miércoles, 31 de octubre de 2012

JUAN JACOBO ROUSSEAU

El Contrato Social
ADVERTENCIA
Este pequeño tratado es el extracto de otro más extenso emprendido ha tiempo sin haber consultado mis fuerzas, y abandonado hace no poco. De los diversos trozos que se podían entresacar de lo que había terminado, éste es el más importante y, además, lo he creído el menos indigno de ser ofrecido al público. Los demás no existen ya.

Libro I

Me he propuesto buscar si puede existir en el orden civil alguna regla de administración legítima y segura, considerando los hombres como son en sí y las leyes como pueden ser. En este examen procuraré unir siempre lo que permite el derecho con lo que dicta el interés, a fin de que no estén separadas la utilidad y la justicia.

Entro en materia sin probar la importancia de mi tema. Se me preguntará si soy acaso príncipe o legislador para escribir sobre política. Contestaré que no, y que este es el motivo por el cual escribo sobre este punto. Si fuese príncipe o legislador, no pedería el tiempo en decir lo que es conveniente hacer. Lo haría, o callaría.

Para leer el libro completo CLIC AQUÍ
-----------------------------------------------------------

martes, 30 de octubre de 2012

HERNÁNDEZ ARREGUI

LA FORMACIÓN DE LA CONCIENCIA NACIONAL

INTRODUCCIÓN
I. Izquierdas y derechas – II. El liberalismo y la Iglesia – III. El Imperialismo – IV. Progreso y antiprogreso liberal – V. La Argentina actual.

Ya debemos señalar, y el hecho es de vital importancia, que aquí en América Hispánica el liberalismo penetró más que como una ideología progresista como reflejo residual de la Europa colonizadora, un medio de opresión y dominio envasado tras el rótulo de libertad, democracia, progreso, derechos humanos, etc. 
La historiografía oficial, desde Mitre en adelante, no ha sido más que la idealización de la oligarquía por si partiquinos universitarios, y en lo esencial, herramientas de la voluntad dominadora extranjera empeñada en quebrar todo espíritu nacional, mediante el ocultamiento de la verdad histórica. 

II 
Si el liberalismo en su ascenso, necesitó ya en el siglo XVIII, de la libertad burguesa a fin de resistir el autoritarismo de la Iglesia, es natural que haya creído, y no sin razón, en la libertad. 
Estos valores liberales (libertades políticas, de conciencia, de pensamiento, de comercio) contenían los gérmenes de la decadencia del sistema en su conjunto. Las clases sociales víctimas de esas libertades, encontraron en su ejercicio político, el instrumento activo para atacarlas, revisarlas, criticarlas, negarlas. Las ideas democráticas se volvieron contra su creadora histórica, la burguesía, que ahora, dentro de la  cruda realidad del capitalismo, debía soportar la crítica sobre su función histórica de clase. 
La misma Iglesia no podía escapar al proceso histórico. Enemiga del liberalismo en tanto ligada al orden feudal de la nobleza, apeló  a la burguesía para subsistir. Y su tesis religiosa de la libertad de la persona humana no fue más que una variante, un ajuste teológico, al liberalismo victorioso. 
La Iglesia Católica y el liberalismo, formaron un compromiso hipócrita. La solución política, luego de la lucha liberal contra el absolutismo monárquico, fue el término medio de la monarquía constitucional, sistema a través del cual la burguesía ingresaba al conservatismo santificado por la Biblia. En  este período muchos católicos se hicieron liberales y a su vez, estos reconocieron las tradiciones religiosas como cemento del orden social. 
Liberalismo y catolicismo, más allá de circunstanciales disputas, han marchado unidos frente a la amenaza revolucionaria de las clases bajas. Este liberalismo, como fenómeno histórico general, fue fecundo y además revolucionario, aunque llevaba en sus entrañas las semillas de la reacción. 
La predicción de Marx sobre la incapacidad del capitalismo para controlar las fuerzas que había desanudado y que condenaban al liberalismo en un determinado momento de su desarrollo histórico, a echar por la borda una libertad que al transfigurarse en lucha de clases no solo negaba, en su antinomia viviente, el concepto mismo de esa libertad, sino que anunciaba su anulación real por el despotismo, revelando simultáneamente, a los idealistas eternos, la contradicción interna del concepto puro, reflejo político de una vida histórica desgarrada en su esencia. Cuando el libre cambio mercantil encontró en Bismark (Alemania) el competidor más peligroso, los liberales abandonaron la libertad a los profesores de filosofía. Es decir, la mandaron de paseo. 
Por su parte,  la Iglesia, mantuvo rasgo más ostensible, que ha residido y reside, en pactar con los poderes temporales dominantes.  
El marxismo niega del liberalismo no su pujanza revolucionaria gigantesca, sino su putrefacción histórica. Es cierto que tanto el marxismo como la actual doctrina social de la Iglesia,son formaciones históricas derivadas del liberalismo. Pero mientras el espíritu conservador intenta mantener con retoques ese mundo, el marxismo busca destruirlo, sin dejar de aprovechar lo que el liberalismo ha significado como progreso irreversible en relación al desarrollo  de las conquistas materiales útiles a la humanidad. Esta confusión, no puede extrañar. Está determinada ella misma por las ideologías en pugna. La historia es un enjuiciamiento incesante y no un conjunto de estampas iluminadas. En forma expresa, el marxismo se opone a la libertad burguesa, pero no porque desee perfeccionarla sino para aniquilarla, en tanto el reaccionario se opone a esa libertad del liberalismo para salvarse como burgués, no como revolucionario. De ahí que grupos enemigos, no de la libertad burguesa, sino de toda libertad frente a las clases bajas, se presenten como reformistas o revolucionarios. Tal fue el caso del fascismo. ¿En qué consistía esta revolución? “La Nación italiana –dice la Carta Italiana del Trabajo- es una organización con finalidades, vida y medios superiores a la acción de los individuos que la componen. Es una unidad moral, política y económica íntegramente realizada por el Estado fascista”. Es evidente que semejante programa, no podía desagradar a la Iglesia, menos al liberalismo, que si enfrentó al fascismo no fue por cuestiones éticas, sino por las imposiciones del reparto del mundo planteadas por la guerra imperialista en su forma más sanguinaria. Así como del racionalismo del siglo XVIII devino la Revolución Francesa, su forma jacobina, el liberalismo ha promovido, no sólo el espíritu revolucionario de los trabajadores de Europa sino el levantamiento de los continentes coloniales enteros. Esta antítesis radical, niega toda comunidad ideológica entre el liberalismo y el marxismo. Fue Marx quien enfiló contra el liberalismo su crítica lapidaria. No la Iglesia. 

III 
El resultado de la imposición dictatorial de los precios, la liquidación de toda competencia, el dominio omnímodo de los mercados en su más alta expresión técnica, no sólo mediante el agrupamiento de empresas intercomplementadas, sino con la creación de redes comerciales subsidiarias, bancos, sistemas de seguros, transportes, etc. En el siglo XX el comercio exterior, y en consecuencia, la economía interna de un país, están totalmente recogidos por la organización monopólica,  que es internacional  y que por su extrema condensación, puede llamarse con más propiedad, oligopólica. Pero los oligopolios no suprimen la lucha económica, fundamento residual de la economía capitalista basada en la ganancia. Al contrario, se hace más despiadada. La saturación de los mercados tanto como el afán ilimitado de lucro, sobre la base de los precios más bajos, siempre asociados al adelanto técnico, desata una lucha indetenible. 
El poder económico acopia su propio poder político y cultural. El Estado es la forma abstracta, en tanto el Estado mismo es el sistema, su reflejo ideal, que se convierte en fuerza real, en guerras. La exportación de  capitales es propio de los países con su economía interna sobresaturada. La onda expansiva se extiende a aquellas zonas geográficas donde la materia prima y la mano de obra son baratas, y por tanto, favorables a una explotación intensiva con ganancias seguras a costa de la miseria de millones de seres. Los monopolios internacionales, al comprar las materias primas de las colonias, dictan los precios más bajos, y a su vez, con relación a los propios productos industriales fabricados con esas materias primas, los más elevados. De este modo las colonias con sus sistemas de monocultivo, no pueden superar el nivel de miseria impuesto por el imperialismo. 
El levantamiento de los puebles carece hoy de fronteras. La internacionalización de la economía internacionaliza las luchas nacionales. Y estas luchas, aunque formalmente sean nacionales en sus contenidos particulares,  son mundiales por sus fines. Tal lucha se cumple en dos frentes, contra el imperialismo en general y contra las oligarquías nativas opresoras ligadas al imperialismo en particular. Clases nativas económicamente dependientes y culturalmente corrompidas por el colosal aparato ideológico de los monopolios mundiales. Esta política imperialista en los países coloniales, se vale de las ganancias residuales del sistema para plegar a su órbita, no sólo a las oligarquías vernáculas, sino a determinados sectores de la clase media, especialmente la pequeña burguesa comercial e intelectual (periodistas, profesores, etc) 
La conciencia antinacional de estos grupos es alimentada con las migajas repartidas por el sistema mundial de poder. Así, los partidos de izquierda pasan a integrar el sistema, a través de sus intelectuales, y detrás de su algazara progresista, son en realidad, brotes degenerados del liberalismo. 
La lucha por la liberación nacional en estos países, se asocia siempre a la lucha por la industrialización. Este conjunto de causas interrelacionadas agudiza el antagonismo entre las oligarquías agrarias y la naciente burguesía industrial. 
La radicación de maquinarias, a su vez, desata el interés imperialista al acecho por controlar los nuevos mercados coloniales en expansión relativa y la lucha por dominar las líneas de la industrialización en un doble sentido: mediante el abastecimiento del mercado interno con nuevas plantas industriales, manteniendo al mismo tiempo a esos países, en las condiciones de zonas productoras de materias primas (nota: división internacional del trabajo). 
Por su parte, la lucha de las masas contra sus enemigos internos y externos, sólo puede resolverse mediante el establecimiento de regímenes autoritarios, con el control de las exportaciones y medios de propaganda, con el apoyo estatal al movimiento popular y la participación del Ejército, en esta política nacional defentista. Tal es el caso de Nasser en Egipto, con su antecedente el gobierno de Perón en la Argentina. El capitalismo nacional, aún débil, en una etapa de la lucha por  la liberación, debe ser apuntalado por el capitalismo de Estado y la política de nacionalizaciones, único medio de protección para las todavía endebles estructuras económicas locales. Frente al capitalismo monopolista internacional, la sola valla es el monopolio estatal, que además contribuye al disloque del mercado capitalista mundial al sustraer zonas de influencia a la explotación internacional de las grandes potencias. El caso de Fidel Castro en Cuba, no hace más que repetir en un país del caribe, las experiencias  nacionales  de  este  tipo  representadas por Perón en la Argentina y Nasser en Egipto. 
La ilusión de que el imperialismo puede “humanizarse” y contribuir al progreso de determinadas colonias, la política del “buen vecino” del “buen socio”, etc., creencia común a determinados sectores de la pequeñoburguesía, es un embaucamiento controlado por la propaganda, pues como decía Marx: “Los límites del capitalismo están dados por el propio capitalismo”. Esta tendencia a idealizar al imperialismo, de entenderlo como filantropía, es propia de la intelectualidad pequeño burguesa, especialmente la universitaria. 

IV 
Decía Lenin: “La desesperación es propia de las clases que perecen”. Cristina de Suecia –una reina- lo vio con realismo: “Hay que temerles a los que nada tienen que perder si tienen corazón”. 

V 
La formación de la conciencia nacional está estrechamente vinculada a esta evidencia posterior a 1930. en esa década nace la conciencia histórica de los argentinos. Cuando un país no ha logrado aún su autodeterminación nacional, pero está conciente de su necesidad, asiste al despliegue conjunto de  sus fuerzas espirituales. Este hecho es la resultante de una realidad material: laopresión imperialista, con su reverso, la lucha por la liberación nacional. 
Treitschke dijo: “Lo más grande que le puede acontecer al hombre, es sin duda, defender en su propia causa la causa general. 
Comprender el pasado es tomar conciencia del porvenir. El peronismo o el antiperonismo en la Argentina existían antes de Perón (nota: los dos países en pugna desde 1810, el librecambista portuario, y el proyecto nacional). El saladero dio una sociedad de hacendados y gauchos, la chacra una sociedad agraria e industrial incipiente, la industria moderna una Argentina revolucionaria, conciente de sus fines, pese a los parciales eclipses provocados por las fuerzas que resisten al desarrollo nacional. La conciencia nacional es la lucha del pueblo argentino por su liberación. 

VI 
El 17 de octubre de 1945 quedará en la historia de la Argentina como una fecha cumbre. 
Terminaba una época de humillación y advenía la nación frente al mundo. 
El fracaso de la democracia liberal, el fraude de la oligarquía, la entrega del país al imperialismo británico, crearon el sentimiento en la oficialidad argentina de la independencia económica. 
Correspondió a Perón unir al Ejército con el pueblo. La síntesis significó que por primera vez en la historia argentina, fue posible sacudir el yugo del coloniaje. 
El imperialismo angloyanqui se ha repartido la Argentina desde Salta a Tierra del Fuego. Y así, la Argentina, soberana ayer, es hoy mercado africano y zona de reserva militar, el Medio Oriente de América Latina. 
-------------------------------------------------------------------

lunes, 29 de octubre de 2012

FRIEDRICH NIETZSCHE

SÓCRATES Y LA TRAGEDIA

La tragedia griega pereció de manera distinta que todos los otros géneros artísticos antiguos, hermanos de ella: acabó de manera trágica, mientras que todos ellos fallecieron con una muerte muy bella. Pues si está de acuerdo, en efecto, con un estado natural ideal el dejar la vida sin espasmos, y teniendo una bella descendencia, el final de aquellos géneros artísticos antiguos nos muestra un mundo ideal de ese tipo; desaparecen y se van hundiendo, mientras ya elevan enérgicamente la cabeza sus retoños, más bellos. Con la muerte del drama musical griego surgió, en cambio, un vacío enorme, que por todas partes fue sentido profundamente; las gentes se decían que la poesía misma se había perdido, y por burla enviaban al Hades a los atrofiados, enflaquecidos epígonos, para que allí se alimentasen de las migajas de los maestros. Como dice Aristófanes, la gente sentía una nostalgia tan íntima tan ardiente, del último de los grandes muertos, como cuando a alguien le entra un súbito y poderoso apetito de comer coles. Mas cuando luego floreció realmente un género artístico nuevo, que veneraba a la tragedia como predecesora y maestra suya, pudo, percibirse con horror que ciertamente tenía los rasgos de su madre, pero aquellos que ésta había mostrado en su prolongada agonía. Esa agonía de la tragedia se llama Eurípides, el género artístico posterior es conocido con: e1 nombre de comedia ática nueva. En ella pervivió la: figura degenerada de la tragedia, como memorial de su muy arduo y difícil fenecer. Es conocida la extraordinaria veneración de que Eurípides disfrutó entre los poetas de la comedia ática nueva. Uno de los más notables, Filemón, declaró que se dejaría ahorcar al instante: si estuviera convencido de que el difunto continuaba teniendo vida y entendimiento. Pero lo que Eurípides posee en común con Menandro y Filemón, y lo que ejerció sobre éstos un efecto tan ejemplar, podemos resumirlo brevísimamente en la fórmula de que ellos llevaron el espectador al escenario. Antes de Eurípides, habían sido seres humanos estilizados en héroes, a los cuales se les notaba en seguida que procedían de los dioses y semidioses de la tragedia más antigua. El espectador veía en ellos un pasado ideal de Grecia y, por tanto, la realidad de todo aquello que, en instantes sublimes, vivía también en su alma. Con Eurípides irrumpió en el escenario el espectador, el ser humano en la rea1idad de la vida cotidiana. El espejo que antes había reproducido sólo los rasgos grandes y audaces se volvió más fiel y, con ello, más vulgar. El vestido de gala se hizo más transparente en cierto modo, la máscara se transformó en semimáscara: las formas de la vida cotidiana pasaron claramente a primer plano. Aquella imagen auténticamente típica del heleno, la figura de Ulises, había sido elevada por Ésquilo hasta el carácter grandioso, astuto y noble a la vez, de un Prometeo: entre las manos de los nuevos poetas esa figura quedó rebajada al papel de esclavo doméstico, bonachón y pícaro a la vez, que con gran frecuencia se encuentra, como temerario intrigante, en el centro de1 drama entero. Lo que, en Las ranas de Aristófanes, Eurípides cuenta entre sus méritos, el haber hecho adelgazar al arte trágico mediante una cura de agua y el haber reducido su peso, eso es algo que se aplica sobre todo a las figuras de los héroes: en lo esencial, lo que el espectador veía y oía en el escenario euripideo era su propio doble, envuelto, eso sí, en el ropaje de gala de la retórica. La idealidad se ha replegado a la palabra y ha huido del pensamiento. Pero justo aquí tocamos el aspecto brillante, y que salta a los ojos, de la innovación euripidea: en él el pueblo ha aprendido a hablar: esto lo ensalza él mismo, en el certamen con Ésquilo: mediante él ahora el pueblo sabe el arte de servirse de reglas, de escuadras para medir los versos, de observar, de pensar, de ver, de entender, de engañar, e amar, de caminar, de revelar, de mentir, de sopesar.

Gracias a él se le ha soltado la lengua a la comedia nueva, mientras que hasta Eurípides no se sabía hacer hablar convenientemente a la vida cotidiana en el escenario. La clase media burguesa, sobre la que Eurípides edificó todas sus esperanzas políticas, tomó ahora la palabra después de que, hasta ese momento, los maestros del lenguaje habían sido en la tragedia el semidiós, en la vieja comedia el sátiro borracho o semidiós.

Yo he representado la casa y el patio, donde nosotros vivimos y tejemos,
y por ello me he entregado al juicio, pues cada uno, conocedor de esto, ha juzgado de mi arte.

Más aún, Eurípides se jacta de lo siguiente: 

Solo yo he inoculado a ésos que nos rodean
tal sabiduría, al prestarles
el pensamiento y el concepto del arte; de tal modo que aquí
ahora todo el mundo filosofa, y administra
la casa y di patio, el campo y los animales
con más inteligencia que nunca:
continuamente investiga y reflexiona
¿por qué?, ¿para qué?, ¿quién?, ¿dónde?, ¿cómo?, ¿qué?
¿A dónde ha llegado esto, quién me quitó aquello?

De una masa preparada e ilustrada de ese modo nació la comedia nueva, aquel ajedrez dramático con su luminosa alegría por los golpes de astucia. Para esta comedia nueva Eurípides se convirtió en cierto modo en el maestro de coro: sólo que esta vez era el coro de los oyentes  el que tenía que ser instruido. Tan pronto como éstos supieron cantar a la manera de Eurípides, comenzó el drama de los jóvenes señores llenos de deudas, de los viejos bonachones y frívolos, de las heteras a la manera de Kotzebue, de los esclavos domésticos prometeicos, Pero Eurípides, en cuanto maestro de coro, fue alabado sin cesar; la gente se habría incluso matado para aprender aún algo más de él, si no hubiera sabido que los  poetas trágicos estaban tan muertos como la tragedia. A1 abandonar ésta, sin embargo, el heleno había abandonado la creencia en su propia inmortalidad, no sólo la creencia en un pasado ideal, sino también la creencia de un futuro ideal. La frase del conocido epitafio, «en la ancianidad, voluble y estrafalario», se puede aplicar también a la Grecia senil. El instante y el ingenio son sus divinidades supremas; el quinto estado, el del esclavo, es el que ahora predomina, al menos en cuanto a la mentalidad.

En una visión retrospectiva como ésta uno está fácilmente tentado a formular contra Eurípides, como presunto seductor del pueblo, inculpaciones injustas, pero acaloradas, y a sacar, por ejemplo, con las palabras de Ésquilo, esta conclusión: «¿Qué mal no procede de él?» Pero cualesquiera que sean los nefastos influjos que derivemos de él, hay que tener siempre en cuenta que Eurípides actuó con su mejor saber y entender, y que, a lo largo de su vida entera, ofreció de manera grandiosa sacrificios a un ideal. En e1 modo como luchó contra un mal enorme que él creía reconocer, en el modo como es el único que se enfrenta a ese mal con el brío de su talento y de su vida, revélase una vez más el espíritu heroico de los viejos tiempos de Maratón. Más aún, puede decirse que, en Eurípides, el poeta se ha convertido en un semidiós, después de haber sido éste expulsado por aquél de la tragedia. Pero el mal enorme que él creía reconocer, contra el que luchó con tanto heroísmo, era la decadencia del drama musical. ¿Dónde descubrió Eurípides, sin embargo, la decadencia del drama musical? En la tragedia de Ésquilo y de Sófocles, sus contemporáneos de mayor edad. Esto es una cosa muy extraña. ¿No se habrá equivocado? ¿No habrá sido injusto con Ésquilo y con Sófocles? ¿Acaso su reacción contra la presunta decadencia no fue precisamente el comienzo del fin? Todas estas preguntas elevan su voz en este instante dentro de nosotros.

 Eurípides fue un pensador solitario, en modo alguno del gusto de la masa entonces dominante, en la que suscitaba reservas, como un estrafalario gruñón. La suerte le fue tan poco propicia como la masa: y como para un poeta trágico de aquel tiempo la masa constituía precisamente la suerte, se comprende por qué en vida alcanzó tan raras veces el honor de una victoria trágica. ¿Qué fue lo que empujó a aquel dotado poeta a ir tanto contra la corriente general? ¿Qué fue lo que le apartó de un camino que había sido recorrido por varones como Ésquilo y Sófocles y sobre el que resplandecía el sol del favor popular? Una sola cosa, justo aquella creencia en la decadencia del drama musical. Y esa creencia la había adquirido en los asientos de los espectadores del teatro. Durante largo tiempo estuvo observando con máxima agudeza qué abismo se abría entre una tragedia y el público ateniense. Aquello que para el poeta había sido lo más elevado y difícil no era en modo alguno sentido como tal por el espectador, sino como algo indiferente. Muchas cosas casuales, no subrayadas en absoluto por el poeta, producían en la masa un efecto súbito. Al reflexionar sobre esta incongruencia entre el propósito poético y el efecto causado, Eurípides llegó poco a poco a una forma poética cuya ley capital decía: «todo tiene que ser comprensible, para que todo pueda ser comprendido». Ante el tribunal de esta estética racionalista fue llevado ahora cada uno de los componentes, ante todo el mito, los caracteres principales, la estructura dramatúrgica, la música coral, y por fin, y con máxima decisión, el lenguaje. Eso que nosotros tenemos que sentir tan frecuentemente en Eurípides como un defecto y un retroceso poéticos, en comparación con la tragedia sofoclea, es el resultado de aquel enérgico proceso crítico, de aquella temeraria racionalidad. Podría decirse que aquí tenemos un ejemplo de cómo el recensionante puede convertirse en poeta.   Sólo que, al oír la palabra «recensionante», no es lícito dejarse determinar por la impresión de esos seres débiles, impertinentes, que no permiten ya en absoluto a nuestro público de hoy decir su palabra en cuestiones de arte, Lo que Eurípides intentó fue precisamente hacer las cosas mejor que los poetas enjuiciados por él: y quien no puede poner, como lo puso él, el acto después de la palabra, tiene poco derecho a dejar oír sus críticas en público. Yo quiero o puedo aducir aquí un solo ejemplo de esa crítica productiva, aun cuando propiamente sería necesario demostrar ese punto de vista mencionando todas las diferencias del drama euripideo..Nada puede ser más contrario a nuestra técnica escénica que el prólogo que aparece en Eurípides. El hecho de que un personaje individual, una divinidad o un héroe, se presente al comienzo de la pieza y cuente quién es él, qué es lo que antecede a la acción, qué es lo que ha ocurrido hasta entonces, más aún, qué es lo que ocurrirá en el transcurso de la pieza, eso un poeta teatral moderno lo calificaría sin más de petulante renuncia al efecto de la tensión. ¿Se sabe, en efecto, todo lo que ha ocurrido, lo que ocurrirá? ¿Quién aguardará hasta el final? Del todo distinta era la reflexión que Eurípides se hacía. El efecto de la tragedia antigua no descansó jamás en la tensión, en la atractiva incertidumbre acerca de qué es lo que acontecerá ahora, antes bien en aquellas grandes y amplias escenas de pathos en las que volvía a resonar el carácter musical básico del ditirambo dionisíaco. Pero lo que con mayor fuerza dificulta el goce de tales escenas es un eslabón que falta, un agujero en el tejido de la historia anterior: mientras el oyente tenga que seguir calculando cuál es el sentido que tienen este y aquel personaje, esta y aquella acción, le resultará imposible sumergirse del todo en 1a pasión y en la actuación de los héroes principales, resultará imposible la compasión trágica. En la tragedia esquileo-sofoclea estaba casi siempre muy artísticamente arreglado que, en las primeras escenas, de manera casual en cierto modo, se pusiesen en manos del espectador todos aquellos hilos necesarios para la comprensión; también en este rasgo se mostraba aquella noble maestría artística que enmascara, por así decirlo, lo formal necesario. De todos modos, Eurípides creía observar que, durante aque1las primeras escenas, el espectador se hallaba en una inquietud peculiar, queriendo resolver el problema matemático de cálculo que era la historia anterior, y que para él se perdían las bellezas poéticas de la exposición. Por eso él escribía un prólogo como pro grama y lo hacía declamar por un personaje digno de confianza, una divinidad. Ahora podía él también configurar con mayor libertad el mito, puesto que, gracias al prólogo, podía suprimir toda duda sobre su configuración del mito. Con pleno sentimiento de esta ventaja dramatúrgica suya, Eurípides reprocha a Ésquilo en Las ranas de Aristófanes:

¡Así, yo iré enseguida a tus prólogos,
para, de ese modo, empezar criticándole
la primera parte de la tragedia a este gran espíritu!
Es confuso cuando expone los hechos.

Pero lo que decimos del prólogo se puede decir también del muy famoso deus ex machina: éste traza el programa del futuro, como el prólogo el del pasado. Entre esa mirada épica al pasado y esa mirada épica al futuro están la realidad y el presente lírico-dramáticos.

Eurípides es el primer dramaturgo que sigue una estética consciente. Intencionadamente busca lo más comprensible: sus héroes son realmente tal como hablan. Pero dicen todo lo que son, mientras que los caracteres esquileos y sofoc1eos son mucho más profundos y enteros que sus palabras: propiamente sólo balbucean acerca de sí. Eurípides crea los personajes mientras a la vez los diseca: ante su anatomía no hay ya nada oculto en ellos. Si Sófocles dijo de Ésquilo que éste hace lo correcto, pero inconscientemente, Eurípides habrá tenido de él la opinión de que hace lo incorrecto, porque lo hace conscientemente. Lo que sabía de más Sófocles, en comparación con Ésquilo, y de lo que se ufanaba, no era nada que estuviese situado fuera del campo de los recursos  técnicos; hasta Eurípides, ningún poeta de la Antigüedad había sido capaz de defender verdaderamente lo mejor suyo con razones estéticas. Pues cabalmente lo milagroso de todo este desarrollo del arte griego es que el concepto, la conciencia, la teoría no habían toma, aún la palabra, y que todo lo que el discípulo podía aprender del maestro se refería a la técnica. Y así, también aquello que da, por ejemplo, ese brillo antiguo a Thorwaldsen es que éste reflexionaba poco y hablaba y escribía mal, en que la auténtica sabiduría artística no había penetrado en su conciencia.

En torno a Eurípides hay, en cambio, un resplandor refractado, peculiar de los artistas modernos: su carácter artístico casi no-griego puede resumirse con toda brevedad en el concepto de socratismo. «Todo tiene que ser consciente para ser bello», es la tesis euripidea paralela  de la socrática «todo tiene que ser consciente para ser bueno». Eurípides es el poeta del racionalismo socrático En la Antigüedad griega se tenía un sentimiento de la unidad de ambos nombres, Sócrates y Eurípides. En Atenas estaba muy difundida la opinión de que Sócrates le ayudaba a Eurípides a escribir sus obras: de lo cual puede inferirse cuán grande era la finura de oído con que la gente percibía el socratismo en la tragedia euripidea. Los partidarios de los «buenos tiempos viejos» solían pronunciar juntos el nombre de Sócrates y el de Eurípides como los que pervertían al pueblo. Existe también la tradición de que Sócrates se abstenía de asistir a la tragedia, y sólo tomaba asiento entre los espectadotes cuando se representaba una nueva obra de Eurípides. Vecinos en un sentido más profundo aparecen ambos nombres en la famosa sentencia del oráculo délfico, que ejerció un inf1ujo tan determinante sobre la entera concepción vital de Sócrates. La frase del dios delfico de que Sócrates es el más sabio de los hombres contenía a la vez el juicio de que a Eurípides le correspondía el segundo premio en el certamen de la sabiduría. 

Es sabido que al principio Sócrates se mostró muy desconfiado frente a la sentencia del dios. Para ver si es acertada, trata con hombres de Estado, con oradores, con poetas y con artistas, tratando de descubrir a alguien que sea más sabio que él. En todas partes encuentra justificada la palabra del dios: ve que los varones más famosos de su tiempo tienen una idea falsa acerca de sí mismos y encuentra que ni siquiera poseen conciencia exacta de su profesión, sino que la ejercen únicamente por instinto. «Únicamente por instinto», ése es el lema del socratismo. El racionalismo no se ha mostrado nunca tan ingenuo como en esta tendencia vital de Sócrates. Nunca tuvo éste duda de la corrección del planteamiento entero del problema. «La sabiduría consiste en el saber», y «no se sabe nada que no se pueda expresar y de lo que no se pueda convencer a otro». Esta es más o menos la norma de aquella extraña actividad misionera de Sócrates, la cual tuvo que congregar en torno a sí una nube de negrísimo enojo, porque nadie era capaz de atacar la norma misma volviéndola contra Sócrates: pues para esto se habría necesitado además aquello que en modo alguno se poseía, aquella superioridad socrática en el arte de la conversación, en la dialéctica. Visto desde la conciencia germánica infinitamente profundizada, ese socratismo aparece como un mundo totalmente al revés; pero es de suponer que también a los poetas y artistas de aquel tiempo tuvo Sócrates que parecerles ya, al menos, muy aburrido y ridículo, en especial cuando, en su improductiva erística, seguía haciendo valer la seriedad y la dignidad de una vocación divina. Los fanáticos de la lógica son insoportables, cual las avispas. Y ahora, imagínese una voluntad enorme detrás de un entendimiento tan unilateral, la personalísima energía primordial de un carácter firme, junto a una fealdad externa fantásticamente atractiva: y se comprenderá que incluso un talento tan grande como Eurípides, dadas precisamente la seriedad y la profundidad de su pensar, tuvo que ser arrastrado de manera tanto más inevitable a la escarpada vía de un crear artístico consciente. La decadencia de la tragedia, tal como Eurípides creyó verla, era una fantasmagoría socrática: como nadie sabía convertir suficientemente en conceptos y palabras la antigua técnica artística, Sócrates negó aquella sabiduría, y con él la negó el seducido Eurípides. A aquella «sabiduría» indemostrada contrapuso ahora Eurípides la obra de arte socrática, aunque bajo la envoltura de numerosas acomodaciones a la obra de arte imperante. Una generación posterior se dio cuenta exacta de qué era envoltura y qué era núcleo: quitó la primera, y el fruto del socratismo artístico resultó ser el juego de ajedrez como espectáculo, la pieza de intriga.

 El socratismo desprecia el instinto y, con ello, el arte. Niega la sabiduría cabalmente allí donde está el reino más propio de ésta. En un único caso reconoció el mismo Sócrates el poder de la sabiduría instintiva, y ello precisamente de una manera muy característica. En situaciones especiales en que su entendimiento dudaba, Sócrates encontraba un firme sostén gracias a una voz demónica que milagrosamente se dejaba oír. Cuando esa voz viene, siempre disuade. En este hombre del todo anormal la sabiduría instintiva eleva su voz para enfrentarse acá y allá a lo consciente, poniendo obstáculos. También aquí se hace manifiesto que Sócrates pertenece en realidad a un mundo al revés y puesto cabeza abajo. En todas las naturalezas productivas lo inconsciente produce cabalmente un efecto creador y afirmativo, mientras que la conciencia se comporta de un modo crítico y disuasivo. En él, el instinto se convierte en un crítico, la conciencia, en un creador.

A un segundo crítico, además de Eurípides, el desprecio socrático de lo instintivo le incitó también a realizar una reforma del arte, y, desde luego, una reforma más radical aún. También el divino Platón fue en este punto víctima del socratismo: él, que en el arte anterior veía sólo la imitación de las imágenes aparentes, contó también «la sublime y alabadísima» tragedia – así es como él se expresa – entre las artes lisonjeras, que suelen representar únicamente lo agradable, 1o lisonjero para la naturaleza sensible, no lo desagradable, pero a la vez útil. Por eso enumera adrede el arte trágico junto al arte de la limpieza y el de la cocina. A una mente sensata le repugna, dice, un arte tan heterogéneo y abigarrado, para una mente excitable y sensible ese arte representa una mecha peligrosa: razón suficiente para desterrar del Estado ideal a los poetas trágicos. En general, según él, los artistas forman parte de las ampliaciones superfluas del Estado, junto con las nodrizas, las modistas, los barberos y los pasteleros. En Platón esta condena intencionadamente acre y desconsiderada del arte tiene algo de patológico: él, que se había elevado a esa concepción sólo por saña contra su propia carne; él, que, en beneficio del socratismo, había pisoteado con los pies su naturaleza profundamente artística, revela en la acritud de tales juicios que la herida más honda de su ser no está cicatrizada aún. La verdadera facultad creadora del poeta es tratada por Platón casi siempre sólo con ironía, porque esa facultad no es, dice, una intelección consciente de la esencia de las cosas, y la equipara al talento de los adivinos e intérpretes de signos. El poeta, dice, no es capaz de poetizar hasta que no ha quedado entusiasmado e inconsciente, y ningún entendimiento habita ya en él. A estos artistas «irracionales» contrapone Platón la imagen del poeta verdadero, el filosófico, y da a entender con claridad que él es el único que ha alcanzado ese ideal y cuyos diálogos está permitido leer en el Estado ideal. La esencia de la obra platónica de arte, el diálogo, es, sin embargo, la carencia de forma y de estilo, producida por la mezcla de todas 1as formas y estilos existentes. Sobre todo, a la nueva obra de arte no se le debería objetar lo que, según la concepción platónica, fue el defecto fundamental de 1a antigua: no debería ser imitación de una imagen aparente, es decir, según el concepto usual: para el diálogo platónico no debería haber ninguna cosa natural-real que hubiera sido imitada. Así, ese diálogo se balancea entre todos los géneros artísticos, entre la prosa y la poesía, la narración, la lírica, el drama, de igua1 modo que ha infringido la antigua y rigurosa ley de que la forma lingüístico-estilística sea unitaria. A una desfiguración mayor aún llevan el socratismo los escritores cínicos: en el amasijo máximo del estilo, en el fluctuar entre las formas prosaicas y las métricas, buscan éstos reflejar, por así decirlo, el silénico ser extremo de Sócrates, sus ojos de cangrejo, sus labios gruesos y su vientre colgante. A la vista de los efectos artísticos del socratismo, que llegan muy hondo y que aquí sólo han sido rozados, quién no dará la razón a Aristófanes, cuando hace cantar esto al coro: 

¡Salud a aquel a quien no le gusta
sentarse junto a Sócrates y hablar con él,
a quien no condena el arte de las musas
y no mira desde arriba con desprecio
lo más elevado de la tragedia!
Pues vana necedad es
aplicar un celo ocioso
a discursos vacíos
y quimeras abstractas.

Pero lo más profundo que contra Sócrates se podía decir se lo dijo una figura que se le aparecía en sueños. Con mucha frecuencia, según cuenta Sócrates en la cárcel a sus amigos, tenía uno y el mismo sueño, que le decía siempre lo mismo: «¡Sócrates, cultiva la música!». Pero hasta sus últimos días Sócrates se tranquilizó con la opinión de que su filosofía era la música suprema. Finalmente, en la cárcel, para descargar del todo su conciencia decídese a cultivar también aquella música «vulgar». Y realmente puso en verso algunas fábulas en prosa que le eran conocidas, mas yo no creo que con esos ejercicios métricos haya aplacado a las musas. En Sócrates se materializó uno de los aspectos de lo helénico, aquella claridad apolínea, sin mezcla de nada extraño: él aparece cual un rayo de luz puro, transparente, como precursor y heraldo de la ciencia, que asimismo debía nacer en Grecia. Pero la ciencia y el arte se excluyen: desde este punto de vista resulta significativo que sea Sócrates el primer gran heleno que fue feo; de igual manera que en él propiamente todo es simbólico. El es el padre de la lógica, la cual representa con máxima nitidez el carácter de la ciencia pura: él es el aniquilador del drama musical, que había concentrado en sí los rayos de todo el arte antiguo.

 Esto último lo es en un sentido mucho más profundo aún de lo que hemos podido insinuar hasta ahora. El socratismo es más antiguo que Sócrates; su influjo disolvente del arte se hace notar ya mucho antes. El elemento de la dialéctica, peculiar de él, se introdujo furtivamente en el drama musical ya mucho tiempo antes de Sócrates, y produjo en su bello cuerpo un efecto devastador. El mal tuvo su punto de partida en el diálogo. Como es sabido, el diálogo no estaba originariamente en la tragedia; el diálogo sólo se desarrolló a partir del momento en que hubo dos actores, es decir, relativa mente tarde. Ya antes había algo análogo, en el discurso alternante entre el héroe y el corifeo: pero aquí, sin embargo, dada la subordinación del uno al otro, la disputa dialéctica resultaba imposible. Mas tan pronto como se encontraron frente a frente dos actores principales, dotados de iguales derechos, surgió, de acuerdo con un instinto profundamente helénico, la rivalidad, y, en verdad, la rivalidad expresada con palabras y argumentos: mientras que el diálogo enamorado permaneció siempre alejado de la tragedia griega. Con aquella rivalidad se apeló a un elemento que existía en el pecho del oyente y que hasta entonces, considerado como hostil al arte y odiado por las musas, había estado desterrado de los solemnes ámbitos de las artes dramáticas: la Éride «malvada». La Éride buena imperaba, en efecto, desde antiguo en todas las actuaciones de las musas, y en la tragedia llevaba a tres poetas rivales ante el tribunal del pueblo congregado para juzgar. Pero cuando el remedo de la querella verbal se hubo infiltrado también en la tragedia desde la sala del juzgado, entonces surgió por vez primera un dualismo en la esencia y en el efecto del drama musical. A partir de ese momento hubo partes de la tragedia en que la compasión cedía el paso a la luminosa alegría por el torneo chirriante de la dialéctica. No era lícito que el héroe del drama sucumbiese, y, por tanto, ahora se tenía que hacer de él también un héroe de la palabra. El proceso, que había tenido su comienzo en la denominada esticomitia, continuó y se introdujo también en los discursos más largos de los actores principales. Poco a poco todos los personajes hablan con tal derroche de sagacidad, claridad y transparencia, que realmente al leer una tragedia sofoclea obtenemos una impresión de conjunto desconcertante. Para nosotros es como si todas esas figuras no pereciesen a causa de lo trágico, sino a causa de una superfetación de lo 1ógico. Basta con hacer una comparación con el modo tan distinto como dialectizan los héroes de Shakespeare: todo el pensar, suponer e inferir de éstos se halla envuelto en una cierta belleza e interiorización musicales, mientras que en la tragedia griega tardía domina un dualismo de estilo que da mucho que pensar; por un lado, el poder de la música, por otro, el de la dialéctica. Esta última va destacándose cada vez más, hasta que es ella la que dice la palabra decisiva en la estructura del drama entero. El proceso termina en la pieza de intriga: sólo con ella queda completamente superado aquel dualismo, a consecuencia de la aniquilación total de uno de los rivales, la música. 

En este punto es muy significativo que este proceso finalice en la comedia, habiendo comenzado, sin embargo, en la tragedia. La tragedia, surgida de la profunda fuente de la compasión,  es pesimista por esencia. La existencia es en ella algo muy horrible, el ser humano, algo muy insensato. El héroe de la tragedia no se evidencia, como cree la estética moderna, en la lucha con el destino, tampoco sufre lo que merece. Antes bien, se precipita a su desgracia ciego y con la cabeza tapada: y el desconsolado pero noble gesto con que se detiene ante ese mundo de espanto que acaba de conocer, se clava como una espina en nuestra alma. La dialéctica, por el contrario, es optimista desde el fondo de su ser: cree en la causa y el efecto y, por tanto, en una relación necesaria de culpa y castigo, virtud y felicidad: sus ejemplos de cálculo matemático tienen que no dejar resto: ella niega todo lo que no pueda analizar de manera conceptual. La dialéctica alcanza continuamente su meta: cada conclusión es una fiesta de júbilo para ella, la claridad y la conciencia son el único aire en que puede respirar. Cuando este elemento se infiltra en la tragedia surge un dualismo como entre noche y día, música y matemática. El héroe que tiene que defender sus acciones con argumentos y contraargumentos corre peligro de perder nuestra compasión; pues la desgracia que, a pesar de todo, le alcanza luego, lo único que demuestra precisamente es que, en algún lugar, él se ha equivocado en el cálculo. Pero una desgracia provocada por una falta de cálculo es ya más bien un motivo de comedia. Cuando el placer por la dialéctica hubo disuelto la tragedia, surgió la comedia nueva con su triunfo constante de la astucia y del ardid. 

La conciencia socrática y su optimista creencia en la unión necesaria entre virtud y saber, entre felicidad y virtud, tuvo, en un gran número de piezas euripideas, el efecto de que, en la conclusión, se abra una perspectiva hacia una existencia ulterior muy agradable, casi siempre  con un matrimonio. Tan pronto como aparece el dios de la máquina, advertimos que quien se esconde detrás de la máscara es Sócrates, el cual intenta equilibrar en su balanza la felicidad y la virtud. Todo el mundo conoce las tesis socráticas «La virtud es el saber: se peca únicamente por ignorancia. El virtuoso es el feliz». En estas tres formas básicas del optimismo está la muerte de la tragedia, que es pesimista. Mucho antes de Eurípides esas concepciones trabajaron ya en disolver la tragedia. Si la virtud es el saber, entonces el héroe virtuoso tiene que ser un dialéctico. Dada la extraordinaria superficialidad e indigencia del pensamiento ético, que no está nada desarrollado, con demasiada frecuencia el héroe que dialectiza éticamente aparece como un heraldo de la trivialidad y del filisteísmo éticos. Lo único que necesitamos es tener el valor de confesarnos esto, necesitamos confesar, para no decir nada de Eurípides, que también a las figuras más bellas de la tragedia sofoclea, una Antígona, una Electra, un Edipo, se les ocurren a veces ideas triviales completamente insoportables, que en general loa caracteres dramáticos son más bellos y grandiosos que su manifestación en palabras. Desde este punto de vista nuestro juicio sobre la tragedia esquilea temprana tiene que ser mucho más favorable: pues Ésquilo creó sus mejores obras también de manera inconsciente. En el lenguaje y en el dibujo de los caracteres de Shakespeare tenemos el inalterable punto de apoyo para tales comparaciones. En Shakespeare se puede encontrar una sabiduría ética tal  que, frente a ella, el socratismo aparece como algo impertinente y sabihondo.

Intencionadamente en mi última conferencia hablé muy poco sobre los límites de la música en el drama musical griego: en el contexto de estos análisis resultará  comprensible que yo haya dicho que los límites de la música en el drama musical son los puntos de peligro en que comenzó su proceso de disgregación. La tragedia pereció a causa de una dialéctica y una ética optimistas: : esto equivale a decir: el drama musical pereció a causa de una falta de música. El socratismo infiltrado en la tragedia impidió que la música se fundiese con el diálogo, o monó1ogo: aunque, en la tragedia esquilea, aquélla había comenzado a hacerlo con el mayor éxito. Otra consecuencia fue que la música, cada vez más restringida, metida dentro de unas fronteras cada vez más estrechas, no se sentía ya en la tragedia como en su casa, sino que, se desarrolló de manera más libre y audaz fuera de la, misma, como arte absoluto. Es ridículo hacer aparecer: un espíritu durante un almuerzo: es ridículo pedir a una musa tan misteriosa, de un entusiasmo tan serio, como es la musa de la música trágica, que cante en una sala de juzgado, en las pausas intermedias entre las escaramuzas dialécticas. Teniendo un sentimiento de esa ridiculez, la música enmudeció en la tragedia, asustada, por así decirlo, de su inaudita profanación; cada vez menos veces se atrevía a alzar su voz, y finalmente se embarulla, canta  cosas que no vienen a cuento, se avergüenza y huye totalmente de los ámbitos del teatro. Para decirlo con toda franqueza: 1a floración y el punto culminante del drama musical griego es Ésquilo en su primer gran período, antes de haber sido influido por Sófocles: con éste comienza la decadencia paulatina, hasta que por fin Eurípides, con su reacción consciente contra la tragedia esquilea, provoca el final con una rapidez tempestuosa.

Este juicio contradice tan sólo a una estética difundida en la actualidad: en verdad, en favor de él se puede hacer valer nada menos que el testimonio de Aristófanes, que tiene, como ningún otro genio, una afinidad electiva con Ésquilo. Pero lo igual es conocido sólo por lo igual. Para concluir, una sola pregunta. ¿Está realmente muerto el drama musical, muerto para todos los tiempos? ¿No le será lícito realmente al germano poner al lado de aquella obra artística desaparecida del pasado, nada más que la «gran ópera», de manera parecida a como, junto a Hércules, suele aparecer el mono? Esta es la, pregunta más seria de nuestro arte: y quien no comprenda como germano la seriedad de esa pregunta, es víctima del socratismo de nuestros días, el cual, desde luego, ni es capaz de producir mártires, ni había el lenguaje de «el más sabio de los helenos», quien, ciertamente no se jacta de saber nada, pero en verdad no sabe nada. La prensa de hoy es ese socratismo: no digo una palabra más.
----------------------------------------------------------------

domingo, 28 de octubre de 2012

ROLAND BARTHES

El mensaje fotográfico
.
La fotografía periodística es un mensaje. El conjunto de ese mensaje está constituido por una fuente emisora, un canal de transmisión y un medio receptor. La fuente emisora es la redacción del diario, el grupo de técnicos, algunos de los cuales sacan la fotografía, otros la seleccionan, la componen, la tratan y otros, por fin, le ponen un título, le agregan una leyenda y la comentan. El medio receptor es el público que lee el diario. Y el canal de transmisión, el diario mismo, o más precisamente, un complejo de mensajes concurrentes, cuyo centro es la fotografía y cuyos contornos están representados por el título, la leyenda, la compaginación, y de manera más abstracta, pero no menos , el nombre mismo del diario (pues ese nombre constituye un saber que puede desviar notablemente la lectura del mensaje propiamente dicho: Una foto puede cambiar de sentido al pasar de L'Aurore a L'Humanité). (*) Estas constataciones no son indiferentes, pues vemos claramente que las tres partes tradicionales del mensaje no exigen el mismo método de exploración. Tanto la emisión como la recepción del mensaje dependen de una sociología: se trata de estudiar grupos humanos, de definir móviles, actitudes y de intentar relacionar el comportamiento de esos grupos con la sociedad total de la que forman parte. Pero para el mensaje en sí, el método debe ser diferente: cualquiera sea el origen y el destino del mensaje, la fotografía no es tan sólo un producto o una vía, sino también un objeto dotado de una autonomía estructural. Sin pretender en lo más mínimo separar este objeto de su uso, es necesario prever en este caso un método particular, anterior al análisis sociológico mismo, y que no puede ser sino el análisis inmanente de esa estructura original que es una fotografía.

Es evidente que incluso desde el punto de vista de un análisis puramente inmanente, la estructura de la fotografía no es una estructura aislada; se comunica por lo menos con otra estructura, que es el texto (título, leyenda o artículo) que acompaña toda fotografía periodística. Por consiguiente, la totalidad de la información está sostenida por dos estructuras diferentes (una de las cuales es lingüística); estas dos estructuras son concurrentes, pero como sus unidades son heterogéneas, no pueden mezclarse; en un caso (el texto) la sustancia del mensaje está constituida por palabras; en el otro (la fotografía), por líneas, planos, tintes. Además, las dos estructuras del mensaje ocupan espacios reservados, contiguos, pero no , como por ejemplo en un jeroglífico que funde en una sola línea la lectura de las palabras y las imágenes. De este modo, y aunque no haya nunca fotografías periodísticas sin comentario escrito, el análisis debe apuntar en primer término a cada estructura por separado; y sólo cuando se haya agotado el estudio de cada estructura podrá entenderse la forma en que se complementan. De estas dos estructuras, una, la de la lengua, ya es conocida (lo que no se conoce es la de la que constituye el habla del diario; en este sentido queda aún un enorme trabajo por realizar); la otra, la de la fotografía propiamente dicha, es prácticamente desconocida. Nos limitaremos aquí a definir las primeras dificultades de un análisis estructural propiamente dicho.

La paradoja fotográfica

¿Cuál es el contenido del mensaje fotográfico? ¿Qué transmite la fotografía? Por definición, la esencia en sí, lo real literal. Del objeto a su imagen hay por cierto una reducción: de proporción, de perspectiva y de color. Pero esta reducción no es en ningún momento una transformación (en el sentido matemático del término). Para pasar de lo real a su fotografía, no es necesario segmentar esa realidad en unidades y erigir esas unidades en signos sustancialmente diferentes del objeto cuya lectura proponen. Entre ese objeto y su imagen, no es necesario disponer de un relevo (relais), es decir de un código. Si bien es cierto que la imagen no es lo real, es por lo menos su analogon perfecto, y es precisamente esa perfección analógica lo que, para el sentido común, define la fotografía. Aparece así la característica particular de la imagen fotográfica: es un mensaje sin código, proposición de la cual es preciso deducir de inmediato un corolario importante: el mensaje fotográfico es un mensaje continuo.

¿Existen otros mensajes sin código? A primera vista sí: precisamente todas las reproducciones analógicas de la realidad: dibujos, pinturas, cine, teatro. Pero en realidad, cada uno de estos mensajes desarrolla de manera inmediata y evidente, además del contenido analógico en sí (escena, objeto, paisaje), un mensaje suplementario, que es lo que llamaremos corrientemente estilo de la reproducción. Se trata en este caso de un sentido secundario, cuyo significante es un cierto de la imagen por parte del creador, y cuyo significado, ya sea estético o ideológico, remite a una cierta de la sociedad que recibe el mensaje. En suma, todas las estas imitativas contienen dos mensajes: un mensaje denotado que es el analogon en sí, y el mensaje connotado, que es la manera como la sociedad hace leer, en cierta medida, lo que piensa. Esta dualidad de los mensajes es evidente en todas las reproducciones no fotográficas: no hay dibujo, por que sea, cuya exactitud misma no se convierta en estilo; no hay escena filmada cuya objetividad no sea finalmente leída como el signo mismo de la objetividad. Tampoco en este caso se llevó a cabo el estudio de estos mensajes connotados (en primer lugar habría que decidir si lo que se llama obra de arte puede reducirse a un sistema de significaciones). Sólo puede preverse que en el caso de que todas estas artes imitativas sean comunes, es verosímil que el código del sistema connotado esté constituido ya sea por una simbólica universal, ya sea por una retórica de época, en una palabra, por una reserva de estereotipos (esquemas, colores, grafismos, gestos, expresiones, agrupaciones de elementos). Ahora bien, en principio nada de todo esto se da en la fotografía, en todo caso en la fotografía periodística que no es nunca fotografía . Al hacerse pasar por una analogía mecánica de lo real, en cierta medida, su mensaje primario llena por completo su sustancia y no deja lugar para el desarrollo de un mensaje secundario. En suma, de todas las estructuras de información (1) , la fotografía sería la única que está exclusivamente constituida y ocupada por un mensaje , que agotaría por completo su ser. Ante una fotografía, el sentimiento de , o si se prefiere, de plenitud analógica, es tan fuerte, que su descripción es literalmente imposible, puesto que describir es precisamente adjuntar al mensaje denotado, un relevo o un mensaje secundario, tomado de un código que es la lengua, y que constituye fatalmente, por más cuidados que se tomen para ser exactos, una connotación respecto de lo análogo fotográfico: por consiguiente, describir no es tan sólo ser inexacto o incompleto, sino cambiar de estructura, significar algo distinto de lo que se muestra (2) .

Ahora bien, este carácter puramente de la fotografía, la perfección y la plenitud de su analogía, en una palabra su (es decir las características que el sentido común asigna a la fotografía) corren el riesgo de ser míticos, pues de hecho, hay una gran probabilidad (y esto será una hipótesis de trabajo) de que el mensaje fotográfico (al menos el mensaje periodístico) sea connotado. La connotación no se deja necesariamente captar de inmediato a nivel de mensaje en sí (es, sise quiere, a la vez invisible y activa, clara e implícita), pero se la puede inducir de ciertos fenómenos que tienen lugar a nivel de la producción y de la recepción del mensaje: por una parte, una fotografía periodística es un objeto de trabajo, seleccionado, compuesto, construido, tratado según normas profesionales, estéticas o ideológicas, que son otros tantos factores de connotación; y por otra, esta misma fotografía no es solamente percibida, recibida, sino también leída, relacionada más o menos conscientemente por el público que la consume, con una reserva tradicional de signos. Ahora bien, todo signo supone un código, y es precisamente este código (de connotación) lo que habría que tratar de establecer. La paradoja fotográfica sería entonces la coexistencia de dos mensajes, uno sin código (lo análogo fotográfico) y el otro con código (el , o el tratamiento, o la o la retórica fotográfica). Estructuralmente, la paradoja no es la colusión de un mensaje denotado y de mensaje connotado: esa es la característica probablemente fatal de todas las comunicaciones de masa. Lo que sucede es que el mensaje connotado (o codificado) se desarrolla en este caso a partir de un mensaje sin código. Esta paradoja estructural coincide con una paradoja ética cuando queremos ser , nos esforzamos por copiar minuciosamente lo real como si lo analógico fuera un factor que se resiste a la incorporación de valores (esta es, al menos, la definición del estético). ¿Cómo la fotografía puede ser al mismo tiempo y contener valores, natural y cultural? Esta pregunta podrá tal vez ser contestada sólo cuando haya sido posible captar el modo de imbricación del mensaje denotado y del mensaje connotado. Pero para emprender este trabajo hay que recordar que, en la fotografía, el mensaje denotado es absolutamente analógico, es decir, que no recurre a código alguno, es continuo; por consiguiente, no hay motivos para buscar las unidades significantes del primer mensaje. Por el contrario, el mensaje connotado contiene un plano de expresión y un plano de contenido, significantes y significados: obliga pues a un verdadero desciframiento. Este desciframiento sería actualmente prematuro, pues para aislar las unidades significantes y los temas (o valores) significados, habría que realizar lecturas dirigidas (quizás por medio de tests), haciendo variar artificialmente ciertos elementos de la fotografía para observar si esas variaciones de forma provocan variaciones de sentido. Al menos prever desde ahora los principales planos de análisis de la connotación fotográfica.

Los procedimientos de connotación.

La connotación, es decir la imposición de un sentido secundario al mensaje fotográfico propiamente dicho, se elabora en los diferentes niveles de producción de la fotografía (selección, tratamiento técnico, encuadre, compaginación): es, en suma, una codificación de lo analógico fotográfico. Es posible, por consiguiente, ir desentrañando procedimientos de connotación; pero no hay que olvidar que estos procedimientos no tienen nada que ver con unidades de significación, tales como un ulterior análisis semántico permitirá quizás definirlas: estrictamente hablando, no forman parte de la estructura fotográfica. Estos procedimientos son conocidos; nos limitaremos a traducirlos en términos estructurales. En rigor, habría que separar los tres primeros (trucaje, pose, objetos) de los tres últimos (fotogenia, asteticismo, sintaxis), puesto que en esos tres primeros procedimientos, lo que produce la connotaciones una modificación de lo real, es decir, del mensaje denotado (es evidente que este preparativo no es propio de la fotografía). Sin embargo, si se los incluye en los procedimientos de connotación fotográfica, es porque ellos también se benefician con el prestigio de la denotación: La fotografía permite que el fotógrafo esquive la preparación que impone a la escena que va a captar. Pero no por eso, desde el punto de vista de un ulterior análisis estructural, puede asegurarse que sea posible tener en cuenta el material que entregan.

1. Trucaje. En 1951, una fotografía ampliamente difundida en los periódicos norteamericanos, costaba su banca, según parece, al senador Millard Tydings; esta fotografía representaba al senador conversando con el líder comunista Earl Browder. Se trataba, en realidad, de una foto trucada, constituida por el acercamiento artificial de los dos rostros. El interés metódico del trucaje consiste en que interviene, sin dar aviso, dentro del mismo plano de denotación; utiliza la credibilidad particular de la fotografía, que no es, como vimos, más que su excepcional poder de denotación, para hacer pasar por simplemente denotado un mensaje que no es, en realidad, fuertemente connotado; no hay ningún otro tratamiento en el que la connotación adopte en forma tan completa la máscara de la denotación. Es evidente que la significación sólo es posible en la medida que existe una reserva de signos, un esbozo de código; en este caso, el significante es la actitud (la conversación) de los dos personajes; señalaremos que esta actitud no se convierte en signo más que para una cierta sociedad, es decir sólo frente a determinados valores: lo que transforma el gesto de los interlocutores en signo de una familiaridad condenable es el anticomunismo puntilloso del electorado americano; en otras palabras, el código de connotación no es ni artificial (como una lengua verdadera), ni natural: es histórico.

2. Pose. Veamos una fotografía periodística ampliamente difundida en el momento de las últimas elecciones norteamericanas (*) : es el busto del presidente Kennedy visto de perfil, los ojos hacia lo alto, las manos juntas. En este caso, lo que prepara la lectura de los significados de connotación es la pose misma del sujeto: juventud, espiritualidad, pureza. La fotografía no es por cierto significante más que porque existe una reserva de actitudes estereotipadas que constituyen elementos de significación ya preparados (mirada hacia lo alto, manos juntas); una de la connotación iconográfica debería pues buscar sus materiales en la pintura, el teatro, las asociaciones de ideas, las metáforas corrientes, etc., es decir, precisamente, en la . Como se dijo, la pose no es un procedimiento específicamente fotográfico, pero es difícil deja de nombrarlo, en la medida en que su efecto proviene del principio analógico que fundamentará la fotografía: el mensaje no es aquí sino : el lector recibe como simple denotación lo que de hecho es una estructura doble, denotada-connotada.

3. Objetos. Tenemos que reconocer aquí una importancia particular a lo que podría llamarse la pose de los objetos, puesto que el sentido connotado surge entonces de los objetos fotografiados (ya sea que el fotógrafo haya tenido la oportunidad de disponer artificialmente esos objetos frente al objetivo, ya sea que entre varias fotografías el compaginador elija la de tal o cual objeto). Lo interesante es que esos objetos son inductores corrientes de asociaciones de ideas (biblioteca = intelectual), o, de manera más oscura, verdaderos símbolos (la puerta de la cámara de gas de Chessmann remite a la puerta fúnebre de las antiguas mitologías). Estos objetos constituyen excelentes elementos de significación: por una parte, son discontinuos y complejos en sí mismos, lo cual para un signo es una cualidad física; y por otra, remites a significados claros, conocidos. Por consiguiente, son los elementos de un verdadero léxico, estables al punto de poder constituirse fácilmente en sintaxis. Veamos por ejemplo una de objetos: una ventana abierta sobre techos de tejas, un paisaje de viñedos; ante la ventana, un álbum de fotografías, una lupa, un jarro con flores; estamos pues en el campo, al sud de la Loire (viñedos y tejas), en una casa burguesa (flores sobre la mesa), cuyo anciano morador (lupa) revive sus recuerdos (álbum de fotografías): se trata de Franáois Mauriac en Malagar (foto aparecida en Paris-Match).

En alguna medida, la connotación de todas esas unidades significantes sin embargo como si se tratase de una escena inmediata y espontánea, es decir insignificante; se encuentra explicitada en el texto, que desarrolla el tema de los vínculos que unen a Mauriac con la tierra. Es posible que el objeto ya no pose una fuerza, pero posee con toda seguridad un sentido.

4. Fotogenia. Ya se hizo la teoría de la fotogenia (Edgar Morin en Le Cinéma ou l'Homme imaginaire) y no es este el lugar para insistir acerca de la significación general de este procedimiento. Bastará definir la fotografía en términos de estructura informativa: en la fotogenia, el mensaje connotado está en la imagen misma, (es decir en general sublimada), por técnicas de iluminación, de impresión y de revelado. Sería necesario hacer un recuento de estas técnicas, sólo en la medida en que a cada una de ellas corresponde un significado de connotación suficientemente constante como para poder ser incorporado a un léxico cultural de los técnicos (por ejemplo el , o lanzado por los equipos del doctor Steinert para significar el espacio-tiempo). Este recuento sería además una excelente ocasión para distinguir los efectos estéticos de los efectos significantes -salvo que se llegue a la conclusión de que en fotografía, contrariamente a las intenciones de los fotógrafos de exposición, no hay nunca arte sino siempre sentido- lo que opondría precisamente, según un criterio preciso, la buena pintura, así fuese marcadamente figurativa, a la fotografía.

5. Esteticismo. Aparentemente, sólo puede hablarse de esteticismo en fotografía de manera ambigua: cuando la fotografía se hace pintura, es decir composición o sustancia visual deliberadamente tratada como , ya sea para significarse a sí misma como (es el caso del de comienzos de siglo), ya sea para imponer un significado por lo general más sutil y más complejo de lo que lo permiten otros procedimientos de connotación. Así por ejemplo, Cartier-Bresson representó el recibimiento que los fieles de Lisieux tributaron al Cardenal Pacelli como un cuadro antiguo; pero esta fotografía no es en absoluto un cuadro. Por una parte, su esteticismo manifiesto remite (maliciosamente) a la idea misma de cuadro (lo cual es contrario a toda pintura verdadera), y por otra, la composición significa aquí, abiertamente, una cierta espiritualidad estática, traducida en términos de espectáculo objetivo. En este caso vemos además la diferencia entre la fotografía y la pintura: en el cuadro de un Primitivo, la no es nunca un significado, sino, por así decirlo, el ser mismo de la imagen; es cierto que en algunas pinturas puede haber elementos de código, figuras de retórica, símbolos de época; pero no unidades significantes que remitan a la espiritualidad, que es una manera de ser, no el objeto de un mensaje estructurado.

6. Sintaxis. Ya hablamos de una lectura discursiva de objetos-signos dentro una misma fotografía; es natural que varias fotografías puedan transformarse en secuencia (es el caso corriente de las revistas ilustradas); el significante de connotación ya no se encuentra entonces a nivel de ninguno de los fragmentos de la secuencia, sino a nivel (suprasegmental como dirían los lingüistas) del encadenamiento. Veamos cuatro instantáneas de una cacería presidencial en Rambouillet; en cada una de ellas el ilustre cazador (Vincent Auriol) apunta su fusil en una dirección imprevista, con gran peligro para los guardias que huyen o se tiran al suelo: la secuencia (y sólo ella) ofrece como lectura una situación cómica, que surge, según un procedimiento bien conocido, de la repetición y de la variación de las actitudes. En este sentido señalaremos que la fotografía solitaria es rara vez (es decir difícilmente) cómica, al contrario del dibujo; lo cómico necesita movimiento, es decir repetición (lo que es fácil en el cine), o tipificación (lo que es posible en el dibujo), y estas dos le están vedadas a la fotografía.

El texto y la imagen.

Tales son los principales procedimientos de connotación de la imagen fotográfica (repitamos una vez más que se trata de técnicas, no de unidades). Podemos agregar de modo constante el texto mismo que acompaña la fotografía periodística. Se imponen aquí tres observaciones.

En primer lugar la siguiente: el texto constituye un mensaje parásito, destinado a connotar la imagen, es decir, a uno o varios significados secundarios. En otras palabras, y eso representa un vuelco histórico importante, la imagen ya no ilustra la palabra; es la palabra que, estructuralmente, es parásita de la imagen. Este vuelco tiene su precio: en las formas tradicionales de , la imagen funcionaba como una vuelta episódica a la denotación, a partir de un mensaje principal (el texto) sentido como connotado, puesto que necesitaba, precisamente, una ilustración; en la relación actual, la imagen no viene a aclarar o a la palabra; es la palabra que viene a sublimar, patetizar o racionalizar la imagen; pero como esta operación se hace a título accesorio, el nuevo conjunto informativo parece fundarse principalmente en un mensaje objetivo (denotado), del cual la palabra no es más que una suerte de vibración secundaria, casi inconsecuente. Antes, la imagen ilustraba el texto (lo hacía más claro); hoy en día el texto hace más pesada la imagen, le impone una cultura, una moral, una imaginación; antes había una reducción del texto a la imagen, hoy, una amplificación de una a otra: la connotación ya no se vive más que como la resonancia natural de la denotación fundamental constituida por la analogía fotográfica. Nos encontramos pues frente a un proceso caracterizado de naturalización de lo cultural.

Otra observación: el efecto de connotación es probablemente diferente según el modo de presentación de la palabra; cuanto, más cerca se encuentra de la imagen, menos parece connotarla; atrapado en alguna medida por el mensaje iconográfico, el mensaje verbal parece participar de su objetividad, la connotación del lenguaje se vuelve a través de la denotación de la fotografía. Es cierto que no hay nunca una verdadera incorporación, puesto que las sustancias de ambas estructuras (en un caso gráfica, en el otro icónica) son irreductibles; pero es probable que en esa amalgama existan grados, es posible que la leyenda tenga un efecto de connotación menos evidente que la de los títulos o los artículos; título y artículo se separan sensiblemente de la imagen, el título y artículo se separan sensiblemente de la imagen, el título por su impresión, el artículo por su distancia, uno porque rompe, el otro porque aleja el contenido de la imagen; la leyenda, por el contrario, por su misma disposición, por su medida promedio de lectura, parece reforzar la imagen, es decir, participar en su denotación.

Sin embargo es imposible (y esta será la última observación respecto del texto) que la palabra la imagen, pues en el pasaje de una estructura a otra, se elaboran fatalmente significados secundarios. ¿Cuál es la relación que estos significados de connotación mantienen con la imagen? Aparentemente se trata de una explicación, es decir, en cierta medida, de un énfasis; en efecto, la mayoría de las veces el texto no hace más que amplificar un conjunto de connotaciones que ya están incluidas en la fotografía; pero también a veces el texto produce (inventa) un significado enteramente nuevo y que de alguna manera se proyecta retroactivamente en la imagen, hasta el punto de parecer denotado: , dice el título de una fotografía en la que se ve a la reina Isabel y a Felipe de Edimburgo bajando de un avión; sin embargo, en el momento de la fotografía, estos dos personajes ignoraban por completo el accidente aéreo del que acaban de escapar. A veces, la palabra puede también llegar a contradecir la imagen de modo de producir una connotación compensatoria. Una análisis de Gerbner (The social anatomy of the romance confession cover-girl) mostró que en ciertas revistas sentimentales, el mensaje verbal de los títulos de la tapa (de contenido sombrío y angustioso) acompañaba siempre la imagen de una cover-girl radiante; los dos mensajes entran aquí en un compromiso; la connotación tiene una función reguladora, preserva el juego irracional de la proyección-identificación.

La insignificancia fotográfica.

Hemos visto que, verosímilmente, el código de connotación no es mi ni , sino histórico, o si se prefiere . En él los signos son gestos, actitudes, expresiones, colores o efectos, provistos de ciertos sentidos en virtud del uso de una cierta sociedad: la relación entre el significante y el significado, es decir la significación, es, si no inmotivada, al menos enteramente histórica. Por consiguiente, no puede decirse que el hombre moderno proyecte en la lectura de la fotografía sentimientos y valores caracterológicos o, es decir infra o trans-históricos, más que si se precisa con toda claridad que la significación es siempre elaborada por una sociedad y una historia definidas; la significación es, en suma, el movimiento dialéctico que resuelve la contradicción entre el hombre cultural y el hombre natural.
Por consiguiente, gracias a su código de connotación, la lectura de la fotografía es siempre histórica; depende del del lector, como si se tratara de una lengua verdadera, inteligible sólo si se conocen sus signos. En resumidas cuentas, el fotográfico no dejaría de recordar ciertas lenguas ideográficas, en las cuales unidades analógicas y unidades descriptivas están mezcladas, con la diferencia de que el ideograma es vivido como un signo, en tanto que la fotográfica pasa por ser denotación pura y simple de la realidad. Encontrar este código de connotación sería, entonces, aislar, enumerar y estructurar todas las partes de la superficie fotográfica cuya discontinuidad misma depende de un cierto saber del lector, o, si se prefiere, de su situación cultural.

Ahora bien, en esta tarea quizá sea necesario llegar bastante lejos. Nada indica que en la fotografía haya partes o que la insignificancia completa de la fotografía sea quizá totalmente excepcional. Para resolver este primer problema, habría que dilucidar en primer término los mecanismos de lectura (en el sentido físico y semántico de término), o, si se prefiere, de percepción de la fotografía. Ahora bien, en este sentido no sabemos gran cosa: ¿cómo leemos una fotografía? ¿Qué percibimos? ¿En qué orden, según qué itinerario? ¿Qué es incluso percibir? Sí, según ciertas hipótesis de Bruner y Piaget, no hay percepción sin categorización inmediata, la fotografía se verbaliza en el momento mismo en que se percibe; o, mejor dicho, no se percibe más que verbalizada (si la verbalización tarda, se produce un desorden de la percepción, interrogación, angustia del sujeto, traumatismo, según la hipótesis de G. Cohen-Séat a propósito de la percepción fílmica). Desde este punto de vista, la imagen captada de inmediato por un metalenguaje interior -la lengua-, no conocería en suma ningún estado denotado. Socialmente, sólo existiría sumergida por lo menos en una primera connotación, precisamente la de las categorías de la lengua; y se sabe que toda lengua toma partido a favor de las cosas, que connota lo real, aunque más no fuera segmentándolo; por consiguiente, las connotaciones de la fotografías coincidirían, en términos generales, con los grandes planos de connotación del lenguaje.

De esta suerte, además de la connotación, hipotética pero posible, se encontrarían modos de connotación más particulares. En primer término, una connotación, cuyos significantes estarían seleccionados, localizados, en ciertas partes del analogon: ante tal vista de ciudad, sé que estoy en un país del norte de África, porque veo a la izquierda un cartel escrito en caracteres arábigos, en el centro un hombre vestido con una gandurah, etc.; en este caso la lectura depende estrechamente de mi cultura, de mi conocimiento del mundo; y es probable que una buena foto periodística (y todas lo son, puesto que están seleccionadas) juegue con el saber supuesto de sus lectores, eligiendo los clichés que contienen la mayor cantidad posible de informaciones de este tipo, de manera de euforizar la lectura. Si se fotografía Agadir destruida, más vale disponer de algunos signos de, aunque la no tenga nada que ver con el desastre en sí, pues la connotación proveniente del saber es siempre una fuerza tranquilizadora: al hombre le gustan los signos, y le gustan claros.

Connotación perceptiva, connotación cognitiva: queda aún el problema de la connotación ideológica (en el sentido amplio del término) o ética, que introduce en la lectura de la imagen razones o valores. Se trata de una connotación fuerte, exige un significante muy elaborado, casi diríamos sintáctico: encuentro de personajes (lo vimos a propósito del trucaje), desarrollo de actitudes, constelación de objetos. El hijo del Shah de Persia acaba de nacer: en la fotografía vemos: la realeza (cuna dorada por una multitud de servidores que la rodean), la riqueza (varias nurses), la higiene (guardapolvos blancos, techo de la cuna de plexi-glass), la condición, pese a todo humana, de los reyes (el bebé llora), es decir todos los elementos contradictorios del mito principesco, tal como lo consumimos en la actualidad. En este caso se trata de valores apolíticos, y el léxico es rico y claro. Es posible (pero esto no es más que una hipótesis) que por el contrario, la connotación política esté la mayoría de las veces confiada al texto, en la medida en que las selecciones políticas son siempre, por así decirlo, de mala fe: de determinada fotografía puedo dar una lectura de derecha o una lectura de izquierda (ver en este sentido una encuesta del I.F.O.P (*) publicada por Les Temps modernes, 1955). La denotación, o su apariencia, es una fuerza que no logra modificar las opciones políticas: nunca ninguna fotografía convenció o desmintió a nadie (pero puede), en la medida en que la conciencia política es tal vez inexistente fuera los logos: la política es lo que permite todos los lenguajes.

Estas observaciones bosquejan una suerte de cuadro diferencial de las connotaciones fotográficas; en todo caso, puede verse que la connotación llega muy lejos. ¿Significa esto que sea imposible una pura denotación, un más acá del lenguaje? Si existe, no es tal vez a nivel de lo que el lenguaje corriente llama lo insignificante, lo neutro, lo objetivo, sino más bien a nivel de las imágenes propiamente traumáticas: el trauma es precisamente lo que suspende el lenguaje y bloquea la significación. Es cierto que en un proceso de significación fotográfica pueden captarse situaciones normalmente traumáticas; lo que sucede es que precisamente ene se momento son señaladas a través de un código retórico que las distancia, las sublima, las aplaca. Son raras las fotografía propiamente traumáticas, pues en fotografía el trauma es enteramente tributario de la certeza de que la escena tuvo realmente lugar: era necesario que el fotógrafo estuviese allí (definición mítica de la denotación); pero una vez sentado esto (que a decir verdad ya es una connotación), la fotografía traumática (incendios, naufragios, catástrofes, muertes violentas captadas es aquella de la cual no hay nada que decir: la foto-choque es por estructura insignificante: ningún valor, ningún saber, en última instancia ninguna categorización verbal pueden influir en el proceso institucional de la significación. Podría entonces imaginarse una suerte de ley: cuanto más directo es el trauma, tanto más difícil la connotación; o bien, el efecto de una fotografía es inversamente proporcional a su efecto traumático.

¿Por qué? lo que sin duda sucede es que, como toda significación bien estructurada, la connotación fotográfica es una actividad institucional. A nivel de la sociedad total, su función es integrar al hombre, es decir, tranquilizarlo. todo código es a la vez arbitrario y racional y recurrir a un código es para el hombre un modo de comprobarse, de probarse a través de una razón y una libertad. En este sentido, es posible que el análisis de los códigos permita definir históricamente una sociedad con mayor seguridad y facilidad que el análisis de sus significados, pues éstos pueden aparecer a menudo como trans-históricos, pertenecientes a un fondo antropológico más que a una historia verdadera: Hegel definió mejor a los antiguos griegos cuando esbozó la manera como significaban la naturaleza, que cuando describió el conjunto de sus referidas a este tema. Del mismo modo quizás haya algo más útil que hacer directamente el recuento de los contenidos ideológicos de nuestro tiempo, pues al tratar de reconstituir en su estructura específica de connotación de una comunicación tan amplia como lo es la fotografía periodística, podemos esperar encontrar, en su fineza misma, las formas que nuestra sociedad utiliza para tranquilizarse, y captar así la medida, los rodeos y la función profunda de este esfuerzo. La perspectiva es tanto más atractiva, como dijimos al comienzo, cuanto que en lo relativo a la fotografía, se desarrolla bajo la forma de una paradoja: la que hace de un objeto inerte un lenguaje y transforma la incultura de una arte, en la más social de las instituciones.

NOTAS

-de la pág.118 (*) Dos diarios franceses, de derecha y del Partido Comunista, respectivamente [N. del T.]

(1).Se trata, por supuesto, de estructuras o culturalizadas, y no de estructuras operacionales: la matemática, por ejemplo, constituye una estructura denotada, sin ninguna connotación: pero si la sociedad de masa se apodera de ella y dispone, por ejemplo, una fórmula algebraica en un artículo dedicado a Einstein, este mensaje, de origen puramente matemático, se carga de una fuerte connotación, puesto que significa la ciencia.

(2). Es más fácil describir un dibujo, puesto que se trata, en suma, de describir una estructura ya connotada, trabajada con miras a una significación codificada. Quizá sea este el motivo por el cual los tests psicológicos utilizan muchos dibujos y muy pocas fotografías.

de la pág.120 (*). Se recordará que este artículo es de 1961. [N. del T.]
de la pág. 123 (*). Instituto Francés de la Opinión Pública. [N. del T.]
----------------------------------------------------------------

sábado, 27 de octubre de 2012

GUSTAVE LE BON

Psicología de las revoluciones
Capítulo I 
Revoluciones científicas y políticas

1)- Clasificación de las revoluciones

En general, aplicamos el término de “revolución” a los cambios políticos súbitos pero el término puede ser aplicado para denotar toda transformación repentina, o transformaciones aparentemente repentinas, tanto sea de creencias, ideas o doctrinas.

En otra obra hemos considerado el papel desempeñado por los factores racionales, afectivos y místicos en la génesis de las opiniones y los credos que determinan la conducta humana. No es preciso, pues, que volvamos sobre el tema aquí.

Una revolución puede, finalmente, hacerse credo, pero es frecuente que comience bajo la acción de motivos perfectamente racionales: la supresión de abusos intolerables, la eliminación de un gobierno despótico detestado o de un soberano impopular, etc.

Si bien el origen de una revolución puede ser perfectamente racional, no debemos olvidar que las razones invocadas para prepararla no ejercen una influencia sobre las masas hasta tanto no se hayan transformado en sentimientos. La lógica racional puede señalar los abusos que han de ser destruidos, pero, para movilizar a la multitud, hay que despertar las esperanzas de la misma. Esto sólo puede ser realizado mediante la acción de esos elementos afectivos y místicos que le otorgan al ser humano el poder de actuar. Por ejemplo, por la época de la Revolución Francesa, la lógica racional, en manos de los filósofos, demostró las inconveniencias del Antiguo Régimen y excitó el deseo de modificarlo. La lógica mística inspiró el credo en las virtudes de todos los miembros de una sociedad creada de acuerdo con ciertos principios. Una lógica afectiva desencadenó las pasiones controladas por los vínculos de eras anteriores y condujo a los peores excesos. La lógica colectiva gobernó a Clubes y Asambleas impulsando a sus miembros a acciones que ninguna lógica, ni racional, ni afectiva, ni mística, podría jamás haberlos llevado a cometer.

Cualquiera que sea su origen, una revolución no produce resultados mientras no haya penetrado en el espíritu de la multitud. Los acontecimientos adquieren formas especiales que resultan de la peculiar psicología de las masas. Por esta razón, los movimientos populares poseen características tan pronunciadas que la descripción de una de ellas nos permitirá comprender a las demás.

La multitud, por ende, es el agente de la revolución; pero no es su punto de partida. La masa constituye un ser amorfo que no puede hacer nada y no hará nada sin una cabeza que la conduzca. Superará rápidamente el impulso una vez que lo haya recibido, pero jamás lo creará.

Las revoluciones políticas que tan fuertemente sorprenden a los historiadores son, con frecuencia, las menos importantes. Las grandes revoluciones son las de las costumbres y las del pensamiento. El cambiar el nombre de un gobierno no transforma la mentalidad de un pueblo. El derrocar las instituciones de un pueblo no reforma el espíritu de ese pueblo.

Las verdaderas revoluciones, aquellas que transforman los destinos de los pueblos, la mayoría de las veces se logran tan lentamente que los historiadores apenas si pueden señalar sus orígenes. El término de “evolución” es, por lo tanto, por lejos más apropiado que el de “revolución”.

Los distintos elementos enumerados para la génesis de la mayoría de las revoluciones no son suficientes para clasificarlas. Considerando tan sólo el objetivo designado, las dividiremos en revoluciones científicas, políticas y religiosas.

2). Revoluciones Científicas

Las revoluciones científicas son, por lejos, las más importantes. A pesar de que concitan sólo escasa atención, con frecuencia llevan en su seno consecuencias remotas que las revoluciones políticas no engendran. Las pondremos, pues, en primer lugar, aunque no podemos estudiarlas aquí.

Por ejemplo, si nuestras concepciones del universo han cambiado profundamente desde la época de la Revolución, es porque los descubrimientos astronómicos y la aplicación de métodos experimentales las han revolucionado al demostrar que los fenómenos, en lugar de estar condicionados por los caprichos de los dioses, se gobiernan por leyes invariables.

Debido a su lentitud, nos referimos a las revoluciones de esta índole llamándolas, con propiedad, “evolución”. Pero hay otras que, si bien son del mismo orden, merecen la denominación de “revolución” debido a su rapidez: podríamos mencionar las teorías de Darwin que derribaron la totalidad de la ciencia biológica en unos pocos años; los descubrimientos de Pasteur que revolucionaron a la medicina durante la vida de su autor; y la teoría de la disociación de la materia que demostró que el átomo, al que otrora se consideraba eterno, no es inmune a las leyes que condenan a todos los elementos del universo a declinar y perecer.

Estas revoluciones científicas del dominio de las ideas son puramente intelectuales. Nuestros sentimientos y creencias no las afectan. Las personas se someten a ellas sin discutirlas. Siendo sus resultados verificables por la experiencia, escapan a toda crítica.

3). Revoluciones Políticas

Por debajo y muy alejadas de estas revoluciones científicas que generan el progreso de las civilizaciones, se encuentran las revoluciones religiosas y políticas que no tienen ningún parentesco con las primeras. Mientras las revoluciones científicas se derivan exclusivamente de elementos racionales, los credos políticos y religiosos se sostienen casi exclusivamente por factores afectivos y místicos. La razón desempeña un papel tan sólo tenue en su génesis.

En mi libro “Opiniones y Creencias” he insistido con cierto detalle sobre el origen afectivo de los credos, demostrando que un credo político o religioso constituye un acto de fe, elaborado inconscientemente, sobre el cual, a pesar de todas las apariencias, la razón no tiene poder alguno. También demostré que el credo con frecuencia alcanza tal grado de intensidad que nada puede oponérsele. La persona, hipnotizada por su fe, se convierte en un apóstol dispuesto a sacrificar sus intereses, su felicidad y hasta su propia vida por el triunfo de su fe. La incoherencia de su fe importa poco; para él es una ardiente realidad. Las certidumbres de origen místico poseen el maravilloso poder de un dominio completo sobre el pensamiento y sólo pueden verse afectadas por el transcurso del tiempo.

Por el sólo hecho de ser considerado verdad absoluta, un credo necesariamente se vuelve intolerante.  Esto explica la violencia, el odio y la persecución que fueron los escoltas habituales de las grandes revoluciones políticas y religiosas; especialmente las de la Reforma y la Revolución Francesa.

Ciertos períodos de la Historia francesa resultan incomprensibles si olvidamos el origen afectivo y místico de los credos, su necesaria intolerancia, la imposibilidad de reconciliarlos cuando entran en contacto mutuo y, finalmente, el poder conferido por los credos místicos a los sentimientos que se ponen a su servicio.

Los conceptos mencionados son todavía demasiado nuevos como para haber modificado la mentalidad de los historiadores. Éstos continuarán intentando explicar por medio de la lógica racional un cúmulo de fenómenos que son extraños a dicha lógica.

Sucesos, tales como la Reforma, que atormentaron a Francia por un período de cincuenta años, de ningún modo estuvieron determinados por influencias racionales. Aún así, estas influencias racionales resultan constantemente invocadas como explicaciones, incluso en los trabajos más recientes. De esta forma, en la “Historia General” de los señores Lavisse y Rambaud, podemos leer la siguiente explicación de la Reforma:

“Fue un movimiento espontáneo, nacido aquí y allá en medio de las gentes, a partir de la lectura de las Sagradas Escrituras y las libres reflexiones individuales que le fueron sugeridas a personas simples por una conciencia extremadamente piadosa y un poder de razonamiento muy audaz.”

Contrariamente a la afirmación de estos historiadores, podemos decir con certeza, en primer lugar, que esos movimientos jamás son espontáneos y, en segundo término, que la razón no tiene parte alguna en su elaboración.

La fuerza de los credos políticos y religiosos que han sacudido al mundo reside precisamente en el hecho de que, habiendo nacido de elementos afectivos y místicos, no son ni creados ni dirigidos por la razón.

Los credos políticos o religiosos tienen un origen común y obedecen a las mismas leyes. Se constituyen, no con la ayuda de la razón, sino, con mucha mayor frecuencia, contrariando toda razón. El budismo, el Islam, la reforma, el jacobinismo, el socialismo, etc. parecen ser formas de pensamiento muy diferentes. Sin embargo, tienen bases afectivas y místicas idénticas y obedecen a una lógica que no tienen afinidad alguna con la lógica racional.

Las revoluciones políticas pueden resultar de las creencias establecidas en la mente de las personas, pero hay muchas otras causas que las producen. La palabra “descontento” las resume a todas. Ni bien el descontento se generaliza, surge un partido que con frecuencia adquiere la fuerza suficiente como para luchar contra el gobierno.

Por lo general, el descontento tiene que haberse acumulado por un tiempo largo para producir sus efectos. Por esta razón, una revolución no siempre representa un fenómeno en vías de extinción, seguido por otro que comienza, sino más bien un fenómeno continuo que de algún modo ha acelerado su evolución. Todas las revoluciones modernas, sin embargo, han sido movimientos abruptos que implicaron el derrocamiento instantáneo de los gobiernos. Así han sido, por ejemplo, las revoluciones de Brasil, Portugal, Turquía y China.

Contrariamente a lo que podría suponerse, los pueblos muy conservadores son adictos a las revoluciones más violentas. Siendo conservadores, no tienen la capacidad de evolucionar lentamente, o de adaptarse a las variaciones de su entorno, de modo que, cuando la discrepancia se hace demasiado extrema, resultan condenados a adaptarse de un modo súbito. Esta evolución repentina constituye una revolución.

Pueblos capaces de adaptarse progresivamente no siempre escapan a la revolución. Sólo por medio de la revolución fueron los ingleses de 1688 capaces de terminar con el conflicto que los había arrastrado por un siglo; un conflicto que enfrentó a la monarquía – que buscaba hacerse absoluta – y la nación – que reclamaba el derecho a gobernarse mediante sus representantes.

Las grandes revoluciones usualmente han comenzado por la cúspide, no por la base; pero, una vez que el pueblo se desencadena, es a éste que la revolución le debe su poder.

Es obvio que las revoluciones nunca han tenido lugar, y nunca tendrán lugar, excepto con la ayuda de una importante fracción del ejército. La realeza no desapareció de Francia el día en que Luis XVI fue guillotinado. Desapareció en el preciso instante en que sus tropas amotinadas rehusaron defenderlo.

Los ejércitos se desafectan más particularmente por contagio mental, siendo que en su fuero interno son bastante indiferentes al estado de cosas establecido. Ni bien una coalición de oficiales consiguió derrocar al gobierno turco, los oficiales griegos pensaron en imitarlos y cambiar su propio gobierno aún cuando no existía una analogía entre los dos regímenes.

Un movimiento militar puede derrocar a un gobierno – y en las repúblicas hispanas el gobierno muy rara vez es derrocado por otros medios – pero, si la revolución ha de producir grandes resultados, tendrá que estar siempre basada sobre el descontento general y sobre esperanzas generales.

A menos que sea universal y excesivo, el descontento por si mismo no es suficiente para producir una revolución. Es fácil conducir a un puñado de personas al saqueo, a la destrucción y a la masacre; pero producir el levantamiento de todo un pueblo – o de una gran proporción de ese pueblo – requiere la continua o repetida acción de dirigentes. Éstos exageran el descontento; persuaden a los disconformes de que el gobierno es la única causa de todos los males – especialmente de las penurias predominantes – y le aseguran a las personas que el nuevo sistema por ellos propuesto engendrará una era de felicidad. Estas ideas germinan propagándose por sugestión y contagio, con lo que finalmente llega el momento en que la revolución está madura.

La Revolución Cristiana y la Revolución Francesa se prepararon de esta forma. Que la segunda se completara en unos pocos años mientras que la primera requirió muchos, se debió al hecho de que la Revolución Francesa pronto tuvo una fuerza armada a su disposición mientras que el cristianismo tardó mucho en adquirir un poder material. Al principio, sus únicos adeptos fueron los marginados, los pobres y los esclavos, poseídos por el entusiasmo de la promesa de ver sus miserables vidas transformadas en una eternidad de dicha. Por un fenómeno de contagio desde la base, del cual la Historia nos suministra más de un ejemplo, la doctrina finalmente invadió los estratos superiores de la nación, pero pasó mucho tiempo hasta que un emperador considerara a la nueva fe lo suficientemente extendida como para convertirla en religión oficial.

4.)- Los resultados de las revoluciones políticas

Cuando triunfa un partido político, de un modo natural busca organizar a la sociedad según sus intereses. La organización será diferente de acuerdo a que la revolución haya sido llevada a cabo por los soldados, los radicalizados, los conservadores, etc.

Las nuevas leyes e instituciones dependerán de los intereses del partido triunfante y de las clases sociales que lo han asistido – el clero, por ejemplo.

Si la revolución ha triunfado sólo después de una violenta lucha – como fue el caso de la Revolución Francesa – los vencedores rechazarán de plano todo el arsenal de la antigua ley. Los partidarios del régimen caído serán perseguidos, exiliados o exterminados.

En estas persecuciones el máximo de violencia se produce cuando el partido triunfante está defendiendo un credo además de sus intereses materiales. En este caso, los conquistados no pueden esperar misericordia alguna. De este modo se explica la expulsión de los moros de España, los Autos de Fe de la Inquisición, las ejecuciones de la Convención, y las recientes leyes contra las congregaciones religiosas en Francia.

El poder absoluto asumido por los vencedores los lleva a veces a medidas extremas; como el decreto de la Convención ordenando el reemplazo del oro por papel, la venta de bienes a precios predeterminados, etc. Muy pronto este poder choca contra una pared de necesidades inevitables que vuelca a la opinión pública en contra de la tiranía para, finalmente, dejarla inerme ante un ataque – como sucedió al final de la Revolución Francesa. Lo mismo le sucedió recientemente a un gobierno ministerial socialista australiano compuesto casi exclusivamente de trabajadores. Promulgó leyes tan absurdas y concedió tantos privilegios a los sindicatos que la opinión pública se rebeló de una manera tan unánime que en tres meses terminó derrocado.

Pero los casos que hemos considerado son excepcionales. La mayoría de las revoluciones ha sido llevada a cabo para colocar en el poder a un nuevo soberano. Ahora bien, este soberano sabe muy bien que la primer condición para mantenerse en el poder reside en no favorecer de un modo demasiado exclusivo a una sola clase sino en tratar de conciliarlas a todas. Para lograrlo, establecerá algún tipo de equilibrio entre ellas de manera tal que él mismo no resulte dominado por ninguna. El permitir que una clase se vuelva predominante equivale a condenarse inmediatamente a aceptar dicha clase como amo. Esta ley es una de las más seguras de la psicología política. Los reyes de Francia la entendieron muy bien cuando lucharon tan enérgicamente contra las intrusiones de la nobleza primero y del clero después. Si no hubiesen procedido de ese modo su destino hubiera sido el mismo que el de los emperadores alemanes de la Edad Media quienes, excomulgados por el Papa, terminaron sojuzgados como Enrique IV en Canossa, siendo obligados a peregrinar y a solicitar humildemente el perdón de la Santa Sede.

Esta misma ley puede constatarse continuamente a lo largo del transcurso de la Historia. Cuando hacia fines del Imperio Romano la casta militar se volvió preponderante, los emperadores dependieron enteramente de sus soldados quienes los nombraban y deponían a voluntad.

Fue, por lo tanto, una gran ventaja para Francia el que haya estado gobernada por un monarca casi absoluto, poseedor de un poder que se suponía otorgado por derecho divino y rodeado, por lo tanto, de un considerable prestigio. Sin una autoridad así el rey no hubiera podido controlar ni a la nobleza feudal, ni al clero, ni a los parlamentos. Si Polonia, hacia finales del Siglo XVI, hubiera tenido también una monarquía absoluta y respetada, no habría descendido por la vía de la decadencia que la llevó a su desaparición del mapa de Europa.

Hemos mostrado en este capítulo cómo las revoluciones políticas pueden estar acompañadas de importantes transformaciones sociales. Pronto veremos cuan tenues son estas transformaciones comparadas con las producidas por las revoluciones religiosas.
-----------------------------------------------------------