EL TIEMPO Y LA ETERNIDAD
La cuestión fundamental, el supuesto fundamental de toda filosofía de la historia es, sin duda alguna, la cuestión del tiempo y de su naturaleza, pues la historia es un proceso que se desarrolla en el tiempo, un movimiento, un devenir temporal. Por eso el significado que se atribuye a la historia va directamente ligado al que atribuimos al tiempo. ¿Tiene el tiempo un significado metafísico? ¿Está ligado a algo esencial que llega hasta el núcleo más profundo del ser, o es simplemente una forma y una condición del mundo fenoménico? ¿Está ligado el tiempo al ser auténtico o es sólo fenomenológico, es decir, vinculado al fenómeno y, por consiguiente, exterior a la esencia más profunda del ser? Toda metafísica que vea en lo «histórico» algo esencial para la profundidad del ser ha de admitir el significado ontológico del tiempo, esto es, la tesis según la cual el tiempo guarda una relación esencial con la profundidad misma del ser. Nos enfrentamos, pues, con el problema de las relaciones entre el tiempo y la eternidad. Parece como si entre ambos hubiese una contraposición inconciliable y fuese imposible establecer entre ellos cualquier vínculo. El tiempo es como una negación de la eternidad, un estado que no hunde sus raíces en la vida eterna; éste es uno de los puntos de vista sobre el tiempo. ¿O bien el tiempo se halla quizá sumergido en la eternidad y está ligado a ella?
Esta es la cuestión que llevamos entre manos, que consideramos central para la metafísica de la historia y que es el supuesto esencial para toda comprensión del proceso histórico. Esto nos lleva a admitir que existen algo así como dos tipos de tiempo: el malo y el bueno, el verdadero y el falso. Hay un tiempo corrompido y un tiempo profundo, el cual participa de la eternidad y en el que no hay corrupción. Esta es la cuestión que divide a las diferentes corrientes filosóficas.
Una de éstas, la menos dominante en la historia del pensamiento filosófico y a la que nos adherimos sin reservas, admite que el tiempo puede entrar en la eternidad y también afirma que la prisión del tiempo puede saltar por los aires cuando actúa sobre él un principio eterno, y, entonces, el tiempo desembocaría en la eternidad. El tiempo no es un círculo cerrado sobre sí mismo en el que no penetra ninguna realidad eterna, sino una realidad abierta. Este es uno de sus aspectos. Por otro lado, este punto de vista presupone que el tiempo mismo es algo sumergido en lo profundo de la eternidad. Aquello que llamamos tiempo cuando hablamos del proceso histórico universal, de nuestra realidad mundana (que representa un proceso temporal), es un cierto período o época interiores a la eternidad misma. Esto significa que no existe únicamente nuestro tiempo terrestre, el tiempo en que se desarrolla nuestra realidad terrena, sino también el tiempo verdadero, el celeste, en el cual se halla sumergido el primero y del que es expresión y reflejo.
Esto supone la existencia del eón de la profundidad divina del ser, para utilizar la terminología de los antiguos gnósticos. La existencia de estos eones indica que, para el fundamento mismo del ser, el tiempo también existe, es decir, que aquí se desarrolla también un cierto proceso temporal; por consiguiente, el proceso temporal no es sólo una forma de esta realidad terrestre, opuesta a otra realidad que no tendría nada en común con el tiempo. No, esta última realidad posee un tiempo propio, celeste, divino, y esto nos lleva a admitir que el proceso temporal (que es el proceso histórico universal que se desarrolla en nuestro tiempo), comienza en la eternidad, que en la eternidad da principio aquel movimiento que acontece en nuestra realidad mundana.
Para toda una serie de corrientes filosóficas, por ejemplo, para todo fenomenismo (ya sea en la variante del criticismo kantiano o en la del empirismo inglés), es característico separar erróneamente al tiempo de la eternidad, pues todo fenomenismo piensa que no existen vías inmediatas de comunicación entre la realidad mundana que se manifiesta en el tiempo y la esencia del ser, entre el fenómeno y la cosa en sí; se trata de esferas y ámbitos inconmensurables, separados absolutamente entre sí y que en modo alguno pueden ser conciliados. Nuestra existencia se desenvuelve en el mundo temporal y no hay posibilidad de comunicación directa con la realidad profunda y verdadera, que no está sujeta al mundo y a la que no se extiende la naturaleza temporal. Kant expresa todo esto mediante la teoría global según la cual el espacio y el tiempo son formas trascendentes de la sensibilidad, formas de la apercepción, a través de las cuales se manifiesta para nosotros el mundo cognoscible. En la apercepción externa, este mundo se nos aparece como situado en el espacio y en el tiempo, mientras que, en la vida interior psíquica, se nos manifiesta únicamente como existente en el tiempo, ya que el espacio no es una forma interior que se haga presente en la realidad psíquica; por lo que respecta al núcleo interior del ser, ni la forma del espacio, ni la del tiempo, se extienden a él.
Hay que decir que ni siquiera en el platonismo o en la antigua filosofía hindú existe un vínculo entre el tiempo y la esencia interior del ser. Esta última era concebida como atemporal, no como un proceso que tiene su tiempo propio y sus épocas, sino como una eternidad inmóvil opuesta a todo proceso temporal.
Por esta razón, toda la conciencia cristiana lleva la impronta de esta concepción de las relaciones entre la eternidad y el tiempo, pues, incluso en la conciencia cristiana, es muy fuerte la corriente que excluye al tiempo de las profundidades de la vida divina. Esto va directamente ligado a la cuestión de si la naturaleza del movimiento, del proceso, se extiende también a la vida divina; nosotros hacemos el mismo razonamiento, pero partiendo de otro lado. A nuestro entender, cuando se dice que el tiempo está ausente de la vida divina, se expresa únicamente el aspecto exotérico y no la profundidad última de la gnosis. Esto significa, además, que es asimismo exotérica la tesis (muy difundida y quizá predominante en la conciencia religiosa), según la cual, la naturaleza de la historia no se extiende a la vida divina, pues la historia humana está indisolublemente ligada al tiempo y no puede existir fuera de él. Si la existencia del proceso histórico terrestre se desarrolla en un tiempo maligno y corrompido, la profundidad del ser y la vida divina suponen la existencia de un tiempo verdadero y auténtico, que no se opone a la eternidad, sino que constituye un momento interior de la eternidad misma, una especie de época de la eternidad. Nuestro tiempo, nuestro mundo, todo nuestro proceso mundano desde el principio hasta el fin, es una época, un período, un eón de la vida eterna, un período o época sumergido en las entrañas de la eternidad. Por eso, este proceso mundano no se cierra en modo alguno a las fuerzas más profundas, divinas y, para nosotros, misteriosas, que, procedentes del mundo de la eternidad, pueden irrumpir en él. Esto es un punto de vista radicalmente opuesto al de la conciencia anquilosada, para la cual el ámbito de nuestra realidad, de la totalidad mundana y del proceso que en ella acontece, está cerrado, para la cual no es posible que las fuerzas del otro mundo penetren en éste, ni que nuestro proceso mundano influya profundamente sobre el otro mundo, sobre la otra realidad.
En nuestra opinión, sólo si concebimos la naturaleza del proceso mundano de un modo dinámico y no anquilosado, podremos construir una verdadera metafísica de la historia. Si, en el pasado, la conciencia religiosa ha mantenido esta clausura del tiempo y ha creído necesario aislar al mundo presente del otro mundo, por otra parte, la conciencia científico-positivista (especialmente en sus formas extremas, como la materialista) cierra herméticamente este nuestro eón histórico y niega la existencia de cualquier otro mundo. Según ella, la esencia del ser se agota en el proceso temporal que aparece ante nuestra conciencia, no existe ningún otro mundo, el ámbito de nuestra realidad es un círculo completamente cerrado.
El enclaustramiento de nuestra realidad lleva a negar la existencia de otro mundo diferente; por el contrario, la apertura de este círculo lleva a admitir la existencia de otros mundos. Para construir una metafísica de la historia es indispensable partir del supuesto de que lo «histórico» se sumerge en la eternidad y hunde sus raíces en ella. La historia no es un ser arrojado a la superficie del proceso universal, ni es la pérdida de contacto con las raíces del ser; ella es necesaria a la eternidad misma, a un determinado drama que se desarrolla en la eternidad. La historia no es otra cosa que una profundísima interacción de la eternidad y el tiempo, la irrupción ininterrumpida de aquélla en éste. Si el cristianismo valora de un modo tan profundo la historia, si la ha incorporado a sí mismo hasta tal punto, es porque, para la conciencia cristiana, lo eterno puede manifestarse en el tiempo, encarnarse en él. La existencia misma del cristianismo, su presencia en el proceso histórico mundano, significa que la eternidad, es decir, la realidad divina, puede sumergirse en el tiempo, romper la cadena del tiempo, entrar en su interior y revelarse en él como la fuerza más poderosa.
La historia no se desarrolla únicamente en el tiempo y no sólo presupone el tiempo (sin el cual no existiría), sino también la lucha ininterrumpida de lo eterno con lo temporal. Es una lucha constante, una continua reacción de lo eterno presente en el tiempo, un permanente esfuerzo de los principios eternos para asegurar la victoria de la eternidad; ahora bien, esto no lleva consigo una huida del tiempo o una negación de él, ni tampoco el paso a una condición desprovista de cualquier nexo con el tiempo, pues ello significaría negar la historia; los principios eternos luchan por lograr la victoria de la eternidad en la arena misma del tiempo, es decir, en el proceso histórico. Esta lucha de la eternidad con el tiempo es una lucha incesante y trágica a vida o muerte durante todo el proceso histórico, porque la interacción y el conflicto entre los procesos eterno y temporal no es otra cosa que el choque entre la vida y la muerte, pues un aislamiento definitivo del tiempo con respecto a la eternidad, una victoria de lo temporal sobre lo eterno, sería la victoria de la muerte sobre la vida, y el abandono definitivo de lo temporal sería una salida de este nuestro proceso histórico. En realidad, existe un tercer camino y un tercer principio, según el cual el objetivo de la lucha entre la eternidad de la vida y la mortalidad del tiempo consiste en sumergir lo eterno en lo temporal.
Para poder percibir la realidad de la historia, para constatarla y comprenderla en toda su plenitud, es necesario presuponer la existencia del final, es decir, presuponer el fin de este eón mundano, de la presente época mundana de la eternidad a la que llamamos nuestra realidad mundana, nuestra vida mundana. Es la superación de todo lo corruptible, temporal o mortal, es el principio eterno que triunfa en la misma realidad temporal mundana, es la victoria sobre lo que Hegel llama la perversa infinidad. La perversa infinidad es la ausencia de un final del tiempo, es un proceso infinito en el tiempo que no conoce victoria definitiva ni tiene salida alguna. Hablaremos de ello al tratar del progreso y del nexo entre éste y la idea del fin de la historia. Por ahora nos limitaremos a establecer como supuesto de la historia, que el tiempo de nuestra realidad mundana, el tiempo en el que se desarrolla la historia, este eón del destino terreno del hombre, se sitúa en el interior de la eternidad; sólo en virtud de ello adquiere el tiempo un valor antológico. El sentido de esta historia, que se desarrolla en nuestro eón terrestre, consiste en participar de alguna manera de la plenitud de la eternidad, en salir de su estado de imperfección y de indigencia y lograr una cierta plenitud eterna.
Este supuesto de la metafísica de la historia, ligado a la relación entre tiempo y eternidad, nos lleva inmediatamente a plantear un problema sin el cual la historia es imposible y que es central para la misma, a saber, el de las relaciones entre pasado, presente y futuro. Si la realidad histórica está indisolublemente ligada al tiempo, si es un proceso que tiene lugar en el tiempo, un proceso que presupone un valor ontológico especial del tiempo, valor que es esencial para el ser, surge el problema de la naturaleza de las relaciones entre el pasado y el futuro. El tiempo de nuestra realidad mundana, de nuestro eón, es un tiempo desgarrado; es el tiempo maligno que encierra en sí el principio malvado y mortífero, el tiempo no integral, fragmentado en pasado, presente y futuro. A este propósito, son realmente geniales las enseñanzas de San Agustín. El tiempo no sólo se halla dividido en partes, sino que cada una de ellas se subleva contra la otra: el futuro se rebela contra el pasado, y éste lucha contra el principio destructor del futuro. El proceso histórico temporal es una lucha constante, trágica y desgarradora entre estos fragmentos del tiempo, entre el futuro y el pasado. Este desgarramiento es tan extraño y terrible, que, en último extremo, transforma al tiempo en algo fantasmagórico, pues, analizando los tres momentos, las tres partes del tiempo, puede uno llegar a la desesperación: los tres momentos se revelan fantasmales e irreales, porque, en realidad, ni el pasado, ni el presente, ni el futuro tienen existencia.
El presente sólo es el instante infinitamente pequeño en que el pasado ya no existe y el futuro aún no ha llegado, pero, considerado en sí mismo, no es más que algo abstracto, desprovisto de realidad. El pasado y el futuro son algo fantasmagórico: el primero, porque ya no existe; el segundo, porque aún no ha llegado. El hilo del tiempo se halla dividido en tres partes, el tiempo real no existe. Esta fagocitación mutua que tiene lugar entre las diferentes partes del tiempo lo priva de toda realidad y de todo ser. En el tiempo se manifiesta un principio malvado, mortífero y destructor, pues, en realidad, la muerte inferida al pasado por cada instante sucesivo, la inmersión del pasado en las tinieblas del no-ser operada por todo devenir temporal es justamente la manifestación de aquel principio. El futuro es el asesino de todo instante pasado, el tiempo maligno está desgarrado entre el pasado y el futuro, en medio de los cuales se sitúa el punto inaferrable del presente. El futuro devora al pasado para transformarse a su vez en un pasado que será devorado por el subsiguiente futuro. La separación entre pasado y futuro es la enfermedad, el defecto, el mal fundamental del tiempo mundano.
Si sólo admitimos la existencia de nuestro tiempo maligno y enfermo, en el cual pasado y futuro se hallan disociados, es imposible aceptar y admitir la existencia de una realidad histórica auténtica que se desarrolla en un tiempo genuino, íntegro y real, no desgarrado ni mortífero, un tiempo portador de vida y no de muerte. El tiempo de nuestra realidad mundana sólo es portador de vida en apariencia: en realidad, lleva en sí la muerte, porque, al crear la vida, arroja al abismo del no-ser el pasado, porque todo futuro ha de convertirse en pasado, ha de caer bajo el poder de este voraz torrente del futuro, y no existe realmente un verdadero futuro en el cual pueda desembocar toda la plenitud del ser, en el que el tiempo bueno pueda vencer al maligno, en el que cese la separación y el tiempo integral pueda ser eterno presente u hoy eterno. En efecto, el tiempo verdadero sería realmente el tiempo del hoy en el que todo se cumple y en el que no hay pasado ni futuro, sino sólo presente.
De acuerdo con las diferentes filosofías de la historia y los diversos puntos de vista sobre el proceso histórico, ¿podríamos quizá decir que el futuro es real y que el pasado es menos real que el futuro o bien que el pasado es menos real que el presente? Si admitimos por un segundo que el pasado, es decir aquellas partes separadas que desaparecen en la eternidad, han perdido su realidad y que la realidad auténtica es únicamente el presente y el futuro que nace del mañana, nos vemos obligados a negar, en definitiva, la realidad de lo «histórico», pues esta realidad no es otra que la realidad del pasado. Toda la realidad de la que se ocupa la historia es la realidad de aquella parte del tiempo que se ha transferido al pasado y en la cual todo «futuro» ha quedado reducido a «pasado». Pero, ¿cómo asignar al pasado toda la realidad histórica, todas las grandes épocas de la historia, toda la grandiosa existencia de la humanidad, cuyas obras y épocas más excelsas le dejan a uno maravillado? El pasado, ¿es algo real o irreal? ¿Basta acaso, con decir que el pasado existió, que hubo una historia del pueblo hebreo, del antiguo Egipto, de Grecia y de Roma, del cristianismo, del medioevo, del Renacimiento, de la Reforma, de la Revolución francesa, y afirmar que todo este pasado asumido por la historia no es sustancialmente real, no forma parte de la realidad genuina y es inconmensurable con la realidad efectiva del futuro, del mañana, del futuro que vendrá, por ejemplo, de aquí a un siglo? Este punto de vista se halla muy difundido, pero, en último extremo, lleva a negar la realidad de lo «histórico», pues considera la realidad histórica y todo el proceso del devenir histórico como una serie de instantes sucesivos y, en definitiva, fantasmagóricos, que vienen engullidos por los instantes siguientes y se precipitan en el abismo del no-ser.
La metafísica de la historia ha de aceptar la solidez de lo histórico y admitir que la realidad histórica, la realidad que consideramos pretérita, es una realidad genuina y permanente, es una realidad que no muere ni desaparece, sino que desemboca en una cierta realidad eterna; es una momento interior, un período interior de esta realidad eterna que referimos al pasado. Este último no es percibido por nosotros como el presente, es decir, de un modo inmediato, porque vivimos en un tiempo deteriorado, enfermo, desgarrado, que sólo es un reflejo del desgarramiento de nuestro ser, que no se halla en posesión de su realidad integral.
Podemos vivir en el pasado histórico como lo hacemos en el presente y esperamos hacerlo en el futuro. Existe una vida integral que contiene los tres momentos del tiempo y los reúne en una unidad orgánica, pues la realidad histórica que se ha alejado hacia el pasado no está muerta; tampoco es menos real que la que se desarrolla en este instante o la que acontecerá en el futuro (la cual no percibimos, sino sólo aguardamos, y en la que ponemos nuestras esperanzas). El pasado continúa existiendo, permanece, y lo percibimos como algo meramente transcurrido porque nuestro ser se halla desgarrado y limitado, porque no vivimos en este pasado integral, porque estamos desarraigados de él, porque estamos encerrados en el instante del presente. El pasado, con todas sus épocas históricas, es una realidad eterna, en la cual cada uno de nosotros, a través de su experiencia espiritual más profunda, supera el desgarramiento morboso del propio ser. Cada uno puede entrar en comunión con la historia en la medida en que existe en este eón de la realidad mundana. En realidad, la conciencia religiosa no puede soportar la idea de que algo auténticamente vivo pueda morir y desaparecer. El cristianismo es la más sublime de las religiones sobre todo porque es la religión de la resurrección, porque no acepta la muerte definitiva y la desaparición, porque busca la resurrección de todo lo que tiene existencia auténtica.
En nuestra misma realidad histórica, en la vida misma, en este tiempo nuestro desgarrado y maligno, en el que el pasado parece algo meramente transcurrido y el futuro se nos presenta como algo aún no nacido, de tal manera que nos encontramos encerrados en el instante de un dudoso presente, hay un principio, una fuerza, que lucha contra este tiempo perverso y mortífero y que conduce la lucha del espíritu de la eternidad, sin el cual no sería posible la unidad de la historia, su integridad, el nexo interior al tiempo; de lo contrario, la separación entre pasado, futuro y presente sería tan irreversible y definitiva que la condición mundana nos recordaría a un demente definitivamente privado de memoria, dado que la característica principal y fundamental de la locura es justamente la pérdida de la memoria. La memoria es este principio que conduce una incesante lucha contra el principio mortífero del tiempo.
La memoria es la lucha contra el poder mortífero del tiempo en nombre de la eternidad. Es la forma fundamental de apercepción de la realidad del pasado en medio de nuestro tiempo pervertido. En nuestro tiempo perverso y desgarrado, el pasado sólo permanece a través de la memoria. La memoria histórica es la manifestación más profunda del espíritu de la eternidad de nuestra realidad temporal. Ella asegura el vínculo histórico entre los tiempos. La memoria es el fundamento de la historia. Sin ella, no habría historia, porque, aunque ésta existiese, el presente estaría tan radicalmente separado del futuro y del pasado que resultaría imposible una apercepción de la historia. Todo el saber histórico no es otra cosa que un recuerdo, un triunfo (de cualquier especie que sea) de la memoria sobre el espíritu de la corrupción.
A través de la memoria, restauramos lo que se ha alejado de nosotros, lo que ha muerto y casi se ha ahogado en el oscuro abismo del pasado. Por eso la memoria es el principio ontológico eterno que constituye la base de lo «histórico». La memoria conserva el principio paterno, el vínculo con nuestros padres, pues el nexo con los padres es justamente el lazo que une al presente y al futuro con el pasado. Olvidar definitivamente a nuestros padres significaría olvidar el pasado, constituiría una locura, a través de la cual el hombre se limitaría a vegetar en un tiempo desagarrado, en un tiempo manco y aislado, sin ningún vínculo o trabazón internos. Por consiguiente, una percepción cultural de la vida, basada en el culto del futuro y de todo instante presente, constituiría para la humanidad una verdadera locura, en la que quedaría definitivamente roto el nexo interior del ser, es decir, se perdería toda ligazón entre los diversos momentos temporales y resultaría imposible percibir tal nexo.
El proceso histórico posee una doble naturaleza: por una parte, conserva, por la otra, destruye; por un lado, es vinculación entre el pasado y el futuro, por el otro, separación; es decir, su naturaleza es, a la vez, conservadora y revolucionaria. Sólo la interacción de estos dos principios crea la historia; la acción de uno solo provocaría una mutilación del tiempo.
En efecto, el devenir histórico no sólo quiere fundamentalmente mantener el nexo entre presente, futuro y pasado, sino también prolongar el pasado hacia el futuro; no sólo quiere impedir nuestro empobrecimiento como consecuencia de la pérdida de las grandes riquezas del pasado, sino también asegurarnos la posibilidad de enriquecernos a través del futuro que hemos de crear. Por esta razón, la co-presencia de estos dos principios es indispensable para que se dé el proceso histórico. Por su misma naturaleza, la historia es justamente esta ligazón, es un devenir vinculante. A través del tiempo enfermo y pervertido, que devora y destruye nuestra vida, convirtiéndola en un cementerio, en el que, sobre los huesos de los antepasados difuntos se eleva la nueva vida de los descendientes olvidados de ellos, a través de la historia, actúa el verdadero tiempo, el tiempo no desgarrado, que asegura la trabazón interna entre sus diferentes momentos y en el cual no hay separación entre pasado, presente y futuro; en suma, el tiempo nouménico y no puramente fenoménico.
Así pues, para una verdadera conciencia histórica, nada hay más importante que establecer la relación justa con el pasado y el futuro. El culto exclusivo al futuro y el rechazo del pasado, característicos de las diferentes teorías basadas en la idea del progreso, someten la vida a un principio aniquilador, mortífero, que destruye los vínculos y rompe la integridad de la realidad. El que se hace esclavo del tiempo, de su mortífero poder, no puede comprender el sentido del destino humano como destino celeste. En el tiempo perverso acontece la disociación entre lo metafísico y lo «histórico», mientras que, por el contrario, la historia ha de establecer un nexo entre ambas cosas. Separar lo eterno de lo temporal es el error más grande en que puede incurrir la conciencia y obstaculiza la creación de una verdadera filosofía de la historia.
Dicho esto, pasamos a considerar el último supuesto fundamental de la metafísica de la historia, pues, en último extremo, todo lo que hemos dicho a propósito de la historia celeste guarda relación con los supuestos religiosos de la historia.
Reconocer en la base de la historia el principio de la libertad para el mal es un supuesto religioso fundamental de la historia, sin el cual ésta resulta imposible de comprender, pues el principio de la verdadera libertad implica el principio de la libertad para el mal y el proceso histórico no puede ser entendido sin hacer referencia a esta última libertad. Sin ella podemos entender, sin duda, el proceso histórico temporal, en el sentido de que nos es posible establecer esta o aquella ley, pero todo ello no nos lleva a comprender la metafísica de la historia, ni a penetrar en las últimas profundidades de la historia.
Los antiguos mitos y tradiciones alcanzan una profundidad mayor y nos ofrecen algo más en orden a la comprensión de la esencia íntima de la historia. Ellos nos dicen que el principio de la libertad para el mal ha sido puesto en la base del proceso histórico universal. En efecto, si admitimos que el destino del hombre es el tema fundamental de la metafísica de la historia, las concepciones fundamentales al respecto sólo pueden ser dos: la primera es la evolucionista, que predominó durante el siglo XIX y parecía haber liquidado definitivamente a la segunda.
Para la concepción evolucionista, el hombre surge y se eleva a lo largo del proceso histórico universal gracias a la evolución, y es un producto de la vida del mundo. El hombre es hijo del mundo, es el resultado de un proceso que se ha desarrollado a partir de estadios inferiores: partiendo del estadio animal y semianimal, el hombre, a través de la evolución y del perfeccionamiento progresivo, llega a ser lo que es y alcanza estadios cada vez más elevados.
La segunda concepción, que la conciencia de los siglos XIX y XX considera superada, supone que en los procesos evolutivos, secundarios y parciales en que se desarrollan los destinos del hombre, desempeñan un papel fundamental los actos de la caída, del pecado, del alejamiento del hombre de las fuentes de la vida divina y de la justicia superior. Todo esto se halla en la base de las tradiciones y de los mitos sobre el pecado original, de la Biblia y de la conciencia cristiana, así como de muchas otras formas de conciencia religiosa. Esta admite más bien un cierto proceso de alejamiento progresivo del hombre de las fuentes de la vida, que es necesario para el cumplimiento de su destino a través de la vida mundana; por el contrario, la ciencia excluye una identificación del destino del hombre con el destino universal y no admite un pasado que determine de antemano el destino del hombre.
En realidad, una concepción puramente evolucionista llevada a sus últimas consecuencias niega la existencia de un destino del hombre como tema de la metafísica de la historia. Admitir la existencia de un proceso evolutivo a través del cual el hombre se eleva desde los estadios inferiores hasta su propia condición, a partir de la cual se perfecciona cada vez más, un proceso en el que el hombre viene determinado por las fuerzas mundanas y llega a ser hijo del mundo, equivale a negar que su destino sea el tema de la metafísica de la historia. Para admitir la existencia de un destino del hombre que se desarrolla a través de la historia mundana, hay que aceptar la premundaneidad del hombre, hay que admitir que este destino da comienzo y se define antes de que surja aquella realidad mundana en la que acontecen todos los procesos de evolución y de desarrollo mediante los cuales la teoría evolucionista quiere explicar el origen del hombre y su ulterior desenvolvimiento. En sustancia, esto significa negar el destino del hombre. Este presupone la existencia de una naturaleza originaria, creada por la suprema naturaleza divina y sujeta a su trágico destino en el mundo; presupone la acción de determinadas fuerzas premundanas que condicionan al hombre y de las que recibe las energías interiores necesarias para cumplir su destino. Sin todo esto es imposible hablar de destino en el auténtico sentido de la palabra.
El hombre sólo puede tener un destino si es hijo de Dios, y no si sólo es hijo del mundo. A nuestro entender, es justamente éste el supuesto de la metafísica de la historia: el hombre es hijo de Dios y está sometido a un destino trágico en un mundo en el que existe el proceso de la caída y el del desarrollo, porque en la base y en las fuentes mismas de este destino se halla la libertad natural de la cual fue investido este hijo de Dios, verdadera imagen del Creador. Esta libertad otorgada al hombre como hijo de Dios es la fuente de su destino trágico, de la condición trágica de la historia, con todos sus horrores y conflictos, pues la libertad, por su misma esencia, ha de ser a la vez para el bien y para el mal. Si sólo existiese libertad para hacer el bien y la libertad de Dios predeterminase el destino del hombre, no existiría el proceso histórico universal. El proceso universal e histórico sólo existe porque tiene en su base la libertad para el bien y para el mal, para alejarse de la fuente de la vida divina superior y para retornar a la misma.
La libertad para el mal es el verdadero fundamento de la historia. La antigua tradición referente a la caída del hombre, al pecado de Adán y Eva, a través de un breve relato, nos narra lo que ocurrió en la historia del ser antes de que diese comienzo el proceso universal: es el relato de los orígenes de la historia, que se sitúan más allá de la línea divisoria entre nuestro tiempo y la eternidad. Este acto primordial que nos ha sido transmitido a través del mito y de la tradición antiguos no aconteció en el marco del tiempo, sino que tuvo lugar en la eternidad y germinó en ella. Este acto produjo el deterioro de nuestro tiempo, aquel mal de nuestro tiempo que va ligado al desgarramiento del tiempo uno e integral en sus tres momentos: pasado, presente y futuro.
La suprema dignidad y libertad del hombre es la conciencia de su origen premundano y superior, comienzo premundano y superior de su destino, que cayó a continuación bajo el poder de las fuerzas mundanas que la ciencia estudia a través de su teoría evolucionista. Esto no significa que todo el evolucionismo sea falso y erróneo, sino únicamente que posee un sentimiento diferente. La teoría evolucionista contiene una gran parte de verdad en lo que se refiere al origen del hombre y a su destino en el mundo, pero dice relación a procesos derivados, no primarios, y no hace observación alguna en lo referente a principios más profundos, anteriores al nacimiento mismo de nuestra realidad mundana y de nuestro tiempo, ni a propósito de los procesos de los que hablan las tradiciones religiosas y que sólo son accesibles al conocimiento metafísico.
En realidad, nos encontramos aquí no con dos concepciones opuestas e irreconciliables, sino con dos puntos de vista complementarios. La teoría científico-evolucionista estudia el influjo del ambiente sobre el hombre, una influencia que es real, pero que se ejerce sobre el destino derivado del hombre, de nuestro ámbito mundano. Nosotros explicamos este último a partir de ciertos acontecimientos ocurridos con anterioridad al nacimiento de nuestra realidad mundana, acontecimientos que se desarrollaron en el interior de una realidad muy profunda, la realidad premundana. Sólo así se comprende la historia de la humanidad como una experimentación libre de las energías espirituales del hombre y como la redención del mal originario de la caída, ocurrida a causa del ejercicio de la libertad del hombre.
El sentido de esta libertad, que determina el destino del hombre, de nuestra realidad mundana temporal, ilumina también el destino del hombre que se desarrolla en el ámbito de la historia. Este nos enseña, por otra parte, que, en el ámbito de la historia mundana, toda constricción y toda realización no libre de la suprema voluntad y de la suprema justicia divinas no son necesarias a Dios, y que Dios rechazaría hasta la perfección del hombre si ésta resultase de procesos necesarios, coactivos. Lo que no proviene de la libertad no es aceptado por Dios. Se podrían repetir aquí las palabras con que el Gran Inquisidor reprende a Cristo, pero quitándoles el sentido de reproche que llevan consigo y entendiéndolas en sentido doxológico; en este caso, vienen a expresar la verdad religiosa fundamental referente a la esencia del existir humano. El Gran Inquisidor dice: «Tú deseabas que el hombre te amase y te siguiese libremente, seducido y conquistado por ti». Por su misma esencia, la libertad es un principio trágico; en la base de la libertad primordial hay una dicotomía y una escisión trágicas y sin la libertad puede existir un proceso de desarrollo o de descomposición, pero no un destino trágico, no un destino en el verdadero sentido de la palabra. El destino (y ésta es la gran revelación que distingue al mundo cristiano del antiguo) se basa sobre la libertad, mientras que, por el contrario, el mundo antiguo no comprendió la libertad. Lo vemos en el destino subyacente a la tragedia antigua, basada sobre el fatum. El mundo pagano antiguo había perdido el sentimiento de la libertad y sólo conservaba un oscuro presentimiento de ella. En el cristianismo, las cosas cambian radicalmente: el destino del hombre está ligado a la libertad primordial y por eso se puede decir que la conciencia cristiana es la única que ha llegado a la idea de la Providencia divina, idea que se halla en la base de la primera filosofía de la historia, creada por San Agustín. La Providencia divina no tiene nada que ver con la necesidad o la coacción, sino que es la conjunción antinómica de la voluntad divina con la libertad humana.
Según esta tradición antigua sobre la libertad primordial del hombre y, por consiguiente, sobre su caída, ¿cómo comienza el destino histórico del hombre sobre la tierra? En nuestra realidad mundana, en nuestro tiempo, el destino histórico del hombre comienza con su inmersión en las entrañas de la naturaleza, es decir, con la involución (según la terminología teosófica). Esta inmersión en la naturaleza fue el resultado necesario del alejamiento de las fuentes divinas de la vida (libremente decidido por el hombre), una vez que la libertad misma se perdió y se transformó en una cierta necesidad y parálisis interior.
Con el mal primordial se inicia el destino natural y material del hombre, que es el objeto de la biología, la antropología y la sociología. Se trata de un destino humano, inmerso en la naturaleza, no del destino de un hijo de Dios, de un espíritu libre creado a imagen y semejanza de Dios; se trata del destino de un ser natural y material, de un hijo del mundo. El hombre deviene (y continúa siendo a lo largo de su historia) un ser bipolar que está en comunicación con dos mundos, es decir, con el mundo supremo divino, del que es un reflejo, con el mundo libre, por un lado, y con el mundo natural-material en el que se halla inmerso y cuyo destino comparte, por otro, un mundo que actúa de muchas formas sobre el hombre y lo liga de pies y manos, hasta tal punto que su conciencia se oscurece, olvida su superior origen y su participación en la realidad espiritual suprema. Esta dependencia de la naturaleza, del estado de inmersión en el reino de la necesidad, este alejamiento de la suprema realidad divina, de la que el hombre recibió su libertad, esta caída en una realidad puramente natural, de la que recibe la impronta de la necesidad y que le impone su ley, viene reflejada durante los primeros estadios de la historia humana en el proceso mitológico, en el proceso de la conciencia que aparece en la mitología primordial.
Schelling ha explicado de un modo genial cómo la mitología es una repetición de los procesos de la naturaleza en el espíritu y en la conciencia del hombre. La historia del proceso natural, de la formación cosmogónica de la naturaleza, se refleja y se repite en la conciencia humana, en el espíritu humano y, durante los primeros estadios de la conciencia humana, esta repetición adopta la forma de una mitología. De aquí que la conciencia mitológica esté llena de mitos cósmicos que nos muestran al hombre como un ser ligado a los espíritus de la naturaleza y nos revelan su vinculación con el proceso primordial de la creación y configuración del mundo, que se mueve a un nivel anterior y más profundo que aquella consolidación de la materia a partir de la cual la conciencia científica comienza el examen del proceso evolutivo del mundo.
Mucho antes de esta consolidación de la materia tuvieron lugar ciertos procesos profundos en el seno de la naturaleza; a través de ellos, el destino del hombre (alejado de la fuente suprema de la vida espiritual) se sumergió en la naturaleza y quedó estrechamente entrelazado con ella. Por eso se puede decir que la historia primordial del hombre, su prehistoria, es un cierto proceso religioso mitológico. La mitología es la fuente primordial de la historia del hombre, la primera página de la narración del destino humano terreno posterior a su destino celeste, una vez que el prólogo se desarrolló en la historia celeste. Tras el prólogo, que narra las relaciones íntimas entre Dios y el hombre, que nos habla sobre la libertad y la caída del hombre, comienza el siguiente acto, que se desarrolla en el mundo natural bajo la forma de un proceso mitológico. Este proceso es el segundo acto si se contempla desde la eternidad, pero el primero si lo consideramos desde la perspectiva de la historia terrenal del hombre. En la más remota profundidad de los tiempos, en aquella profundidad en donde se desenvuelve el destino primordial del hombre y su descenso primordial hasta la frontera que separa claramente al tiempo de la eternidad, en estas profundidades del estadio primordial de nuestro tiempo histórico, es posible captar ciertos momentos que todavía participan de la eternidad; sólo a continuación, en un tiempo diferente, acontece la petrificación y la clausura de nuestro eón mundano, que comienza a oponerse a la eternidad. Lo que llamamos eternidad celeste se disipa en una lejanía trascendente, que queda separada de este mundo.
Por el contrario, en los mitos religiosos primordiales, en las tradiciones de la humanidad, todos estos confines entre la eternidad y el tiempo no están aún delimitados, y éste es uno de lo más grandes misterios de la vida religiosa antigua, que, para nosotros, resulta difícil de comprender. Nuestra conciencia se ha habituado hasta tal punto a la realidad mundana, a su enclaustramiento y a sus límites (que separan la realidad terrena de la eternidad y del verdadero tiempo), que nos es muy difícil romper esta costra y penetrar en el ámbito de la conciencia primordial presente en los albores del destino humano, cuando tales límites aún no existían. En la Biblia, en las tradiciones religiosas primordiales, en los mitos primitivos, tales confines no existían, y por eso es tan difícil comprender este entrelazamiento de la historia terrena con la celeste, del tiempo con la eternidad; parece como si todo ocurriese en nuestro planeta, en nuestro tiempo, en nuestra realidad mundana, y, sin embargo, acontece en otro tiempo, en otro mundo, anterior a nuestro eón mundano.
Por esta razón, antes de que naciese la ciencia histórica, las nociones históricas primordiales tenían valor científico en los sectores de la historia, la geografía, la geología, la antropología. El desarrollo subsiguiente de la conciencia filosófica y de los conocimientos científicos puso en cuestión todo esto, y la ingenua ciencia de la Biblia quedó apartada a un lado. Pero esto no significa en modo alguno que la verdad religiosa contenida en las tradiciones bíblicas pueda ser invalidada de alguna manera por la crítica científico-filosófica. En efecto, la verdad religiosa presente en todos los mitos y tradiciones no se refiere a conocimientos relacionados con las ciencias naturales o la historia, a conocimientos que puedan entrar en conflicto con la historia, la geología, la biología de nuestros días, sino que es la expresión simbólica de ciertos procesos profundísimos acontecidos más allá de los límites que separan a nuestro eón mundano de la realidad eterna. Ninguna crítica científico-filosófica puede afectar en lo más mínimo a una revelación de este tipo. La conciencia eclesiástico-religiosa, en su esfuerzo por adquirir el status de ciencia apodíctica, ha entrado en conflicto con la ciencia y, por ello mismo, ha desarmado a la verdad religiosa; en cambio, para la conciencia filosófico-religiosa, es claro que estos dos campos pueden ser delimitados perfectamente. El significado religioso oculto en las tradiciones y en los mitos de la antigüedad no constituyen una ciencia de valor objetivo, ni tampoco puede rivalizar con ésta, sino que representa la explicación de verdades mucho más profundas, que se refieren a otras esferas completamente diferentes.
La gran verdad de la Biblia, que nos ofrece el punto de contacto entre la historia celeste y la terrenal, el comienzo del destino celeste y terreno del hombre, ha de ser interpretada filosófica y religiosamente a la luz del Nuevo Testamento, no del Antiguo.
Hay que decir que, en el cristianismo, ha prevalecido la interpretación veterotestamentaria de la Biblia, que contempla toda la cosmología y antropología bíblicas bajo el prisma limitado de la conciencia del hombre veterotestamentario. Esta limitación en orden a la comprensión de la revelación de la verdad divina se ha transferido también a la Biblia, cuya revelación fue acogida por esta limitada conciencia humana y transmitida por ella a otros niveles más elevados de conciencia espiritual. La conciencia eclesiástico-religiosa, cuando se aplica al estudio de las verdades bíblicas, asume la revelación sobre la vieja naturaleza del hombre, sobre el destino del pueblo hebreo y de los pueblos con quienes estuvo indisolublemente ligado, y, en cierto modo, lo hace con aquellas mismas limitaciones. Esto ocurre también en la conciencia cristiana-neotestamentaria. La antropología y cosmología cristianas, las enseñanzas cristianas sobre el origen del hombre, llevan sobre todo la impronta de la limitación del hombre veterotestamentario. Esto obstaculiza la creación de una verdadera metafísica cristiana y de una metafísica cristiana de la historia, las cuales están ligadas a las doctrinas antropológicas y cosmológicas que llevan consigo las limitaciones bíblicas. La conciencia veterotestamentaria dificulta la creación de una auténtica metafísica de la historia, porque esta última ha de basarse en unos supuestos que superen los límites de la conciencia veterotestamentaria, todavía no sobrepasados definitivamente, ni siquiera en el cristianismo; la metafísica del hombre propia de la conciencia del viejo Adán y que se manifiesta en las antiguas revelaciones de la humanidad, continúa imponiendo sus limitaciones incluso en el período neotestamentario de la historia humana.
Todo esto ejerció una gran influencia en la orientación de la metafísica de la historia. Es necesario reelaborar y transformar la historia interior del hombre a la luz del Nuevo Testamento, del nuevo Adán, del hombre nuevo, para el cual ha desaparecido el yugo bajo el que vivía el hombre viejo, el yugo de la necesidad natural y de la ira divina, que hacía imposible el encuentro con Dios cara a cara, del que se decía: «El hombre no puede ver a Dios y seguir viviendo». Este sentimiento veterotestamentario de Dios, este sentimiento de la naturaleza, este terror veterotestamentario de la ira divina que invade al hombre caído en la esfera inferior de la vida natural, y, a la vez, la superación de este sentimiento a través de la revelación veotestamentaria del nuevo Adán, que hace a Dios infinitamente próximo al hombre, así como la liberación de los espíritus de la naturaleza, de los demonios de la naturaleza que atormentaban al hombre antiguo, son el fundamento del destino del hombre en el curso de su historia cristiana. Toda la historia cristiana de la humanidad se distingue de la del mundo pagano y bíblico por un viraje a consecuencia del cual el hombre comenzó a liberarse interiormente del poder de los demonios de la naturaleza a través del misterio de la redención y del sentimiento de ser aplastado por Dios que experimentaba el hebreo, el cual sentía a Dios como algo lejano, como una fuerza terrible y airada, con la que era peligroso encontrarse. A la luz de esta nueva revelación y de esta nueva naturaleza humana, no sólo es posible entender la historia cristiana, sino también toda la historia antigua y bíblica.
Este proceso no se ha hecho todavía lo suficientemente consciente en el ámbito cristiano; sólo algunos grandes místicos aislados, como, por ejemplo, Jakob Böhme en su Mysterium Magnum, descubrieron la verdad neotestamentaria de la Biblia, en tanto que no se puede afirmar lo mismo de la mayor parte de la filosofía cristiana. Para la filosofía de la historia ésta es la piedra angular. Desde el punto de vista de la nueva naturaleza humana que va manifestándose desde el nacimiento del cristianismo, es fundamental para la filosofía de la historia el hecho de que todo el proceso histórico universal está bajo la égida de Cristo, del nuevo Adán. Comienza, pues, una era totalmente nueva en lo que respecta a la comprensión de la esencia y del significado de la historia. Con esto termina lo que podríamos llamar la historia celeste del hombre y da comienzo su historia terrena, su destino terrenal. Es en el pueblo hebreo en donde vemos el punto de intersección, el conflicto más violento entre los destinos celeste y terreno. Por eso, la filosofía del destino terreno del hombre podemos hacerla comenzar por la filosofía de la historia hebrea y del destino de este pueblo. Es aquí donde se sitúa el eje de la historia universal: a lo largo de la historia universal va desarrollándose el tema que viene planteado a través del destino mismo del pueblo hebreo.
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