domingo, 30 de junio de 2013

JOSÉ PABLO FEINMANN

Alcances y límites del concepto “la patria es el otro”

Tomado del diario Página 12 del día de la fecha

El tema del Otro refiere –en uno de los tantos abordajes de la cuestión– al pensamiento de Emmanuel Levinas. Se trata de una ética de la alteridad. En Hegel la alteridad es negación. “Toda determinación es negación” es uno de los conceptos centrales de una filosofía que interpreta lo Otro (usamos la mayúscula en la tradición de Levinas) como negación dialéctica, de esa negación surgirá el tercer momento de una historia sustancial, con decurso necesario, teleológica, que apunta a una superación final de las contradicciones. Levinas plantea una ética de la alteridad porque el Otro me es necesario para ser yo. No puedo ser yo sin el Otro. Está ahí su rostro y en ese rostro puedo ver que no existo solo y que el Otro no existe para negarme sino para completarme. Esta ética de la alteridad lleva hoy a una ética de la diferencia. Yo no soy yo. Existo en tanto diferencia. En un mundo en que todos son diferentes de mí y yo diferente de todos. Mi presencia no es una solidez autónoma que se inscribe en una historia lineal en la que encuentra su sentido en la medida en que se lo otorga. Toda presencia es diferencia. Soy diferencia de lo que yo no soy. No soy lo que lo otro es. Pero, al no ser mi presencia completud, totalidad autosuficiente, necesito del Otro, de su diferencia para establecer un yo, así como el Otro necesita de mí para ser él. Esta es la ética de la alteridad. Una ética en que la alteridad (el Otro) es fundamental, no como elemento antagónico, no como expresión de conflicto, sino como rostro en el que me espejo. Ese Otro soy, también, yo y sin él no podría serlo. Lo mismo le sucede al Otro en su relación conmigo. El pensamiento de Levinas debe instrumentarse en toda teoría de la violencia. Hace unos cuantos años, a raíz de un texto de Oscar del Barco, estalló un debate sobre el tema. Los materiales se recopilaron en un libro que llevó por nombre Sobre la responsabilidad. Levinas fue uno de los autores más citados. Si necesito al Otro para ser yo, ¿cómo habría de matarlo?

Dentro de este marco conceptual (Levinas es un autor bastante oscuro) se inscribe la frase que CFK lanzó recientemente: “La patria es el otro”. Lo que dice ese concepto es que resulta imposible edificar una democracia (o una patria democrática) sin una ética de la alteridad que haga del Otro lo presente en mí, completándome. Toda declaración sobre los derechos humanos, que defienda el derecho sustancial de la vida, desde la de las Naciones Unidas de 1948 hasta el discurso de Esteban Righi a la policía de junio de 1973, parte de la afirmación absoluta del respeto a la vida del Otro. Esta concepción fue derivándose hacia la exaltación de la diferencia. Al respeto por el diferente. En el sistema lingüístico de Ferdinand de Saussure todo elemento establece una diferencia con otro. Surge en tanto diferencia. Pero ningún elemento está completo en sí. Ninguno es presencia absoluta. Al ser cada uno diferencia de otro, en toda presencia hay una despresencia. Al requerir al diferente para completarme, el diferente es una despresencia que me señala la necesidad de pertenecer al sistema en tanto alteridad que requiere de las otras alteridades para buscar su plenitud. La patria es el otro significa, entonces, que necesito del otro para hacer la patria. Sin el otro no hay patria posible. Nadie puede creerse la patria. La patria es una urdimbre de otredades que se requieren las unas a las otras.

Estas ideas implican el esfuerzo tal vez más sólido para la creación de un mundo sin muertos, de una sociedad del respeto y del diálogo, una sociedad de la vida que erradique el odio y la muerte, que es su consecuencia. Surge como un deseo siempre irrealizable. La Declaración de 1948 a nadie frenó para hacer la guerra. El discurso de Righi sirvió para que se burlaran de él. No mejoró a la policía. La policía fue moldeada por Camps, no por el humanista Righi.

No bien CFK lanzó ese concepto en tanto consigna democrático-política se alzaron las voces previsibles. ¿Qué podía decir la derecha sino que ella era la que menos derecho tenía a decir esa frase? Que ella no respetaba la disidencia o lo diferente. ¿Cómo podría hacerlo un régimen autoritario, que negaba la propiedad privada y la libertad de prensa? (Sin olvidar la inevitable referencia a la corrupción.) Ya se sabe: quienes dicen esto son los que apoyaron a los sanguinarios gobiernos masacradores de la historia argentina, los que nunca llegaron democráticamente al poder. (¿Cuándo la derecha argentina impuso sus planes económicos por medio de la democracia? Nunca. Siempre fue primero la espada, después la economía. Siempre fue llegar al gobierno por medio del fraude o de la violencia.) Sin embargo, una Presidenta que llega al gobierno con un 54% de los votos recurre a la vertiente leviniana de la filosofía –que sus oponentes deben ignorar por completo– para proponer una democracia para todos, que no vea en el Otro al enemigo sino al que necesito para fundar un orden basado en la no violencia, en el respeto de las personas. La izquierda también previsiblemente habrá objetado: ¿cómo ver la patria en el otro si son los otros los que se la robaron y se la roban día a día? CFK decidió bajar el concepto a tierra y precisarlo: “La patria es el otro, es el que todavía no ha podido conseguir trabajo, o que consiguiéndolo no está registrado (...) la patria es el que todavía trabaja y lucha para tener su casa propia; la patria es el joven que no estudia porque tiene que trabajar para ayudar en su hogar; el otro es el que sufre adicciones, y que tenemos que rescatarlo; la patria es estas mujeres que han luchado 35 años pidiendo justicia; la patria es esos miles y miles de emprendedores”. Al afinar el concepto desde su opción política no pudo sino incluir los conflictos: la patria es el otro, pero no todos son el otro. Porque si la patria es el que no ha conseguido aún trabajo sabemos que otro, que se cree la patria, se lo niega o ha contribuido a empobrecer el país y eliminar la posibilidades del empleo para todos. Si la patria es el joven que no puede estudiar por verse obligado a contribuir en el sustento de su casa es porque otro, que también se cree la patria, le quitó su participación en la renta nacional, se la devoró. Y, en fin, si la patria es el otro y el otro son “esas mujeres que han luchado 35 años pidiendo justicia”, ¿cómo podrían ser el otro y construir una patria para todos con todos esos otros que asesinaron a sus hijos? “La patria es el otro” es una frase utópica y hermosa. Lo dijimos: es la única posibilidad de fundar una ética de la alteridad, de la vida, del respeto a los demás. Pero las que triunfan en la historia no son las utopías, sino las distopías. No sé si la Presidenta cree que el Otro es el que le grita libremente en las calles de su Gobierno –al que acusan de autoritario y protonazi– “yegua, puta y montonera”. Pero ese otro no busca completar a nadie ni hacer una patria para todos. Busca una patria para pocos y ni siquiera piensa en la palabra patria. Piensa en sus intereses particulares: que no le toquen los dólares, por ejemplo. Además, en un mundo globalizado en que las estrategias de la derechas nacionales se diseñan en el imperio y se comunican por medio de las embajadas, ¿dónde está la patria? La patria sería nuestra Suramérica, agredida por el poder mediático extraterritorial, que apela a la mentira, al escarnio. ¿Qué puede un neogandhismo contra un poder globalizado, colonialista y bélico? El otro, el otro que quiere la patria para él y para sus socios, ni siquiera decide y actúa desde la patria. Para ellos, la patria ha muerto. Es un concepto arcaico. Pertenece al cajón de trastos usados de los populismos nacionalistas. Ya no hay patria. Hay intereses globalizados.

Sin embargo, no es aconsejable seguir la metodología de los que ven en la diferencia una alteridad bélica, una lógica del enfrentamiento y no el respeto para construir un espacio común que nos incluya a todos en la diversidad, pero en el compartido respeto por la vida y los intereses de las mayorías. Esa metodología nos llevaría a ser como ellos. Creo en esa ética que propone Levinas porque nos invita a huir de la muerte. Pero no pretendo que todos crean en ella. Vivimos y viviremos largamente aún en un sistema que –como Gordon Gekko en Wall Street II, film de Oliver Stone– propone: Greed is good (La codicia es buena.) Esta frase se inspira en una que dijo un agente de bolsa en la Escuela de Negocios de la UC Berkeley, en mayo de 1986, cuando el capitalismo se desbocaba hacia la crudeza neoliberal. Fue un tipo importante durante la década del ’80 y se supone que inspiró al personaje de Gordon Gekko, sobre todo por esa charla que dio. Se llama Ivan Boesky y dijo: “No hay mal en la codicia. Sepan esto: creo que la codicia es sana. Uno puede ser codicioso y vivir en paz con sí mismo”. ¿Qué tiene que ver un predicador de la codicia con una ética de la alteridad? Para el codicioso, el Otro, no sólo no es la patria, sino que es un obstáculo a eliminar si no se le somete. La sorpresa y el odio de los poderes fácticos de la Argentina ante el gobierno de CFK es que no se le someta. Esto se inicia cuando Néstor Kirchner rechazó el pliego de condiciones de José Claudio Escribano. Ese no sometimiento despertó el odio del establishment. Ese odio fue creciendo con todo lo que vino después. Insuficiente para la izquierda, como siempre. Excesivo e insultante para la derecha, como siempre. Habrá, pese a todo, que insistir con la frase: “La patria es el otro”. Porque es nueva. Porque nunca se propuso en este país. Pero no será aconsejable olvidar que ellos, el poder, el establishment, los monopolios, jamás pensarán que la patria son los otros. Sino que pensarán lo que siempre pensaron: que son ellos, solamente y nadie más que ellos.
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miércoles, 26 de junio de 2013

lunes, 24 de junio de 2013

NÉSTOR KIRCHNER (junio 2003)

Y diez años después...

Mensaje al país del Presidente Néstor Kirchner el 5 de junio de 2003 desde Casa Rosada.

Ciudadanos y ciudadanas de la Argentina: he manifestado que en ejercicio del cargo de Presidente de la Nación Argentina enfrentaría públicamente cualquier forma de presión, maniobra de negociación espuria o de pacto que buscara imponérseme a espaldas del pueblo o en contra de la voluntad de cambio expresada en las urnas en las pasadas elecciones.

Nos planteamos construir prácticas colectivas de cooperación que nos permitan avanzar hacia lo nuevo. Por mandato popular, por comprensión histórica y decisión política estamos ante la oportunidad de un cambio cultural y moral profundo. Queremos poner fin a un modo de gestionar el Estado y a una manera de hacer política. El cambio no debe sólo reducirse a lo funcional, debe ser conceptual.

Entendemos que la gobernabilidad no puede ni debe ser sinónimo de acuerdos oscuros, manipulaciones políticas o pactos a espaldas de la sociedad. Hemos asumido un fuerte compromiso para lograr incrementar la calidad institucional, para reconciliar a las instituciones con la sociedad.

En el día de ayer y con asombro hemos escuchado y contemplado las impropias afirmaciones hechas a la prensa por el señor presidente de la Corte Suprema de la Justicia de la Nación, doctor Julio Nazareno. Impropias del cargo que ostenta, por lo que dicen, impropias del cargo que ostenta por lo que sugieren, impropias del cargo que ostenta por la presión que tratan de esconder. Es el pasado que se resiste a conjugar el verbo cambiar que el futuro demanda, acostumbrado como está a un constante toma y daca para subsistir y lograr sus objetivos a costa de la calidad institucional.

Es el pasado que no entiende lo nuevo, que se resiste a encarar cambios, no entiende que no estamos dispuestos a negociar el resultado de cuestiones que la Suprema Corte de Justicia de la Nación tiene que resolver y que largamente exceden las cuestiones económicas que se explicitan para confundir a los ciudadanos.

Es escandaloso y constituye el más grande agravio a la seguridad jurídica, el sólo hecho de que algunos especulen con tomar de rehén a la gobernabilidad para la obtención de ventajas o garantías personales o institucionales.

No se trata de problemas de adicción o adhesión de un Tribunal a uno u otro gobierno; es una cuestión de seriedad y calidad institucional. Es que existe la obligación de ofrecer a la ciudadanía un servicio de justicia que garantice los derechos de cada ciudadano y, al mismo tiempo, de la sociedad toda.

Para concretar el sueño colectivo de cambio institucional profundo, para que se instale definitivamente en la Argentina una nueva práctica política ante tentativas de presiones o sugerencias de este tipo, es que necesitamos de la ayuda del conjunto.

La ayuda del conjunto de la ciudadanía que como nosotros asiste horrorizada a la reiteración periódica o cíclica de este tipo de actitudes reprochables; la ayuda de las instituciones que con premura deben hacer valer sus facultades constitucionales para concretar los cambios que la ciudadanía reclama. Así como nosotros estamos dispuestos a asumir todas las responsabilidades de nuestro cargo, seguidos al rol que la Constitución de la Nación Argentina nos confiere, pedimos con toda humildad, pero con coraje y firmeza, que los señores legisladores y el honorable Congreso de la Nación, haciéndose cargo de su importante y fundamental rol institucional marquen el hito hacia la nueva Argentina que queremos, preservando a las instituciones de los hombres que no están a la altura de las circunstancias.

El aporte a la calidad institucional que pedimos como ayuda es la instrumentación urgente de los remedios al mal que enfrentamos. Son los remedios de la Constitución. No queremos nada fuera de la ley. Es la puesta en marcha de los mecanismos que permitan cuidar a la Corte Suprema de Justicia como institución de la Nación, de alguno o algunos de sus miembros; la triste y célebre “mayoría automática”, que con su accionar afecta seriamente su prestigio y la posibilidad de que contemos con una justicia independiente y digna. Reclamamos que cada uno ejerza con responsabilidad el rol institucional que le compete.

Separar a uno o varios miembros de la Corte Suprema no es tarea que pueda concretar el Poder Ejecutivo. No es nuestro deseo contar con una Corte adicta, queremos una Corte Suprema que sume calidad institucional y la actual dista demasiado de hacerlo.

Los cambios profundos no serán producto de la acción individual, ni fruto de pases mágicos o jugadas salvadoras. Por eso llamo a la responsabilidad del conjunto y sobre todo a la responsabilidad de los que tenemos roles institucionales que cumplir.

Dios quiera que las instituciones estén a la altura de las demandas que la sociedad y la historia imponen en esta hora. Sin perjuicio de ello y tal y como lo sostuvimos en nuestro mensaje del 25 de Mayo estamos dispuestos a construir junto al pueblo y en el marco del ejercicio de su soberanía la legitimidad de las instituciones. Muchas gracias, pasen ustedes y sus familias muy buenas noches.
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viernes, 21 de junio de 2013

LUIS BRUSCHTEIN

“Aguantar lo que venga”

Tomado del diario Página 12 del día de la fecha.

“Estoy dispuesta a aguantar lo que venga”, fue una frase que pivoteó entre el escenario y el público que estaba en Rosario y el que seguía el acto por televisión. La frase condensa una idea que seguramente será el eje de esta campaña y de la próxima. La Presidenta está diciendo que confronta con poderes corporativos que obstaculizan la democracia. En su relato histórico, esos poderes o similares fueron los que se opusieron en cada momento al progreso, a la democratización, a la Justicia.

Habló de Belgrano y desde él enumeró a los próceres hasta llegar a Yrigoyen y Perón. A partir del siglo XX, el movimiento nacional y popular aparece como el protagonista de los cambios progresivos y populares que fueron conformando la Argentina actual. Pero al mismo tiempo ese movimiento constituye el blanco de los ataques corporativos que se resisten a ese progreso.

En la frase que se señala al comienzo, la Presidenta está diciendo que va a resistir, que el movimiento nacional y popular resiste a una ofensiva. Como telón de fondo está el fallo de la Corte que acaba de declarar inconstitucional la elección popular de consejeros de la Magistratura. Y como telón de fondo de ese fallo de la Corte, está otro fallo inminente sobre la ley de medios. En realidad ese fallo vendría a ser la madre del borrego, porque el malestar en la Justicia eclosiona a partir de una cautelar que detuvo más de tres años una ley que fue aprobada en el Congreso, después de una extendida discusión en la sociedad y en el Parlamento. Una ley que no sólo fue votada por el oficialismo, sino que también tuvo el voto de varios sectores de la oposición. Y una ley cuya postergación o eventual rechazo favorece y favorecería a una gran corporación multimediática.

De todos modos, el escenario que plantea la Presidenta y el kirchnerismo en general para las elecciones es opuesto al de “Ella o vos” del denarvaísmo. El kirchnerismo dice “vos sos ella”. “Ella” es ahora la presidenta Cristina Fernández y mañana genéricamente será el movimiento nacional y popular. Está diciendo que todo lo que se consiguió se puede perder. Para mantener trabajo, Asignación Universal por Hijo, jubilaciones móviles, planes de vivienda, entrega de netbooks en las escuelas, matrimonio igualitario, YPF y todos los beneficios que se han obtenido estos años, hay que fortalecer a la Presidenta ante los embates que se vienen.

Lo que la Presidenta anuncia no está lejos de la verdad en cuanto a que la ofensiva para debilitar al Gobierno arreciará después de las elecciones de medio término. Son estrategias previsibles de la oposición y de los intereses que se oponen al Gobierno. Cuanto menos votos obtenga el oficialismo, más vulnerable será frente a estos ataques. La oposición ha criticado todo. El oficialismo dice entonces para la Victoria, el peronismo, el movimiento nacional y popular, como se le llame, sale debilitado en estas elecciones y si llegase a perder las de 2015, entonces se perderán todos los beneficios económicos, sociales y culturales que se han alcanzado.

La oposición forzó y sacó de contexto frases provenientes del kirchnerismo y le asignó una consigna que usa como cuco electoral: “Vienen por todo”. La Presidenta dijo lo mismo de la oposición. “Todo lo que se logró está en peligro.” Dijo que va a “aguantar” y quedó implícito el llamado a toda la sociedad para que la sostenga en ese aguante. Es una convocatoria en general, pero también para estas elecciones.

Son dos ejes. Por un lado, el discurso presidencial quiere dejar en claro que el Gobierno tiene la bandera de la democracia, de avanzar sobre los bolsones de autoritarismo que han ido quedando en un país como la Argentina que tiene una larga tradición autoritaria y represiva.

El otro eje es defender lo que se consiguió. Es una consigna que se apoya en lo caminado por la misma oposición. Hay un núcleo duro opositor, muy fogoneado por los grandes medios de comunicación, que exige oponerse a todo lo que venga del oficialismo. No discierne. Cualquier cosa que se apoye, fortalecerá al Gobierno. Esa presión por oponerse a todo arrastra, la mayoría de las veces, a toda la oposición. La sociedad percibe esta actitud como un rasgo sobresaliente de la oposición. Y sobre esa percepción, la Presidenta lanza su convocatoria: ha llegado la hora de que los que se beneficiaron con trabajo, jubilación, asignaciones, viviendas, educación, justicia y demás logros defiendan lo que obtuvieron. El escenario planteado es que esos logros, que siempre han sido negados o relativizados por la oposición, ahora están en peligro real si gana la oposición y la última palabra, el hecho decisivo, estará en las urnas de agosto, en las de octubre y en las del 2015.
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domingo, 16 de junio de 2013

EN EL DÍA DEL PADRE...

A todos los padres que fueron torturados, muertos y desaparecidos durante la feroz represión de las fuerzas armadas que, para imponer un plan económico propuesto por la corporación económica, nos sumió en el horror. 
Mi homenaje en este día. 

ALLANARON LA ISLA DEL TIGRE QUE ERA PROPIEDAD DEL ARZOBISPADO DE BUENOS AIRES DONDE LA MARINA LLEVO A LOS SECUESTRADOS DE LA ESMA EN 1979

Los sonidos del Silencio

Como si los años no hubieran pasado, los sobrevivientes reconocieron muebles, una cocina y un pequeño cuarto debajo de una de las casas, donde los desaparecidos estuvieron encerrados durante más de un mes. El lugar fue vendido en 1979 por la Iglesia a los represores de la ESMA, que firmaron la escritura con un documento falso a nombre de uno de sus secuestrados.

Tomado del diario Página 12 del día de la fecha


“El lugar está como estaba, lo único diferente es la vegetación que ahora ocupa una gran parte. Las casas están muy deterioradas porque no se les hizo nada. Lo que desapareció fue el muelle, no está. Quedan los restos. Pero la sensación es terrible, es como entrar a la ESMA.” Carlos Lordkipanidse es uno de los sobrevivientes de la Escuela de Mecánica de la Armada que volvió a El Silencio. La isla del Arzobispado de Buenos Aires donde los marinos montaron un centro clandestino en 1979 para esconder a los prisioneros durante la inspección de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) acaba de ser allanado, por primera vez, por la Justicia. El juzgado de Sergio Torres impulsó la medida pedida por los sobrevivientes. Todos los que estuvieron ahí salieron conmocionados porque la isla permanece igual a como era, congelada en el tiempo. Encontraron objetos que los sobrevivientes mencionaron durante treinta y cuatro años: una cocina económica de hierro que ahora está tirada en una habitación; la piedra de afilar con la que los obligaban a pulir los machetes para cortar los árboles; muebles y hasta el chasis de un buggy con el que las guardias controlaron la seguridad.

Víctor Basterra dijo en su última declaración del juicio oral que jamás había vuelto a la isla. Estuvo más de treinta días encerrado en una celda de cemento diminuta, armada abajo de palotes de lo que es “la casa chica”, una de las dos construcciones. En ese encierro y sobre el piso que aún tiene el barro húmedo, permanecieron los “capuchas”, un grupo de unos quince prisioneros. Uno de sus compañeros el jueves lo vio abrir la puerta de ese sótano y transportarse en el tiempo. “Me pregunto cuál era el objetivo de estos tipos, de escatimarnos la mirada, de disciplinar, de provocar dolor, ¿habrán encontrado cierto placer en hacer daño? –dice– En habernos metido en un lugar como ese que es realmente una cueva un mes y algo. Amontonados unos al lado de otro, los guardias no querían entrar por el olor espantoso de los cuerpos, de las enfermedades. Estábamos descompuestos, no teníamos agua potable. Los guardias abrían la puerta, miraban y se iban medio tapándose la nariz, o entraban con una pistola, decían alguna cosa y gatillaban en seco y nosotros estábamos todos ahí, esposados, con capucha, débiles. Estuvimos mejor comidos gracias a que dos compañeras (Blanca García Alonso de Firpo) y la tía Thelma (Jara de Cabezas) cocinaron unos churrascos hermosos. A mí después de eso me agarró una crisis porque cuando regresamos a la ESMA nos siguieron dando lo de antes, que era el ‘bife naval’, que no tenía olor a nada, no tenía gusto a nada y en mis delirios se me ocurrió que podía ser carne de compañeros, una de las locuras que producía esa situación de miseria.”

Enrique “Cachito” Fukman estuvo alojado en la “casa grande” con el Sueco Lordkipanidse, entre el grupo de prisioneros que sirvió de mano de obra esclava para trabajos de corte de álamos y de formio, que eran las hojas que las sogas de los barcos. “Hubo algo bastante interesante en el recorrido que hicimos”, dice Fukman arriba de la lancha que lentamente en el agua densa lo devuelve a este lado del mundo. “Nosotros íbamos haciendo el relato de las cosas que habían pasado en cada lugar y cuando la gente del juzgado avanzaba encontraba lo que acabábamos de decirles. Por ejemplo, dijimos que en la cocina había una cocina económica que ahora no estaba, pero cuando entramos al dormitorio encontramos la cocina tirada en el piso. Un compañero que había estado chupado dijo que lo habían llevado antes para hacer refacciones y que había un buggy. Otros dijeron: tiene que estar en tal lugar y ahí estaba el buggy. Y así, cada cosa. Las casas en las islas están levantadas con palos, pero a los ‘capuchas’, acá, los encerraron en la parte de abajo de una casa. Y dicho y hecho: la parte de abajo que nosotros decíamos que estaba cerrada la encontramos así. O dijimos que nos habían hecho armar tanques de agua con filtros y entre medio de la maleza aparecieron esos tanques tirados. Se fue demostrando que el resultado de años y de años de lo que vinimos diciendo, eso que muchas veces dijimos, que lo contamos, finalmente está plasmado como realidad.”

A nivel probatorio, la medida resultó “de mucha trascendencia”, según indicaron fuentes judiciales. “La casa tiene exactamente las mismas condiciones que tenía: están las dos casas, no tuvieron ningún cambio: la misma cocina, los mismos muebles que se usaron. Las otras casas del Tigre por abajo tienen palotes, pero a la llamada ‘casa chica’ de este lugar la cerraron con ladrillo y cemento. Abajo, la casa es como un sótano bajito, de barro, ahí estuvieron los prisioneros durante un mes. La existencia de un cerramiento así no tiene una función lógica en el Delta salvo para esto. Está el piso húmedo, cada vez que hay sudestada lo mueve, es siniestro. De los lugares que recorrimos y que fueron centros clandestinos nos parece que es el más tremendo. Pusieron a personas en un lugar donde sólo entran agachadas, con el piso de barro, en un cuarto de siete metros cuadrados, donde no había baño. Como tomaban agua del río nos decían que los de la Armada no podían acercarse a darles de comer por el olor que había. Les pasaban un plato de comida por la puerta y nada más. Era una jaula, una situación tremenda.”

“Hoy pudimos andar con libertad, en ese momento no”, dijo Basterra más tarde a Oral y Público, el programa de radio del IEM. “Era una isla blindada, armada, había tres brigadas de guardias, es decir 25 o 30 efectivos del GT, además de los oficiales y suboficiales con rango superior, guardianes crueles, bastantes numerosos, pero hoy la gente era toda delicadeza y cordialidad.”

Cuentas pendientes

En marzo de este año, cuando le tocó declarar en el juicio oral por la megacausa ESMA, Lordkipanidse pidió el allanamiento. Fue el primer testigo del juicio y con eso marcó una agenda de cuentas pendientes. Mostró a los jueces un puñado de fotos y les dijo que les habían “llegado noticias de que la casa iba a cambiar de manos”. Pidió además una investigación sobre los propietarios. El pedido fue reimpulsado en ese mismo día por fiscales y querellas.

En su libro El Silencio, el periodista Horacio Verbitsky había contado la historia del lugar. “Nos pareció siempre medio ridículo que se habían ya hecho inspecciones oculares en todos los lugares que tenían relación con la ESMA y no en esta villa del Silencio.”

Desde aquella audiencia a esta parte, el juzgado de Torres pidió el historial de propietarios al Registro de la Propiedad y a ARBA de la provincia de Buenos Aires. El allanamiento se ordenó mientras se aguardan esas respuestas.

La isla está ubicada a unas dos horas, dos horas y media o aún más de Buenos Aires de acuerdo con el tipo de la lancha. El predio está en un nudo de canales, sobre el Chañá-Mini y a unos 900 metros del cruce con el Paraná-Mini. El cruce aún conserva una sede de Prefectura que recuerdan los sobrevivientes trasladados sin tabiques. Hacia 1979, frente al cruce y ya sobre el arroyo, había una almacén del que ahora quedan los restos. En la entrada al predio ya no está el muelle con el cartel El Silencio. Y en el interior de la isla continúan estando las dos construcciones que había: la “casa grande” y la “casa chica” hasta pintadas con la misma pintura, ahora deteriorada. La “casa grande”, muy clásica del Delta, tiene cinco habitaciones, dos comedores, dos baños y galería. Ahí alojaron a los prisioneros destabicados y usados como mano de obra esclava para desmontes, tala de álamos y de formia. Ellos dormían en tres habitaciones, según recuerda Lordkipanidse. En otra, dormían los represores, en general oficiales y suboficiales. La “casa chica” estaba separada por un pequeño arroyo; en la parte de abajo pusieron a otros secuestrados, la mayoría hoy desaparecidos, entre ellos estaba el grupo Villaflor y Basterra. Arriba dormían los guardias.

En términos políticos, el lugar condensa la relación entre Iglesia y dictadura. En 2005, Verbitsky publicó en su libro los detalles de cómo se hizo la trasferencia del predio. El lugar era del Arzobispado de Buenos Aires. Ahí celebraban la graduación los seminaristas y descansaba el cardenal Juan Aramburu los fines de semana. Entre enero y febrero de 1979 –es decir, mientras se preparaba todo para disimular las condiciones de secuestro de los detenidos desaparecidos ante la visita de la CIDH– el secretario del vicariato castrense Emilio Grasselli vendió el predio al GT3.3.2. Los marinos firmaron la escritura con un documento falso a nombre de uno de sus secuestrados. Según esos datos, una vez usado, los marinos volvieron a vender el predio en 1980. Es extraño cómo todo permaneció en el mismo lugar.

La inspección

En la inspección estuvo el secretario del juzgado Pablo Yadarola y los fiscales Guillermo Friele y Mercedes Soiza Reilly. También participaron querellantes, entre ellos, Patricia Walsh, con lápiz y papel y anotando descripciones de la casa, y Ana María Careaga. Y seis sobrevivientes: Basterra, Lordkipanidse, Fukman, Roberto Barreiro, Leonardo “Bichi” Martínez y Angel “Taita” Strazzeri. En el lugar los recibió un baqueano, un hombre que vive en condiciones muy humildes, en la parte de arriba de la “casa chica”. Al parecer, hace más de cuarenta años que está en la zona y, según dijo, lleva unos diez años al cuidado de ese lugar. De acuerdo con lo que él transmitió, el predio estaría desde hace un año en manos de un nuevo dueño. Esa persona, de nombre Angel Espinoza, aparentemente va algún fin de semana. El único lugar que tiene signos de estar habitado es un cuarto de la casa grande, donde hay una cama con colchón en estado de uso. Hay una heladera en funcionamiento. Y saltos a lo largo del tiempo que dan cuenta del modo de uso del espacio, marcado, por ejemplo, por la presencia de un calendario del año 2008.

En términos de prueba, uno de los aportes clave lo hizo Bichi Martínez. Es uno de los sobrevivientes tal vez menos conocidos de la ESMA. Volvió al centro clandestino por primera vez hace una semana, estuvo secuestrado entre 1977 y 1980, lo trasladaron a la isla antes que al resto y luego de forzarlo a trabajar lo liberaron desde ese lugar. A través de su relato, los fiscales determinaron, por ejemplo, que hubo por lo menos tres grupos distintos de prisioneros y que fueron desplazados hasta la isla en distintos períodos.

“Martínez pertenecía al grupo de cautivos que en la ESMA era obligado a mejorar las casas de los prisioneros que luego se reutilizaban o se vendían. O los mandaban a hacer mantenimiento y refacciones en la ESMA”, indican Soiza Reilly y Friele. “Como parte de ese grupo trasladaron a la isla a Bichi Martínez y a Alfredo Ayala. Martínez contó que el personal del GT lo llevó para ambientar el lugar y preparar las condiciones del sitio como para que los cautivos hagan trabajo esclavo, con los troncos y demás cosas. Para eso trasladaron a la isla algunos enseres. Entre ellos, un tractor. Para hacer seguridad en la zona tenían un buggy. Este es el buggy que apareció. Está el chasis sin motor. Esto demuestra para nosotros la doble misión que tuvo este lugar: esconder a los cautivos de la CIDH y por el otro lado, mantener el trabajo esclavo de determinado grupo de cautivos.” Esta hipótesis se ve reforzada por otro dato que agregó Basterra: según las cuentas, Bichi Martínez, por ejemplo, siguió obligado a trabajar en este lugar aun después del regreso de los prisioneros a la ESMA.

El segundo grupo que llegó fue el de los prisioneros destinados a la “casa grande”, entre ellos Fukman y Lordkipanidse. Cuando vieron la piedra redonda se dieron cuenta de que era la misma que usaban para afilar los machetes “porque nos mandaban a cosechar el formio, una planta de un metro de donde se saca el yute para soga de barcos”. En aquel momento, la piedra estaba abajo de la casa grande, entre los palotes que la sostienen. Ahora la encontraron adentro.

Al final, llevaron a los “capuchas”. Según el relato que hizo Basterra en el juicio ESMA, ese ingreso se habría producido entre el 3 o 4 de septiembre de 1979. “Fuimos llevados bastante brutalmente por un grupo de sujetos donde se olía mucho alcohol, esposados y engrillados y con la capucha puesta, tomando distancia del compañero que uno tenía adelante. Nos llevaron a un lugar donde el agua se notaba cercana. Había diálogo entre estos secuestradores que por ejemplo decían: ‘Mirá la vieja ésa se asoma por la ventana’. ‘¡Dejá que le tiro!’, decía uno. Y otro le decía: ‘Ahora no, que va a haber mucho ruido’. Se ve que era una lancha pequeña, descapotable, porque le tiraron una lona encima. Estábamos muy apiñados entre nosotros, yo tenía cuidado porque había sido lastimado por uno de los guardias en la columna. Cuando nos suben a un vehículo, lo que se comentó era que la salida era de la Apostadora Naval de San Fernando, yo pensé que nos esperaba un tiro en la nuca.”

sábado, 15 de junio de 2013

SANDRA RUSSO

Florence y Dorothea

Tomado del diario Página 12 del día de la fecha

Florence Owens Thompson nunca llegó a decirle su nombre a la fotógrafa Dorothea Lange. Corría 1936. Lange y su segundo marido, el economista de Berkeley Paul Schuster Taylor, trabajaban para una oficina creada por el presidente Franklin Delano Roosevelt: la Oficina de Administración de Seguridad Agraria. Ya iban dándole forma a lo que sería su célebre obra en común, Un éxodo americano. Un record de erosión humana. Los textos pertenecen a Taylor y las fotos a Lange. Así trabajaban. Así se habían ena-morado. El le había cambiado la vida a ella, sacándola del estudio y llevándola a los campos. Y ella tomó las fotografías que se convertirían en iconos de La Gran Depresión, entre ellas la más difundida, Madre migrante. Florence Owens Thompson, la madre retratada, tenía 32 años y siete hijos cuando el auto que llevaba a Lange y a Schuster Taylor pasó por el campamento en el que esa madre estaba refugiada con sus hijos hambrientos.

En la foto, Florence mira el horizonte, esquiva la cámara, mientras dos de sus hijas, con sus melenitas carré sucias y despeinadas, hunden sus caras en los hombros de su madre, una de cada lado, en una composición que comunica lo que estaba pasando alrededor: todo era polvo y viento y hambre y camino hacia el oeste. Estaban escapando de las llanuras, junto a otros cientos de miles de campesinos y granjeros acorralados por la crisis del ’30 y el Dust Bowl, una histórica tormenta que duró meses y que arrasó miles de kilómetros con todo lo que había en ellos. Sólo quedaban cuerpos migrantes luchando contra el viento y avanzando hacia el oeste. Fue en el campo de Nipomo, California, cuando Lange, al volante del auto en el que iba con su marido, decidió pegar la vuelta y visitar esa tienda.

“Vi y me acerqué a la madre, famélica y desesperada, atraída como un imán. No recuerdo cómo expliqué mi presencia o mi cámara, pero sí recuerdo que no me hizo preguntas. No le pedí su nombre o su historia. Ella me dijo su edad, que tenía 32 años. Me dijo que habían vivido de vegetales fríos de los alrededores, y de pájaros que los niños mataban. Acababan de vender las llantas de su auto para comprar alimentos. Ahí estaba sentada, reposando en la tienda con sus niños abrazados a ella, y parecía saber que mi fotografía podría ayudarla. Había una cierta equidad en esto”, dijo muchos años después Dorothea Lange, aunque Madre migrante causó tal revuelo en todo el mundo, especialmente en Estados Unidos, que otros rastrearon después quién era esa mujer altiva en su desgracia, ajada por el viento, soportando con la columna vertebral el hambre de sus hijas. Era Florence, que salió a la luz.

Dorothea, por su parte, que pasó a la historia como una de las grandes fundadoras del fotoperiodismo, precisamente por su obra sobre los campesinos y granjeros del Medio Oeste a los que la hambruna de los ’30 empujaba hacia el Oeste, no incluyó en su libro con Taylor la foto de Florence. Se había popularizado mucho. Se había, de alguna manera, estetizado. La obra que ambos hicieron, contratados por el gobierno de Roosevelt, viajando, documentando y describiendo durante seis años la extrema pobreza rural de campesinos e inmigrantes, había revelado un tipo de indigencia que los Estados Unidos no sabían que existía en su propio territorio. Era parte de la contradicción del capitalismo de entonces, que Roosevelt quería enderezar con un nuevo tipo de Estado, desconocido hasta el momento. Los granjeros estaban siendo perjudicados no sólo por la baja en un 60 por ciento del precio de la producción agraria, sino también por las nuevas tecnologías, que demandaban menos mano de obra, y por el corrimiento de las fronteras de los cultivos, debido a la sequía. El impacto de las fotos fue muy fuerte. Era más fácil no hacerse cargo de lo que no se veía. Hubo una sinergia histórica, podría decirse: ya era bueno que una oficina gubernamental, precisamente, encargara semejante documento, para dejar un testimonio de esa hambruna que más de un gobierno hubiese preferido ocultar. Pero además de encargárselo a un economista de la Universidad de California con prestigio ya ganado, como era Schuster Taylor, quiso el azar que la esposa del economista no fuera una simple señora que sacaba fotos, sino Dorothea Lange.

Dorothea no había tenido una vida sencilla. Una poliomielitis la marcó de por vida y le provocó dolores muy fuertes durante mucho tiempo. Su padre había abandonado el hogar. Ella abandonó el apellido paterno, Nutzhorn, para dejarse Lange, el de su madre. Apenas entrado el siglo quiso estudiar fotografía. Era raro, pero pudo. Lo hizo en el estudio de Clarence White, en Nueva York, una celebridad de las fotos sociales y los retratos. Unos años más tarde ella montó su propio estudio, muy joven, en San Francisco. Tuvo éxito repentino. Se había casado con el pintor Maynard Dixon, que tiene su propia historia. Pero en 1935 conoció a Schuster Taylor y también conoció el mundo en el que él se movía. Era un académico, pero hacía años que recorría los extensos territorios de granjeros quebrados, deprimidos y migrantes. Ella se divorció de Dixon y se fue con Taylor, cerró su estudio y comenzó a registrar con su cámara las imágenes más desoladoras de la Gran Depresión, esquivando permanentemente el golpe bajo. Lange supo mirar para documentar una realidad que hablaba por sí misma, sin necesidad de un autor. En sus fotos hay –o en todo caso es su arte el que crea esa ilusión– más del retratado que del fotógrafo. Uno mira y le agradece a Lange haber estado ahí.

Con ese trabajo ambos cobraron notoriedad y prestigio, pero volvieron a desa-fiar lo invisible, haciéndolo visible, en 1941, también por encargo oficial, con otro documento extraordinario. Entre 1942 y 1944, durante la Segunda Guerra, Dorothea y su marido documentaron el trato que les dieron los Estados Unidos a los nisei, los ciudadanos estadounidenses de origen japonés, después del ataque a Pearl Harbor. Más de 120.000 personas, hombres, mujeres, niños, fueron confinados durante esos años a campos de prisioneros dentro del territorio de Estados Unidos. Las imágenes son pavorosas y se mantuvieron en secreto durante décadas.

En cuanto a la Madre migrante, hace poco tiempo una de las niñitas hijas de Florence, que en la foto hunde la cara en el hombro de su madre, dio una entrevista. Con más de 70 años, Katherine McIntosh mostró algunas otras fotos familiares posteriores a la Gran Depresión. En ellas se ve a Florence y a su familia ya repuestas de la calamidad, bien vestidas y sonrientes en un cumpleaños. El periodista que la entrevistó le preguntó qué mensaje le daría hoy ella al presidente Barack Obama. Katherine, icono norteamericano al fin, como su madre, mucama toda su vida, respondió: “Le diría que siempre gobierne pensando en la clase media”.
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jueves, 13 de junio de 2013

GEORGES POLITZER

PRINCIPIOS ELEMENTALES DE FILOSOFÍA

CAPITULO PRIMERO

EL PROBLEMA FUNDAMENTAL DE LA FILOSOFÍA

I. ¿COMO DEBEMOS COMENZAR EL ESTUDIO DE LA FILOSOFÍA?

En nuestra introducción hemos dicho en varias ocasiones que la filosofía del materialismo dialéctico es la base del marxismo.
El fin que nos proponemos es el estudio de esta filosofía. Pero para llegar a ese fin, necesitamos avanzar por etapas.
Cuando hablamos del materialismo dialéctico, tenemos ante nosotros dos palabras: materialismo y dialéctico, lo que quiere decir que el materialismo es dialéctico. Sabemos que antes de Marx y Engels el materialismo ya existía, pero que son ellos los que, con ayuda de los descubrimientos del siglo XIX, han trasformado ese materialismo y han creado el materialismo “dialéctico”.
Luego examinaremos el sentido de la palabra “dialéctico”, que designa la forma moderna del materialismo.
Pero puesto que, antes de Marx y Engels, ha habido filósofos materialistas (por ejemplo, Diderot en el siglo XVIII), y puesto que hay puntos comunes a todos los materialistas, necesitamos por consiguiente, estudiar la historia del materialismo antes de abordar el materialismo dialéctico. Necesitamos conocer igualmente cuáles son las concepciones que se oponen al materialismo.

II. DOS MANERAS DE EXPLICAR EL MUNDO

Hemos visto que la filosofía es “el estudio de los problemas más generales” y que tiene por objetivo explicar el mundo, la naturaleza, el hombre.
Si abrimos un manual de filosofía burguesa, quedamos azorados por la cantidad de filosofías diversas que ahí se encuentran. Son designadas por múltiples palabras más o menos complicadas y que terminan en “ismo”: el criticismo, el evolucionismo, el intelectualismo, etc., y esta multitud crea la confusión. Por otra parte, la burguesía nada ha hecho para aclarar la situación, sino todo lo contrario. Pero nosotros ya podemos analizar todos esos sistemas y distinguir dos grandes corrientes, dos concepciones netamenteopuestas:

a) La concepción científica.
b) La concepción no científica del mundo.

III. LA MATERIA Y EL ESPÍRITU

Cuando los filósofos emprendieron la tarea de explicar las cosas del, mundo, de la naturaleza, del hombre, y en fin, todo lo que nos rodea, sintieron la necesidad de establecer distinciones. Nosotros mismos comprobamos que hay cosas, objetos, que son materiales, que vemos y tocamos. Además, otras cosas que no vemos y que no podemos tocar ni medir, como nuestras ideas.
Por consiguiente, clasificamos las cosas así: por una parte, olas que son materiales; por otra parte, las que no son materiales y que corresponden al dominio del espíritu, del pensamiento, de las ideas.
Es así que los filósofos se han encontrado en presencia de la materia y del espíritu.

IV. ¿QUÉ ES LA MATERIA? ¿QUÉ ES EL ESPÍRITU?

Acabamos de ver de manera general cómo el hombre ha sentido la necesidad de clasificar las cosas como materia o espíritu.
Pero debemos precisar que esta distinción se efectúa en diferentes formas y con palabras diferentes.
Es así que en lugar de hablar del espíritu hablamos igualmente del pensamiento, de nuestras ideas, de nuestra conciencia, del alma, del mismo modo que hablando de la naturaleza, del mundo, de la tierra, del ser, nos referimos a la materia.
De la misma manera, cuando Engels, en su libro Ludwig Feuerbach, habla del ser y del pensamiento, el ser es la materia; el pensamiento es el espíritu.
Para definir lo que es el pensamiento o el espíritu, y el ser o la materia, diremos:
El pensamiento es la idea que nos hacemos de las cosas; algunas de esas ideas nos llegan ordinariamente de nuestras sensaciones y corresponden a objetos materiales; otras ideas, como las de Dios, de la filosofía, del infinito, del mismo pensamiento, no corresponden a objetos materiales. Lo esencial que debemos retener aquí es que tenemos ideas, pensamientos, sentimientos, porque vemos y sentimos.
La materia o el ser es lo que nuestras sensaciones y nuestras percepciones nos muestran y nos presentan; es, de manera general, todo lo que nos rodea, lo que se llama “el mundo exterior”, Ejemplo: Mi hoja de papel es blanca. Saber que es blanca es una idea, y son mis sentidos los que me dan esta idea. Pero la materia es la misma hoja.
Por eso, cuando los filósofos hablan de las relaciones entre el ser y el pensamiento, o entre el espíritu y la materia, o entre la conciencia y el cerebro, etc., todo esto concierne a la misma cuestión y significa: entre materia o espíritu, ser o pensamiento, ¿cuál es el más importante, el que domina al otro, y en fin, el que apareció primero? Esto es lo que se llama:

V. LA CUESTIÓN O EL PROBLEMA FUNDAMENTAL DE LA FILOSOFÍA

Cada uno de nosotros se ha preguntado en qué nos convertimos al morir, de dónde viene el mundo, cómo se ha formado la Tierra. Y no es difícil admitir que siempre ha existido algo. Se tiene tendencia a pensar que en cierto momento no había nada. Por eso es más fácil creer lo que enseña la religión: “El espíritu planeaba por encima de las tinieblas... después fue la materia.” Del mismo modo, uno se pregunta dónde están nuestros pensamientos, y así se nos plantea el problema de las relaciones que existen entre el espíritu y la materia, entre el cerebro y el pensamiento. Por otra parte, hay otras muchas maneras de plantear la cuestión. Por ejemplo, ¿cuáles son las relaciones entre la voluntad y el poder? La voluntad es, aquí, el espíritu, el pensamiento; y el poder es lo posible, es el ser, la materia. También encontramos con la misma frecuencia la cuestión de las relaciones entre la “conciencia social” y la “existencia social”.
La cuestión fundamental de la filosofía se presenta, pues, bajo diferentes aspectos, y puede verse qué importante es reconocer siempre la manera en que se plantea ese problema de las relaciones de la materia y del espíritu, porque sabemos que no puede haber más que dos respuestas para esta cuestión:

1. Una respuesta científica.
2. Una respuesta no científica.

VI. IDEALISMO O MATERIALISMO

De este modo, los filósofos se han visto en la necesidad de tomar posición en tan importante cuestión.
Los primeros hombres, completamente ignorantes, sin ningún conocimiento del hombre y de sí mismos y ningún medio técnico par actuar sobre el mundo, atribuían a seres sobrenaturales la responsabilidad de todo lo que los sorprendía. En su imaginación, excitada, por los sueños en los que veían vivir a sus amigos y a sí mismos, llegaron a la concepción de que cada uno tiene una existencia doble. Turbados por la idea de ese “doble”, llegaron a figurarse que sus pensamientos y sus sensaciones eran producidos no por su "propio cuerpo, sino por un alma particular que habitaba en ese cuerpo abandonándolo en el momento de la muerte.

3 A continuación nació la idea de la inmortalidad del alma y de una vida posible del espíritu fuera de la materia.
Del mismo modo, su debilidad, su inquietud ante las fuerzas de la naturaleza, ante todos esos fenómenos que no comprendían y que el estado de la técnica no les permitía dominar (germinación, tormentas, inundaciones, etcétera) los condujo a suponer que detrás de esas fuerzas hay seres todopoderosos, “espíritus” o “dioses”, benefactores o dañinos, pero en todo caso caprichosos.
Igualmente, creían en los dioses; en seres más poderosos que los hombres, pero los imaginaban bajo la forma de hombres o de animales, como cuerpos materiales. Sólo más tarde las almas y los dioses (y después el Dios único que reemplazó a los dioses) fueron concebidos como puros espíritus.
Se llegó entonces a la idea de que en la realidad hay espíritus que tienen una vida completamente específica, completamente independiente de la del cuerpo y que no necesitan cuerpos para existir.
Posteriormente, esta cuestión se planteó de manera más precisa en función de la religión bajo esta forma:
¿El mundo ha sido creado por Dios o existe desde toda la eternidad?
Según respondieran de talo cual manera a esta cuestión, los filósofos se dividían en dos grandes campos.
4 Aquellos que, adoptando la explicación no científica, admitían la creación del mundo por Dios, es decir, afirmaban que, el espíritu había creado la materia, formaban el campo del idealismo.
Los otros, aquellos que trataban de dar una explicación científica del mundo y pensaban que la naturaleza, la materia, era el elemento principal, pertenecían a las diferentes escuelas del materialismo.
Originariamente, esas dos expresiones, idealismo y materialismo, no significaban más que eso.
El idealismo y el materialismo son, por lo tanto, dos respuestas opuestas y contradictorias al problema fundamental de la filosofía.
El idealismo es la concepción no científica. El materialismo es la concepción científica del mundo.
Más adelante se verán las pruebas de esta afirmación, pero podemos decir desde ya que si bien se comprueba en la experiencia que hay cuerpos sin pensamiento, como las piedras, los metales, la tierra, no se comprueba nunca, por el contrario, la existencia de espíritu sin cuerpo.
Para terminar este capítulo por una conclusión, sin equívocos, vemos que para responder a esta cuestión:
¿por qué piensa el hombre?, no puede haber más que dos respuestas completamente diferentes y totalmente opuestas:

1ª respuesta: El hombre piensa porque tiene un alma.
2ª respuesta: El hombre piensa porque tiene un cerebro.

Según demos una u otra respuesta, tendremos qué aportar soluciones diferentes a los problemas que
derivan de esta cuestión.
De acuerdo a nuestra respuesta, seremos idealistas o materialistas.

LECTURA
F. Engels, Ludwigh Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, capítulo II, “idealismo y
materialismo”.

martes, 11 de junio de 2013

NOÉ JITRIK

El oficio de escritor

Tomado del diario Página 12 del día de la fecha

Hace algunos años me inquietó esa actitud, en principio autoritaria y antipática, que se conoce como “corrección”, tan difundida en la escuela, en la familia, en las editoriales, en los divanes de los psicoanalistas, en los quirófanos: corrección de los modales, corrección de las posturas, de los comportamientos y, por cierto, de los textos. No me pareció suficiente que, en nombre de una tenaz y acaso justificada libertad de opciones, ese término pudiera quedar confinado en lo que tiene de despótico y superior, como si fuera natural o no tuviera más relieves o posibilidades.

¿Qué pasaría si, en lugar de inmovilizarlo se pudiera, en una operación epistemológica por otro lado bastante consistente, convertirlo en concepto, qué pasaría si se empezara a hurgar en sus implicaciones en vez de mantenerse en la digna posición de quien es como es y nada puede ni debe modificarlo? “A mí no me corrige nadie”, proclaman con orgullo algunos escritores y aun estudiantes que se inician en el arduo camino de la literatura, ofendidos porque no se respeta qué dijeron, sino que se trata de corregir cómo lo dijeron.

Puesto en ese camino, o desafío, lo primero que hice fue distinguir, en relación con los textos, que es lo que interesa –pero también en todos los otros planos–, entre la corrección desde el exterior de un hecho corregible de la que puede hacerse desde dentro mismo de lo corregible. Y si para la primera una mirada experta descubre una falla, para la segunda la falla es descubierta por uno mismo, siempre que sepa qué puede ser una falla y entienda que las cosas no están terminadas sino que son susceptibles, precisamente, de corrección.

Son, pues, dos categorías que resultan de un mismo sentido, el del verbo “corregir” que, leído históricamente, quiere decir “regir con” o, sea, dicho de otro modo, “ordenar” pero “con”. ¿A quién convoca la preposición “con”? La versión externa y autoritaria reclama ese orden pero deja de lado el “con” que supone simultaneidad y aún más, solidaridad. Creo que en el “desde arriba” de los correctores de toda laya y el desde dentro de un texto siempre perfectible reside la diferencia. Y si, porque somos civilizados y respetuosos, ponemos en duda el primer aspecto, “regidor” de la vida social, tampoco se ha terminado de entender el segundo que estaría reducido a lo íntimo, a la sabiduría del escritor que tiene conciencia de que lo primero que ha puesto en el papel no es todavía escritura y que escritura es en realidad reescritura siendo el “re”, precisamente, la corrección, y no la repetición.

En su primer sentido, el de lo autoritario, la corrección cubre innumerables campos de la vida social: enumerarlos sería vano pues no sólo son de todos conocidos, no sólo están naturalizados como necesarios sino también cuestionados en cada caso: dejemos de lado la corrección inquisitorial y la educativa, también cae en este campo la gramatical y la del comer y el vestir. Cualquiera se puede dar cuenta de que llevado ese principio de autoridad a sus extremos explica las peores figuras del control social. ¿Para qué abundar en lo que sin duda razonó admirablemente Michel Foucault?

El otro modo de la corrección importa más porque es más misterioso: supone un “darse cuenta” de que en la escritura no puede sino venir después, cuando algo ha sido escrito y la mirada experta es la de quien lo produjo. Es aquí donde la idea de la corrección como solidaridad del escritor con su texto se explica perfectamente bien: el amor por lo escrito conlleva una a veces implacable serie de operaciones cuya finalidad es lograr el mejor texto posible. Es probable que eso no se logre nunca: Alfonso Reyes decía que publicaba para no seguir corrigiendo. Pero hay quien no corrige: ¿podemos imaginar a los novelistas románticos en actitud de corregirse? Balzac, Dostoievski, Dickens, es casi impensable que hayan rehecho sus novelones de impresionante tamaño y que, al parecer, salían perfectos de sus plumas de un tirón. Flaubert nos abrió a otra dimensión: su obsesividad levantó la tapa de las insuficiencias y legitimó la corrección aunque se puede sospechar que, por ese medio, intentaba aniquilar a quienes se sentían autorizados a corregir desde fuera pero se puede sospechar también que su doloroso proceso implicaba una sujeción a una regla de lo correcto, de lo que está o debe estar bien, pero que para Flaubert no sería jamás lo que estaba bien para los demás, la academia o el consenso o la opinión o el universo de la lectura.

Podría decirse que, desde Flaubert en adelante, el oficio del escritor consiste en un escribir bien, que no debe parecerse a nada que parezca estar bien en un establecido universo de objetos bien o mal escritos.

Es claro que esto no es fácil de verificar: aun si un escritor lo hace, nadie podría afirmar de sí mismo por eso que posee el oficio de escritor. Tenemos, por lo tanto, una pequeña cadena: escribir, autocorregir, reescribir, escribir bien pero no como sujeción a reglas sino como innovación justificada, capaz de enfrentar la fuerza de las reglas sometedoras y vencerlas en su propio terreno.

En este punto la corrección desde el exterior y la que tiene lugar en el interior de un texto de alguna manera se reúnen puesto que el escribir bien es un logro, no es una trivialidad así sea porque escribir mal no es ningún objetivo, nadie persigue que lo que escribe sea malo, lo cual no quiere decir que deba atenerse a lo que intentan imponer ciertas instancias sociales, academias, crítica, etcétera.

Y puesto que no se podría hablar de un oficio de escritor sino de una experiencia de escritura, lo cual es siempre producto de un sujeto individual y en cierto sentido intransferible, el considerar que algo está bien escrito resulta de una posición, de lo que quien escribe y quien juzga consideran que es la literatura que vale la pena ser escrita. Sobre ello no hay sino acuerdos precarios aunque muy amplios, a veces cubren épocas enteras, como por ejemplo el escribir respetando toda clase de normas establecidas, a veces son afortunadamente caprichosos, como la escritura de las vanguardias.

Pero un escritor no sólo está reducido a lo que escribe: conoce lo que escriben los demás y, de una manera u otra, sea porque lo admite, sea porque lo rechaza u objeta, corrige. Más aún si carga en sus espaldas con una responsabilidad editorial, que equivaldría a un acto de confianza que la corrección exterior deposita en quien supone que ha sido capaz del otro tipo de corrección. Dispongo, en ese sentido, de experiencias concretas y realmente desconcertantes: me he visto obligado a corregir, y a veces a reescribir, decenas de artículos destinados a una obra, una Historia de la literatura, cuyos objetivos, pautas y exigencias parecían haber sido comprendidos por los especialistas convocados. No ha sido sin sufrimiento y ha de haber generado cierto encono por parte de los corregidos, no hay nada peor, por culpabilizante, que haber sido hallado en falta de leso escribir bien. Por lo mismo me costó la amistad de un escritor muy buen amigo que, en irritada disputa, me acusó de “corregir”. Estaba implícito en su acusación que me había arrogado méritos como para hacerlo y que ya me tocaría el turno a mí de ser corregido. Muy reputados escritores, como por ejemplo el célebre Roberto Arlt, por no mencionar al propio Juan Rulfo, padecieron, con gratitud, que les corrigieran, en el caso del primero incluso faltas de ortografía, sin que eso les hiciera perder, a uno ni a otro, su singular empuje. De todos modos, y no sólo es el caso de ellos, se debía estar produciendo un conflicto entre el “escribir bien” como ley externa y el “estilo” como rasgo de personalidad y, por eso, inmodificable, como lo quería el mismo Roland Barthes en su muy conocido El grado cero de la escritura.

Para no quedarnos en el conflicto y de alguna indirecta manera asumir una posición, me parece que, fuera de los abusos y extralimitaciones, fuera del encono o el agradecimiento, las dos posibilidades, “escribir bien” y “estilo”, descansan sobre ciertos ideales o ideologías. Diría que el primero expresa un ideal clásico, el otro un ideal romántico. ¿He optado, en mi experiencia de escritor, por uno u otro? Creo que no, creo que hay que alcanzar un escribir bien sin renunciar a lo propio e irrenunciable del estilo. Tal vez, personalmente, yo lo haya logrado en la medida en que cuando escribo y reescribo, o sea cuando mi solidaridad con mi propio texto se pone en ejecución sin tapujos, me acompaña, como un fantasma, un prurito de concentración verbal, que no me parece que sea en verdad un prurito sino una realidad lingüística, o sea la idea de que la palabra que usamos –o que escribimos– encierra en su perímetro una historia cuyas emanaciones le dan sentido al texto. Creo que sin esa concentración no hay texto aunque haya comunicación, no hay escritura sino información, sea cual fuere su alcance y su consistencia.

Pero como no basta con autodefinirse para calificar la propia experiencia del escribir y hay que obtener un resultado de una reflexión, me atrevería a decir que de la síntesis entre ambos términos, en suma entre lo clásico y lo romántico, toma forma el concepto de “ritmo”, que sitúo en un nivel superior, de resolución de los antagonismos; el ritmo, que debería ser “ritmo propio”, no sólo guía la escritura sino que es reconocible. En el momento en que se reconoce un ritmo se reconoce un escritor y se comprende en qué consiste su oficio o, complementariamente, lo que intenta o pretende como escritor.
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domingo, 9 de junio de 2013

OMAR MARSILI

Medio maratón 

Maratón, corrí y como siempre la vida me regaló algunas sorpresas y varias incertidumbres.
Todo hacía pensar en un maratón: gente corriendo, música, locutores, espectadores, cada vez aumentan en cantidad y calidez, ciclistas, pero no era, se reducía a la mitad del maratón. Como la frase burda de la media embarazada que está pero no se nota o se nota poco, eso son los 21 kilómetros, el cansado placer de correr un largo maratón y en todo momento escuchar que no es un maratón, que es solo la mitad, solo veintiún kilómetros noventa y siete metros y medio, como si fuera una oferta, una bicoca para el hombre y la mujer que no se puede comprar en el mercado, solo se consigue tranco a tranco y en muchos casos a los suspiros, ya sean emotivos o de cansancio.
Esa mañana mi amiga la Nori Nori tendría el gran debut. Era su primera vez, a los sesenta años se iniciaba y con público, una adolescente con la idea fija que ponía el cuerpo y el alma en ese acto casi prohibido. Andaba inquieta, mordiéndose las uñas, los nervios piantándose por los poros, la pasión por iniciarse. 
Corrí la media con la ansiedad inexplicable de los aficionados que supuestamente corren por goce para escapar del estrés y acaban poniendo la vida en cada tranco primero para doblegar la distancia y sobre todo subir el ego a lo más alto del podio. Todo bien, todo lindo menos el estómago que a pesar de dos días con arroz y polenta se decretó en estado de emergencia y empezó a retorcerse sobre sí mismo. Al comienzo fue una molestia que se transformó en un fuerte malestar, los rasgos se la cara se fueron desfigurando minuto a minuto y poco más allá en angustia de querer y no poder y aguantar y aunque parecía imposible alcancé la meta y encontré el placer en el baño de un bar. Después, más distendido, corrí desde el Monumento a Francia y Costanera para encontrarme con la Nori Nori. La iniciada, con su paso constante y firme, seguía achicando la distancia acompañada por amigos ciclistas y corredores. Aunque había superado el kilómetro diecisiete tenía el cabello disciplinado y lo mantuvo prolijo durante los veintiún kilómetros noventa y siete metros y medio. Hay que correr peinado, es imposible que ni un remolino, ni los movimientos o el sudor no te hagan perder la línea. En esto del sudor nada que ver, la Nori Nori es mujer y las mujeres traspiran, el sudor es cosa de hombres y aunque parezca mentira la preparación no evita que las gotas saladas resbalen por el rostro y la espalda y hasta parece que el correr y la traspiración andan juntos. Tengo la sospecha que transpirar es un error de entrenamiento, si se puede controlar la respiración o mejorar la autoestima y hasta demorar los latidos del corazón estoy convencido que se traspira por comodidad, uno se deja llevar por esa vieja manía de hacer la fácil. 
La Nori Nori venía cansada y le propuse querés que ponga el dedito, dale pongo el dedito, ella dijo que la oferta suena feo pero yo le insistía, es una técnica de relajación, se resistió un poco pero al rato, un tanto resignada con el cansancio en el alma y la voz entrecortada murmuró hace lo que quieras. Puse el dedo en la mitad de la espalda y ella cambió el ritmo, aumentó la velocidad y paso a paso fuimos cubriendo la distancia.
Cuando ella alcanzó el arco de llegada, inicié la nueva gesta liberadora corriendo de nuevo hasta el baño para resolver en forma urgente el insostenible problema simple y cotidiano. En ese momento de concentrada relajación escucho que me nombran, el podio me llama pero no puedo pararme, dicen que venga pero no podía, primero el más importante de los órganos me digo y demoro unos minutos. No tardé horas, solo minutos y entonces voy a buscar el trofeo pero la copa que me llenaría de endorfinas brillaba por su ausencia, no estaba en ninguna parte, se la tragó un mar de dudas. Sobre el escenario esperaban sus hermanas pero la mía no, tiene que estar, no está señor, la copa se fue, se escapó de mis manos. Parece que se la llevó una rubia de cabello corto que me conoce pero nunca me la trajo ni siquiera llamó para decir que me la estaba guardando, mi mujer para tranquilizarme dice que seguramente fue una admiradora que pretende convivir con mi trofeo, el trofeo con tu foto a un costado murmura y me abraza la flaca que a esa altura andaba más triste que yo. Pudo haber sido una maratonista cansada de correr por el honor que se dijo merezco un premio y encontró su oportunidad con el mío. Un consejero para tranquilizarme comentó que lo importante es el logro y que a la corta o la larga los premios se mueren en la estantería, que las sepulta el polvillo, que la gloria viene con el tiempo. No faltó el burlón diciendo la clásica, la mujer necesitaba unos pesos y fue a la casa de empeño y bailando un bolero cantaba quizás… quizás… quizás…, tantos quizás y a un costado el vacío, ni un rastro de mi desempeño solo la imagen borrosa de una mujer corriendo con el premio que nunca me dieron. Me fui cantando “la alegría de haber sido y el dolor de ya no ser”, me fui pensando perdí la copa pero alcancé el baño y en ese momento era el logro más soñado. 
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sábado, 8 de junio de 2013

HORACIO GONZÁLEZ

Imitación y arte cómico

Tomado del diario Página 12 del día de la fecha

No podríamos decir a ciencia cierta si la imitación como arte (o el arte de la imitación) es el origen esencial de lo cómico. Reímos cuando vemos un objeto descolocado inesperadamente de su función, o una acentuación o quizás una disminución, en cualquier experiencia de costumbre que nos sea vital. Reímos también cuando, a contramano de un esfuerzo para dar forma a un acto solemne o delicado, escapa de ese intento un pequeño detalle que arruina cualquier fórmula pomposa. La imitación, habitualmente desdeñada en la construcción de lo cómico, nos pone frente a un espejo implacable de donde sale un peligro máximo, del cual también reímos. Ese tal o cual rasgo, que apenas sabemos de su existencia en nuestra gestualidad o lenguaje, nos revela como siendo otros. Ya se sabe que no es cierto que un espejo nos duplique dejándonos en calma. El espejo –temible– nos hace otros y nos refleja para intimidarnos o descubrir lo insoportable o gracioso que emana de nosotros mismos.

Lo cómico deja siempre un sentimiento de fragilidad humana, de crítica a la precariedad del mundo y de reconciliación con los defectos más tremendos. Gracias a lo cómico, la vida en general, y en especial la vida popular, ven al mundo como un conjunto de piezas que se convierten en entidades ridículas en vez de fórmulas de dominación. Reímos para hacer saber que la vida es también sus fallas abismales y contiene nuestra opinión sobre la ridiculez de los otros, que con la carcajada irreprimible hacemos saber que comprendemos, antes que juzgar y castigar. Y además reímos espinozianamente, reímos sin reír, cuando en la tensión de la historia callamos nuestra propia risa interna –que funda nuestra conciencia– para contenernos antes de enjuiciar duramente el mundo exterior que nos causa risa y lamento, pero lo entendemos como parte de una realidad que nos incluye. La risa es un instrumento superior de conocimiento. Nosotros mismos somos los risibles que con la risa intentamos preservarnos.

La imitación que en estos momentos se está realizando, en un programa de televisión, de la Presidenta de la República creo que no forma parte de la gran tradición de la risa y de la comicidad que toda sociedad democrática reserva a sus políticos. Más allá de si está hecho o no con arte, pues la imitación es el mayor desafío del comediante –es la mímesis, que representa al objeto original con otra originalidad que incluye revelarlo en su profusión de rasgos inadvertidamente reiterados—, la impresión que causa es la de un profundo ultraje. Parece discutido en el gabinete de los guionistas de un sacudón institucional antes que en una oficina de operarios del humor. Es una grave cuestión que en la historia de la comicidad se asiente su igualación con el ultraje. Lo cómico es la plaza pública, el medioevo bruegheliano, el Chaplin que imita al burgués correcto como burla genial desde la lírica lumpen, superior a cualquier oficio serio; es también el gesto melancólico de Buster Keaton, el monólogo de un clown agonístico como Tato Bores, donde la política es absurda, pero llama a los hombres a rehacerse con la “risa del mundo”, es decir, con las frágiles posibilidades que tenemos para cambiar las cosas, es la revista El Mosquito, que no perdonó a Mitre, Sarmiento o Roca, y que los retrata sin vileza, con el distanciamiento que la fina ironía del arte les suele destinar a los hombres públicos.

Pero el humor político, que es un utensilio sarcástico de la democracia —-como lo demuestra la revista francesa Le Canard Enchaîné– tiene un desvío que suele ocurrir en épocas de duras luchas y tensiones, porque se lo convierte en un instrumento de demolición del ser político, hecho en sí mismo de rajaduras e incertezas. El humor democrático revela, no profundiza la falla. Es generoso, no avieso. Cuando lo cómico (que es de alguna manera el grado extremo de lo ficcional) intenta convertirse en un reemplazo completo de la realidad, el mundo político ya aparece juzgado en medio de una grave transfiguración de espacios. Lo que mueve a risa en un campo (la risa que nos permite una mejor conciencia de nosotros mismos y del mundo) aparece como un envío injuriante si se lo pone en el espacio de un supuesto “hablar serio”.

Esa confusión es riesgosa, reduce el nivel artístico de las imitaciones y convierte lo que se quiere criticar en el acto de pobres marionetas que en vez de revelar el vacío del lenguaje, que con un nuevo tejido anímico podríamos recobrar, revela un sentido dañoso al deslizar lo risueño, aun lo que roza el exceso –exceso que tiene el humor que traspasando límites lleva a la lucidez—, hacia el territorio oscuro de un goce en la destrucción de la figura representada. Imitaciones despojadas de la felicidad del arte pueden hacer algo más grave que debilitar la creencia pública en el debate común. Pueden agrietar el mismo arte cómico, que nace en eras milenarias como forma de soportar la adversidad del mundo. Y algo grave es que un sector de la vida cultural argentina, que fue antipapal y ahora festeja los gestos de un papa –la imitación que se hace de este personaje en el programa referido no carga indicios de degradación– se base en la ficción cómica como único soporte para argumentar en política. Generalmente fue al revés.

Pero de alguna manera la politología argentina académica decidió comenzar sus murmuraciones teoréticas –por así decirlo– luego de decidir que había, digamos, una facilidad, una invitación a abandonar el pensamiento abstracto y crítico por un concreto cómico –las valijas, etc.– que profesores presuntamente munidos de certificaciones y respetos descubren ahora como entidades mundanas de gran nivel teórico, la valijología o la valijolatría, desperdiciando la posibilidad tanto de pensar en serio la corrupción, tema crucial donde no hay que equivocarse cuando se fija un concepto de alto nivel de abstracción, porque es precisamente operante en todo tipo de realidades que hay que desbaratar con la ley efectiva y sus actos concretos. No teatrales sino conceptuales, precisos y, al mismo tiempo, singulares en la acción. Otra cosa es la escena tragicómica, que siempre fue la áspera forma de redención con que las sociedades pensaban las inevitables obstrucciones ajenas y propias que deben atravesarse. Escena que puede perder su encanto cuando se transforma en un deseo de justicia mediática, forma vertiginosa, vengativa y oscura de la justicia. Forma final revelada de lo justo convertido en injusto.

* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.
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jueves, 6 de junio de 2013

La otra muerte de Dios

El psicoanalista Jean Allouch advierte que “el camino que indicaba Lacan hacia el ateísmo no se habrá recorrido efectivamente sino cuando nos manifestemos capaces de vivir sin que la vida se incluya de ninguna manera dentro de un gran Relato (religioso, político, histórico, filosófico, cultural, personal)”; y, en la disyuntiva entre la Historia y la Versión, concluye en un “elogio de lo diverso”.

Tomado del diario Página 12 del día de la fecha
Por Jean Allouch *

En 1975, al conversar con estudiantes de Yale University, Lacan les dice que “quizás el análisis sea capaz de constituir un ateo viable, es decir, alguien que no se contradiga a cada rato”. Gershom Scholem, en su gran obra sobre la mística judía, cuenta una anécdota ingeniosa: cuando el Baal Shem Tov tenía una tarea difícil que cumplir, se dirigía a un determinado sitio en el bosque, encendía un fuego y se sumía en una plegaria silenciosa; y lo que tenía que hacer se realizaba. Una generación después, cuando el Maggid de Meseritz se vio frente a la misma tarea, se dirigió al mismo sitio en el bosque y dijo: “No sabemos encender el fuego, pero aún sabemos decir la plegaria”; y lo que tenía que hacer se realizó. Una generación más tarde, Rabbi Moshe Leib de Sassov tuvo que cumplir la misma tarea. El también fue al bosque y dijo: “Ya no sabemos encender el fuego, ya no conocemos los misterios de la plegaria, pero todavía conocemos el sitio preciso en el bosque donde eso pasaba, y debe ser suficiente”; y lo fue. Pero cuando pasó otra generación y Rabbi Israël de Rishin debió hacer frente a la misma tarea, se quedó en su casa, sentado en su sillón, y dijo: “Ya no sabemos encender el fuego, ya no sabemos decir las plegarias, tampoco conocemos ya el sitio en el bosque, pero todavía sabemos contar la historia”; y la historia que contó tuvo el mismo efecto que las prácticas de sus predecesores. (Gershom Scholem, Las grandes corrientes de la mística judía, Madrid, Siruela, 2012).

Dios no habrá muerto efectivamente sino cuando se haya podido dejar que se pierda con él, por haberlo depositado en su tumba, lo que he llamado un trozo de sí (J. Allouch, Erótica del duelo en tiempos de la muerte seca, Buenos Aires, Ediciones Literales/El cuenco de plata, 2006). ¿Cuál en este caso? Nada menos que la historia, o bien lo que Jean-François Lyotard (La condición postmoderna, Madrid, Cátedra, 1989) denominó “gran Relato”.

Tratándose de grandes Relatos, la cuestión de alguna manera está resuelta. Lyotard distingue dos grandes Relatos que, según demuestra, ya no tienen validez; una falla que define lo que denominó “post-modernidad”. Una doble catástrofe ha tenido lugar. El gran Relato del saber científico, denotativo, ya no es legitimado por una narratividad que en adelante rechaza considerándola precientífica, mientras que el discurso narrativo, impulsado desde la Ilustración por el gran Relato de la emancipación y también como supuesta instancia de legitimación del saber científico, ya no se sostiene más, porque ya no podemos admitir que de un enunciado descriptivo (científico) se deduzca necesariamente un enunciado prescriptivo (la emancipación).

Por cierto, se le objetó a Lyotard que afirmar el fin de los grandes Relatos constituye a su vez un gran Relato. El punto de duelo que indico (ofrecerle la historia al Dios muerto) no es pasible de esa objeción, porque no se trata del orden de la constatación sino del acto. Dios no habrá muerto de una vez por todas, el camino que con mil precauciones indicaba Lacan hacia el ateísmo no se habrá recorrido efectivamente sino cuando nos manifestemos capaces, en el nivel que sea, de vivir sin que la vida se incluya de ninguna manera dentro de un gran Relato (religioso, político, histórico, filosófico, cultural, personal, etcétera). Pero no es algo solamente pensable, sino posible. Por otra parte, da cuenta de ello una amplia vertiente del arte del siglo XX con su triple paso al costado con respecto a la melodía (música), a la figuración (pintura), al relato (literatura). También es lo que realiza el analizante al final del recorrido analítico: ahí se encuentra despojado de toda veleidad, de toda preocupación por construirse una historia, es decir, por constituirse como historia, porque eso sencillamente ya no le interesa, ya no importa. Mientras que –lógicamente– ese mismo movimiento lo despoja también de una regulación subjetiva sobre lo que sería su futuro. “Desear –escribí en otro lugar– es estar sin futuro”, mientras que en el mismo momento y a miles de kilómetros de París, Lee Edelman, uno de los fundadores del movimiento queer, escribía una obra titulada No future.

Semejante abandono que arrastra los éxtasis o “ek-stasis” (Heidegger) del pasado y del futuro y que invita así a atenerse al presente, vale decir a aquello en lo cual “el hombre no comprende nada” (según una preciosa indicación de Erri De Luca), requiere tres observaciones. Primera y breve observación: en el presente se juega la existencia de Dios. San Agustín define el pasado como “aquello que recuerdo”, el futuro como “lo que espero” y el presente como “aquello a lo que atiendo”, como el lugar donde se está. Pero sólo Dios está, El es aun en la eternidad. En el converso, el presente se volatiliza en el gesto con el cual se remite a Dios, pero no deja de ser el lugar virtual donde se juega la existencia de Dios.

Segunda observación, el abandono del pasado y del futuro se halla en exacta oposición a lo que Lacan proponía en 1953 como definición del inconsciente: “El inconsciente es ese capítulo de mi historia que está signado por un blanco u ocupado por una mentira: es el capítulo censurado. Pero la verdad puede ser recobrada; la mayoría de las veces ya está escrita en otra parte”. Creeríamos que escuchamos a Merleau-Ponty, en Les aventures de la dialectique, hablando de la historia como de “ese objeto extraño que somos nosotros mismos”. Pero nada es menos cierto. Una historia que no tuviese blancos no sería simplemente un simulacro sino un delirio paranoico. No obstante, Lacan tuvo variaciones en cuanto al inconsciente, y al rebautizarlo unebévue (literalmente “metida de pata; equivocación”, aunque por su sonido se asemeja al término original alemán de Freud para “inconsciente”), como hiciera tardíamente, anticipaba el abandono de la historia.

Ninguna historia podrá nunca darle un sentido convergente, y menos todavía único, a lo que se presenta fenomenológicamente como una equivocación (bévue), luego otra equivocación, luego otra equivocación, sin que cada una sea una cuestión de sentido sino de significante. Lejos de cualquier unificación por el sentido, lo que ahora prevalece es la diversidad.

No será inútil aportar dos precisiones que se refieren ambas a la temporalidad característica del abandono de la historia. Primera indicación: dicho abandono no se dio en una inmediatez; muy por el contrario, es una conquista. Lo vemos, así como en Lacan, en Pier Paolo Pasolini cuando habla de su filme Salò: “Salò entonces no es solamente una película sobre la anarquía del poder, sino también una película sobre la inexistencia de la historia. En este sentido, estoy en desacuerdo con la ideología de izquierda que afirma siempre el deber de estar en la historia. También creí eso en los años 1950, pero es una ilusión. En realidad, todo me parece claro de ahí en más: lo que llamamos historia es una atroz bufonería o un maravilloso espectáculo, en todo caso no una cosa seria”.

Que conste. Sin embargo, dicho pasaje de una creencia a un abandono no condena como tal toda tentativa histórica, la vocación de hacer historia, inclusive “científicamente”. No se trata de decirle a cualquiera que se extravía al intentar considerar su vida como historia, al hacer, decir, escribir su historia. Especialmente en análisis, dichos momentos de “construcción” pueden ser decisivos, lo que no implica que, como advierte Pasolini, uno se aferre a eso.

No obstante, por más científica que sea, la historia está bajo sospecha, y una broma de Winston Churchill (célebre, como Lacan, por sus ocurrencias) lo expresa a la perfección: “La historia me será indulgente –escribió en sus Memorias de guerra– porque tengo la intención de escribirla”. Hay algo como trucado, viciado, en toda tentativa histórica, necesariamente favorable a quien la escribe. La historia, según se ha dicho y repetido, siempre es la de los vencedores. El poeta palestino Mahmoud Darwich le dirá a Jean-Luc Godard en 2004: “Troya no escribió su historia”. Churchill, por su parte, escribió la historia de dos maneras a la vez diferentes y convergentes: 1) tomando determinadas decisiones en tanto que hombre de poder; 2) escribiendo la historia a título de testigo. Su ocurrencia condensa ambos aspectos. Y esa condensación, en Lacan, posee un nombre: histeria.

“Versión” es un concepto portador de una irreductible diversidad, al cual se opone la historia en la medida en que continúe aspirando a ser un gran Relato. El gran Relato cada vez no es más que uno, y pretende ser Verdad. Un gran Relato es una versión en la que uno se detiene, a la que uno se aferra, un punto de estasis.

Lo cual desemboca en la tercera observación que anunciamos, el elogio de lo diverso, ya que el acento puesto en la diversidad es inestimable en muchos aspectos, especialmente en cuanto al ejercicio analítico por parte del psicoanalista.

* Texto extractado de Prisioneros del gran Otro. La injerencia divina I, que distribuye en estos días la editorial El cuenco de plata.
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martes, 4 de junio de 2013

PAUL GAUGUIN

Gauguin, el deslumbrado

Tomado del diario Página 12 del día de la fecha
Por Rodolfo Alonso*

Autorretrato
Hace poco se cumplieron, inadvertidamente, ciento diez años de su muerte, ocurrida en Atuona, islas Marquesas, en 1903. Era el final de una prolongada travesía, de un destino que acaso nadie podía prever cuando nació en París, como Eugène Henri Paul Gauguin, un 7 de junio del fatídico 1848. Porque algunas décadas después, el que eligió llamarse, simplemente, nada menos que Paul Gauguin descubrió que quería volver a la inocencia del salvaje, limpiarse de las llagas de la civilización, quería recuperar sus facultades, sus sentidos adormilados lejos de la naturaleza, quería evadirse del cinismo y de la mojigatería, quería ver, volver a ver, hacernos ver.

“¿Qué puedo decir a todos estos cocoteros?”, afirma claramente en su veraz Diario íntimo. Y más adelante: “Debemos tenerlo todo. No puedo conquistarlo todo, pero quiero hacerlo. Permitidme recobrar aliento y gritar una vez más, ¡Gástate, gástate nuevamente! ¡Corre hasta quedar sin aliento y morir locamente! Prudencia..., ¡cómo me aburres con tus interminables bostezos!”

El, francés de París, honesto corredor de Bolsa, estimado por sus superiores, casado con una austera luterana, padre de varios hijos, iba a dejarlo todo. Todo, por completo. (“Quiero ir con los salvajes”, dijo a su amigo, el pintor Georges Daniel de Monfreid, con cuyo respaldo siempre contó.) ¿Qué influencia no habrán tenido en ello su admirada abuela anarquista, Flora Tristán, o su infancia asombrada en la para él exótica Lima, “ese delicioso país donde nunca llueve”, o la muerte de su padre, Clovis Gauguin, que sufrió un colapso cuando desembarcó en Puerto Hambre, sobre el Estrecho de Magallanes, según denunció su hijo Paul, a consecuencia de la afrenta de un capitán?

Imagino, a la vez, lo difícil que habrá sido ser hijo de Paul Gauguin. Quizá por eso, uno de ellos, Émile, llegó a afirmar, refiriéndose al aire de leyenda con que se rodeó a su padre: “Es un lindo cuento. Es una pena contradecirlo. Pero, ¡ay!, no es verdad”.

Lo cierto es que Paul Gauguin, que por algo se diría descendiente, por línea materna, “de un Borgia de Aragón, virrey del Perú”, dejó Francia un día hacia Tahití para convertirse en un mito: el pintor de las islas y de las gentes maoríes, el visionario del color en vivo, ese rebelde irreparable que percibió en forma tan clara el genial dramaturgo sueco August Strindberg, al contestar negativamente la carta donde el pintor le pedía un prólogo: “¿Qué es él, pues? Es Gauguin, el salvaje, que odia a una civilización sollozante, una especie de titán que, celoso del Creador, hace en sus horas de ocio su propia pequeña creación; la criatura que despedaza sus juguetes para hacer otros con ellos, que abjura y desafía, prefiriendo ver los cielos rojos antes que verlos azules con la multitud”.

Pero “las islas pierden al hombre”, como bien lo cantó el poeta brasileño Carlos Drummond de Andrade. Ni Tahití (donde vive tras su primer y segundo viajes), ni las Marquesas (adonde se establece definitivamente, por tercera vez, en su Casa de Placer) eran ya el Paraíso Perdido. Ahí habían llegado también los gendarmes, los funcionarios, la prepotencia, la desidia, la injusticia, el prejuicio, la torpeza, la ignorancia, para cebarse en los restos de la maravillosa raza vencida (“Una excelsa moralidad, como se ve”, protesta Gauguin, en un largo escrito, ante inspectores de paso). Además, no es fácil dejar atrás años y años, siglos y siglos, de familia y de historia, de costumbres y manías, que pesan sobre los hombros y en el corazón. Todo eso trae angustia, dolor, desazón. Pero horas de segura, precisa exaltación, y de fecunda labor creadora llegarían, también.

“Como veis, mi vida ha estado llena de altibajos y agitaciones. En mí hay muchas mezclas extrañas. Un rudo marino: ¡así sea! Pero también hay raza allí, o más bien dos razas.” Quizá por eso, su arte es también el canto final por una raza pura, noble, fuerte, generosa e infeliz, que fue sentenciada a perecer: la maorí. Pero, ¿por qué no también un símbolo de nuestra propia civilización? ¿Y aun de las que la precedieron y de las que vendrán?

Como lo prueban sus cuadros, su diario, sus libros (especialmente el bellísimo, inefable Noa noa, donde se refleja el deslumbramiento experimentado al descubrir Tahití), todos esos mensajes dirigidos al mundo que había rechazado, abandonándolo, Paul Gauguin quizá no haya logrado desgajarse nunca del todo. (Por otra parte, y como suele ocurrir, ¿no estarían muchos de los males que maldecía dentro de sí mismo, como esos “sutiles y finísimos venenos” de que nos habla Juan L. Ortiz?) De alguna manera, Gauguin seguía recordando a sus semejantes “civilizados”, de alguna manera pintaba y escribía para ellos, quejándose y hasta despreciándolos, sí, pero también pensando en volver.

Monfreid, el amigo fiel, disuadió al parecer a Gauguin de regresar de las Marquesas en sus últimos días, cuando la enfermedad y el atropello (acababan de condenarlo por defender a un maorí contra un gendarme inicuo) culminaban su tarea. “Ya no pintaré más...”, llegó a afirmar entonces, “la pintura ya no puede hacerme vivir”. “¡Padre mío!”, exclamó, “aleja de mí este cáliz”.

Y Victor Segalen, que pudo asistir al miserable remate de los pocos bienes y las muchas obras de arte dejadas por Gauguin después de su muerte, al descubrir el insólito tema del último cuadro, sin firmar aún, casi inconcluso, que pudo adquirir en la irrisoria suma de siete francos, expresaba su asombro con estas palabras: “¿Era esto lo que el pintor moribundo recreaba con nostalgia? Bajo los soles de todos los días, el animador de los dioses cálidos veía un pueblito bretón bajo la nieve...”

Porque algo había ido cambiando en él, definitivamente. Y algo había hecho cambiar también, él, en sus semejantes. Sus cuadros contenían la gracia subyugante y candorosa que deseara, sus colores hablaban hondo, en alta voz. Y hasta sus escritos, sus palabras de pintor, iban derecho al corazón. Allí, en toda esa belleza, estaba infusa la magia, la pasión, el encanto, la vida palpitante que había querido aferrar y poseer.

Paul Gauguin iba a llegar por fin a ser él mismo, indeleble en su pintura indeleble, a costa de sí mismo, saliendo de la leyenda y haciéndose arte activo, imperecedero y para todos. Porque, como él fue capaz de expresar con lúcida certeza: “...Hay muchas cosas que decir, y deben ser dichas”.

* Poeta, traductor y ensayista argentino.
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