Editorial Sudamericana (1965)
LA ANGUSTIA Y LA NADA
El estado de inocencia supone la paz y el reposo
pero al mismo tiempo implica otra cosa…
¿Qué es? La Nada. Pero, ¿qué efecto produce
La nada? Engendra angustia.
Kierkegaard
Lo contrario del pecado no es la virtud, sino la fe. La fe es la mfe en Dios, para quien todo es posible, para quien lo imposible no existe. Sin embargo, la razón humana no consiente en admitir que todo sea posible: esto equivaldría para ella a sumir el universo en una arbitrariedad sin límites. Si decimos con Kierkegaard, que todo es posible para Dios, esto no cambia nada del problema, pues estas palabras implican la confesión de que Dios no cuenta ni con nuestra razón, ni con nuestra moral. Pero, ¿puede confiarse el propio destino a Dios sin tener de antemano la seguridad de que Dios es un ser razonable y moral? ¿Y si Dios estuviera loco? ¿Y si fuera malo y cruel? Abraham, que partió sin saber a dónde iba, no es más que un ignorante, un necio. Abraham, que levantó el cuchillo sobre su hijo, es un criminal, un malhechor. Esto es a nuestros ojos indiscutible y evidente. El propio San Agustín escribía que es menester preguntarse antes de creer cui est credendeum (¿A quién hay que creer?) Dios lo ha creado todo. Pero la razón y la moral no son criaturas; existían antes de la creación del mundo, existen desde siempre.
Kierkegaard topó aquí por segunda vez con la idea del pecado tal como lo presenta a la conciencia pagana y tal como aparecía en las Escrituras. Nos había afirmado que lo que le faltaba a la concepción socrática del pecado era la idea de la “mala voluntad”. Sin embargo, hemos visto que esta aserción es históricamente falsa. Por el contrario, el pecado se hallaba para el paganismo indefectiblemente ligado a la mala voluntad y yo inclusive agregaría que intentó imponer su concepción del pecado al cristianismo naciente. Sobre este territorio surgió precisamente el conflicto pelagiano. Pelagio consideraba, para emplear el lenguaje de Kierkegaard que lo contrario del pecado es la virtud. Por eso insistía apasionadamente en el hecho de que el hombre puede salvarse por sus propias fuerzas y se indignaba contra quienes no contaban con sus fuerzas, sino con la misericordia divina. Ciero es que Pelagio fue condenado. No obstante, San Agustín, el primero que combatió a Pelagio, no pudo (y no quiso) renunciar a considerar el pecado como expresión de la mala voluntad humana. Y en la historia del pensamiento teológico encontramos repetidos intentos (evidentemente disimulados) para volver, con un pretexto u otro, al pelagianismo. Los hombres han tenido siempre la tendencia a contar con sus fuerzas y a otorgar más confianza a su propia razón que a Dios. Aun cuando rechazara el pelagianismo y estuviese, por lo genral, muy alejado de esa doctrina, Kierkegaard no consiguió, con todo, arrancar definitivamente de su corazón, la convicción de que la mala voluntad y la obstinación son el comienzo del pecado y de que la virtud está llamada a desempeñar un papel y no de los menos importantes, en nuestra redención. No podía y no quería, creer de otro modo. Como lo veremos luego, hasta es más justo decir que no lo quería. Sin embargo, sentía que la diferencia radical entre la concepción bíblica y la concepción pagana del pecado se halla en otra parte.
En El concepto de la angustia afronta Kierkegaard el más grande enigma que la Biblia ha planteado a la humanidad: la narración del pecado original. Realiza un inmenso esfuerzo para vincular la concepción bíblica del pecado y de la fe con su experiencia personal, y para desembarazarse de las ideas mostrencas que se había asimilado en el curso de su estudio de las obras de los filósofos paganos y cristianos. “Intentar explicar de un modo lógico la introducción del pecado en el mundo es una tontería que solamente pueden cometer las gentes obsesionadas por la ridículaq preocupación de querer explicarlo todo”, escribe Kierkegaard. Una página más adelante leemos todavía: “Cada hombre debe comprender por sí mismo y únicamente por sí mismo cómo se ha introducido en el mundo el pecado. Si quiere aprenderlo de otro es que quiere eo ipso engañarse… Si una ciencia cualquiera pudiera explicar la introducción del pecado en el mundo, no haría más que embrollarlo todo. Es muy cierto que el sabio debe olvidarse de sí mismo y que por eso se siente dichoso de que el pecado no sea el problema científico” Soy yo quien subrayo (dice Chestov).
Pero entonces ¿qué podrá decirnos Kierkegaard acerca del pecado? ¿Y dónde busca lo que nos cuenta? ¿En la Biblia? Pero la Biblia está a disposición de todos: nadie tiene necesidad de intermediario. Además y como vamos a verlo, Kierkegaard se niega a aceptar ciertas cosas que nos cuenta la Biblia acerca de la caída del primer hombre. Dispone asimismo de otras fuentes de información ¿No nos ha declarado acaso que todos los hombres deben saber por sí mismos cómo el pecado ha llegado al mundo? Escuchemos lo que nos dice: “La inocencia es la ignorancia. En la inocencia el hombre no está determinado como espíritu, sino que es un alma en unión inmediata con lo natural. El espíritu está en él adormecido. Esta concepción es enteramente conforme a la de la Biblia, la cual niega al hombre en estado de inocencia el conocimiento de la distinción entre el bien y el mal” Ahora bien, lo verdadero es indiscutiblemente lo contrario: esta concepción no es en modo alguno conforme a la Biblia, sino que se parece mucho a la interpretación que del pecado original proporciona la filosofía especulativa. Según la Biblia, el hombre inocente, es decir, el hombre antes de la caída, no posee ni el conocimiento en general ni el conocimiento de la distinción entre el bien y el mal en particular. Pero la Biblia no contiene la menor alusión que nos permita concluir que, tal como salió de las manos del Creador, el espíritu del hombre permaneciera adormecido, y menos todavía que el conocimiento y la capacidad de distinguir entre el bien y el mal fuesen el índice del despertar del espíritu en el hombre. Ocurre exactamente lo contrario: la enigmática narración de la caída del hombre significa que la capacidad de distinguir entre el bien y el mal, es decir, lo que proporcionaron al hombre los frutos del árbol prohibido, no ha despertado, sino que ha adormecido su espíritu. Cuando tentó a Eva para incitarla a gustar de un fruto prohibido, la serpiente prometió efectivamente que los hombres despertarían y serían semejantes a los dioses. Más la serpiente era, según la Biblia, el padre de la mentira. No de otro modo pensaban los hombres formados por el pensamiento helénico, es decir, los gnósticos en la antigüedad y luego casi todos los filósofos. No podían admitir, en efecto, que el conocimiento y la capacidad de distinguir entre el bien y el mal pudiesen no despertar el espíritu adormecido, en vez de adormecer al espíritu despierto. Hegel, tan odioso para Kierkegaard, repite con insistencia que no fue la serpiente, sino Dios, quien engañó al hombre: la serpiente descubrió a los primeros hombres la verdad.
Parece que Kierkegaard, que glorificaba tan ardientemente lo Absurdo, habría tenido que ser la última persona que vinculase el conocimiento al despertar del espíritu. Y menos todavía habría tenido que ver en la capacidad de distinguir entre el bien y el mal una ventaja espiritual. Pues Kierkegaard fue justamente quien adivinó que el caballero de la fe tenía que suspender la ética. Más no en vano Kierkegaard se quejaba de no poder realizar el último movimiento de la fe. Aun en los momentos de su mayor tensión interna, cuando su alma ardía en deseos de unirse a lo Absurdo, retrocedía hacia el “conocimiento”, quería someter lo absurdo a la inspección, preguntaba (¿Y a quién preguntar si no es a la razón?): cui est credendum?. Por lo tanto, aunque se haya abandonado enteramente a la Escritura, no ha vacilado tampoco en declarar que le resulta incomprensible el papel desempeñado por la serpiente en la narración bíblica. Dicho de otro modo, casi (tal vez sin “casi”) repite lo mismo que Hegel: es Dios y no la serpiente quien engañó al hombre. Y, a pesar de todo, no obstante reservarse el derecho y la posibilidad de someter a la razón lo que le revela la Biblia, Kierkegaard siente con toda el alma la profunda verdad de esa revelación, y acaso la confirma cuando confesaba que no podía realizar el movimiento de la fe y reconocía que si hubiese poseído la fe no habría abandonado a Regina. Inmediatamente después de la frase antes citada prosigue del siguiente modo: “Este estado (es decir, el estado de inconsciencia) supone la paz y el reposo, pero al mismo tiempo implica otra cosa, que no es ni ladiscordia ni la lucha, pues no hay nada contraq lo cual combatir. ¿Qué es? La Nada. Pero, ¿qué efecto produce La Nada? Engendra la angustia. El profundo misterio de la inocencia consiste en que es a la vez angustia”
La angustia de la Nada como causa del pecado original, como causa de la caída del primer hombre: he aquí la idea fundamental de la obra de Kierkegaard. Forzoso es creer que, entre las ideas vividas de Kierkegaard en el curso de su excepcional experiencia espiritual, aquella fue la más cara, la más necesaria, la que vivió más intensamente. Y, sin embargo, no la expresó de un modo perfectamente adecuado en la frase antes citada. Dice: “El profundo misterio de la inocencia consiste en que es a la vez angustia” Si otro hubiese pronunciado estas palabras, Kierkegaard se habría sentido ciertamente perturbado por ello; habría recordado todo lo que dijo a propósito de la filosofía especulativa y de las verdades objetivas descubiertas por esta filosofía. “La inocencia es al mismo tiempo angustia” ¿Quién nos ha dado el derecho de explicar de este modo el misterio de la inocencia? Esto no consta en la Biblia, como no se encuentra en ella ninguna alusión que permita afirmar que en el estado de inocencia el hombre no está determinado como espíritu, sino como alma. Lo repito: Kierkegaard hay podido aprender todo esto de los gnósticos, que pidieron prestada de los filósofos griegos no sólo su gnoseología, sino también su axiología, y que oponían el espíritu del hombre a su alma como lo superior se opone a lo inferior. A menos que Kierkegaard no haya seguido en esto a ciertos pensadores modernos que han experimentado la influencia de los gnósticos. Además, es poco probable que ni siquiera podamos “saber” nada acerca del estado de inocencia. Kierkegaard ha atacado el pecado original con su propia experiencia. Pero su experiencia de pecador no le podía proporcionar ningún dato que le permitiera formular un juicio sobre el hombre inocente, es decir, sobre el hombre que no hubiese pecado. Y todavía menos podía afirmar que “la inocencia es al mismo tiempo angustia”. A lo sumo, podía decir: había inocencia; luego, de repente, sin que se sepa de dónde ni cómo, surgió la angustia. Pero Kierkegaard teme cualquier “de repente”. Esta angustia de lo “repentino”, ¿no será esa misma “angustia de la nada”, que ya conocemos, que perdió a nuestro antepasado, pero que subsiste siempre y se ha transmitido a través de millares de generaciones hasta nosotros, lejanos descendientes de Adán?...
Kierkegaard subraya que hay que distinguir entre la angustia del primer hombre, y el miedo, el temor y otros estados del alma similares, que son siempre provocados por alguna causa precisa. Esta angustia es, como lo dice, “la realidad de la libertad como posibilidad antes de la posibilidad”. En otros términos, la angustia que sentía Abraham no tenía ningún motivo y, a pesar de esto, fue invencible. En vez de definir la angustia como la “realidad de la libertad” (ya veremos que, según Kierkegaard, el más terrible resultado de la caída fue la pérdida de la libertad) y como “posibilidad antes de la posibilidad”, tal vez Kierkegaard habría debido expresarse de un modo más concreto y decir que la libertad del hombre inocente no conoce ningún límite. Esto hubiese estado conforme con lo que antes nos había dicho en pleno acuerdo con la Biblia: todo es posible para Dios. Y, además, hubiese estado conforme con lo que luego manifestó acerca de la angustia. Es tan falso ver angustia en el estado de inocencia como ver en ella el sueño del espíritu. Según la Biblia, el sueño del espíritu y la angustia han aparecido después de la caída. Por eso probablemente la serpiente ha sido introducida en la narración bíblica en tanto que fuerza exterior, pero activa. La serpiente sugirió al primer hombre la angustia, la angustia de la Nada, que aunque mentirosa, es aplastante e invencible. Y en esta angustia adormeció el espíritu del hombre y paralizó su voluntad. Kierkegaard descarta a la serpiente diciendo que no consigue hacerse de ella una idea precisa. No quiere negar que el papel desempeñado por la serpiente no sea “incomprensible” para nuestra razón. Más el propio Kierkegaard nos repite incesantemente que pretender a toda costa “concebir” y “comprender” la caída demuestra tan sólo que no queremos sentir toda la profundidad y la importancia del problema que plantea. La comprensión no resulta aquí de ninguna utilidad; hasta es embarazosa. Hemos penetrado, en efecto, en la región donde reina “lo absurdo”, con sus “de repente” que se encienden y se extinguen a cada momento. Ahora bien, todo “de repente” es el irreductible enemigo del “comprender”, lo mismo que el fiat bíblico resulta para el pensamiento corriente un deux ex machina que la filosofía especulativa considera con razón como el comienzo de su fin.
Supongo –y espero que las siguientes páginas nos convenzan de ello- que Kierkegaard se negaba a sí mismo cada vez que intentaba corregir la Biblia (cosa que, ¡ay!, hace con excesiva frecuencia) y que, por consiguiente, permaneceremos más fieles a su pensamiento si nos expresamos del siguiente modo: el estado de inocencia excluía la angustia, pues no reconocía límites en lo posible. El hombre inocente vivía en presencia de Dios. Ahora bien, quien dice Dios, dice que todo es posible. La serpiente que tentó al hombre no disponía más que de la Nada. Esta Nada, aunque no tiene más que Nada o, mejor dicho, por el hecho de no ser sino Nada, adormeció el espíritu del hombre, y el hombre amodorrado se convirtió en presa o víctima de la angustia. Y, sin embargo, vocar angustia. La Nada, no es más que Nada. ¿Cómo es posible quew se haya transformado en algo? ¿Y cómo es posible que se haya transformado en algo? ¿Y cómo es posible que después de esta transformación haya adquirido una tan limitada potencia sobre el hombre y hasta sobre el ser entero?
Ya los antiguos conocían bien la idea de la Nada. Según el testimonio de Aristóteles (Met. 985 B6), Demócrito y Leucipo afirmaban la existencia de la Nada: El ser no existe más que el no ser. Decían. Plutarco formuló el mismo pensamiento de un modo todavía más expresivo: El algo no existe más que la nada. Cierto es que Demócrito y Leucipo identificaban la Nada con el vacío y el ser con la materia. Sea lo que fuere, y al revés de Parménides, quien afirmaba que sólo el ser existe y que el no ser no sólo no existe mas ni siquiera puede ser pensado, la filosofía griega admitía la existencia de la Nada y establecía inclusive que la existencia de la nada era la condición del pensamiento.
Es evidente que esta idea no era tampoco demasiado extraña a los eleatas, y cuando Parménides afirmaba con tanta insistencia que la Nada no existía, luchaba contra sí mismo, alejando energéticamente de sí la sospecha de que la Nada pudiese, a pesar de todo, y con cualquier subterfugio, llegar a la existencia. En la discusión entre los eleatas y los atomistas, el pensamiento “natural” se ve obligado a adoptar la posición de estos últimos. La Nada no es una Nada perfecta, es decir, algo privado de existencia. Se opone como su igual, al algo. Ahí radica el sentido de las palabras de Platón sobre las dos causalidades: la divina y la necesaria. Platón se ha limitado aquí a expresar con mayor relieve el pensamiento de los atomistas: la Nada se ha convertido para él en la Necesidad. Esta convicción de la necesidad se reparte junto con la divinidad el poder sobre todo lo que existe, constituía para los griegos una de las evidencias irrebatibles, y aun, si se quiere, el postulado fundamental de su pensamiento. Y lo mismo ocurre hoy día. En la filosofía moderna ha hallado tal convicción su modo de expresión dentro de la dialéctica hegeliana, en lo que Hegel llama “la autogeneración de los conceptos”, en esa doctrina de Schelling, según la cual hay en Dios, además de sí mismo, “otra cosa” –su naturaleza- y en el célebre teorema de Spinoza, el padre espiritual de Hegel y de Schelling: Dios obra únicamente de acuerdo con las leyes de su naturaleza y no está obligado por nada. El pensamiento humano “natural” que aspira a las evidencias, es decir, a una visión que perciba en lo que es no sólo que es, sino también que es necesariamente, es el único pensamiento capaz de proporcionarnos, como nos lo ha explicado Kant, la verdadera ciencia.
Por eso el pensamiento natural se ve obligado a conservar, como su más preciosa alhaja, la idea de Necesidad. Puede la razón glorificar cuanto quiera a la libertad; lo cierto es que tendrá siempre que ajustarla dentro del marco de la Necesidad. Esta necesidad es precisamente la Nada, de la que nos vemos obligados a decir que es. Pues aun cuando no se encuentre en ninguna parte y sea imposible descubrirla, irrumpe siempre en la vida humana, la mutila, la pulveriza, tomando la forma de la suerte, del destino, del fatum que no se puede eludir, contra el cual no hay apelación posible.
Kierkegaard se extiende largamente sobre el papel que el fatum desempeñaba en la antigüedad y sobre el terror que experimentaban los antiguos frente al destino. Todo esto es evidentemente exacto, como que es exacto que el fatum no existe en la revelación bíblica. La revelación es precisamente la revelación porque nos descubre, frente a todas las evidencias, que todo es posible para Dios y que no existe ningún otro poder que limite la omnipotencia divina. Cuando se preguntó a Jesús cuál era el primero de todos los mandamientos, contestó: “El primero de los mandamientos es este: Oye, Israel; el señor, nuestro Dios, es el único Señor” (San Marcos, XII, 29)
Pero, ¿cómo podía entonces Kierkegaard admitir la inocencia, es decir, el estado en el cual se hallaba el hombre cuando vivía en presencia de Dios, pudiese implicar la angustia de la Nada? Es decir, ¿cómo podía admitir que tal estado pudiese implicar el principio o la posibilidad de esos horrores de que está saturada la vida humana y que describe con una fuerza incomparable en su Diario y en sus obras? Insisto en esto, porque esta cuestión o la respuesta a ella constituye para el propio Kierkegaard el artículus stantis et cadentes de la filosofía existencial. Ni Job, ni menos aún Abraham, ni ninguno de los profetas y de los apóstoles habrían jamás admitido que la inocencia, que, como Kirkegaard observa justamente (y en pleno acuerdo con la Biblia), es la ignorancia, fuese separable de la angustias. Esta idea solamente puede nacer en el alma de un hombre que ha perdido la inocencia y ha adquirido el “saber”. Acabamos de decir que, hracias a la visión intelectual, Sócrates y Platón divisaban al lado del poder divino el poder de la Necesidad, que Leucipo y Demócrito atribuían con la misma seguridad el pecado de la existencia a la Nada, y que el propio Parménides no podía hacer otra cosa que luchar contra la idea del derecho que tiene la Nada a la existencia sin que por eso hubiese podido extirpar tal idea de su alma. En la medida en que confiemos en la razón y en el saber proporcionado por ella, los derechos de la Nada y los derechos de la Necesidad que darán asegurados mediante evidencias que no podremos vencer y que ni siquiera nos atrevemos a vencer. Y cuando se dirigía hacia Job y hacia Abraham, Kierkegaard recurría a lo absurdo y aspiraba a la fe sólo porque ahí radicaba su única esperanza de hacer desplomarse los muros de esta fortaleza inexpugnable en cuyo interior la filosofía especulativa ha instalado a su destructora Nada. Más en el mismo instante en que se presentó a la Paradoja y a lo Absurdo la ocasión de reclamar sus derechos y de entablar el último y supremo combate contra las evidencias, se vinieron abajo sin fuerzas, heridos por un poder misterioso.
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