no puede nombrar sino los más extremos momentos de inconsistencia. Ya que el efecto del axioma igualitario es el de deshacer los lazos, dessocializar el pensamiento, afirmar los derechos del infinito y de lo inmortal contra el cálculo de los intereses.
La justicia es una apuesta sobre lo inmortal contra la finitud, contra el ser-para-la-muerte. Puesto que es en la dimensión subjetiva de la igualdad que se declara, que ninguna otra cosa tiene interés sino la universalidad de esa declaración y las consecuencias activas que de allí se derivan.
Justicia es el nombre filosófico de la inconsistencia estatal y social de toda política igualitaria. Y aquí podemos reunir la vocación declarativa y axiomática del poema. Ya que es Paul Celan quien sin duda da de lo que es necesario entender por «justicia» la imagen más exacta, cuando escribe este poema con el cual puedo verdaderamente concluir:
Sobre las inconsistencias
Apoyarse:
Capirotazo
en el abismo, en los
borradores garabateados
el mundo comienza a murmurar, allí no te tiene
sino a tí.
Retengamos, en efecto, la lección del poeta: en materia de justicia, donde es sobre la inconsistencia que es preciso apoyarse, es verdad, verdadero como una verdad puede serlo, que ella no te tiene sino a ti.
B. ÉTICA Y POLÍTICA
1 ) En la cuestión de la política hay siempre tres elementos:
-Está la gente, con lo que hacen y lo que piensan.
-Están las organizaciones: los sindicatos, las asociaciones, los grupos, los comités. Y los partidos.
-Están los órganos del poder del Estado, los órganos oficiales y constitucionales del poder Las asambleas legislativas, el poder presidencial, el gobierno, los poderes locales.
Toda política es un proceso de articulación de esos tres elementos. Se los puede llamar simplemente: el pueblo, las organizaciones políticas y sociales, el Estado. Una política consiste en perseguir objetivos, articulando al pueblo, las organizaciones y el Estado.
2) Existe una concepción clásica de esta articulación.
Esta concepción dice lo siguiente:
-En el pueblo hay diferentes tendencias ideológicas, más o menos vinculadas al estatuto social, con las clases, con las prácticas sociales. Y estas tendencias tienen objetivos diferentes.
-Estas tendencias están representadas por organizaciones y partidos.
-Estos partidos están en conflicto para ocupar el poder del Estado y utilizarlo para sus objetivos.
A partir de ahí tienen ustedes cuatro grandes orientaciones: revolucionaria, fascista, reformista y conservadora.
La concepción revolucionaria y también la fascista, dirá que el conflicto es forzosamente violento.
Las concepciones reformistas y conservadoras dirán que el conflicto puede permanecer dentro de las reglas constitucionales.
Pero estas cuatro políticas están de acuerdo en un punto: la política es la representación, por medio de las organizaciones del conflicto, de los intereses y las ideologías. Y esta representación tiene como objetivo apoderarse del Estado.
La articulación entre pueblo, organizaciones, y Estado pasa por la idea de representación.
3) La forma moderna de esta idea es el parlamentarismo. Es el régimen formal de Francia y también de la Argentina.
¿Cuál es la idea general del parlamentarismo? Es la de organizar las representaciones en todos los niveles, con la elección como organismo central.
En primer lugar, las tendencias presentes en el pueblo pueden organizarse libremente en asociaciones. Estas tendencias son representadas, en los diferentes aspectos de sus prácticas, por asociaciones o sindicatos y de este modo expresan sus ideas, sus reivindicaciones, su voluntad, inclusive mediante acciones públicas (derecho a la huelga, derecho a manifestarse, derecho a publicar).
Entre estas asociaciones figuran los partidos políticos. Un aspecto muy particular de los partidos políticos es que son los únicos que están directamente representados en el Estado. Puesto que el Estado está construido a partir del mecanismo electoral y un candidato se vale de un partido. Entonces, el partido es el vínculo representativo entre el pueblo y el Estado.
4) La consecuencia es que en el sistema parlamentario la política está enteramente subordinada al Estado. ¿Por qué? Porque la única articulación completa entre los tres términos: pueblo, organizaciones y Estado, se organiza en el momento del voto. Es en ese momento en que la representación del pueblo en los partidos se vuelve también, una representación de los partidos en el Estado.
Pero el voto está reglado y organizado por el propio Estado en un marco constitucional. Se supone naturalmente que todo el mundo acepta este marco. En consecuencia, se supone un consenso político sobre la idea de representación. En el corazón de este consenso está el Estado. Las movilizaciones populares, por ejemplo, no son sino medios de presión, porque son articulaciones incompletas. No tocan directamente a la representación en el Estado, aceptan fundamentalmente el consenso.
El sistema parlamentario es por lo tanto una forma política que excluye las rupturas. Porque al menos hay una cosa cuya continuidad es garantizada: el Estado y su mecanismo representativo. Hay que decir que al nivel del Estado el parlamentarismo es conservador.
5) ¿Por qué es dominante hoy en día el sistema parlamentario? Porque las políticas de ruptura han encallado. Tanto se trate de las dictaduras revolucionarias, o de las dictaduras militares.
¡Pero cuidado! Esas tentativas revolucionarias o dictatoriales tenían en común el mantenimiento de la idea de la representación. Los partidos comunistas pretendían representar a una clase, el proletariado. Los partidos fascistas siempre pretendieron representar a la comunidad nacional. Y por otra parte, estas tentativas también colocaban a la política bajo la autoridad del Estado. Se trataba de tomar el Estado y actuar sobre la sociedad de manera autoritaria con los medios del Estado.
6) El parlamentarismo ha, finalmente, ganado por lo siguiente: es la mejor política posible, si se admiten tres cosas:
a) que la política es, ante todo, un mecanismo de representación;
b) que hay organizaciones particulares, los partidos, que representan las tendencias de la sociedad en el Estado;
c) que debe haber un consenso organizado a partir del Estado y que por consiguiente es el Estado, con sus reglas constitucionales, lo que asegura la continuidad política. Estas tres condiciones eran aceptadas también tanto por los revolucionarios como por los conservadores. Pero el sistema parlamentario es la forma más flexible y la más eficaz organización de estas tres condiciones. En el fondo, el parlamentarismo limita el conflicto. Deja que se enfrenten los reformistas y los conservadores y excluye a los revolucionarios y a los fascistas. De esta manera va ampliando el consenso.
7) El problema que se presenta actualmente es de saber si es necesario pensar la política en el marco de esas tres condiciones: condición representativa, condición partidaria, condición consensual y constitucional. Si la respuesta es si, hay que aceptar el sistema parlamentario. En ese caso un partido progresista tendrá dos funciones contradictorias:
-Deberá impulsar las asociaciones populares, lo que supone la independencia respecto al Estado, la autonomía política respecto al consenso.
-Al mismo tiempo deberá presentarse a las elecciones, ocupar los puestos el poder y por lo tanto, adoptar las reglas del consenso y administrar el Estado.
En mi criterio esas conjunciones son verdaderamente contradictorias, y si ustedes me permiten que hable de Francia, puedo decir que en 10 años de poder de la izquierda hicieron claramente estallar esta contradicción. El número de desocupados se duplicó. El sindicalismo está en una completa crisis. La figura popular y obrera ha desaparecido de las representaciones políticas. Muchos intelectuales se pasaron a la derecha y el partido de la extrema derecha ha triplicado sus votos. La corrupción se ha expandido, y la esperanza política popular ha dejado lugar al más total escepticismo. Por lo tanto, es un fracaso completo. Y este fracaso no es sino la expresión de la contradicción de las dos funciones, en la cual se encuentra todo partido progresista cuando juega estrictamente el juego parlamentarista con su sistema de reglas consensuales.
8) Pienso entonces, que hay que repensar por entero la política. Y esto como un programa de trabajo y no cómo un conjunto de soluciones. Estoy convencido de que estamos en el principio de un largo período de recomposición, no sólo de una política sino de la idea misma de política. En mi criterio hay cuatro ideas directrices: -Independencia total del proceso político organizado con respecto al Estado, porque me obliga a un pensamiento que es a la vez práctica, llamémoslo así, en ruptura con el consenso; consenso que hoy en día es al mismo tiempo económico- constitucional.
Abandono de la idea de representación. Una política no representa a nadie. Ella se autoriza de sí misma. No remite a conjuntos objetivos coherentes de los cuales fuera la representante. Digamos que habría procesos políticos pero no representaciones políticas.
-Concepción de la acción militante desgajada de toda perspectiva de ocupación del Estado. Se trata de producir y organizar en el pueblo rupturas subjetivas, desarrollos de la capacidad e iniciativas que valdrán por sí mismos, incluso si obligan al Estado a hacer una cosa u otra, pero subjetivamente la política debe absolutamente ser despegada, separada de la figura de la ambición de poder.
-Una organización política, es decir, un proceso político colectivo, en un marco de pensamiento común no debe ser pensado como un partido. Porque hoy en día partido quiere decir organización política determinada por el Estado. La política debe ser una política sin partido.
Bueno, recién ahora voy a empezar a hablar de ética, porque pienso que en la actualidad solamente una política nueva, una concepción transformada de la política, puede aspirar a ser también una ética. Y esto por dos razones.
Primera razón: en las políticas de representación no puede haber ética. Porque para un Sujeto la acción ética es justamente aquella que no puede ser delegada o representada. Diría que en la ética el propio sujeto se presenta, decide él mismo y declara lo que quiere en su propio nombre. Esa es la situación ética fundamental, y no puede organizarse bajo una representación. Digámoslo más filosóficamente: la ética proviene de la presentación y no de la representación.
Segunda razón: en las políticas corrientes el centro de la política es el Estado. Pero el Estado no tiene ninguna ética. Ya lo decía Nietzsche: era el más frío de los monstruos fríos. El Estado es el responsable de dos cosas:
-Del funcionamiento mínimo de la economía y de los servicios colectivos, que está siempre entre un mínimo y un máximo según las circunstancias y los recursos. Desde ese punto de vista diremos que el Estado es funcional y es juzgado según su capacidad para cumplir ciertas funciones.
También el Estado es responsable de un mínimo de paz civil, un mínimo de acuerdo entre la gente, y en ese sentido el estado es consensual.
Pero ni lo funcional ni lo consensual son reglas éticas.
Evidentemente puede presentarse la objeción siguiente: hay una enorme diferencia entre el Estado dictatorial y criminal y el Estado constitucional que admite las elecciones. La experiencia de la Argentina es en este punto dolorosa y digna de consideración.
Sí, es verdad que hay una diferencia enorme. Pero esa diferencia no tiene nada que ver con la ética, y desde este punto de vista se abusa de ella cuando se la aplica a este tipo de comparaciones. Fundamentalmente se trata de una diferencia jurídica. En el Estado dictatorial y criminal, el derecho es suprimido para ciertas acciones y ciertas personas. En el Estado constitucional el derecho es general, sea cuales fueran las excepciones de hecho.
Pero ¿cuál es la causa de esta diferencia? La causa de esta diferencia está en la elección del referente principal de la política de Estado.
En el estado dictatorial el referente principal es la propia seguridad del Estado. El centro de la actividad del Estado es la destrucción de sus adversarios, y esto acarrea la supresión del derecho y el terrorismo de Estado.
En el Estado parlamentario el referente principal es la economía de libre competencia, la libre circulación de capitales y finalmente, el mercado mundial. La economía capitalista tiene necesidad del derecho, tiene necesidad de la libertad de elección y de circulación de los consumidores. Pero bien entendido, él libera el derecho en la medida en que haya un acuerdo general sobre reglas del Estado. No es porque existe el derecho que haya consenso, sino porque hay consenso es que puede haber derecho. De tal manera, el Estado parlamentario es un Estado de derecho pero de ninguna manera, por razones éticas, basta con ver a la gente que lo dirige, nadie los tomaría como modelos de ética. No es de ninguna manera por esas razones, sino porque hay un gran consenso alrededor del referente principal que es la economía de mercado. No hay entonces necesidad de tomar a la seguridad del Estado como referente principal, se puede confiar la regla jurídica al consenso económico y dar cierta libertad en el juego, tras el cual se ponen en realidad las leyes generales del mercado mundial. Por consiguiente, el derecho es favorable a la economía, es decir, favorable al Estado que tiene la economía como referente principal.
Finalmente, creo que es absolutamente preciso distinguir cuatro términos sobre el tema de esta noche: ética y política.
1) El Estado, que siempre tiene un referente principal. Por ejemplo, en la guerra, referente es la nación o el territorio. En una dictadura es la seguridad del Estado. En el parlamentarismo es el mercado mundial.
2) El derecho, lo jurídico. Es una forma social fijada por el Estado. Su existencia y su generalización, están estrictamente ligadas al referente principal del Estado. Cuando ese referente es la nación en guerra o la seguridad del estado, o como en la Unión Soviética la clase y el partido, casi no hay derecho. Cuando se trata de la economía de mercado, el mercado mundial, hay derecho. Diré entonces, que el derecho se instala entre el Estado y su referente principal, con un margen de existencia que depende de la distancia entre el estado y su referente.
3) La política en su modelo clásico o representativo, está vinculada con el Estado, tiende a confundirse con él. Ella discute, en consecuencia, cuestiones estatales como: Les necesario o no el derecho? ¿hay que integrarse o no al mercado mundial? ¿hay o no que defender a la nación? Toda una serie de cuestiones fundamentales que conciernen justamente al referente principal del Estado.
En otro modo posible de la política, yo digo que la auto-organización del pueblo debe valer por sí misma y para sí misma y no ser directamente articulada a la cuestión del referente principal del Estado. Entonces, es un pensamiento actuante y colectivo que no quiere ocupar el Estado, sino eventualmente, constreñirlo a hacer esto o aquello. Desde mi punto de vista no es una actividad de poder, aunque se trate de una actividad que pueda tener importantes efectos sobre el poder e inclusive sobre el referente principal del Estado. En ese caso la política es una subjetividad que se presenta, que se organiza a partir de acontecimientos, por que no se representa en el Estado.
4) Finalmente, la ética no tiene ninguna relación con el Estado. Ciertamente, algunos Estados pueden cometer crímenes y lo hacen muy a menudo, pero el juicio sobre estos crímenes no es de orden ético. En realidad, estos juicios consisten en rechazar el referente del Estado en el nombre del cual ese crimen ha sido cometido y proponer otro referente, y por lo tanto, otra forma del Estado. Esa es la razón por la cual -como tienen ustedes aquí la experiencia- cuando un Estado le sucede a otro, cuando una forma de Estado sucede a otra, es decir, cuando el referente principal ha cambiado, la mayor parte de las veces el nuevo Estado no castiga los crímenes o lo hace mínimamente. Y esto es así porque esos juicios no son de orden ético y tampoco de orden político. Dependen del Estado, que es funcional y consensual, y busca siempre la continuidad y no la ruptura.
La ética no tiene tampoco una verdadera relación con lo jurídico, porque lo jurídico está destinado a asegurar un funcionamiento correcto de la situación colectiva. Hoy en día lo político depende fundamentalmente de las relaciones entre el Estado y la economía de libre competencia. Cuando, por ejemplo, los norteamericanos o los europeos envían tropas para «restablecer los derechos el hombre», ¿qué quiere decir eso exactamente?, eso quiere decir que ellos quieren imponer un Estado más conforme con las reglas del mercado mundial y quieren imponerle al Estado un cambio del referente principal. Quieren obligar a ciertos estados tiránicos a pasar de un referente del tipo «seguridad del estado», a un referente de tipo «mercado mundial», verdaderamente mucho más interesante para ellos. Está absolutamente claro que en este asunto la ética es un puro discurso de propaganda.
La ética, finalmente, no tiene nada que ver con las políticas de la representación. El punto principal, creo, es que esas políticas están dominadas por un principio del interés. En última instancia el partido representa los intereses de quienes votan por él y por otra pare, él tiene su propio interés, que es el de instalarse en el Estado. Todo el problema para los políticos es que no logran vincular esos dos intereses: el interés de su clientela y su propio interés en el Estado. La experiencia nos muestra que el interés ligado al Estado siempre gana. Pero de todas maneras este juego de los intereses y de las opiniones regido por el Estado nada tienen que ver con la ética. Cuando en esas circunstancias ella aparece en el debate, creo que se puede decir que es un tema puramente ideológico.
Para terminar, si llamamos ética a una máxima subjetiva, un acción estrictamente ligada a principios universales, entonces hay que decir esto: sólo puede ser considerada como dependiente de la ética una política que tenga estas cuatro características
- Que no sea representativa, que se presente directamente.
- Que no busque el poder del Estado, que quiera solamente forzarlo.
- Que no sea jurídica, que sea subjetiva.
Que no tenga un referente particular, que no esté ligada a los intereses de un grupo, de una comunidad, de una nación o de una clase. Que lo que ella diga, lo que proclame, lo que organice, sea universal y desinteresado aunque siempre esto ocurra en situaciones concretas.
¿Existe, acaso, tal política? ¿Puede existir? Este es todo el problema. Pero si una política así no existe habrá que renunciar, pura y simplemente a toda relación posible entre política y ética. Habrá que convertirse, en materia de política, a un pragmatismo realista y cuando sea necesario, cínico.
Pero tal vez la primera exigencia ética sea la siguiente: desear que una política así exista y trabajar en favor de ese deseo. Después de todo, el deseo es también un pensamiento y el punto principal sería entonces, como dice Lacan, hablando de la ética, cómo no ceder nunca en ese deseo.
Alain Badiou es un reconocido filosofo francés, discípulo de Louis Althusser. Actualmente es profesor en la Universidad de París VIII. Entre sus libros se destacan: Teoría del Sujeto, El ser y el acontecimiento, ¿Se puede pensar la política?, Manifiesto por la filosofía, Condiciones y Rapsodia por el teatro. Sus reflexiones intentan sacar las consecuencias que para la política y la teoría del Estado tienen las principales innovaciones teóricas de la época: La matematización del infinito (Cantor), el nuevo pensamiento del Sujeto (Lacan) y la deconstrucción filosófica (Heidegger).
Conferencias dadas en octubre de 1994, en el Centro Cultural Ricardo Rojas y en el instituto Nacional de La Administración Pública.
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